Aullidos (4 page)

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Authors: James Herbert

Tags: #Ciencia ficción, Intriga

BOOK: Aullidos
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Pero primero tenía que huir de allí.

Capítulo 5

Me desperté al oír que se alzaba el pestillo de la jaula. Había tenido un sueño profundo, vacío, sin pesadillas. Supongo que mi fatigado cerebro había decidido concederse un respiro para recuperarse después de tantos sobresaltos.

Bostecé y me estiré. Luego me mantuve alerta. Si iban a matarme hoy, tendría que aprovechar el momento en que mis cuidadores bajaran la guardia para huir. Cuando se presentaran para conducirme a la cámara de la muerte, su propia sensibilidad ante la ejecución que iban a llevar a cabo les obligaría a ser precavidos. Los humanos suelen transmitir sus sentimientos a los animales, pues su aura irradia unas emociones tan poderosas como las ondas radioeléctricas. Hasta los insectos pueden captarlas. Y también las plantas. Los animales son muy sensibles a los impulsos de su verdugo y cada uno reacciona de distinta forma: unos se muestran serenos y tranquilos mientras que otros se ponen nerviosos y resulta difícil controlarlos. Un buen veterinario o cuidador de animales lo sabe y procura disimular sus sentimientos para tranquilizar a la víctima; pero en ocasiones no consiguen ocultarlos y las cosas se complican. Yo confiaba en que esta visita fuera simplemente social y no tuviera un propósito más siniestro.

Una joven de unos dieciocho o diecinueve años, vestida con una bata blanca como los encargados de la perrera, entró en la jaula. Tan pronto como me saludó con un «hola, chico», percibí su tristeza y salí disparado. Ella ni siquiera trató de detenerme; o estaba demasiado sorprendida o en el fondo se alegraba de que huyera.

Súbitamente resbalé, tratando de esquivar la jaula que se hallaba frente a mí, y clavé las pezuñas en el suelo. Todos los músculos de mi cuerpo se hallaban en tensión mientras corría alrededor del patio semicubierto, buscando una salida. La joven me perseguía de un lado a otro, aunque no ponía mucho empeño en alcanzarme. Vi una puerta que daba a la calle, pero era imposible franquearla. Maldije el hecho de ser un perro; de haber sido un hombre, no habría tenido más que descorrer el cerrojo y salir huyendo. (Claro que, de haber sido un hombre, no me hallaría en estas circunstancias.)

Di media vuelta y solté un gruñido cuando la joven se acercó a mí, hablándome con suavidad para tranquilizarme. Me agaché sobre las patas delanteras, sintiendo que mi pelo se erizaba y mis cuartos traseros temblaban mientras trataba de recuperar las fuerzas. La muchacha se detuvo, vacilando, y percibí su temor.

Nos miramos frente a frente, ella sintiendo lástima de mí y yo de ella. Ninguno de los dos quería atemorizar al otro.

En aquel momento se abrió una puerta del edificio situado al final del patio y apareció un hombre con cara de pocos amigos.

—¿Qué pasa, Judith? Te dije que me trajeras al perro de la jaula número nueve.

Al verme, avanzó hacia mí, mirándome enfurecido y mascullando unas palabrotas. Vi que había dejado la puerta abierta tras él. ¡Ésta era mi oportunidad!

Eché a correr y el hombre abrió los brazos y las piernas para detenerme. Me escabullí por entre sus piernas y él las juntó bruscamente, soltando un gemido de dolor cuando sus tobillos chocaron. Le dejé atrás, brincando y gimiendo, y penetré en el edificio. Me encontré en un largo y sombrío pasillo, con varias puertas a ambos lados. Al final de éste había una puerta, inmensa e imponente, que daba a la calle. Oí unas voces a mis espaldas y eché a correr por el pasillo, buscando desesperadamente una salida.

Una de las puertas a mi izquierda estaba entreabierta y me colé por ella. En un rincón de la habitación había una mujer de rodillas que en aquellos momentos se disponía a enchufar una tetera eléctrica. La mujer me miró atónita. Luego se puso en pie y yo corrí a ocultarme debajo de una mesa. Percibí un aroma a aire puro mezclado con el hedor a perros y, al levantar la vista, vi una ventana abierta. Sentí una mano que trataba de agarrarme debajo de la mesa y oí la voz de la mujer, hablándome en tonos suaves y amistosos. Me encaramé de un salto en el antepecho de la ventana y me arrojé por ella.

Fantástico. Me encontraba de nuevo en el patio.

Al verme, la joven que se llamaba Judith avisó al hombre, el cual había entrado en el edificio, pero los perros seguían ladrando y no la oyó. Vi que la puerta de un despacho estaba abierta pero pasé de largo, pues supuse habrían cerrado todos los accesos a la calle por si se me ocurría volver a saltar por una ventana. Tenía otra alternativa: frente a la puerta principal había una amplia escalera de madera oscura. Me di media vuelta y subí precipitadamente por ella, moviendo mis cortas patas como si fueran pistones. El hombre echó a correr detrás mío. De pronto sentí que me agarraba por la pata trasera derecha y lancé un aullido de dolor. Traté de librarme de sus garras, pero fue inútil.

El hombre me aferró por el pescuezo con la otra mano, me soltó la pata, me alzó del suelo y me sostuvo firmemente contra su pecho. Al menos tuve la satisfacción (aunque fue un gesto involuntario) de orinarme encima suyo.

Por fortuna, en aquel preciso momento apareció uno de los empleados de la perrera. La puerta se abrió de repente, inundando el pasillo de luz, y entró el empleado portando una cartera. Al ver la escena que se desarrollaba ante sus ojos, se quedó pasmado: la joven y la mujer de la oficina contemplaban atemorizadas al hombre, mientras éste, jurando y blasfemando, sostenía un cachorro entre sus brazos y trataba de esquivar el chorro amarillo que brotaba del animal.

Era el momento propicio para morderle y, girando la cabeza, le propiné un mordisco en la mano. Todavía no tenía mucha fuerza en las mandíbulas, pero mis colmillos eran afilados como agujas. El hombre lanzó un grito de dolor y me soltó; supongo que la incómoda sensación de humedad en un extremo y ardor en el otro no le ofrecía otra alternativa. Caí rodando por la escalera, gimiendo y aullando, aunque creo que era más bien debido al susto que al dolor. Cuando llegué abajo, me levanté, sacudí un poco la cabeza y salí disparado del edificio.

Era como saltar a través de un aro de papel desde un mundo tenebroso y deprimente a un universo lleno de luz y esperanza. Me sentía eufórico por haber recobrado mi libertad, dejando atrás el siniestro edificio que contrastaba con el resplandor del sol y los excitantes y múltiples aromas del mundo exterior. Era libre y la sensación de libertad infundía vigor a mis jóvenes patas. Eché a correr sin que nadie me persiguiera; de todos modos, nada ni nadie habría podido detenerme. Me sentía vivo y las preguntas se agolpaban en mi cerebro.

Corrí, corrí y corrí sin detenerme.

Capítulo 6

Corrí hasta que no pude más, esquivando los coches, ignorando las palabras amistosas de quienes me observaban con curiosidad y las palabrotas de quienes se sobresaltaban cuando me cruzaba en su camino, pensando únicamente en escapar y alcanzar la libertad. Corrí por las calles, ciego ante los peligros que me amenazaban, hasta que al fin entré en el patio de un viejo y mugriento bloque de apartamentos de ladrillo rojo y me detuve junto a una lóbrega escalera. La lengua me colgaba sobre la mandíbula, tenía los ojos desorbitados y estaba exhausto. Había corrido a lo largo de dos kilómetros sin detenerme, lo cual representa una distancia considerable para un cachorro.

Me dejé caer sobre las frías losas del suelo, tratando de que mi aturdido cerebro se relajara, al igual que mi sistema nervioso. Permanecí tendido allí por espacio de una hora o quizá más, demasiado agotado para moverme, demasiado confundido para pensar con claridad. El cansancio había hecho que se desvaneciera mi sensación de júbilo al recobrar la libertad. De pronto oí unas pisadas y alcé la cabeza con las orejas tiesas para captar más información. Hasta entonces no había reparado en mi extraordinario sentido auditivo. Al cabo de unos segundos apareció una figura que bloqueaba prácticamente toda la luz que se filtraba por la caja de la escalera y vi la silueta de una gigantesca mujer. Quizá parezca exagerado decir que su volumen llenaba todo mi campo visual, incluida la periferia, pero ésa fue la sensación que me produjo. Temí que su enorme cuerpo me aplastara y me quedara adherido a él como una de las múltiples capas de grasa que lo envolvían. Retrocedí acobardado, sin sentir el menor orgullo masculino, puesto que ya no era un hombre, pero sus palabras me tranquilizaron.

—Hola, chico. ¿Qué haces aquí?

Su voz era tan imponente como su cuerpo, algo ronca, pero sus palabras denotaban bondad, sorpresa y alegría. Depositó unas bolsas en el suelo y se inclinó sobre mí.

—¿De dónde vienes? ¿Te has perdido?

Su acento indicaba que era de Londres, probablemente del este o el sur de la ciudad. Extendió una mano hacia mí y yo retrocedí, aunque el tono amable de su voz me había tranquilizado. Sabía que si me atrapaba entre sus enormes manazas jamás conseguiría escapar. La mujer, sin embargo, se mostraba paciente y comprensiva. Por otra parte, el delicioso aroma que emanaban sus rollizos dedos resultaba embriagador.

Moví el hocico, olfateando tentativamente sus manos, y luego aspiré profundamente los suculentos olores de sus dedos mientras la boca se me hacía agua. Saqué la lengua y puse los ojos en blanco al imaginar todo lo que había comido esa mujer. Sentí el sabor a cerdo ahumado, judías, una carne que no lograba identificar, queso, pan, mantequilla — ¡deliciosa!— mermelada (eso no me gustó tanto), cebollas, tomates, otro tipo de carne (creo que era buey) y otras muchas cosas. Todo estaba impregnado de un olor a tierra, como si acabara de coger los tomates en su huerto, lo cual realzaba el sabor de los alimentos. Era evidente que se trataba de una persona a quien le gustaba comer, que veneraba la comida no sólo con el paladar, sino también con sus manos; ningún instrumento de acero inoxidable entorpecería el camino de los alimentos desde el plato hasta su boca si podía saciar su apetito más rápida y abundantemente utilizando las manos. Mientras lamía sus dedos, sentí una creciente devoción hacia aquella mujer.

Después de lamer todos los sabores de su rolliza mano, me fijé en el resto de su cuerpo.

Sus ojos azul oscuro me sonreían desde un orondo semblante color pardo. ¿Pardo? Efectivamente. Les sorprendería comprobar la diversidad de colores que poseen los rostros humanos si pudieran contemplarlos como yo los contemplaba entonces. Unas venas rojas y azules surcaban sus gruesas y rubicundas mejillas, justo debajo de la piel. En su rostro resplandecían otros colores —principalmente amarillos y naranjas—, los cuales cambiaban continuamente de tonalidad a medida que la sangre circulaba bajo la superficie. En su barbilla crecían unos pelos castaños y grises, tiesos como las cerdas de un puercoespín. Tenía el semblante surcado por unas profundas arrugas que descendían desde las esquinas de sus ojos hacia las mejillas y trepaban por su frente, desvaneciéndose gradualmente. Era un rostro maravilloso.

Como recordarán, la contemplaba en la penumbra de la escalera, iluminada por detrás. Ello demuestra mi poderosa percepción visual, la cual fue perdiendo intensidad con el paso del tiempo.

La mujer soltó una risita y dijo:

—Pobrecito, estás muerto de hambre. Pero sabes que soy tu amiga, ¿no es cierto?

Dejé que me atusara el pelo del pescuezo, pues sus caricias me reconfortaban. Al percibir el aroma de las bolsas que había depositado en el suelo me acerqué a ellas para olfatearlas.

—Has olido la comida, ¿eh?

Yo asentí. Estaba famélico.

—Veamos si hay alguien ahí fuera que te anda buscando.

Se encaminó hacia el portal y yo la seguí. Asomamos la cabeza, pero el patio estaba desierto.

—Acompáñame y veré qué puedo darte.

La anciana se agachó trabajosamente para coger las bolsas de la compra y las transportó a lo largo de un pequeño pasillo situado detrás de la escalera. Yo eché a caminar tras ella agitando el rabo.

Después de dejar las bolsas en el suelo, junto a una puerta verde cuya pintura se caía a pedazos, sacó un monedero del bolsillo de su abrigo y rebuscó en él, maldiciendo su débil vista, hasta encontrar una llave. Luego abrió la puerta, recogió las bolsas y entró en el apartamento. Yo me acerqué a la puerta y asomé el hocico. Percibí un olor rancio, a decrepitud y abandono, que no era agradable ni desagradable.

—Pasa, muchacho —dijo la anciana—, no tienes nada que temer. Bella se ocupará de ti.

Yo no me atrevía a entrar, pues aún sentía cierto temor. Bella me llamó dándose unas palmadas en la rodilla, lo cual no debió resultarle fácil dadas sus proporciones, y corrí hacia ella, agitando el rabo con tal ímpetu que todo mi trasero vibraba.

—Buen chico —dijo Bella.

Ahora no sólo percibía las palabras sino que entendía su significado, y comprendí que era un buen chico.

Olvidándome de que era un perro, traté de hablarle; creo que deseaba decirle que era muy amable y preguntarle si sabía que yo era un perro. Pero sólo emití unos ladridos.

—¿Qué te pasa? ¿Tienes hambre? ¡Pobrecito! Veamos qué puedo darte.

Bella salió de la habitación y la oí abrir y cerrar unos armarios. El sonido ronco y áspero de su voz me desconcertó durante unos instantes, hasta que me di cuenta de que estaba cantando, pronunciando de vez en cuando una palabra que interrumpía la monótona serie de «mmmms» y «laaas».

El chisporroteo de la grasa en la sartén y el delicioso aroma a salchichas me atrajo hacia la cocina como un imán. Salté sobre Bella, apoyando las patas en su gruesa pantorrilla y agitando el rabo con tal fuerza que por poco pierdo el equilibrio. Ella me miró sonriendo y me acarició la cabeza.

—En seguida estará listo. Supongo que te las comerías crudas, ¿no? Espera unos minutos y nos las repartiremos como buenos amigos. Ahora bájate y ten paciencia —dijo, apartándome con suavidad.

Pero el aroma de las salchichas era demasiado poderoso. Me acerqué al fogón y di un salto para husmear en la sartén.

—¡Te vas a quemar! —me reprendió la anciana—. Será mejor que salgas de aquí hasta que la comida esté lista.

Me cogió en brazos y me sacó de la cocina, depositándome en el suelo junto a la puerta. Intenté deslizarme por la estrecha abertura antes de que la puerta se cerrara, pero tuve que apartarme de un salto para que no me pillara el hocico. Aunque me avergüence confesarlo, reconozco que me puse a aullar y gemir y a arañar la puerta, ansioso de hincarle el diente a las deliciosas salchichas. Aparté de mi mente los interrogantes sobre mi extraña existencia, dominado por el poderoso deseo físico de satisfacer mi apetito.

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