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Authors: Pat Frank

Tags: #Ciencia Ficción

Ay, Babilonia (37 page)

BOOK: Ay, Babilonia
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IV

Había cierto número de medios por los que Randy pudo haber viajado los cinco kilómetros hasta Marines Park y luego los otros tres y pico hasta casa de los Hernández en el extremo exterior de Pistolville. El almirante se había ofrecido a llevarle hasta el muelle de la ciudad en su crucero fuera borda, ahora convertido en embarcación de vela. Pero Sam Hazzard todavía no había añadido un timón adicional al bote, así que la navegación hubiera sido irregular y lenta. Sam podía llevarle hasta Marines Park, de acuerdo, pero en el viaje de regreso quizá no pudieran dirigirse hacia delante hacia la corriente y el viento, y tendría que quedarse atascado. Randy podía haber pedido prestada a Alice Cooksey la bicicleta pero decidió que eso le señalaría demasiado en Pistolville. También pudo cabalgar en Balaam, la muía, pero si conseguía convencer a Rita que le dejase el camión y la gasolina, ¿cómo volvería a casa Balaam? Balaam no cabía dentro de la caja del camión. Además, él no estaba seguro de que debiese arriesgarse Balaam a salir lejos de los campos y del establo de los Henri. La única muía de Timucuan Country era inapreciable. Al fin, decidió caminar.

Partió después de oscurecer. Lib le acompañó hasta la curva de la carretera. Ella había pegado firme mente los avisos a un trozo de madera cuadrado que él clavaría en la columna del quiosco. Así, explicó le chica, no se perderían o desaparecerían entre las ofertas de cambio de anzuelos o de piedras de encendedor y las súplicas por gasolina, petróleo o cafeteras. En lo alto del tablero ella escribió: «BOLETINES OFICIALES».

Randy llevaba pantalones de faena manchados, viejas zapatillas de pesca y un sombrero desmadejado que le prestó. Encajó la pistola oculta en un bolsillo interior. Cuando se encaminaba por Pistolville de noche él quería parecer como si fuese uno de los de allí.

Cuando le dijo a Lib que era la hora de volverse, ella le besó.

—¿Cuánto tardarás, cariño? —preguntó la joven.

—Depende de si consigo el camión. Contando con la parada en el parque para poner las órdenes, debería llegar en menos de dos horas. Después, no sé. Depende de Rita.

—Si no has vuelto a medianoche —dijo ella—. Iré a buscarte. Con una escopeta —le decía medio en serio. En las últimas pasadas semanas se había mostrado con él más tierna, con embarazadoras solicitudes y cuidados por su seguridad, más celosa del tiempo que empleaba en sus cosas. Era posesiva, cosa natural. Eran enamorados, cuando había tiempo y lugar e intimidad, y a pesar de la fatiga y el hambre y de los peligros y de las responsabilidades del día.

Caminó solo bajo el arco de robles ocultándose de la luz de las estrellas, seguro en el manto aterciopelado de la noche y sin embargo, caminando en silencio, ojos, oídos incluso la nariz, alerta. Así había aprendido, en las paranzas de la oscuridad de cuando de niño iba de caza, y las negras montañas cuando el hombre caza al hombre. Antes de El Día, excepto en la caza o en la guerra, un paseó de ocho o diez kilómetros hubiera sido algo inaudito. Ahora era rutina para todos excepto para Dan y cuando se levantase de la cama también tendría que acostumbrarse. Pero todos los zapatos estaban gastándose. Dentro de un mes o dos Ben Franklin y Peyton tendrían que ir descalzos por completo. No sólo era que los chiquillos caminaban o corrían por todas partes, sino que sus pies inconsiderablemenie continuaban creciendo, tirando de la lona y del cuero. Randy se dijo que debia descubrir si Blaustein seguía guardando zapatos. Se daba cuenta de lo que Blaustein quería... comida.

Marines Park estaba vacío. Cuando clavó el tablero con sus órdenes un animalejo se escurrió de debajo del quiosco. Al principio creyó que era un conejo pero al verle silueteado contra la luz de las estrellas en el río advirtió que se trataba de un armadillo.

Caminando por el barrio comercial, se preguntó si los armadillos eran buenos de comer. Antes de El Día oyó decir que habían unos setecientos mil armadillos en Florida. Esto era raro, porque antes del florecimiento turístico no se veían armadillos en absoluto. El padre de Randy le relató la historia. Algún promotor de ventas de terrenos en la Costa Este importó dos de Tejas para un zoo que se instalaba junto a la carretera. No conociendo nada de las costumbres de los armadillos, aquel individuo los encerró detrás de la tela metálica de una especie de gallinero. Al hacerse de noche, los armadillos, al instante, se escaparon y al cabo de pocos años sus descendientes estaban minando los campos de golf y desgajando naranjos desde Santá Agustine a Palm Beach. Se habían extendido por todas partes, al no tener enemigos naturales en el estado excepto los automóviles. Puesto que los coches habían sido casi exterminados por la bomba de hidrógeno, la población de armadillos ciertamente se multiplicaba. Pronto habrían más armadillos que habitantes humanos en Florida.

Era sábado por la noche, pero las manzanas comerciales de Yule y St. Johns no mostraban luz ni se veía tampoco ningún ser humano. En la zona residencial quizás media docena de casas mostraban débiles retazos luminosos, pero raramente más de un cuarto. No había visto ni un vehículo moviéndose desde que salió de casa y hasta que llegó a las pinadas y a los chaletitos de Pistolville tampoco vio a persona alguna. Esas gentes eran sombras, desaparecían rápidamente detrás de alguna puerta entreabierta o asomándose a una ventana oyendo sigilosa de casa a casa. Era de noche y Fort Repose tenía miedo.

Se sintió aliviado cuando vio las luces de casa de los Hernández. Cualquier cosa pudo haber sucedido desde que él y Dan hicieron su parada allí. Pete podía haber muerto y Rita marchado; o que la hubiesen matado, la casa saqueada y todo lo que poseía, incluso el camión y la gasolina, robados.

Llamó a la puerta.

—¿Quién es? —preguntó la voz de Rita. Ran$y se dio cuenta de que la muchacha tendría preparada la escopeta.

—Randy.

Ella abrió. Llevaba una escopeta, como se imaginó. Le miró su traje.

—Entra. ¿Buscas refugio?

—En cierto sentido, sí.

—¿Qué pasó? ¿Tus dos mujeres huyeron?

Mientras ella dejaba la escopeta, la quemadura de su anillo se hizo todavía notable.

—¿Cómo está Pete? —preguntó él.

—Más débil. ¿Y el doctor Gunn?

—¿Entonces te has enterado?

—Claro. Me entero de todas las malas noticias inmediatamente, hoy por hoy. Solemos llamarle la radio bucal.

La noticia llegó a la ciudad, dedujo Randy, vía Alice Cooksey, a primeras horas del día. Precisamente como Alice traía a River Road las noticias de la ciudad, del mismo modo ella llevaba al pueblo noticias de River Road. Una vez dichas en la biblioteca, las noticias se extendían por Fort Repose, calle a calle y casa a casa.

—Ya sabes que el doctor Gunn perdió su maletín con todos sus instrumentos y las medicinas que le quedaban y sus gafas —dijo él—. Asi que, si podemos, hemos de capturar a esos salteadores y por eso vine a ti, Rita.

—No son de Pistolville —dijo ella—. Estos granujas de Pistolville apenas tienen sesos bastantes para robarse uno a otro. Ahora que sí que les hice escribir el nombre de uno de los bandidos... el joven de las dos pistolas... era probablemente Leroy Seatle, un tipo que vivía al otro lado de la ciudad. Su madre sigue viviendo allí, creo. Quizás si acechas su casa podrás dispararle.

—No le quiero a él en particular —dijo Randy—. Los quiero a todos. Los necesito y a todos los que son como ellos.

Y contó sus planes con exactitud y por qué necesitaba la gasolina y el camión de la verdudería, si es que ella aún tenia combustible. Sabía que tenía que confiar en la chica por entero o no decirla nada en absoluto.

Ella le escuchó sin abrir boca.

—Si te quedas sola aquí, Rita —dijo—, con toda la comida en conserva y el otro género que tienes, te vas a convertir en un blanco para los salteadores. Cuando hayan limpiado lo que quede en los caminos, empezarán con las casas.

—Ya me adelanté a ti —los ojos de ella se clavaron en los suyos. Le estaba evaluando todas las posibilidades, todas las probabilidades. Tomó su decisión—. Creo que puedes salir adelante con ello, Randy.

—¿Entonces, tienes gasolina?

—Claro que tengo gasolina. Unos sesenta litros bajo los escalones posteriores. Puedes llevártelos y el camión. Lo que no uses espero qué me lo devuelvas.

Randy se levantó.

—¿Qué dirás a la gente cuando se den cuenta de que se te llevaron el camión?

—Les diré que me lo robaron. Les diré que estaba cargado de exquisitas mercancías comerciales y que mientras estaba en el dormitorio, cuidando de Pete, alguien hizo un puente en el encendido y lo robó. Y para que suene bien empezaré a disparar con esta escopeta cuando te marches tú por la callé. La noticia circulará de prisa, no te preocupes. Llegará hasta los salteadores y se pondrán a la búsqueda del camión. Eso te servirá de ayuda, ¿verdad?

—Sería perfecto.

—Sal por detrás. Carga las latas en silencio en la parte trasera del camión. Hay bastante gasolina en el depósito para llevarte a River Road. Dispararé las salvas cuando llegues a la calle.

—Eres una chica lista, Rita —dijo Randy.

Ella repuso:

—¿Lo soy? —extendió la mano izquierda para mostrar el negro círculo dejado por el anillo de diamantes radioactivo—. Tengo un anillo de boda. Me casé con una bomba H. ¿Lograré libertarme, Randy?

—Seguro —contestó él, esperando que sí sucediera—. Dan te conseguirá el divorcio cuando se encuentre mejor.

Cruzó el pasillo de la cocina y salió a la oscuridad. Encontró las tres latas debajo de los escalones, arbió las puertas traseras del camión y silenciosamente cargó la gasolina. Subió y dio al estarter. El motor giró, protestando. Rita había sido descuidada, dedujo, y se olvidó cargar la batería con agua destilada, por lo que estaba casi agotada. Probó de nuevo y el motor prendió. Empleó el estrangulador de aire hasta que funcionó lisamente, salió del muelle de carrera de los Hernández y bruscamente giró en el patio, cambió de marcha y salió a la calle. Vio la silueta de Rita en el umbral, y llevándose la escopeta al hombro y por un terrible instante creyó que le estaba apuntando. Una llamarada roja salió del cañón. En la primera esquina cortó alejándose de Agustine Road y siguió polvorientas calles sin asfaltar llenas de surcos hasta que se vio lejos de Pistolville. No advirtió ningún otro coche en movimiento, de regreso a casa.

Eran las once tocadas cuando metió el camión en el garaje y cerró las puertas para que ningún transeúnte casual o visitante lo viera. Las luces en casa de FÍorence estaban apagadas y en su propia casa sólo se veía un pequeño punto luminoso, en la ventana de su despacho. Sería Lib, esperándole levantada.

Había apremiado a las mujeres para que se acostasen a su hora ordinaria o antes, porque planeaban ir todos al amanecer del día de Pascua a asistir al servicio religioso en Marines Park.

Esto era bueno. Era bueno que fuesen todos allí, para que nadie se imaginase actividad desusada fuera de River Road. Por lo menos era también un punto de partida del que se sentía satisfecho. Era, en realidad, una sorpresa para su anticipación y entusiasmo. Habían pasado muchas cosas en los últimos días y sin embargo, su conversación siempre volvió a los servicios religiosos de Pascua. La gente no había sido así antes de El Oía. No podía imaginarse a ninguno de ellos levantarse voluntariamente antes del amanecer y luego caminar cinco kilómetros con el estómago vacío para levantarse con el sol, cantar himnos y escuchar sermones aunque fuesen cortos. Deseó acompañarles. No podía. Era preciso que se quedase allí para completar sus planes con Sam Hazzard y también trabajar en el camión. Caminando hacia la casa, se preguntó por este cambio en las personas y concluyó pensando que el hombre era una criatura naturalmente gregaria y que todos estaban muertos de hambre por compasión y por la vista de caras nuevas. Marines Park sería su iglesia, su teatro, su salón de sesiones. El hombre tomaba fuerzas del contacto de codos con su vecino. Esos eran los motivos, quizás, que explicaban el éxito de los veteranos Chautau— quas. Podía ser eso y algo más... el descubrimiento de que la zona había muerto bajo las bombas y proyectiles dirigidos.

Ella no estaba arriba. Le esperaba en la oscuridad del porche. Dijo:

—Te vi entrar con el coche. Es hermoso. ¿Conseguiste también gasolina?

—Un total de sesenta y cinco litros incluyendo lo que hay en el depósito. Podemos viajar un día o dos si tenemos cuidado. ¿Estás cansada, cariño? —No demasiado.

—Si has de levantarte a las cinco con los demás, debieras estar acostada.

—Te esperaba, Eandy. Estoy preocupada. En realidad no me siento muy cansada.

Caminaron por el huerto hasta el muelle.

El rio murmuraba, la luna creciente mostraba su perfil, las estrellas se movian. Ella so tumbó de espaldas, la cabeza descansando entre sus dedos entrelazados, mirando hacia el firmamento.

Los ojos de Randy la midieron... larga, esbelta, curvada como para la pelea, la piel cobriza, el pelo plateado por la noche.

—Eres una posesión hermosa —dijo—. Desearía que tuviésemos un hogar propio para conservarte en él. Deseo que tengamos una habitación para nosotros mismos. Tengo ganas de que nos casemos.

Al instante ella contestó:

—Acepto.

—No estoy segura de cómo lo haremos. Las últimas noticias que tuve fue que el juzgado de San Marco no funcionaba. Durante un tiempo fue un cobijo de emergencia como nuestra escuela. No sé para qué lo usarán, ahora, pero ciertamente no será para expedir licencias de matrimonio. Y el empleado ha desaparecido. Me enteré en el parque que cogió a su familia y se dirigió hacia una zona no contaminada en Georgia donde solía vivir.

Sin mover la cabeza ella dijo:

—Randy, bajo la ley marcial, ¿qo puedes tú promulgar tus propias leyes?

—No había pensado en eso. Supongo que sí.

—Bueno, promulga una.

—No lo dirás en serio, ¿verdad?

—Pues claro que sí. Puede que sea anticuada, que parezca una actitud de antes de El Día, pero si voy a tener niños, me gustaría casarme antes.

—¿Niños? ¿Vas a tener un niño? —al pensar en las dificultades, peligros y complejidades de tener un hijo, bajo las presentes circunstancias, se sintió abrumado.

—No lo sé. No puedo decir que sí, pero tampoco puedo decir que no, ¿verdad? Me gustaría casarme contigo mañana, antes de que partas en busca de los salteadores —se volvió de lado, para mirarle—. No es ningún convenio, realmente. Sólo que te amo muchísimo y que si algo te pasase... no es que tenga malos presentimientos, querido, pero tú y yo ya sabemos que algo malo puede ocurrir... bueno, si algo pasara, quisiera que mi hijo tuviese tu nombre. Tú también, ¿verdad?

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