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Authors: Pat Frank

Tags: #Ciencia Ficción

Ay, Babilonia (36 page)

BOOK: Ay, Babilonia
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—Mire, soy médico —dijo Dan—. Soy el médico de Fort Repose.

—No tengo nada de lo que ustedes quieren.

El segundo hombre avanzó sobre Dan. Iba con la cabeza descubierta, con una camisa deportiva listada, y empuñaba un bate de pelota base con ambas manos.

—¿Te das cuenta de eso, Mick? —dijo—. ¡No tiene nada de lo que queremos! ¿Verdad que tiene gracia?

El tercer hombre no era un hombre en absoluto, sino un niño con pelusa en la barbilla. El muchacho llevaba pantalón vaquero, un sombrero de ala ancha, botas de tacones altos y dos fundas pistoleras colgadas, bajas. Permanecía apartado de los demás, las piernas extendidas, empuñando un revólver de largo cañón en cada mano. Parecía como una imitación verde de un bandido del oeste asaltando la diligencia de la Wells Fargo, pero parecía superexcitado y Dan dedujo que era el más voluble y peligroso de los tres.

La mujer, sonriendo, entró en el coche, arrojó al suelo el asiento trasero y encontró las dos botellas de bourbón que Dan guardaba escondidas allí.

—Lo que oíste, Buster —dijo—. Este médico tiene un bar ambulante.

—Es mi anestésico —dijo Dan.

Sin mirar a la mujer el jefe anunció:

—Deja el licor dentro del coche, Rumdum. Nos lo llevaremos todo como está. Empieza a caminar, doctor.

—Por lo menos denme mi maletín —dijo el doctor—. Todos mis instrumentales y medicinas están ahí dentro.

El muchacho soltó una risita.

—¿Por qué no me dejas que le quite las penas, Mick? Es demasiado ignorante para vivir.

El de la metralleta dio dos pasos a un lado. Dan supo el por qué. El tanque de gasolina del coche estaba en su línea de fuego.

La metralleta se movió.

—En marcha, doctor.

Dan pensó en todo cuanto guardaba en su maletín, incluyendo las inyecciones antitíficas para Peyton y Ben Franklin. Dio un paso hacia el coche. Vio cómo el mazo de pelota base giraba y trató de acercarse al bandolero, dándose cuenta, sin embargo, de que era una locura, sabiendo
que él
era un hombre torpe y iento. La maza ie dio en la cara y Dan se tambaleo y cayó. Al tratar de levantarse vio como la bota de altos tacones
del
muchacho ie venia hacia los ojos y ei
del
bate bailando hasta a un lado, preparado para volver a golpear. Le pareció que la cabeza le estallaba. En una fracción de segundo, final de concierto, pensó, me muero.

Se despertó mareado, casi ciego por entero, y fue incapaz de determinar si le habían disparado, si le habían dado una paliza o qué otro daño le habían causado. Esperaba morir y quería hacerlo. Cuando no murió, se sentó durante largo rato tratando de decidir hacia qué dirección se encontraba su casa. Necesitó un gran esfuerzo para concentrarse en cuestión tan sencilla. Hubiera preferido quedarse donde estaba y dejarse morir. Pero la vista de hormigas girando excitadas en torno a la sangre fresca en el camino le produjo asco. Si moría allí las hormigas se ocuparían del cuerpo y acabarían con él antes de que lo encontraran. Sería mejor fallecer en casa, con limpieza. El sol se ponía. La casa de los Sunbury estaba al Este de Fort Repose. Por lo tanto, tenía que ir hacia el Oeste. Con eso anaranjado como guía, empezó a arrastrarse. Cuando llegó la oscuridad descansó, se mojó la cara en una charca de agua y bebió, también, y trató de caminar. Quizás pudo caminar un centenar de metros antes de que el camino pareciese ir a su encuentro. Luego tuvo que arrastrarse. Así, andando y arrastrándose, llegó finalmente a los escalones de la casa de los Bragg.

III

Cuando Dan terminó, Randy dijo: —Tenia que venir, claro. Los salteadores han agotado los viajes en las carreteras principales y ahora han empezado en las primeras ciudades y las carreteras secundarias. Pero en este caso, Dan, parece que te estaban esperando personalmente. Creo que sabían que eras médico y que ibas más allá de River Road hasta casa de los Sunbury y, con toda seguridad, la mujer conocía que llevabas un par de botellas de Bourbon en el coche.

—Todo lo que tuvieron que hacer —dijo Dan— fue estar por los alrededores de Marines Park, mirar los avisos del kiosco y hacer preguntas. No conocía a ninguno de ellos, pero me parece que al jovencito sí que lo tengo visto. Creo que vagaba en torno a la droguería de Hockstatter antes de El Día.

—¿No llevaban coche?

—No.

—Me imagino que lo que más deseaban era un medio de transporte.

—No consiguieron mucho. Sólo quedaban ocho o diez litros en el depósito —añadió, casi excusándose—. Lo siento, Randy. Fui un descuidado. No debí haberme parado. Hemos perdido nuestro medio de transporte, nuestras medicinas y mi instrumental.

Inclinado sobre la cama, los dedos de Randy se crisparon entrelazándose. Se esforzó inconscientemente hasta que los tendones del antebrazo parecieron cables tensos.

—No te preocupes —dijo.

—Lo peor de todo —continuó Dan— es que perdí mis gafas. Creo que se me rompieron cuando aquel individuo me pegó con el bate. De nada serviré sin gafas.

Randy sabía que Dan veía muy mal. Se veía obligado a llevar siempre gafas. Era muy miope.

—¿No tienes otro par? —preguntó.

—Sí... en el maletín. Siempre llevaba mis gafas de recambio en el maletín porque tenía miedo de perder o romper el par que llevaba puestos durante alguna visita —se sentó en la cama, el rostro desencajado—. Randy, jamás podré conseguir otro par de gafas.

Randy se Incorporó.

—He de trabajar en esto, Dan.

—¿Qué vas a hacer?

—Encontrarles y matarles —dijo con aire casual, como si anunciase que iba a bajar a la ciudad para comprobar el hinchado de sus ruedas en la época anterior a El Día.

—Me temo que te vas a equivocar, Randy —dijo Dan—. Matar a los salteadores es cosa secundaria. Lo importante es el tifus del río. Si uno piensa que las cosas ahora van mal, que espere hasta que tengamos el tifus en Ford Repose. Y no es sólo Fort Repose. Va del Timucuan hasta St. Johns y río abajo llegando a Sanford, Palatka y a las demás ciudades. Si es que aún existen.

—Todo lo que puedo hacer con respecto al tifus es avisar a la gente, cosa que ya has hecho tú y que yo repetiré. No puedo disparar contra los gérmenes. Ahora me interesan los salteadores, en este instante. Después empezarán a atacar las casas. Es tan inevitable como el hecho de que han abandonado las carreteras principales y autopistas y te prepararon una emboscada en River Road. El tifus es malo. Pero igual lo es el asesinato, el robo y las violaciones. Yo soy oficial de la reserva. Legalmente estoy designado para mantener el orden cuand la autoridad normal se ha derrumbado. Lo que es el caso de aquí. Y lo primero que tengo que hacer es ejecutar a los salteadores para mantener el orden. Eso está perfectamente claro. Te veré más tarde, Dan.

Randy se volvió a Helen.

—Cuídale. Dale de comer —dijo, en tono de orden. Caminando a su lado hacia casa del almirante, Lib encontró difícil mantener el paso. Jamás había visto a Randy con un aspecto y una forma de hablar y un modo de comportarse como el de estos momentos. Ella se cogía a su brazo y sin embargo, sentía como si Randy estuviese muy lejos de su persona. No parecía ansioso de hablar, de confiarse a ella, de pedirla su opinión, como de ordinario. Se había trasladado al mundo augusto del hombre de batallas y violencias, cuya entrada ella la tenía pohibida. Se agarró con más fuerza al brazo varonil. Tenía miedo.

El almirante, recién afeitado y con el rostro lleno de color, estaba en su cubil, dando aceite de ballena al mecanismo de una escopeta automática.

—Me preguntaba —dijo a Randy, si ibas a venir tú o tendría que venir a verte. ¿Cómo está Dan?

—Se pondrá bien. Hemos perdido el coche y las medicinas y lo último de bourbon que teníamos, pero conservamos nuestro doctor. Lo más importante es que hemos perdido sus gafas. Es muy miope.

—Te olvidas algo —dijo el almirante, sin apenas levantar la vista de su trabajo. No sólo hemos perdido el transporte sino también las comunicaciones. Ya no tenemos medio de recargar las baterías. Esta que tengo ahora... —señaló con la cabeza la radio—, quizás durará otras ocho o diez horas. Después... —alzó la vista—, nada. Silencio. ¿Qué piensas hacer?

Tengo intención de matarles. Pero no sé cómo hallarles. Vine a hablar con usted sobre ello. Lib dijo:

—¿Me permiten interrumpir? No me mires así, Randy. No trato de meterme en tus asuntos. Yo sólo quería decir que traje el café al almirante. Mientras habláis, me pondré a hervir agua y le prepararé una taza.

—La cafetera está en la chimenea —dijo el almirante, distraído.

La joven entró erf la sala de estar. Era una tontería. Pero en ocasiones el almirante le irritaba. El almirante la hacía sentirse como un ordenanza.

Sam Hazzard dejó la escopeta automática del 16, gentilmente sobre el escritorio.

—Desde que me he enterado, estuve pensando —dijo—. Es preciso que los captures. Ellos no vendrán a ti. No sólo eso, quizá estén a doscientos kilómetros de aquí por ahora.

—Pienso que siguen en los alrededores —dijo Randy—. Uno de los de la pandilla era uno de esos vaqueros que se dejaban caer por la farmacia local, pero ahora lleva dos verdaderas pistolas. Y no tienen gasolina suficiente para ir muy lejos. Creo que tratarán de dar unos cuantos golpes más antes de trasladarse. Aun cuando se hayan ido, vendrán otros. Tendremos el problema, bien sea con esta banda, en particular, o con cualquier otra. Voy a formar una compañía provisional.

—¿Vigilantes?

—No. Una compañía bajo la ley marcial. Por lo que sé soy el único oficial activo de la Reserva del Ejército de la ciudad, así que creo que me toca a mí organizarlo.

—¿Entonces qué vas a hacer? Lib regresó y colocó una taza junto a cada uno de ellos. Encontró un espacio libre en el extremo lejano del escritorio, se sentó e intentó aparecer insconpicua.

—¿Y si organizo una patrulla a pie? ¿Instalo barreras en las carreteras? —sugirió Randy.

—Los salteadores están movilizados, tienen vehículo, tú no —contestó el almirante—. Si ven una patrulla armada, o una barrera en el camino, se marcharán por otra parte.

—Bueno, no podemos quedarnos sentados y esperarles —dijo Randy.

—Todo eso lo pensé —reconoció el almirante—. También pensé en los barcos que empleamos en la Gran Guerra.

Lib empezó a hablar pero decidió que sería poco prudente. Fue Randy quien dijo:

—Recuerdo, vagamente, haber leído sobre los barcos Q, pero mi memoria no me da bastantes datos. Acláramelo, Sam.

—Los barcos Q eran fragatas auxiliares o trampas gastadas, blancos para los que un capitán de submarinos alemán no quería desperdiciar un torpedo sino que preferiría hundir a cañonazos. Oculta bajo una falsa toldilla había una batería detrás de pantallas que aparecían cajones de mercancía. El objeto era vigilar las idas y venidas de los submarinos, sin escolta y con apariencia indefensa. El submarino veía ese barco tan poco peligroso y salía a la superficie. En ocasiones la nave Q tenía una patrulla llamada «Del pánico» que se lanzaba a las lanchas. Era lo mejor de la comedia. En cuanto el submarino abría fuego con el cañón de superficie, el navio alzaba la bandera y desenmascaraba la batería. ¡Hum! Era muy efectivo.

—Muy ingenioso. ¿Pero qué tiene que ver con los salteadores?

—Nada en absoluto, a menos que puedas colocar un navio Q de cuatro ruedas por las caminos en torno a Fort Repose.

Randy se encogió de hombros.

—No estamos movilizados. Hay muchos coches que podríamos utilizar... por ejemplo, el suyo, Sam... pero la gasolina prácticamente no existe. Podríamos tener que estar marchando días y días antes de que nos localizasen. Quizá me fuera posible requisar cuatro o cinco litros de gasolina en un sitio u otro, pero entonces correría la voz y estarían vigilándonos.

Lib tenía que hablar.

—¿Me permitís una sugerencia? Me parece que Rita Hernández y su hermano deben tener gasolina. Son los mayores comerciantes de la ciudad, ¿no es cierto?

Randy había tratado de borrar a Rita de su cabeza. Estaban en paz, nada se debían uno a otro. No quería absolutamente nada de Rita nunca jamás.

—Es verdad que si alguien tiene gasolina, esa es Rita —dijo.

—No sólo eso —añadió Lib—, sino que tienen el camión de las verduras. ¿Se imaginan algo más inofensivo y tentador para un salteador que un camión de reparto? Se imaginarán que está lleno de comestibles, claro, aunque comprendan que no del todo; de todas maneras sicológicamente sería irresistible.

Sam Hazzard sonrió con sus ojos, como si la luz interior traspasase el gris opaco.

—¡Ahí lo tienes, Randy! ¡Muy bien pensado, hija!

—También —dijo ella—, creo que sería una buena idea si yo condujera. Se imaginarían que es muy fácil meterse con una mujer indefensa.

—¡Tú conducirás, y un cuerno! —exclamó Randy—. Te quedarás en casa y guardarás la familia, tú y Ben Franklin.

Los dos hombres siguieron hablando y planeando, como si ya poseyeran el camión con el depósito lleno y a ella la dejaron fuera de la conversación de nuevo. Por lo menos, pensó Lib, si daba resultado, habría contribuido en algo.

El almirante destacó que lo que tuviera que hacerse debía ser hecho con rapidez y silencio. Randy decidió que no podía ir a casa de los Hernández hasta después de oscurecer. No era imposible que los salteadores estuviesen escondidos en Pistolville, o tuvieran contactos allí. Si Pistolville le veían marcharse en el camión de Rita, la noticia recorrería la ciudad al cabo de unas pocas horas. Por último, el almirante hizo la pregunta crucial...

—¿Cooperaría Rita? ¿Era discreta?

Rita quiere conservar lo que tiene —dijo Randy—. Rita quiere vivir. Es realista.

Había algo más que tenía que hacer antes de marcharse de casa del almirante. Se sentó ante la máquina de escribir y redactó las órdenes.

ORDEN NTJM. 1 — CUIDAD DE FORT REPOSE

1. — De acuerdo con la proclamación de la señora Josephine Van Bruuker Brown, Presidente Actuante de los Estados Unidos, y la declaración de Ley Marcial, asumo el mando de la ciudad de Fort Repose y sus alrededores.

2. — Todos los reservistas del Ejército, la Marina y la Aviación, y todos los miembros de la Guardia Nacional, junto con cuantos tengan experiencia militar, se concentrarán en el kiosco de la orquesta a las doce del miércoles, 20 de abril. Me propongo formar una compañía mixta para proteger esta ciudad.

ORDEN NUM. 2

—Dos casos de tifus han sido diagnosticados en la familia Sunbury, en la parte superior de River Road. Deberá presumirse que tanto el Timucuan como el St. Johns están infectados.

—Toda agua será hervida antes de bebería. No se coma ni frutas ni verduras que hayan sido lavadas en agua sin hervir.

ORDEN NUM. 3

—El doctor Daniel Gunn, nuestro único médico ha sido golpeado y robado por los salteadores.

—La pena para el robo o pillaje, o por esconder a los salteadores, o por no proporcionar información concerniente a sus movimientos o situación, está penada con la horca.

Firmo todas estas órdenes: "Teniente primero Randolph Rowzee Bragg, ejército de los E.U.A. (Reserva).

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