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Authors: Pat Frank

Tags: #Ciencia Ficción

Ay, Babilonia (17 page)

BOOK: Ay, Babilonia
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—¿Nada al norte de Jacksonville? Oh, eso es terrible. ¿Cree usted que...?

—Acabo de decir cuanto sé —anunció Florence—. Lo siento. No puedo tomar mensajes. Y no ha venido nada para nadie —les compadeció—. Vuelvan dentro de unas pocas horas. Quizás las cosas vayan mejor.

V

A las nueve menos cuarto Edgar Quisenberry, presidente del banco, entró en el despacho de la Western Union. Tenía el rostro colorado y afeitado, vestía un traje nuevo azul, el pañuelo blanco asomando por el bolsillo superior de la americana y lucía también una correcta corbata azul oscuro. Sus modales eran briosos, confiados y comerciales, tal y como debería comportarse un banquero en tiempo de crisis. En la mano llevaba un telegrama, ya pasado a máquina en el banco.

—Buenos días, señorita Wechek —dijo y sonrió.

Florence se quedó sorprendida. El banco era su mejor cliente y, sin embargo, apenas veía a Edgar Quisenberry, en persona, y jamás le vio antes sonreír.

—Buenos días, señor Quisenberry —contestó.

—Realmente no se puede decir que sea muy bueno —anunció Edgar—. Me recuerda el día de Pearl Harbor. Ese rebaño de Washington ha sido pillado dormitando de nuevo. Me gustaría que enviase este mensaje... —lo pasó por encima del mostrador—. El teléfono parece estar averiado, temporalmente, o de otro modo habría hecho una llamada personal.

Florence recogió el telegrama. Estaba dirigido a la sucursal de Atlanta el Federal Reserve Bank y decía: «Necesito urgentemente instrucciones sobre cómo resolver la situación actual».

—Acabo de recibir órdenes de no aceptar ningún mensaje, excepto los de los oficiales de defensa en casos de emergencia, señor Quisenberry —dijo Florence.

La sonrisa de Edgar desapareció.

—Es que no hay nada más oficial que el Federal Reserve Bank, señorita Wechek.

—Bueno, eso no lo sé, señor Quisenberry.

—Será mejor que se entere, señorita Wechek. No sólo esto es un mensaje oficial, sino que en una emergencia de defensa no hay nada más importante que mantener la integridad financiera de la comunidad. Usted enviará en seguida este mensaje, señorita Wechek. —Miró el reloj—. Son ahora las nueve menos cuarto. Voy a exigir un informe, exactamente, de la rapidez de esta transmisión.

Florence estaba colorada. Conocía que Edgar Quisenberry podía causarle muchas molestias. Sin embargo, Atlanta quedaba muy al norte de Jacksonville.

—No tenemos ninguna comunicación con puntos más allá de Jacksonville, señor Quisenberry —dijo.

—¡Eso es ridículo!

—Lo siento, señor Quisenberry.

—Muy bien. —Edgar le arrebató el telegrama y revisó, corrigiéndola, la dirección—. Tome. Envíelo a la sucursal de Jacksonville.

Dudosa, Florence cogió el impreso y dijo:

—Veré si lo aceptan, señor Quisenberry.

—Lo aceptarán. Espero.

Ella se sentó ante la máquina, llamó a JX y escribió: «TENGO UN MENSAJE PARA LA SUB-SUCURSAL EN JX DEL FEDERAL RESERVE. REMITE EDGAR QUISENBERRY, PRESIDENTE DEL FIRST NATIONAL BANK. ¿QUIEREN USTEDES ACEPTARLO?».

JX replicó: «ES UN PARTE OFICIAL DE DEFENS...?».

Florence parpadeó. Durante un instante pareció que alguien había reflejado con un espejo la luz del sol en sus ojos. Al mismo tiempo el mensaje de JX cesó.

—Tiene gracia —exclamó ella—. ¿Vio usted algo, señor Quisenberry?

—Nada, excepto un pequeño destello de luz. ¿De dónde vino?

El teletipo volvió a funcionar. «PK A CIRCUITO. GRAN EXPLOSION EN DIRECCION JX. PODEMOS VER EL HONGO RADIOACTIVO». PK significaba Palatka, un pueblecito en el St. Johns al sur de Jacksonville.

Florence se levantó y se acercó al mostrador con el mensaje de Edgar.

—Lo siento muchísimo, señor Quisenberry —dijo—, pero no puedo enviar esto. Jacksonville ya no existe en el mapa.

La estructura financiera de Fort Repose se derrumbó en un día.

Durante la temporada de invierno el First National abría las mañanas de los sábados de nueve hasta las doce y Edgar vio que no había motivo para que una guerra interfiriese con las horas de oficina. Como cada cual, se despertó por el rumor de las primeras lejanas explosiones y sintió un escalofrío de miedo cuando la sirena de los bomberos empezó a bramar la alarma. Apremió a su esposa, Henrietta, para que le hiciese el desayuno en seguida mientras trataba de llamar por conferencia a Atlanta. Cuando su teléfono hizo ruidos extraños y el operador no quiso responder, escuchó las escuetas emisiones locales durante treinta segundos, enterándose de las noticias. Al no oir nada que pareciese alarmante de inmediato para Fort Repose, recordó a Henrietta que cuando Pearl Harbor no ocurrió nada drástico. El lunes, después de la catástrofe de Pearl Harbor no hubieron ni corridas ni pánico lío obstante, no pudo terminar su tocino y sus huevos. Salió para el banco quince minutos más pronto que de costumbre.

Pero en el banco nada iba bien. Los teléfonos tampoco funcionaban y a los ocho y media, cuando su personal debía presentarse en el trabajo, la mitad no había aparecido. Casi al mismo tiempo advirtió que una cola de cuentacorrentistas se formaba en la entrada principal y eso fue lo que le hizo decidirse a enviar un telegrama al Federal Reserve. Nunca había recibido instrucciones sobre qué hacer en una emergencia de esta clase y, de hecho, jamás había considerado posible que se presentara.

El fracaso de la Western Union de enviar su telegrama preocupó en cierto modo a Edgar, pero se dijo a sí mismo que era imposible que el enemigo pudiese haber bombardeado todas las grandes ciudades a la vez. Era probablemente alguna especie de avería mecánica que pronto sería reparada, en cuanto los obreros la localizasen, de modo que Fort Repose con su sistema telefónico no tardaría en funcionar normalmente.

Cuando las puertas del banco se abrieron a las nueve la gente aparecía bastante ordenada. Era verdad que cada cual retiraba moneda efectiva y que nadie ingresaba nada. Edgar no estaba muy preocupado. Tenía todavía un cuarto de millón en efectivo a mano, una cantidad de dinero más alta que lo que se requería en cualquier sábado ordinario, pero siguió firme en sus principios conservadores.

Al cabo de diez minutos el optimismo de Edgar se tambaleó. La señora Estes, decana de las cajeras, se volvió sobre la caja fuerte y al contable y después de hablar unas palabras entró en el despacho del director.

—Señor Quisenberry —dijo—, la gente no me retira dinero en la cantidad ordinaria. Esas personas lo sacan todo... cuentas de ahorro y todo.

—No hay motivo para eso —respondió Edgar—. Deberían saber que el banco es sólido.

—¿Puedo sugerir que limitemos los pagos? Que saquen sólo lo bastante para que cada familia pueda comprar lo que necesiten en esta emergencia? De ese modo podremos seguir abierto hasta mediodía y no habrá pánico alguno. También protegerá a los comerciantes.

Edgar se sintió inflamado por las palabras de su empleada, que prácticamente significaban insubordinación.

—Cuando usted sea presidente de este bando —dijo—, entonces tomará tales decisiones. Pero déjeme decirla algo, señora Estes. El único modo de detener un pánico en el banco es pagar en efectivo. Mientras usted lo haga, la gente recobrará la confianza y cesará de insistir en sacar fondos.

—Hoy es por entero diferente, señor Quisenberry. ¿Es que no lo comprende? Es preciso que se asuma alguna especie de jefatura o se producirá el pánico.

—Señora Estes, tenga la bondad de volver a su caja. Yo dirijo el banco.

Ese fue el primer error de Edgar y quizás su error vital.

Corrigan, el cartero, entró y dejó caer urt paquete de cartas en el escritorio del secretario. Edgar se animó al ver a Corrigan. El viejo gobierno de los Estados Unidos seguía funcionando.

—Aunque llueva o nieva, de noche y de día... —murmuró Edgar, sonriendo.

—Esta es mi última entrega —dijo Corrigan—. Ni los aviones ni los trenes funcionan y el camión de Orlando no vendrá esta mañana. Esta saca es de anoche. No podemos aceptar correo para fuera porque no garantizamos cuando saldrá, si es que sale.

Corrigan se fue, se colocó en la cola, situándose ante una de las ventanillas de pagos.

La parálisis del correo de los Estados Unidos fue una impresión enorme para Edgar Quisenberry, más que cualquier otra cosa ocurrida hasta entonces. Por lo menos, se confesó para si, ésta es la imposible realidad del día. El darse cuenta no se produjo de inmediato. No podía, porque su mente rehusaba asimilarlo. Trató de aceptar la probabilidad de que la Tesorería en Washington, Wall Street y los bancos de la Federal Reserve por todas partes, eran ahora cenizas radioactivas. Ya no existían casas de cambio ni bancos corresponsales. Se sintió enfermo al comprender que una gran parte de sus propias acciones —es decir, las acciones de su banco— ya de nada servían. ¿Qué utilidad tendrían los bonos del Tesoro y los billetes cuando no había Tesorería? ¿Para qué servían los bonos municipales de Tampa, Jacksonville y Miami cuando no habían ya municipalidades? ¿Quién enderezaría todo esto y cómo, y cuándo? ¿Quién se lo diría? ¿Quién lo sabría? Con todas las comunicaciones cortadas no podían ni siquiera conferenciar con compañeros banqueros de San Marco. Empezó a sudar. Sacó la pluma estilográfica y comenzó a escribir cifras en un pedazo de papel. Si podía reducirlo todo a números, recobraría el equilibrio. Siempre ocurría así.

El cajero de Edgar entró en el despacho y dijo:

—No vamos a pagar en efectivo cheques de otras ciudades, ¿verdad, señor Quesenberry?

—¡Claro que no! ¿Cómo podrás pagar cheques de otras capitales cuando no sabemos si todavía existen esas ciudades? —Edgar parpadeó, recordando que únicamente ayer pagó un gran cheque para Randolph Bragg sobre un banco de Omaha. Ciertamente, Omaha, precisamente en el centro del condado, debía estar segura. Edgar nunca pensó mucho en ello ni tampoco en lo que se hablaba de cohetes, proyectiles dirigidos y tales, siempre se enorgullecía de pisar firmemente el suelo y examinar los hechos de una manera práctica y tozuda. Y los hechos, como afirmó públicamente, eran que Rusia intentaba derrotar a los Estados Unidos asustándoles y provocando la inflación, la depresión socialista y no mediante el empleo de proyectiles. El campo era sólido básicamente y los rusos nunca atacarían un país de tanta solidez. Y sin embargo, habían atacado; si podían alcanzar Florida igualmente podían hacerlo con Omaha... o cualquier otro lugar.

Su cajero, el señor Pennyngton, un hombre delgado con nariz llorosa y estómago nervioso, dado a asustarse por los detalles, crispó las manos como para impedir que sus dedos se le escaparan volando por el espacio. Con voz entrecortada hizo otra pregunta:

—Señor Quisenberry, ¿qué hay de los cheques de viajeros? ¿Los pagamos?

—¡No, señor! Los cheques de viajeros se suelen redimir de ordinario en Nueva York (y, entre usted y yo), creo que no quedará mucho de Nueva York.

—¿Y qué hay de los bonos del gobierno, señor? Hay gente en la cola que quiere hacerlos efectivos.

Edgar dudaba. Negarse a pagar en efectivo bonos de ahorro del gobierno era un sacrilegio financiario tan terrible que jamás en su cerebro se le ocurrió que existiese tal remota posibilidad de dudarlo. Sin embargo, allí estaba, enfrentándose al problema.

—No —decidió—, no pagaremos los bonos. Diga a esos individuos que no pagamos ningún bono hasta que descubramos donde se sienta el gobierno..., si es que se asienta.

La noticia de que el First National se negaba a acceptar hasta los cheques de los viajeros y los bonos del gobierno se extendió por la pequeña barriada comercial de Fort Repose en pocos minutos. Los comerciantes, tenderos, drogueros, propietarios de tiendas especializadas y de estaciones de gasolina, dedujeron que si los cheques de viajeros y los bonos del gobierno no valían nada, pronto los demás cheques dejarían de tener valor. Desde que abrieron las puertas aquella mañana, todos los records de venta fueron derribados. Cada cual compraba lo que se le ponía por delante, cosa que alegraba a los tenderos al mismo tiempo que les asustaba. La mayor parte de ellos, desde el principio, se mostraron precavidos, rehusando aceptar cheques de fuera de la ciudad, excepto, claro, los correspondientes a las pagas por nómina y a las pensiones del gobierno, que todo el mundo presumía eran tan buenos como el dinero efectivo. Cuando actuó el banco, su primera reacción fue rechazar todos los papeles excepto la moneda, considerándolos probablemente como sin valor.

Su siguiente reacción fue correr al banco e intentar convertir su papel sospechoso en moneda efectiva.

Mirando a través de la puerta del despacho. Edgar contempló las colas en el vestíbulo, esperando que desaparecieran. En su lugar, crecieron. Llamó al señor Pennyngton y juntos revisaron las existencias en efectivo. Increíblemente, en una sola hora se había reducido a 145.000 dólares. Si continuaba a este paso, el banco se vería sin dinero a las once y media y Edgar dedujo que la proporción de los pagos sólo incrementaría.

Edgar Quisenberry tomó su decisión. Entró eú las cuatro ventanillas y una a una vació los cajones de efectivo y transportó el dinero a la caja fuerte. Entonces cerró con llave la caja. Volvió hacia el vestíbulo, subió a una silla y alzó las manos.

—Silencio, por favor —pidió.

En aquel momento habían unas sesenta personas en las colas. Habían estado murmurando. Se quedaron mudas.

—En beneficio de todos los depositantes, me he visto obligado a ordenar que el banco cierre temporalmente —dijo Edgar.

Todos le miraron. Se sentía aliviado al ver a Cappy Foracre, jefe de policía, y a otra gente, apartando a la gente de la puerta. En apariencia presintieron que podía haber jaleo. Sin embargo, Edgar no vio amenaza alguna en los rostros de los que estaban en el interior. Parecían confusos y sin comprender, torpes e inefectivos como el ganado encerrado en el establo al caer la noche.

—Este cierre temporal —continuó—, ha sido ordenado por el gobierno como una medida de emergencia —eso era una estupenda mentira. Estaba del todo seguro de que podría ponerse en contacto con el Federal Reserve, y que de haberlo hecho antes se le hubiera dado este consejo.

Sus depositantes continuaron mirándole con fijeza, como si esperaran algo más.

—Puedo asegurarles —dijo—, que sus ahorros están seguros. Recuerden, todos los depósitos hasta de diez mil dólares están asegurados por el gobierno. El banco es sólido y reabrirá sus puertas en cuanto haya pasado esta emergencia. Gracias.

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