A medida que avanzábamos entre la multitud, el terror que me inspiraban las criaturas de dos patas fue aumentando y me eché a temblar. Todo cuanto veía me parecía inmenso. Oculté el hocico en el cuello del gigante, el cual trató de apaciguarme. De vez en cuando asomaba la cabeza, pero me sentía abrumado por el vocerío, el refulgente colorido y el ir y venir de la multitud, y me refugié de nuevo contra el fornido pecho del gigante, cuyos latidos me tranquilizaban. Al salir del mercado percibí un sonido distinto, infinitamente más aterrador, que retumbaba en mis oídos.
Asomé la cabeza y vi unos monstruos gigantescos que se precipitaban sobre nosotros y luego pasaban velozmente de largo, casi rozándonos. Eran unos animales muy extraños, mucho más extraños que el animal que me transportaba, totalmente desprovistos de carácter salvo su potencia y tamaño. Los gases que exhalaban no olían a comida ni sudor y me producían náuseas. Luego apareció un monstruo aún más aterrador: era de un color rojo intenso y cuatro veces más grande que los otros animales. Apenas tuve tiempo de observar que tenía las patas redondas y que circulaba a una velocidad increíble, cuando súbitamente salté de los brazos del gigante, derramando unas gotas de orina en la acera, y eché a correr para huir de aquella bestia que se abalanzaba sobre nosotros. Oí unas voces a mis espaldas, pero mis patas se negaban a detenerse y me escabullí por entre las piernas de los gigantes que trataban de cortarme el paso. Tropecé con un pie, salté sobre él y seguí adelante. Sentí unas manos que trataban de asirme, pero me zafé de ellas y salté de la acera, arrojándome a la vorágine de monstruos que circulaban como locos. Oí unos gritos y unos bocinazos y vi unas siluetas inmensas que se abalanzaban sobre mí, pero seguí corriendo sin detenerme, con los ojos fijos en una meta, ignorando las posibilidades que me ofrecía la amplia periferia que acababa de descubrir, concentrándome en un oscuro agujero que tenía frente a mí. De improviso me asaltó un recuerdo:
en aquellos momentos yo era otra cosa, me hallaba a gran distancia del suelo, y el temor que sentí entonces era el mismo que sentía ahora. Un objeto blanco y refulgente se precipitó sobre mí. Luego estalló una luz y sentí un dolor lacerante
, y me convertí de nuevo en un perro, huyendo en línea recta por entre los automóviles y los autobuses que trataban de esquivarme.
Creo que fue entonces cuando sentí una serie de emociones nuevas: unos recuerdos, sentimientos e instintos que se agitaban en mi interior, aunque no sabía definirlos. Se habían despertado y estaban vivos, pero mi cerebro canino no estaba aún preparado para asimilarlos.
Entré precipitadamente en la tienda hacia la que me dirigía, tratando de esquivar un objeto alto del que colgaban unas cosas cuadradas de distintos colores. Choqué contra él, haciendo que oscilara peligrosamente, mientras unas manos trataban de enderezarlo y oí unas voces alarmadas.
Vi otro agujero y me deslicé por él, giré a la derecha y penetré en un lugar sombrío y seguro. Permanecí inmóvil, temblando y jadeando, con la boca abierta y la lengua colgando inerme como una loncha de hígado, mientras el corazón me latía furioso. No tardaron en descubrir mi santuario y unas manos me agarraron por el pescuezo y me sacaron a rastras, haciendo caso omiso de mis protestas. Oí unos gruñidos y alguien me golpeó en el lomo, pero creo que no sentí dolor. Al llegar a la puerta traté de clavar las pezuñas en el lustroso y resbaladizo suelo. No deseaba regresar ahí fuera, entre esas monstruosas y asesinas criaturas.
En aquel momento apareció en la entrada una figura cuyo olor me resultaba familiar. Todavía no estaba seguro de las intenciones del gigante, pero mi instinto me decía que era cuanto tenía. Avanzó hacia mí y yo dejé que me cogiera en brazos sin protestar. Me apreté de nuevo contra su pecho, sintiendo los reconfortantes latidos de su corazón, mientras seguía oyendo unas voces enfurecidas a mi alrededor. Los latidos de su pecho tenían ahora otro ritmo, más acelerado, pero hacían que me sintiera seguro. Al cabo de un rato los ánimos se apaciguaron y me encontré de nuevo en la calle. Esta vez el gigante me sostenía con firmeza, hundiendo unos dedos como garfios en mi suave carne. Las glándulas sudoríferas de mi protector se habían activado y percibí unos nuevos olores que, según descubrí más tarde, eran de enojo o disgusto. El gigante me reprendió con voz áspera y yo me sentí muy desgraciado.
Poco a poco los latidos de su pecho se hicieron más lentos y acompasados y sus dedos se aflojaron. Sentí su mano acariciándome de nuevo detrás de la oreja para tranquilizarme. Yo asomé tímidamente el hocico por entre los pliegues de su chaqueta y le miré. El gigante se inclinó sobre mí y le lamí la nariz, percibiendo unos efluvios de afecto. Me miró con una curiosa expresión y en aquel momento aprendí a reconocer las distintas expresiones faciales y a asociarlas con determinados sentimientos. Fue entonces cuando comenzó todo, lo que me distinguía de los otros animales de mi especie. Quizá fue el terror que me infundía el tráfico lo que despertó en mí unas sensaciones y recuerdos desconocidos; o quizás hubiera sucedido de todos modos. Sea como fuere, en aquellos momentos comprendí que los enormes monstruos que circulaban a toda velocidad sobre unas patas redondas eran temibles y despreciables.
De repente, el gigante se detuvo, dobló a la izquierda, empujó una pieza de madera y penetramos en una caverna. El contraste entre el deslumbrante sol en el exterior y el ambiente frío y enrarecido de la lúgubre caverna me chocó. Los sonidos rebotaban entre las cuatro paredes; los olores y el pestilente humo del tabaco estaban contenidos y magnificados. Por encima de los demás olores percibí un hedor, acre e intenso, que se extendía por todos los rincones de la habitación.
El gigante me depositó en el suelo, entre sus pies y un elevado tabique de madera, sobre el cual se asomó, de forma que la mitad de su cuerpo desapareció de mi vista. Miré por entre sus piernas y vi unos animales que se hallaban agrupados, emitiendo unos sonidos más interesantes y agradables que los que había oído en el mercado. Todos ellos sostenían unos recipientes transparentes llenos de líquido, los cuales se llevaban de vez en cuando a los labios. Era un espectáculo fascinante. Otros estaban sentados ante unos recipientes que contenían unos líquidos de diversos colores, colocados sobre una larga tabla. Sentí que en mi interior se agitaban de nuevo unas sensaciones familiares, pero aún no estaba preparado para analizar mis pensamientos.
Súbitamente noté que me caía algo húmedo en la cabeza y, al mirar hacia abajo, vi unos charcos en el suelo. Traté de retroceder hacia la pared pero apenas podía moverme, pues me hallaba rodeado de patas gruesas como troncos. Venciendo el temor que me infundían aquellos relucientes charcos, me acerqué a uno de ellos y al olfatearlo comprobé que no olía tan mal como suponía. Luego me acerqué a otro y metí la lengua para probarlo. Sabía a rayos, pero me di cuenta de que estaba sediento y fui recorriendo todos los charcos hasta dejar el suelo de la pequeña zona que me circundaba completamente seco. Miré inquisitivamente al gigante, pero éste no me prestó atención. Estaba inclinado hacia delante y no alcanzaba a ver su cabeza, aunque de vez en cuando le oía emitir unos sonidos. De pronto sentí una mano extraña que me daba unas palmaditas en la cabeza y retrocedí asustado, pero me tranquilicé al notar que emanaba unos aromas amistosos.
Alguien colocó un objeto redondo y de color pardo debajo de mi hocico. Mis papilas gustativas percibieron un sabor salado y la boca se me llenó de saliva. Sin pensármelo dos veces, me lancé sobre la comida que me habían ofrecido. Estaba muy rica, crujiente pero al mismo tiempo aceitosa, repleta de deliciosos sabores. Después de devorar rápidamente las tres raciones que me ofrecieron, miré hacia arriba, agitando los cuartos traseros y con las fauces entreabiertas, reclamando otra. Pero el gigante que me había dado de comer se alejó emitiendo un curioso sonido gutural.
Decepcionado, examiné el suelo por si se me habían escapado algunas migajas y al cabo de unos segundos lo dejé limpio. Miré al hombre que se erguía sobre mí y solté un ladrido para reclamar su atención, pero él seguía ignorándome. Enojado, tiré con los dientes del suave pellejo que colgaba sobre sus pies (tardé algún tiempo en descubrir que estos gigantes se cubrían con las pieles de otros animales y que no podían mudar de piel cuando lo deseaban).
El hombre me agarró por el pescuezo y me alzó en el aire. Al otro lado de la tabla de madera vi un rostro tan grande como mi cuerpo. El hombre me miró y abrió la boca, mostrando unos dientes teñidos de varios tonos de amarillo, verde y azul. Exhalaba unos olores repugnantes, pero no sentí temor. El hombre alargó una rolliza mano hacia mí y clavé los dientes en su suave carne. Todavía no tenía la fuerza suficiente para lastimar a nadie, pero el hombre apartó la mano bruscamente y me propinó un sopapo en la mandíbula. Yo le grité y traté de morderle de nuevo, pero él empezó a mover la mano describiendo unos círculos, burlándose de mí y dándome de vez en cuando unos golpecitos en el hocico. Como saben, el hocico de un perro es muy delicado y eso me enfureció. Le grité de nuevo y él soltó una carcajada, golpeándome cada vez más fuerte en el hocico. Mi protector parecía satisfecho de que el extraño me hiciera rabiar, pues no noté que estuviera nervioso o enojado. Al cabo de unos segundos, todo mi mundo se centraba en aquel pedazo de carne que no cesaba de moverse ante mí y me incliné hacia delante para morderle.
Esta vez le clavé los dientes en la mano con todas mis fuerzas. Tenía un sabor bastante desagradable, pero experimenté una satisfacción exquisita. El hombre apartó la mano, lanzando un aullido de dolor, y observé satisfecho que había unas gotitas de sangre en sus dedos. Mientras él sacudía su pata, yo me puse a ladrar en tono desafiante. El hombre trató de asirme, pero mi protector me libró de sus garras y me encontré de nuevo en el suelo, pequeño y vulnerable entre las inmensas figuras que me rodeaban. Curiosamente, el vocerío que retumbaba sobre mi cabeza poseía una cualidad que denotaba amistad; empezaba a distinguir el sonido de la risa de los otros ruidos que emitían estos grandes animales.
Desconcertado por todo cuanto me había sucedido aquel día y temblando de excitación, separé las patas y me oriné en el suelo. El charco empezó a extenderse y me moví un poco para no mojarme. Esta vez, aunque la mayoría de los sonidos que percibía eran alegres, oí otros que me alarmaron. De pronto sentí un golpe en el lomo, seguido de unos ásperos gruñidos, y una mano me agarró por el pescuezo y me arrastró a lo largo de la vasta caverna. El sol me deslumhró y me hizo parpadear, mientras el gigante, agachado junto a mí, me amonestaba severamente y agitaba un dedo frente a mi hocico. Como es lógico, yo traté de morderle el dedo, pero el gigante me dio un fuerte azote en el trasero y comprendí que sería una imprudencia. Le miré compungido, con el rabo entre las patas, sintiéndome de nuevo muy desgraciado. La voz del gigante se suavizó y volvió a tomarme en brazos, estrechándome contra su pecho.
Mientras avanzábamos por la calle noté una nueva sensación, un sonido desconocido que percibía en mi oído interno. Levanté la cabeza sorprendido y vi que los labios del gigante formaban un curioso círculo por el que salía el aire, emitiendo un penetrante pero agradable sonido. Me quedé observándole durante unos instantes, hasta que el sonido cesó súbitamente. Luego, el gigante me miró con afecto y comenzó a silbar de nuevo. El sonido me tranquilizaba y me acurruqué entre sus brazos, con el trasero apoyado en su codo y la cabeza contra su pecho. El gigante empezó a acariciarme el lomo y al cabo de unos minutos me quedé adormilado.
La siguiente etapa de mi traumático viaje se desarrolló en el interior de una de aquellas gigantescas criaturas rojas. Comprendí que no eran unos animales vivos como el gigante y como yo, aunque no dejaban de desconcertarme. Sin embargo, la sensación de cansancio era más fuerte que el temor que me infundían y dormí durante buena parte del trayecto sobre el regazo de mi protector.
Mi siguiente recuerdo está ligado a una larga y monótona carretera gris, junto a la cual se alzaban unos edificios igualmente grises y monótonos. En aquellos momentos yo no sabía lo que eran las casas ni las carreteras; a mis ojos, el mundo estaba lleno de unas extrañas formas desprovistas de identidad y relevancia. Sin embargo, dado que era un animal muy singular, no tardé en aprender el significado de las cosas; la mayoría de los animales no aprenden el significado de las cosas, sino que las aceptan.
El gigante se detuvo, empujó una reja de madera que le llegaba a la cintura y avanzamos por una superficie dura y lisa, rodeada de una maravillosa explanada de pelo verde. Sus múltiples e intensas tonalidades me deslumhraron y comprobé que el pelo verde estaba vivo y respiraba. El hombre metió la mano en el bolsillo y sacó un objeto delgado y alargado. Lo introdujo en un pequeño orificio de la estructura de madera que tenía ante él y la hizo girar. Una forma rectangular, con cantos agudos, más alta que ambos de nosotros, de un marrón vivo (incluso el marrón oscuro puede ser vivo cuando se perciben las cosas como las percibía yo) se abrió hacia dentro y penetramos en mi primer hogar como perro.
No permanecí mucho tiempo allí.
Mis recuerdos de aquellos primeros meses son muy vagos. Supongo que mi extraño cerebro trataba de adaptarse a su nueva existencia. Recuerdo que me depositaron en una cesta en la que me negaba a permanecer; recuerdo que colocaron unos curiosos objetos en el suelo junto a mí; recuerdo la oscura soledad de la noche.
Recuerdo que a veces me gritaban y me restregaban el hocico en unos charcos nauseabundos, de cuyo hedor no conseguía librarme hasta al cabo de varias horas. Recuerdo que agitaban ante mí unos objetos hechos trizas, mientras la compañera del gigante gritaba como una histérica. Recuerdo un lugar que olía de forma muy interesante, cuyos aromas procedentes de diversos animales constituían una delicia para un perro, donde un ogro cubierto con una piel blanca y suelta me clavó un objeto largo y delgado en el lomo mientras yo no cesaba de aullar. Recuerdo que me ataban una incómoda tira de piel larga y seca alrededor del pescuezo, a la que a veces añadían otra tira de piel más larga con la que el gigante me arrastraba o me obligaba a detenerme cuando salíamos. Recuerdo el terror que me infundían aquellos enormes monstruos que nos perseguían y pasaban rugiendo junto a nosotros como si quisieran aplastarnos.