Authors: Greg Egan
Hay un orinal en la mesa junto a la cama, por instinto, lo siento y se lo pongo debajo; es fácil de manipular, no es que coopere, pero tampoco es un peso muerto. Usa el orinal de cama impasiblemente. Encuentro papel y le limpio, llevo el orinal al lavabo, lo vacío y me lavo las manos con mucho cuidado. Sólo me siento ligeramente asqueado; probablemente me ayude el que O'Leary esté acostumbrado a estas tareas.
Klein se sienta con la vista fija mientras yo sostengo delante de él una cuchara llena de pasta amarilla, pero cuando se la llevo a los labios, abre la boca por completo. No cierra la boca sobre la cuchara, así que tengo que girarla y descargar la comida, pero se la traga y sólo se le queda un poco en la barbilla.
Una mujer con bata blanca mete la cabeza en la habitación y dice:
—Me harías el favor de afeitar al señor Klein, Johnny. Esta mañana va a St. Margaret para algunas pruebas —y desaparece antes de que pueda responder.
Después de llevar el carrito de vuelta a la cocina, recogiendo de camino las bandejas vacías, encuentro todo lo necesario en el almacén. Traslado a Klein a una silla, una vez más, parece facilitar el proceso sin ayudar explícitamente. Permanece perfectamente inmóvil mientras le enjabono y le afeito, excepto por algún parpadeo ocasional. Me las arreglo para hacerle daño sólo una vez, y no demasiado.
La misma mujer regresa, en esta ocasión acompañada de una carpeta gruesa y un bloc de notas, y se coloca junto a mí. Le echo un vistazo a su identificación: doctora Helen Lidcombe.
—¿Cómo van, Johnny?
—Bien.
Se mueve expectante, y de pronto me siento incómodo. Debo estar haciendo algo mal. O quizá vaya demasiado despacio.
—Casi he acabado —murmuro.
Ella alarga una mano y sin pensarlo me masajea la nuca.
Hora de pasear sobre huevos
. ¿Por qué mis anfitriones son incapaces de vivir vidas sin complicaciones? En ocasiones tengo la sensación de estar viviendo las tomas falsas de mil culebrones. ¿Qué tiene John O'Leary derecho a esperar de mí? ¿Determinar la naturaleza y la extensión precisas de esta relación, y no dejarle mañana ni más ni menos implicado que ayer? Poco probable.
—Estás muy tenso.
Necesito un tema seguro, con rapidez.
El paciente.
—Este tío, no sé, algunos días me resulta difícil.
—¿Se está comportando de una forma diferente?
—No, no, simplemente me pregunto cómo será ser como él.
—Como nada en especial.
Me encojo de hombros.
—Sabe cuándo está sentado en el orinal. Sabe cuándo le damos de comer. No es un vegetal.
—Es difícil determinar lo que "sabe". Una sanguijuela con un par de neuronas "sabe" cuándo chupar sangre. Teniéndolo todo en cuenta, le va asombrosamente bien, pero no creo que tenga nada parecido a la consciencia, o siquiera parecido a los sueños —suelta una risita—. Lo único que tiene son recuerdos, aunque no puedo ni imaginar
qué
recuerda.
Empiezo a limpiar la espuma de afeitar.
—¿Cómo sabes que tiene recuerdos?
—Estoy exagerando —mete la mano en la carpeta y saca una transparencia fotográfica. Parece una placa de rayos X de un lado de la cabeza, pero hay manchas y bandas de color artificial que la adornan.
—El mes pasado conseguí al fin el dinero para algunas exploraciones PET. Pasan cosas en el hipocampo del señor Klein que se parecen sospechosamente al establecimiento de recuerdos a largo plazo —vuelve a meter la transparencia en la carpeta antes de que yo haya tenido tiempo de darle un buen vistazo —. Pero comparar lo que pase en
su
cabeza con los estudios en personas normales es como comparar el clima en Marte con el tiempo en Júpiter.
Empiezo a sentir curiosidad, así que me arriesgo, y pregunto con el ceño fruncido:
—¿Me has contado alguna vez cómo acabó así?
Me mira exasperada.
—¡No vuelvas a empezar! Sabes que me metería en un lío.
—¿A quién crees que voy a contárselo? —durante un segundo copio la imitación de Ralph Dopita y Helen estalla de risa.
—Lo dudo. No le has dicho más de tres palabras desde que estás aquí: "
Disculpe, doctor Pearlman
"
.
—Entonces, ¿por qué no me lo dices?
—Si se lo contases a tus amigos...
—¿Crees que se lo cuento todo a mis amigos? ¿Eso es lo que crees? ¿No confías en mí?
Se sienta en la cama de Klein.
—Cierra la puerta.
Lo hago.
—Su padre fue un neurocirujano pionero.
—
¿
Qué
?
—Si cuentas una sola
palabra...
—No lo haré, lo prometo. Pero ¿qué hizo? ¿
Por qué
?
—Su campo principal de investigación era la redundancia y el cruce de funciones; la capacidad de la gente con porciones perdidas o dañadas del cerebro para transferir las funciones de las regiones afectadas a tejido sano.
»Su esposa murió dando a luz a su hijo, su único hijo. Ya debía estar psicótico, pero
eso
lo sacó definitivamente del planeta. Echaba la culpa al niño de la muerte de su esposa, pero tenía demasiada sangre fría como para hacer algo tan simple como matarlo.
Estoy a punto de decirle que se calle, que realmente no deseo saber más, pero John O'Leary es un hombre enorme, duro y de estómago fuerte, y no debo avergonzarlo delante de su amante.
—Crió al niño con "normalidad", hablándole, jugando con él, y demás, y tomando muchas notas sobre su desarrollo; visión, coordinación, los rudimentos del habla, todo. A los pocos meses, le implantó un conjunto de cánulas, una red de tubos finísimos, cubriendo casi todo el cerebro, pero tan pequeñas como para no causar problemas. Y luego siguió como antes, estimulando al niño, y registrando sus progresos. Y cada semana, por medio de las cánulas, destruía una pequeña parte de su cerebro.
Solté una serie de obscenidades. Klein, claro está, se queda sentado, pero de pronto me avergüenzo de haber violado su intimidad, por poco sentido que tenga ese concepto en su caso. Tengo el rostro rojo de furia, me siento algo mareado, no del todo real.
—¿Cómo es que sobrevivió? ¿Cómo es que queda
algo
?
—Le salvó la magnitud de la locura de su padre, si esa es la palabra adecuada. Verás, durante los meses en los que perdía regularmente tejido cerebral, el niño siguió desarrollándose neurológicamente... más lentamente de lo normal, claro, pero aun así avanzando de forma perceptible. El profesor Klein era demasiado científico como para enterrar un resultado así;
redactó
todas sus observaciones e intentó publicarlas. La revista creyó que se trataba de una broma perversa, pero los directores se lo contaron a la policía, que al final investigó. Para cuando rescataron al niño, bien... —hace un gesto hacia el impasible Klein.
—¿Cuánto cerebro le queda? ¿Hay alguna posibilidad..,?
—Menos de un diez por ciento. Hay casos de microcefalia que viven vidas casi normales con una masa cerebral similar, pero nacer de esa forma, pasar por el desarrollo cerebral del feto de esa forma, no es una situación comparable. Hace unos años tuvimos a una niña, a la que le habían realizado una hemisferectomía para curar un caso grave de epilepsia, y la superó con muy poco daño, pero pasaron años antes de que su cerebro trasladase las funciones del hemisferio dañado. Tuvo muchísima suerte; en la mayoría de los casos esa operación ha sido un desastre total. En cuanto al señor Klein, bien, yo diría que no tuvo nada de suerte.
Parece que me paso el resto de la mañana fregando pasillos. Cuando llega una ambulancia para llevarse a Klein para sus pruebas, me siento ligeramente ofendido de que nadie me pida ayuda; los dos de la ambulancia, bajo la atenta mirada de Helen, lo colocan en una silla de ruedas y se lo llevan rodando, como mensajeros que recogen un paquete pesado. Pero tengo todavía menos derecho que John O'Leary a sentirme posesivo o protector con "mis" pacientes, así que me saco a Klein de la cabeza.
Almuerzo con los otros celadores en la sala de personal. Jugamos a las cartas, y contamos chistes que incluso a mi me suenan a viejos, pero aun así disfruto de la compañía. Se mofan de mí, acusándome en varias ocasiones de tener todavía rastros de "tendencias de la costa este", lo que tiene sentido; si O'Leary vivió durante un tiempo en la costa este, eso explicaría por qué no le recuerdo. La tarde pasa despacio, pero somnolienta. El doctor Pearlman está de viaje por alguna parte, en un viaje apurado, para hacer lo que sean que hacen los psiquiatras o neurólogos eminentes (no sé con seguridad cuál es su especialidad) cuando los llaman con urgencia desde ciudades lejanas, y eso parece permitir relajarse a todos, incluidos los pacientes. Cuando acaba el turno a las tres, y salgo del edificio diciendo "Hasta mañana" a todo con el que me cruzo, siento (como es habitual) cierta impresión de pérdida. Ya pasará.
Como es viernes, me desvío al centro de la ciudad para actualizar los registros de mi caja de seguridad. En el tráfico anterior a la hora punta comienzo a sentir un ligero júbilo, a medida que se alejan todas las pequeñas tribulaciones de lidiar con el Instituto Psiquiátrico Pearlman, desterradas durante meses, o años, o incluso quizá décadas.
Tras apuntar el diario para los días de la semana, y añadiendo una página nueva encabezada con JOHN FRANCIS O'LEARY a mi gruesa carpeta repleta de detalles de anfitriones, el deseo de
hacer algo
con toda esa información se incrementa, como sucede ocasionalmente. Pero ¿qué? La idea de alquilar un ordenador y buscar un lugar para usarlo es demasiado desalentadora para una tarde somnolienta de viernes. Podría actualizar, con ayuda de una calculadora, mi tasa media de repetición de anfitriones. Eso sí que sería muy emocionante.
Luego recuerdo el PET que Helen Lidcombe agitó frente a mí. Aunque no sé nada sobre la interpretación de esas imágenes, supongo que para un especialista con los conocimientos adecuados debe ser muy emocionante
ver
los procesos mentales representados de esa forma. Si yo pudiese convertir
mis
cientos de páginas de datos en una imagen a color, bien, podría no decirme nada, pero la idea es por alguna razón infinitamente más atractiva que hacer unas cuentas para producir algunas estadísticas que tampoco me dicen nada.
Compro un callejero, la marca que conozco desde la infancia, con el mapa clave en el interior de la tapa. Compro un juego de cinco rotuladores, Me siento en un banco de una galería comercial, cubriendo el mapa con puntos de colores; un punto rojo para un anfitrión que ha tenido entre una y tres visitas, uno naranja para un anfitrión que ha tenido de cuatro a seis, y así hasta azul. Me lleva una hora completarlo, y cuando lo he terminado, el resultado no se parece en absoluto a un escáner cerebral generado por ordenador. Es un caos.
Y sin embargo, aunque los colores no forman bandas aisladas y se entremezclan mucho, definitivamente hay una concentración de azul en el noreste de la ciudad. Tan pronto como lo veo me suena verídico; el noreste me
resulta
mucho más familiar que cualquier otro lugar. Y, una tendencia geográfica explicaría el hecho de que repito anfitriones con mayor frecuencia de la debida. Para cada color, esbozo una línea temblorosa que une los puntos más exteriores, y luego otra para todos los puntos más interiores. Las líneas no se intersecan, No es ni de lejos un conjunto perfecto de círculos concéntricos, pero cada curva está aproximadamente centrada en esa zona de azul al noreste. Una región que contiene, entre otras muchas cosas, el Instituto Psiquiátrico Pearlman.
Lo vuelvo a guardar todo en la caja de seguridad. Tengo que pensarlo mucho más. De camino a casa, comienza a formar una hipótesis muy vaga., pero los humos del tráfico, el ruido, el resplandor del sol poniente, hacen que me sea difícil articular la idea.
Linda está furiosa.
—¿Dónde has estado? La niña tuvo que llamarme, llorando, desde una cabina, con dinero que tuvo que pedir prestado a un
completo extraño
, y
yo
tuve que fingir estar enferma para dejar el trabajo, llegar al otro extremo de la ciudad y recogerla. ¿Dónde has estado?
—Yo... me entretuve, con Ralph, estaba celebrando algo.
—
Llamé
a Ralph. No estabas con Ralph.
Me quedo en silencio. Me mira con furia durante todo un minuto, luego se da la vuelta y sale.
Me disculpo con Laura (veo su nombre en sus libros de la escuela), que ya no llora pero tiene aspecto de haberlo hecho durante horas.
Tiene ocho años, y es adorable, me siento como una mierda. Me ofrezco a ayudarle con los deberes, pero me asegura que no necesita
nada en absoluto
de mí, así que la dejo en paz.
Linda, no es sorprendente, apenas me dice nada durante el resto de la velada. Mañana, este problema será de John O'Leary, no mío, lo que me hace sentirme aún peor. Vemos la tele en silencio. Cuando se va a la cama, yo espero una hora antes de seguirla, y si no está dormida cuando me acuesto, la imitación es muy buena.
Me quedo tendido en la oscuridad con los ojos abiertos, pensando en Klein y sus recuerdos a largo plazo, el horrible "experimento" de su padre, mi escáner cerebral de la ciudad.
No llegué a preguntarle a Helen la edad de Klein, y ahora es demasiado tarde, pero seguro que algo aparece en los periódicos de la época del juicio de su padre. Lo primero mañana por la mañana —que le den a las obligaciones de mi anfitrión— será ir a la biblioteca central y comprobarlo.
Sea lo que sea la consciencia, debe ser ingeniosa, debe ser resistente. Sobreviviendo durante tanto tiempo en ese niño pequeño, arrinconada en regiones cada vez más pequeñas de su cerebro mutilado y menguante. Pero cuando el número de neuronas vivas fue tan pequeño que el ingenio y la resistencia no pudieron compensarlo, entonces ¿qué? ¿Se desvaneció la consciencia en un instante? ¿Fue desvaneciéndose lentamente, a medida que se perdía una función tras otra, hasta no quedar nada sino algunos reflejos, y una parodia de la dignidad humana? ¿O —¿cómo pudo hacerlo?— se lanzó desesperada hacia los cerebros de otros miles de niños, los que eran lo suficientemente jóvenes, lo suficientemente flexibles, para donar una fracción de su propia capacidad cerebral para salvar a ese niño de la aniquilación? ¿Cada uno donando un día entre mil de sus propias vidas, para rescatarle del caparazón destruido, que ya no podía hacer nada excepto comer, defecar y almacenar recuerdos a largo plazo?