Al cabo de unos minutos que me parecieron una eternidad, Bella abrió la puerta y me invitó a entrar en la cocina. No tuvo que repetírmelo dos veces; entré apresuradamente y me dirigí a un plato que contenía tres suculentas salchichas. Al hincarle el diente a una de ellas, me abrasé la lengua y solté un ladrido. La anciana se echó a reír mientras yo trataba de devorar las humeantes salchichas. Agarré una entre los dientes, pero estaba ardiendo y la dejé caer en el suelo. Al fin conseguí pegarle un bocado a una salchicha y al engullirlo me abrasé la garganta. Bella decidió apartar el plato hasta que las salchichas se hubieran enfriado.
—Ten paciencia —dijo. Están muy calientes y te vas a quemar.
Luego cogió la salchicha que yo había mordido y, tras soplar sobre ella durante unos instantes, me la metió en la boca. Yo la devoré rápidamente y Bella repitió la operación con otra salchicha, ignorando mis impacientes ladridos. La segunda salchicha aún me supo mejor; su suculenta carne me llenaba la boca y debo reconocer que jamás he gozado tanto con una comida, ni cuando era un perro ni cuando era un hombre.
Cuando hube devorado la tercera salchicha, la anciana se acercó a la sartén y sacó otras cuatro con un tenedor. Las colocó de dos en dos sobre un par de gruesas rebanadas de pan, las untó con mostaza y las cubrió cuidadosamente con otra rebanada de pan, como si arropara a unos niños en la cama. Sin molestarse en partir el bocadillo por la mitad, abrió la boca y le pegó un mordisco que dejó un enorme agujero semicircular en el pan. Yo la observé con envidia y traté de saltar sobre su regazo, suplicándole que se compadeciera de mí. ¡Estaba famélico!
—Está bien, bribonzuelo. Supongo que te aprovecharán más que a mí.
Bella sonrió y arrojó el resto del bocadillo en el plato que había en el suelo.
La anciana y yo seguimos disfrutando de nuestro festín, sonriendo satisfechos y relamiéndonos cuando hubimos dado cuenta de los bocadillos de salchichas.
Aún estaba hambriento, pero al menos había conseguido aplacar un poco mi apetito. Me bebí el agua que me dio Bella en un tazón y lamí las migajas de sus manos. Le pedí otra salchicha, pero creo que no me comprendió. Luego se levantó y empezó a vaciar las bolsas de la compra, mientras yo permanecía alerta por si caía algo. Resultaba un tanto arriesgado moverse por entre aquellas descomunales piernas, pero era un juego muy divertido.
Bella dejó mi plato en el fregadero, el cual había quedado tan limpio que no hacia falta lavarlo, y me indicó que la siguiera. Nos dirigimos a la salita y me encaramé a un viejo y desvencijado sofá, mientras ella se dejaba caer en él con un bufido. Salté sobre su pecho, colocando las patas entre sus inmensos senos, y le lamí el rostro en señal de gratitud. Era un rostro agradable y me gustaba lamerlo. Ella me acarició la cabeza y el lomo durante un rato, hasta que sus caricias se hicieron más lentas y pesadas y su respiración más lenta y acompasada.
Luego se tumbó en el sofá, apoyó la cabeza en el brazo y se quedó dormida. Sus ronquidos me tranquilizaban. Yo me acurruqué entre su voluminoso vientre y el respaldo del sofá y, al cabo de unos instantes, me quedé también dormido.
De pronto oí que se abría la puerta y me desperté bruscamente. Traté de incorporarme, pero tenía las patas atrapadas entre la anciana y el sofá. Levanté la cabeza y me puse a ladrar con fuerza. Bella se despertó sobresaltada y miró a su alrededor, como si no supiera dónde se hallaba.
—La puerta —dije yo—. Creo que ha entrado alguien.
Como es natural, Bella no me entendió y me ordenó que dejara de ladrar. Pero yo era muy joven, me exaltaba fácilmente, y mis ladridos se hicieron más fuertes y desafiantes.
En aquel momento apareció un hombre que apestaba a alcohol. Yo había entrado en algunos pubs con mi otro dueño y el olor a alcohol siempre me había producido una sensación desagradable, aunque no inquietante. Este individuo, sin embargo, exhalaba un olor a maldad por todos los poros de su cuerpo.
—¿Qué diablos pasa aquí? —preguntó, avanzando hacia nosotros con paso vacilante.
Era un hombre joven, de unos treinta o treinta y cinco años, con una incipiente calvicie y unos rasgos vagamente parecidos a los de Bella. Sus ropas estaban arrugadas pero limpias; no llevaba camisa, tan sólo un jerséi debajo de la americana. Al contrario que Bella, que era grande y generosa, este tipo era pequeño y mezquino. A mí me parecía un gigante, pero un gigante pequeño y mezquino.
—¿Has vuelto a ausentarte del trabajo? —le preguntó Bella, medio adormilada.
El joven no respondió y se precipitó hacia mí esbozando una sonrisa que más bien parecía una mueca. Yo solté un gruñido e intenté morderle la mano; ese tipo no me gustaba nada.
—¡Deja en paz al perro! —exclamó Bella, apartándolo de un empujón. Luego levantó las piernas del sofá y las apoyó en el suelo, haciendo que resbalara y me cayera en el hueco que había dejado.
—¿Eso es un perro? —El joven me dio un amistoso golpecito en la cabeza. Yo le advertí que no volviera a hacerlo—. ¿De dónde lo has sacado? Ya sabes que no te permiten tener perros en el apartamento.
—Déjalo tranquilo. Lo encontré fuera, estaba muerto de hambre.
Bella se levantó, irguiéndose como un gigante sobre mí y aquella comadreja que debía ser su hijo.
—Eres un sinvergüenza —le espetó, interponiéndose entre ambos para impedir que siguiera importunándome—. ¿Qué hay de tu empleo? No puedes ausentarte todos los días del trabajo.
La comadreja maldijo su trabajo y a su madre.
—¿Y mi cena? —preguntó.
—Se la ha comido el perro.
Yo gemí para mis adentros, temiendo la reacción de aquel tipo.
—¡Pobre de él como se la haya comido!
—¿Acaso sabía yo que ibas a presentarte? Creí que te habías ido a trabajar.
—Pues no he ido, así que dame algo de comer.
Bella debió agarrar a su hijo por el pescuezo y meterle la cabeza en un cubo de agua —tenía la suficiente fuerza para hacerlo—, pero se dirigió a la cocina y empezó a abrir y cerrar armarios.
El individuo me sonrió con aire de satisfacción y yo le miré nervioso.
—¡Fuera de ahí! —me ordenó, haciendo un gesto con el pulgar.
—Vete al diablo —le contesté, tratando de disimular mi nerviosismo.
—¡Quítate del sofá! —insistió, dándome un manotazo y derribándome de mi cómodo asiento con una fuerza que me dejó pasmado. Yo debía comprender que sólo era un perro, y bastante debilucho por cierto. Solté un ladrido y corrí a la cocina en busca de la protección de Bella.
—No le hagas caso, muchacho. Le daremos de cenar y en seguida se quedará dormido.
Bella empezó a preparar la cena de la comadreja mientras yo permanecía pegado a sus faldas. Los olores de la comida despertaron de nuevo mi apetito y apoyé las patas sobre su enorme cadera, suplicándole que me diera algo.
—No, no. ¡Anda, bájate! —dijo la anciana, apartándome con firmeza—. Tú ya has cenado, ahora le toca a él.
Yo insistí, pero Bella no hizo caso de mis súplicas. Luego empezó a hablar, quizá para tranquilizarme, o quizás hablaba consigo misma:
—Es igual que su padre. Siempre ha sido un desastre. Podría haber hecho algo bueno en la vida, pero se ha echado a perder. Es idéntico a su padre, que Dios lo tenga en su gloria. Yo he hecho cuanto podía. Le he mantenido, igual que a su padre, cuando no tenía trabajo. Entre los dos me han amargado la vida.
El aroma de la comida me hacía delirar.
—Ha tenido varias novias, pero en cuanto descubrían cómo era salían corriendo. Nunca cambiará. ¡Arnold, la cena casi está lista! ¡No te duermas!
¡Tocino, huevos y salchichas!
Bella comenzó a untar el pan con mantequilla mientras yo permanecía clavado junto al fogón, sin importarme que de vez en cuando me cayeran encima unas gotitas de grasa caiiente. Luego vació el contenido de la sartén en un plato, lo colocó en la mesa y cogió unos cubiertos.
—¡Arnold, la cena está lista! —repitió Bella. Al ver que Arnold no respondía soltó un gruñido y se dirigió a la salita.
El aroma de la comida era irresistible.
La silla que había ocupado Bella estaba aún junto a la mesa. La primera vez que intenté saltar sobre ella me caí al suelo, pero redoblé mis esfuerzos y al fin conseguí encaramarme a ella y apoyé las patas en la mesa. Bella sólo se ausentó unos pocos minutos, pero a mí me bastaron para despachar dos lonchas de tocino y una salchicha y media. Los huevos los reservaba para el final.
Mi grito de alarma se unió al grito de sorpresa de Bella y al grito de furia de la comadreja, formando una curiosa cacofonía. Yo salté de la silla en el preciso instante en que la comadreja se abalanzó sobre mí, extendiendo las manos para retorcerme el pescuezo. Por fortuna, Bella se interpuso en su camino y la comadreja chocó con la inmensa cadera de su madre y cayó al suelo como un monigote de trapo, como suelen caer los borrachos.
Bella estaba también enfadada conmigo. Temiendo que me golpeara con sus musculosos brazos, corrí a ocultarme al otro lado de la mesa. La anciana pasó junto a su hijo, que en aquellos momentos trataba de incorporarse, y avanzó hacia mí. Yo aguardé unos instantes, agachado sobre las patas delanteras, con la barbilla casi rozando el suelo y los cuartos traseros temblando, y luego me escabullí por debajo de la mesa hacia la puerta. Por desgracia, fui a caer en brazos de la comadreja.
Éste me aferró con ambas manos por el pescuezo, mirándome enfurecido mientras yo agitaba las patas tratando de librarme de sus garras. De pronto perdió el equilibrio y cayó de bruces sobre la mesa, derribando los huevos, el pan con mantequilla, la salsa de tomate y todo lo demás.
— ¡Lo mataré! —gritó unos instantes antes de que yo le clavara los dientes en su afilada nariz. (Apuesto a que todavía conserva la huella de mi mordisco.)
—¡Quítamelo de encima! —le gritó a su madre.
Bella me agarró con sus enormes manazas, pero antes de que me apartara de su hijo comprobé con satisfacción que éste tenía dos hileras de puntitos rojos en la nariz. La comadreja comenzó a gemir y a frotarse la nariz, saltando y brincando como si estuviera bailando.
—¡Jesús, Jesús! —se lamentó Bella—. Tendrás que marcharte, no puedes quedarte aquí.
Me sacó apresuradamente de la cocina, protegiéndome con su cuerpo para impedir que su hijo me agrediera de nuevo. De todos modos, no tenía ganas de quedarme allí, así que apenas protesté cuando Bella abrió la puerta y me puso de patitas en la calle. Antes de cerrar la puerta, me acarició por última vez y dijo afectuosamente: «Anda, vete.»
Me quedé mirando la puerta con tristeza, sintiéndome de nuevo solo y abandonado. Pero cuando ésta volvió a abrirse y apareció la comadreja con la nariz hinchada, sangrando y temblando de ira, decidí largarme de allí y eché a correr seguido de la comadreja.
El terror, como aliado de la velocidad, es muy superior a la rabia, de modo que no tardé en dejarlo atrás.
Las imágenes eran nuevamente borrosas: coches, gente, edificios, nada parecía real. Sólo el potente olor de una farola detuvo mi carrera. Frené bruscamente y di una voltereta. Luego regresé junto a la perfumada farola y comencé a olfatearla. De todos los olores que había percibido últimamente, éste era sin duda el más interesante. Olía a perros, en plural. La base de la enorme columna emanaba los olores de seis o siete perros —aparte de un par de aromas humanos—, los cuales aspiré profundamente. Había olfateado muchos árboles y farolas, pero como si mis sentidos se despertaran de nuevo, o quizá se habían agudizado. Casi podía ver y hablar con los perros que habían visitado este gigantesco urinario; era como si hubieran dejado un mensaje para mí. Incluso podía detectar a las hembras de la especie, lo cual supongo que tiene que ver con el interés que sienten los perros por la orina de sus semejantes: el instinto sexual, la búsqueda de un compañero. Las chicas y los chicos habían dejado su tarjeta de visita como diciendo: he estado aquí, ésta es mi ruta; por si te interesa, quizá vuelva a pasar por aquí. En aquellos momentos yo era demasiado joven para sentirme turbado por alguna connotación sexual; aquellos rancios y fascinantes olores me interesaban a otro nivel. Me hacían sentirme menos solo.
Después de saciarme con los olores de la farola, me puse a husmear por la acera, sin fijarme en los transeúntes, siguiendo los interesantes rastros. Al cabo de unos minutos percibí unos sonidos aún más interesantes. Al principio eran confusos, como el excitado parloteo de unos gansos, pero a medida que me aproximaba comprobé que se trataba de unos sonidos humanos y aceleré el paso.
Llegué a una calle muy ancha y, tras vacilar unos instantes, logré atravesarla sin que ningún dragón se me echara encima. Los sonidos eran cada vez más potentes y al doblar una esquina vi un grupo de niños que corrían, jugaban, gritaban, reían y lloraban. Me hallaba frente a una escuela. Comencé a agitar el rabo y asomé la cabeza por los barrotes de la reja que rodeaba el patio.
Al verme, se acercaron unas niñas y metieron la mano por entre los barrotes para acariciarme. Cuando intenté morderles los dedos, comenzaron a chillar y a reír alegremente; no pretendía hacerles daño, tan sólo saborear su tierna y jugosa carne. Luego se acercaron unos chicos mayores y a los pocos minutos se había formado un amplio corro de niños y niñas a mi alrededor. Me dieron unos caramelos, apartando la mano rápidamente para que no les mordiera los dedos. Una niña rubia acercó su rostro al mío y cuando le lamí la nariz y la mejilla me echó los brazos al cuello.
De pronto, volví a sentirme atormentado por unos vagos recuerdos. ¡Yo había tenido una hija! Por un instante creí que esta niña era mi hija, pero las imágenes que se agolpaban en mi mente presentaban unos rasgos distintos. El cabello era idéntico al suyo y formaba un resplandeciente halo alrededor de su diminuto rostro, pero los ojos de mi hija eran azules y los que me sonreían en aquellos momentos eran castaños. Lancé una exclamación de esperanza pero la niña lo interpretó como un alarido de temor. Intentó tranquilizarme, alzando la voz sobre el clamor de sus compañeros, repitiéndome que no debía temer nada, pero mi mente estaba paralizada por un pensamiento. ¡Yo era un hombre! ¿Por qué vivía como un perro?
Luego, los recuerdos se ocultaron de nuevo en un resquicio de mi mente y comprendí que, esencialmente, era un perro. (Aunque durante los primeros meses el pensamiento de que era un hombre no cejó de atormentarme, mi faceta humana, debido al hecho de ser también un perro, adquiría distintos grados de importancia.)