Una madrugada de 2010, el escritor Leonardo Bazán es testigo involuntario del asalto a una casa vecina. No es un robo usual: lo lleva a cabo una banda organizada, con una logística sofisticada, y hasta un patrullero de la Policía Científica. Pero lo que más perturba a Bazán es el recuerdo de una experiencia similar —de la que también fue testigo junto a sus padres— ocurrida en esa misma casa en 1976, a poco de iniciada la dictadura militar en la Argentina. El trauma de aquella noche pareció caer en el olvido; pero ahora Bazán siente que debe escribir para entender y salvarse. ¿Cómo actuaron exactamente él y sus padres y cómo juzgar hoy esas reacciones? ¿Cómo es posible que una estructura criminal, montada décadas atrás, todavía exista y que la gente siga reaccionando de la misma manera, con el mismo miedo?
Narrada como el cuaderno de notas de un detective que, pista tras pista, se indaga a sí mismo y se expone al crimen organizado,
Una misma noche
es una novela de suspense que explora el rol de los ciudadanos enfrentados a las formas más brutales y secretas del poder. Y reflexiona sobre la intolerable conciencia de nuestra propia cobardía. Un texto a un tiempo íntimo y político, confesional, potente, misterioso, destinado a perdurar.
Leopoldo Brizuela
Una misma noche
ePUB v1.0
Dirdam16.06.12
Una misma noche
Leopoldo Brizuela, 2012 (c/o Guillermo Schavelzon & Asoc., Agencia Literaria
Diseño de cubierta: Claudio Carrizo
Diseño de interiores realizado por Santillana Ediciones Generales, basado en un proyecto de Enric Satué
Edita: Santillana Ediciones Generales, S. L.
ISBN: 9788420402406
Editor original: Dirdam (v1.0
)
ePub base v2.0
Para Ariel
sólo yo fui vil… literalmente vil
vil en el sentido mezquino e infame de la vileza
F
ERNANDO
P
ESSOA
2010
Si me hubieran llamado a declarar, pienso. Pero eso es imposible. Quizá, por eso, escribo.
Declararía, por ejemplo, que en la noche del sábado al domingo 30 de marzo de 2010 llegué a casa entre las tres y tres y media de la madrugada: el último ómnibus de Retiro a La Plata sale a la una, pero una muchedumbre volvía de no sé qué recital, y viajamos apretados, de pie la mayoría, avanzando a paso de hombre por la autopista y el campo.
Urgida por mi tardanza, la perra se me echó encima tan pronto abrí la puerta. Pero yo aún me demoré en comprobar que en mi ausencia no había pasado nada —mi madre dormía bien, a sus ochenta y nueve años, en su casa de la planta baja, con una respiración regular—, y solo entonces volví a buscar la perra, le puse la cadena y la saqué a la vereda.
Como siempre que voy cerca, eché llave a una sola de las tres cerraduras que mi padre, poco antes de morir, instaló en la puerta del garaje: el miedo a ser robados, secuestrados, muertos, esa seguridad que llaman, curiosamente, inseguridad, ya empezaba a cernirse, como una noche detrás de la noche.
Era una noche despejada, declararía, y no hacía frío. No se veía a nadie en la calle. La única inquietud que puedo haber sentido cuando enfilé hacia la rambla de Circunvalación se habrá debido a los autos, pocos pero prepotentes, que pasan a esa hora, con parlantes a todo lo que da y faros intermitentes iluminando el asfalto. O a las motos que con no sé qué artilugio hacen sonar el caño de escape igual que un tiroteo.
Fue entonces que lo vi, al llegar a la esquina. Un tipo de unos treinta, con gorra de visera virada hacia la nuca, musculosa y arito —casi un disfraz de joven. Miraba hacia el fondo de esa anchísima avenida con ramblas que cerca la ciudad. No le importaba yo, no me miró ni una vez, y es raro que a esa hora no se mire a un extraño. ¿Y a quién podía estar esperando, a esa hora, en ese sitio? ¿Quién podía haberlo expuesto, citándolo a esa hora?
Cruzamos a la rambla: la perra cagó y meó en los sitios de siempre con una exactitud que yo le agradecí y volvimos muy rápido —mi perra recelando de las sombras, y yo fingiendo calma— sin inquietar tampoco ahora, en apariencia, al tipo de gorrita que, encaramado en lo alto de sus pantorrillas estiradas, seguía empeñado en tratar de divisar algo a lo lejos.
Entonces advertí, a sus espaldas, en la vereda de enfrente, un auto con tres hombres dentro y una puerta abierta, como si lo esperaran. Vendrían en caravana, supuse, y algún otro auto se les habría perdido. Pero me acordé de Diego, el vecino de la casa 5, que había decidido dejar de alquilarme mi garaje cuando empezó a trabajar de noche, «y de noche, vos viste lo que hacen ahora: te esperan en las sombras y se meten con vos…».
Eché a correr fingiendo que la perra al fin conseguía arrastrarme. Traté de girar la llave sin perder un segundo; la perra entró con esa urgencia absurda que infunde la costumbre y, tan pronto como cerré, corrí el pasador enorme que colocó mi padre sobre las tres cerraduras. Entonces respiré, y subí, y quizá olvidé todo, como quien deja la noche en manos de sus dueños.
También yo tengo rutinas como las de mi perra: si me hubieran llamado a declarar, si este fuera un asunto de detectives, jueces y jurados, como en las novelas, habría podido enumerar qué hice desde entonces, no porque lo recuerde, sino porque siempre hago lo mismo. Como si me preguntaran: «¿Latía el corazón?». Fui primero a la cocina, llené una taza con agua y la metí en el microondas; después fui hasta mi estudio a encender la computadora y a mi cuarto a quitarme la ropa. Y cuando sonó la alarma del hornito —tres minutos exactos: ¿qué no es computable en la vida actual?— saqué la taza, eché un saco de té y me senté ante la pantalla, a ese tiempo sin tiempo que tampoco puede haber sido tanto. Si la mente consigue perderse en la Internet, el cuerpo, ese estorbo, cansado, se repliega.
Había pasado todo el día en casa de una amiga de Boedo que quizá, también ella, podría declarar ahora (la inconcebible minucia de las novelas policiales se instala en mí; y la culpa de saber, de haber sido testigo). Revisé mi casilla de emails, pero casi nadie escribe en las noches de sábado. Quizá contesté alguno y pasé cierto tiempo revisando los diarios, pero como ya no son dominicales los suplementos literarios, no me demoré. Y si entré en la página de chat, no habré permanecido más que lo que dura una paja entre hombres viejos, furtivos, decadentes de sueño, escondidos de sus esposas.
Pero al fin —de esto sí daría fe, esto sí lo recuerdo—, una hora más tarde, digamos: a eso de las cuatro o cuatro y media, empecé a recorrer los cuartos de la casa apagando las luces y cerrando ventanas. El balcón de atrás, el lavadero, la cocina. Y cuando llegué al cuartito que mi padre llamaba «el geriátrico» —un cubículo de vidrio que él mismo se inventó en el balcón del frente para instalar allí su banco de carpintero y su tablero de electricista—; cuando descorrí la cortina para atraer hacia mí el batiente abierto de la ventana, descubrí que allá abajo, a unos tres metros, relucía un patrullero detenido, blanco en la noche, en marcha, con la inscripción
Policía Científica
y dos policías adentro en actitud de alerta.
Quizá pensé: «El tipo de gorrita». No recuerdo. Pero estoy seguro de que pensé: «Por suerte, no me han visto. No seré su testigo. Puedo seguir mi vida».
Y sigilosamente terminé de cerrar; y luego me acosté como para hacer ostentación de lo que yo verdaderamente era: un ciudadano más o menos anómalo, que no reprime sus excentricidades, pero que en modo alguno representa un peligro.
D
OMINGO
por la tarde. Cruzo al supermercado cuando dos muchachitas me interceptan, en la vereda de enfrente. Son gordas, van del brazo.
—¿Pasó algo, en tu casa, anoche? —me preguntan, luchando entre el pudor y el deseo de saber, impostando muy mal la compostura luctuosa con que se aborda a una víctima.
Entre sus disculpas entiendo que son las nietas del vecino de enfrente, el marino retirado, las que, como yo, llegaron al barrio a ocupar la planta alta de la casa cuando los viejos ya no pudieron vivir solos.
—No, ¿por qué? —pregunto, ofendido, porque presiento que quieren usarme.
—Vimos un patrullero de la Policía Científica parado frente a tu casa… y pensamos…
—Ah, es cierto —y solo entonces recuerdo la inscripción sobre la puerta blanca—. Pero no pasó nada —digo, y les vuelvo la espalda, como rechazado por un interés obsceno.
Y el lunes al mediodía, por fin, suena el timbre: algo que nunca pasa. Salgo al balcón, abro el mismo batiente que cerré la noche del sábado sobre aquel patrullero, y veo a la vecina de la casa de al lado. Su cara reducida por los liftings a una máscara casi irreconocible por mí, a fuerza de ir semejándose a tantas otras mujeres. Le pregunto qué quiere, fingiendo que ya estaba por entrar a bañarme —me da vergüenza mostrarme todavía en ropa de cama después de haber pasado toda la mañana corrigiendo mi novela.
Sonríe extrañamente, culposa pero imparable, con evidente terror. Que no puede decirme, asegura. Que baje por favor un minuto. Solo un minuto, ruega. Le digo que me espere. Me echo una robe encima, y mientras tanto imagino de qué me hablará.
Ha venido tantas veces a decir: «¿Cuándo vas a poner rejas? Esa ventana tuya, sin rejas, te pueden entrar por ahí». O a contarme, imparable, en un casi delirio, que por un balcón así, a una amiga suya… He tratado de cortarla, tantas veces, con las mismas excusas: «Estoy dando clases», «Tengo que irme a Buenos Aires». Pero ella no escucha, y casi le he cerrado la puerta en la cara.
Pero esta vez es cierto, comprendo al abrir la puerta y ver a Marcela medio escondida detrás del rosal, para que mi madre no la vea:
—Nos entraron ayer, a la madrugada.
Así dice, «nos entraron», sin aclarar de quién habla, y como si nunca hubiéramos dejado de hablar sobre ese tema. Y dice que ha venido a ponerme sobre aviso, aunque no noto en ella más que la necesidad de contar. Porque ya su marido se ha ido a trabajar, y se ha quedado sola, aterrada de estar sola, de enloquecer a solas sin sus cuidados psiquiátricos.
Mi madre, alertada por la perra que se ha echado a ladrar como si la enloqueciera el olor de nuestro miedo, se asoma a la ventana: Marcela me aparta un poco. «Para no asustarla», explica, porque lo que tiene que contarme, dice, «es muy pesado».
Esto es lo que me cuenta, lo que ella habría podido declarar:
—Entraron con Ivancito, tarde en la madrugada —Marcela se sorprende cuando me ve asentir con la cabeza, y yo hago ese gesto sin pensar, recordando vagamente el patrullero, pero no se detiene.
Ivancito es su hijo menor, de unos veintidós años.
—Venía de bailar, en la cuatro por cuatro. Y en cuanto bajó le pusieron un arma en la nuca y lo hicieron entrar a casa y subir. Robert, que tiene insomnio, estaba trabajando en su estudio; y yo, que dormía, me desperté pero no me moví.
Un hijo. Un padre. Una madre,
recordé.
—Pero no eran negritos, ¿eh? —aclaró Marcela—. ¡Por suerte! Eran medidos, muy educados. Sabían muy bien lo que hacían (mi padre, supuse, habría dicho lo mismo después del episodio que ahora volvía cada vez más nítido a mi memoria.
«Eran unos caballeros.»
).