Debo reconocer que algunas ratas eran muy valientes; es posible que la perspectiva de hincarle el diente a un jugoso y tierno cachorrillo les infundiera valor. Mi vida, en aquella época, estaba constantemente en peligro y es gracias a
Rumbo
que todavía estoy vivo. (Por supuesto, en cuanto mi compañero descubrió que poseía un magnífico señuelo para cazar a las ratas no vaciló en utilizarme.) A medida que pasaban los meses comencé a adelgazar, pese a la cantidad de comida que robábamos, mis piernas se hicieron más largas y mis dientes más fuertes. Las ratas dejaron de considerarme un posible bocado y me trataban con más respeto.
Jamás las devorábamos. Las despedazábamos y les rompíamos los huesos, pero su carne nos repugnaba, aunque estuviéramos famélicos.
Rumbo
disfrutaba atormentándolas cuando las tenía acorraladas. Las ratas le maldecían, le amenazaban y le mostraban los dientes, pero él se reía de ellas. Avanzaba lentamente, sin quitarles la vista de encima, mientras las ratas retrocedían, alzando sus cuartos traseros y tensando el cuerpo para lanzarse al ataque. Súbitamente,
Rumbo
se precipitaba hacia ellas y se enzarzaban en una batalla feroz. El resultado era inevitable: sonaba un penetrante chillido, un cuerpo inánime volaba por los aires y
Rumbo
se abalanzaba triunfante sobre el cadáver de su enemiga. Entretanto, yo tenía que habérmelas con las compañeras de la desafortunada rata, y debo reconocer que me desenvolvía con bastante habilidad, aunque con menos crueldad que mi compañero.
Un día, sin embargo, estuvimos a punto de salir muy mal parados.
Era invierno y el lodo que cubría el suelo del taller se había congelado. El taller estaba cerrado y desierto —creo que era domingo— y
Rumbo
y yo nos hallábamos cómodamente instalados en el asiento trasero de un desvencijado «Morris 1100» que utilizábamos como habitáculo hasta encontrar un lugar más adecuado (nuestro anterior hogar, un espacioso «Zephyr», había sido desguazado hacía pocos días). De pronto, ambos alzamos la cabeza al percibir un ruido y el inconfundible hedor a rata. Descendimos sigilosamente del coche y nos dirigimos hacia una pila de chatarra, siguiendo el rastro de la rata a través de los estrechos callejones de hierros retorcidos, percibiendo de vez en cuando unos arañazos sobre el metal. No tardamos en descubrir su escondite.
Mejor dicho, fue la rata quien nos descubrió a nosotros.
Nos habíamos detenido antes de doblar un recodo en nuestro camino a través de los automóviles, sabiendo que nuestra presa se hallaba al otro lado. Cuando nos disponíamos a lanzarnos sobre ella, la rata apareció súbitamente.
Era la rata más grande que jamás había visto, casi tan grande como yo (yo había crecido mucho), con el pelo color pardo y unos colmillos largos y afilados. Al encontrarnos frente a frente, la rata se quedó tan asombrada como nosotros y desapareció al instante.
Rumbo
y yo doblamos la esquina apresuradamente, pero la rata se había evaporado.
—¿Me buscáis a mí? —preguntó de pronto una voz desde lo alto.
Sorprendidos, miramos a nuestro alrededor y vimos a la rata subida en el techo de un automóvil, observándonos con desprecio.
—Aquí estoy, chuchos asquerosos, venid a por mí si os atrevéis —dijo la rata.
En realidad, las ratas no suelen ser muy aficionadas a conversar. La mayoría de ellas se limitan a escupir, gruñir o blasfemar, pero ésta era la rata más parlanchína que he conocido.
—He oído hablar sobre vosotros —siguió diciendo la rata—. Nos habéis causado muchos problemas. Al menos, eso me han contado mis compañeras. Hace tiempo que deseaba conoceros, especialmente a ti, el más grandote. ¿Crees que puedes medirte conmigo?
Admiro el valor de
Rumbo
, pues yo estaba dispuesto a echarme a correr. Puede que la rata fuera más pequeña que yo, pero sus fauces y sus colmillos eran capaces de destrozarme.
Rumbo
replicó tranquilamente:
—¿Bajas tú, bocazas, o subo yo a por ti?
La rata soltó una risotada —aunque las ratas no suelen reírse— y se acomodó en el techo del automóvil.
—Bajaré yo, pero cuando me apetezca. Primero, quiero charlar un rato. —(Desde luego, no era una rata corriente)—. ¿Qué tienes contra nosotras? Ya sé que no nos quieren ni los hombres ni los animales, pero lo tuyo es manía obsesiva. ¿Se debe quizás a que somos unos animales depredadores? En tal caso, vosotros sois mucho peores. ¿Acaso no son todos los animales cautivos los más despreciables depredadores puesto que se alimentan como parásitos de los hombres? Claro que vosotros ni siquiera podéis aducir que estáis «cautivos», ya que la mayoría habéis elegido libremente este tipo de vida. ¿Nos odias porque somos libres, porque no estamos domesticadas, ni…? —La rata se detuvo, sonriendo lentamente, y luego prosiguió—: …castradas como vosotros?
Esta última observación enfureció a
Rumbo
.
—¡No estoy castrado! ¡Jamás permitiré que me hagan tal cosa!
—No me refería a una castración física, sino mental —dijo la rata con aire satisfecho.
—Nadie me ha castrado mentalmente.
—¿Estás seguro? —inquirió la rata en tono de burla—. Al menos nosotras somos libres, nadie es nuestro dueño.
—¿Quién demonios querría ser vuestro dueño? —le espetó
Rumbo
—. Incluso os atacáis mutuamente cuando las cosas se ponen feas.
—Eso se llama supervivencia, chucho. Supervivencia. —La rata se puso en pie, visiblemente irritada—. Nos odias porque sabes que somos iguales, el hombre, el animal, el insecto, somos idénticos, y porque sabes que las ratas llevamos una vida que otros tratan de ocultar. ¿No es así, chucho?
—¡No, y lo sabes muy bien!
Mientras discutían, yo me preguntaba de qué diablos estaba hablando.
Rumbo
avanzó enfurecido hacia el coche.
—Existe un motivo para que las ratas llevéis esta vida, lo mismo que existe un motivo para que los perros vivamos como lo hacemos. ¡Y tú lo sabes!
—Cierto, y existe un motivo para que yo te rompa el cuello —contestó la rata.
—¡Eso ya lo veremos!
Rumbo
y la rata siguieron discutiendo durante otros cinco minutos, hasta que los ánimos estallaron.
Súbitamente, ambos guardaron silencio, como si no tuvieran nada más que decirse, contemplándose con odio, los ojos castaños de
Rumbo
saliéndoseles de las órbitas y los ojos amarillos de la rata llenos de maldad. La tensión aumentó, como si el rencor que ambos sentían se acumulara lentamente y en silencio. Al cabo de unos instantes, la rata lanzó un alarido y se arrojó desde el techo del automóvil.
Rumbo
estaba preparado para repeler el ataque. Se apartó de un salto y se abalanzó sobre el cuello de su adversaria, pero la rata lo esquivó y se giró para atacarlos. Ambos contrincantes chocaron frontalmente, clavándose los dientes y las pezuñas.
Yo me quedé inmóvil, perplejo y atemorizado, observándoles mientras trataban de despedazarse, gruñendo y rugiendo como fieras. De pronto,
Rumbo
soltó un aullido y decidí intervenir. Me precipité hacia ellos, ladrando furiosamente, tratando de reunir el suficiente valor para lanzarme al ataque. No podía hacer gran cosa, sin embargo, puesto que ambos animales se hallaban enzarzados en un cuerpo a cuerpo, revolcándose en el suelo, dándose patadas, mordiéndose y despellejándose. Yo me limitaba a aguardar hasta que vislumbraba un fragmento del pelaje marrón de la rata, y entonces le propinaba un mordisco.
Al cabo de unos minutos ambos contendientes se separaron, jadeando, derrotados, pero mirándose furiosos a los ojos.
Rumbo
tenía una profunda herida en el hombro y la rata tenía una oreja destrozada. Luego se agacharon, temblando y gruñendo. Supuse que estaban demasiado agotados para proseguir la lucha, pero después comprendí que estaban recuperando fuerzas.
Volvieron a lanzarse al ataque y yo me uní a ellos.
Rumbo
agarró a la rata por el cuello y yo le clavé los dientes en una de sus patas delanteras. El sabor de su sangre caliente me produjo náuseas pero no la solté, mientras la rata se debatía furiosa e intentaba mordernos. De pronto sentí un intenso dolor en el costado y solté a la rata, la cual se giró y me propinó una patada que me derribó sobre el helado barro.
Me levanté para atacarla de nuevo y la rata me arañó en la frente. Volví a caer al suelo, pero me incorporé rápidamente.
Rumbo
seguía aferrando a la rata por el pescuezo, tratando de alzarla y arrojarla en el aire, un truco que solía emplear para partirles el espinazo a sus enemigas. Pero la rata pesaba mucho. Por fortuna,
Rumbo
la tenía asida de manera que no podía morderme, pues de haberme clavado sus incisivos me habría hecho pedazos. Pero la rata tenía mucha fuerza y al fin consiguió librarse. Echó a correr, se dio media vuelta y se lanzó de nuevo contra nosotros, girando la cabeza a diestro y siniestro para atacarnos con sus temibles y poderosas armas.
Rumbo
trató de esquivarla, pero la rata le atizó un mordisco en el flanco, y lanzando un grito de triunfo, se precipitó sobre él. Estaba tan excitada que se había olvidado de mí.
Yo salté sobre ella y la derribé de un mordisco en la cabeza, partiéndome un diente al clavárselo en el cráneo. El desenlace fue brutal y nada glorioso:
Rumbo
se incorporó a la batalla y entre ambos conseguimos acabar con la rata. Tuvo una muerte lenta, y reconozco que la admiro por el coraje con que luchó contra nosotros. Cuando al fin se quedó inmóvil y exhaló su último suspiro, me sentía no sólo extenuado sino degradado. La rata tenía tanto derecho a vivir como nosotros, pese a ser una criatura despreciable, y había demostrado un indiscutible valor. Creo que
Rumbo
se sentía tan avergonzado como yo, aunque no dijo nada.
Arrastró el cadáver de la rata y lo ocultó debajo de un automóvil (ignoro por qué lo hizo, aunque supongo que era una especie de enterramiento). Luego regresó para lamerme las heridas.
—Te has portado muy bien, cachorro —dijo. Su voz sonaba más apagada de lo habitual—. Era una bestia feroz, distinta de la mayoría de ratas que he conocido.
Yo gemí cuando me lamió la herida que tenía en el hocico.
—¿A qué se refería cuando dijo que éramos todos iguales?
—Estaba equivocada. No somos iguales —contestó mi amigo, dando por zanjado el asunto.
El episodio de la rata me quitó las ganas de seguir aniquilando a los otros animales de su especie; no me importaba luchar contra ellas, pero a partir de entonces dejaba que se escaparan.
Rumbo
no tardó en darse cuenta y se enfadó conmigo; seguía odiando a las ratas y no vacilaba en eliminar a todas las que se cruzaban en su camino, quizá con menos crueldad que antes, pero con la misma fría premeditación.
No deseo entrar en detalles respecto a nuestros enfrentamientos con las ratas, puesto que constituyen un capítulo muy desagradable, aunque breve, en mi vida de perro; pero les narraré un incidente que demuestra el profundo odio que sentía
Rumbo
hacia esas desgraciadas y miserables criaturas.
Un día nos topamos con un nido de ratones en el interior de un automóvil que yacía bajo una pila de coches medio desguazados. El techo del vehículo estaba aplastado, no tenía puertas y los ratoncitos yacían sobre el desvencijado asiento mientras su madre los amamantaba. Acababan de nacer y sus cuerpos estaban todavía relucientes. Su olor nos atrajo como un imán y comenzamos a buscar por entre el montón de chatarra hasta dar con ellos. Cuando vi a los ratoncitos yaciendo junto a su madre, la cual nos observaba alarmada, decidí emprender la retirada. Pero
Rumbo
se lanzó sobre ellos con inusitada ferocidad.
Traté de detenerlo, rogándole que no los lastimara, pero no me hizo caso y salí huyendo del taller para no presenciar la carnicería ni oír los gritos de los desgraciados ratones.
Después de este episodio,
Rumbo
y yo estuvimos varios días sin dirigirnos la palabra; su crueldad me desconcertaba y a él le desconcertaba mi actitud. Lo cierto es que tardé mucho tiempo en acostumbrarme a la brutalidad de la vida animal, pues mi «humanidad» me impedía aceptarla. Supongo que
Rumbo
atribuía mi antipática actitud al hecho de que estaba creciendo. Había perdido mi gordura de cachorro y mis patas eran largas y fuertes (aunque tenía las patas traseras un poco torcidas). Llevaba las pezuñas siempre recortadas de tanto correr sobre el pavimento y tenía los dientes duros y afilados. Mi vista seguía siendo extraordinaria. (
Rumbo
tenía una vista normal; no tan buena como la de un ser humano, pues no distinguía los colores con claridad, pero en la oscuridad veía perfectamente, quizá mejor que yo.) Tenía buen apetito y no tenía problemas de lombrices, sarro, sarna, estreñimiento, diarrea, irritación de la vejiga, eccema, úlceras en los oídos ni otras dolencias que suelen aquejar a los perros. Sin embargo, sentía picor en todo el cuerpo y fue gracias a esa circunstancia que
Rumbo
y yo hicimos de nuevo las paces.
Había observado que
Rumbo
se rascaba cada vez con mayor frecuencia y lo cierto es que mi manía de chuparme el pelo y rascarme con las patas traseras se había convertido en una ocupación casi permanente. Un día, al ver unos pequeños monstruos amarillos brincando como saltamontes sobre el lomo de mi compañero sentí tal repugnancia que no pude por menos que hacer un comentario al respecto:
—No comprendo por qué el Jefe no nos baña nunca.
Rumbo
dejó de rascarse y me miró fijamente.
—¿Te molestan las pulgas, pequeñajo?
—¿Que si me molestan? Tengo la sensación de haberme convertido en un hotel para parásitos.
Rumbo
sonrió y dijo:
—No creo que te guste el método que emplea el Jefe para resolver el problema.
Le pregunté a qué se refería y él respondió:
—Cuando se harta de ver que me rasco continuamente o de mi hedor, me ata a una tubería y me rocía con una manguera. Cuando noto que apesto, procuro no cruzarme en su camino.
Yo me eché a temblar ante la perspectiva de que el Jefe me rociara con una manguera. Estábamos en pleno invierno.
—Existe otro sistema —dijo
Rumbo
—. Tampoco es agradable, pero es más eficaz.
—Cualquier cosa es preferible a soportar este picor.