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Authors: Pat Frank

Tags: #Ciencia Ficción

Ay, Babilonia (7 page)

BOOK: Ay, Babilonia
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Edgar se enorgullecía de su póker astuto. La idea era ganar,¿no?

El juez Bragg jugaba al descubierto, sin trapacerías, como si disfrutara. En una ocasión se marcó un farol, según calculó Edgar, pero parecía tener bastante suerte ya que resultaba difícil saber si faroleaba o no. A la tercera hora se formó un gran «pot»... más de mil dólares. Edgard había abierto con tres ases y no mejoró con las dos cartas sacadas y el juez también pidió dos cartas. Después de esto Edgar apostó cien y el hombre que sólo pidió un naipe abandonó y se lo dejó al juez. El juez subió rápidamente el tamaño del «pot». Edgar dudaba, mirando a los divertidos ojos del juez y renunció. Mientras el juez retiraba toda la montaña de fichas, Edgar extendió la mano y descubrió su juego... tres sietes y nada más. El juez Bragg dijo, muy tranquilo: «No vuelva a tocar mis cartas otra vez, hijo de perra. Si lo hace, le romperé una silla en la cabeza».

Los otros cinco en el juego esperaron que Edgar hiciese o dijese algo, pero Edgar trató sólo de tomarlo a broma. A medianoche el juez cobró sus fichas y dijo: «Les veré la noche del próximo sábado... si ese montón de rancia grasa no está aquí. Es un cenizo y no sabe lo que es caballerosidad». Aquella ocasión fue la primera y la última que Edgar jugó en el St. Johns Club. Nunca lo había olvidado.

Randy entró en el recinto cerrado del despacho del banquero, preguntándose por qué Edgar quería verle. Edgar sabía perfectamente bien que el cheque de Mark era bueno.

—¿Qué ocurre, Edgar?

—¿No es un poco tarde para traer un cheque tan grande como éste y pedirnos dinero en efectivo?

El reloj marcaba las 3.04.

—No era tan tarde cuando entré —contestó Randy. Advirtió otros clientes todavía en el banco. Eli Blaustein, propietario de Tropical Clothing; Pete Hernández, hermano mayor de Rita y gerente del supermercado de Ajax; Jerry Kling, de la Estación Standard; Florence Wechek, con sus cheques de la Western Union y recibos. Era costumbre de ellos llegar al banco precisamente a las tres.

—Es lógico que la gente de negocios haga depósitos después de la hora de cerrar, pero creo que nosotros deberíamos poner más tiempo para resolver una cosa como esta —dijo Edgar.

Randy advirtió que Florence, después de terminar en la ventanilla del contable, se había acercado hasta donde podía oírles. Florence no se perdió mucho.

—¿Cuánto tiempo necesita usted para pagar en efectivo un cheque de cinco mil? —preguntó. Se daba cuenta de que su rostro se enrojecía. Se dijo a sí mismo que no debía perder el buen humor.

—No es esa la cuestión —afirmó Edgar—. El caso es que su hermano no tiene cuenta aquí.

—No me dirá usted que el cheque de mi hermano no sea bueno, ¿verdad? —Randy se sintió aliviado al encontrar que su voz, en vez de aumentar, sonaba más baja y tranquila.

—Vamos, no dije eso. Pero no sería buen procedimiento de banca para mi entregarle cinco mil dólares y esperar cuatro o cinco días hasta que llegue la remesa de Omaha.

—Lo endosé, ¿no? —Randy dejó caer los hombros y fiexionó dedos de manos y pies, miró fijamente al rostro de Edgar. Estaba a punto de estallar, como una patata.

—Dudo que esa cuenta lo cubra.

La cuenta de Randy estaba por debajo de cuatrocientos. Eso le preocupaba muy poco, con los cheques de sus naranjas teniendo que llegar a primeros de año. Ahora, considerando la urgencia de Mark, advertía que su cuenta estaba peligrosamente baja. Decidió hurgar la debilidad de Edgar. Dijo:

—Prudente en los céntimos, loco por las libras, ese es usted, Edgar. Usted pudo haber llegado a algo bueno. Devuélveme el cheque. Lo cobraré en St. Marco u Orlando mañana por la mañana.

Edgar se dio cuenta de que debía haber cometido un error. Era lo más extraordinario que alguien quisiese cinco mil dólares en efectivo. Eso indicaba alguna especie de rápido y beneficioso negocio. Debió haber descubierto para qué necesitaba el dinero.

—Vamos, no tengamos prisa —dijo.

Randy extendió la mano.

—Deme el cheque.

—Bueno, si supiese exactamente para qué quiere todo este dinero con tanta prisa quizás pudiera hacer una excepción para saltarme por encima las normas bancarias.

—Vamos. No tengo tiempo que perder.

Los pálidos y salientes ojos de Edgar se posaron en Florence, que ya escuchaba francamente, y en Eli Blaustein, trasteando cerca, lleno de interés.

—Entre en mi despacho, Randolph —dijo.

Después de que Randy tuviese el efectivo, en billetes de cien, de veinte y de diez, dijo:

—Ahora le diré porqué lo quería, Edgar. Mark me pidió que hiciese una apuesta en su nombre.

—¡Oh, las carreras —exclamó Edgar—. Raras veces juego a las carreras, pero sé que Mark no apostaría tanto dinero a menos que no tuviese una noticia segura. Supongo que serán las que celebrarán mañana en Miami.

—No. No son las carreras. Mark simplemente apuesta a que los cheques dentro de poco no valdrán nada, dentro de muy poco, pero que lo efectivo, sí. Buenas tardes, «Ojo de pescado.» —Salió del despacho y cruzó el vestíbulo. Cuando la señora Estes abría la puerta del banco le cogió del brazo y murmuró con su voz rancia y femenil:

—¡Bien por usted!...

Edgar se metió en su silla, furioso. No era un motivo. Era un enigma. Repitió las palabras de Randy No tenia ningún sentido en absoluto, a menos que Mark esperase un gran cataclismo, como que cerrasen todos los bancos y, claro, eso era ridículo. Cualquier cosa que pasase, la estructura financiera del país era sólida. Edgar llegó a una conclusión. Le habían vuelto a tomar el pelo. Todos los Bragg eran granujas.

II

La primera parada de Randy fue en el supermercado Ajax. Realmente no era un supermercado, como se pretendía. La población de Fort Repose constaba de 3.422 habitantes, según el censo del Estado y esto incluía Pistolville y el Barrio Negro. La Cámara de Comercio pretendía que habían cinco mil, pero la cámara reconocía que contaba también los residentes de invierno en Riverside Inn y la gente que técnicamente quedaba fuera de los límites de la ciudad, como los que vivían en River Road. Así, Fort Repose había sido atraído por los grandes almacenes de las cadenas. Sin embargo, Ajax imitaba a los supermercados, tanto que uno tenía que empujar un carrito de aluminio y servirse mientras que la empresa vendía las mismas marcas y casi a los mismos precios ordinarios.

Randy odiaba ir de compras de comestibles. Nada de las inspecciones elaboradas y de los estudios hechos por él sobre la profundidad de los hábitos de compras de los americanos tenía una clasificación para Randolph Bragg. De ordinario cogía un carrito y marchaba a toda prisa al mostrador de la carne, en donde dejaba caer un pedido escrito. Luego corría arriba y abajo por los pasillos, cogiendo latas y botellas y cajas y cartones de las estanterías y congeladores, aparentemente al azar, derribando a los niños pequeños y tropezando con las viejas y excusándose, hasta que en su salto final volvía a pasar por delante del mostrador de las carnes. Los carniceros habían aprendido a dar prioridad a su orden, porque si la carne no estaba cortada no se detenía, simplemente daba media vuelta de manera violenta y salía hacia la puerta. Cuando la cajera sumó su factura, Randy miró el reloj. Su record para llenar un cesto era de tres minutos cuarenta y seis segundos de puerta a puerta.

Pero en este día era completamente distinto, porque a causa de la longitud de su lista a la que había estado añadiendo las cantidades, y de las prisas de los compradores en la tarde del sábado, tardó bastante más. Después de haber llenado tres carritos y de que el pedido de la carne ya le había llenado uno de ellos, aún estaba a medias de la lista, pero se sentía física y emocionalmente exhausto. Le dolían los dedos de los pies y se había visto empujado, arrollado, con codazos en los ríñones y hasta patadas en las ingles. Le temblaban las piernas, las manos también y su ojo izquierdo había desarrollado un tic nervioso. Esperando en la línea de revisión, maniobrando dos carritos cargados hasta los topes uno delante y otro detrás maldijo lo diabólico del científico al inventar bombas H y supermercados, maldijo a Mark y juró que prefería morirse de hambre que volver a soportar esto.

Por último llegó al mostrador. Pete Hernández, actuando de inspector, se quedó boquiabierto:

—¡Santo Dios, Randy! —exclamó—. ¿Qué piensas hacer, dar de comer a un regimiento? —Hasta el año antes, Peter le llamó siempre el «señor Bragg», pero después de la primera cita de Randy con la hermana de Pete sus relaciones cambiaron, naturalmente.

—La mujer de Mark y los niños van a quedarse conmigo una temporada —explicó.

—¿Qué tiene ella... un equipo de fútbol?

—Los chicos comen mucho —explicó Randy. Pete era un hombre delgado, con pecho de pollo, la barbilla huidiza y las uñas sucias, completamente distinto de Rita, excepto los ojos negros y el tinte de la piel aceitunado.

Pete comenzó a jugar con la registradora utilizando dos dedos mientras el muchacho de los carritos, impresionado, llenaba las grandes bolsas. Randy se dio cuenta de que siete u ocho mujeres, en cola tras él, contaban sus compras, fascinadas. Oyó que una susurraba: «¡Quince latas de café... quince». La rencilla creció y se dio cuenta de un murmullo firme de queja. Inexplicablemente se sintió culpable. Notó que debería enfrentarse a aquellas mujeres: «¡A todas ustedes! ¡A todas ustedes! ¡Compren cuánto puedan!» No daría resultado. Pensarían que estaba loco.

Pete sumó el total y anunció en voz alta:

—¡Trescientos catorce dólares y ochenta centavos, Randy! ¡Vaya, ése es nuestro record!

Por costumbre, Randy miró su reloj. Una hora y seis minutos. Eso, también, era un record. Pagó en efectivo, cogió un puñado de bolsas, hizo un gesto al chico de Pete que le siguiese y huyó.

Se detuvo en el bar de Bill Cullen, una especie de parrilla, almacén y pescadería, precisamente fuera de los límites de la ciudad. Había espacio para dos plazas en el asiento delantero, así que puso allí su suministro de whisky. Bill y su esposa, una mujer de pelo pajizo usualmente mareada y de lengua espesa, operaron todo este negocio en un cobertizo de dos habitaciones unido a una especie de muelle cubierto, sus mercancías amontonadas casi en confusión, dando frente al Timucuan. El olor a huevos fritos, a gasolina, a petróleo, a desperdicios de pescado, a cerveza rancia y a vino se filtraba a través de la tierra y del agua.

De ordinario. Randy compraba su whisky de dos a tres botellas cada vez. Hoy compró caja y media, acabando con las existencias de Bill de su marca favorita. Recordó que Helen, cuando bebia prefería escocés. Compró seis botellas de esa clase de whisky.

Bill, inquisitivo, dijo:

—¿Planeando un gran barbacoa, una fiesta o algo por el estilo, Randy? ¿Tratas de probar suerte en política, de nuevo?

Randy encontró casi imposible el mentir. Su padre le había pegado sólo una vez en su vicia, cuando tenía diez años, pero fue una verdadera paliza. Había mentido y el juez subió escaleras arriba y regresó con su correa de afilar navajas más gruesa. Cogió a Randy por el cuello y le dobló a través de la mesa de billar, implantándole la virtud de la sinceridad a través del fondillo de sus pantalones y en la piel desnuda, hasta que gritó con terror y pena. Entonces Randy recibió la orden de subir a su cuarto, sin cenar y en desgracia. Horas más tarde, el juez llamó y entró y gentilmente le hizo dar la vuelta en la cama. El juez habló tranquilo. Mentir era el crimen peor, el cómplice indispensable de todos los demás y siempre merecería el* peor castigo. «Puedo perdonar cualquier cosa, excepto una mentira». Randy le creyó y mientras pudo intentarlo no logró acordarse de la mentira que había dicho, pero menos logró olvidarse del castigo. Inconscientemente, su mano derecha se rozó las nalgas, mientras pensaba una respuesta para Bill Cullen.

—Voy a tener visitantes —dijo Randy—, y Navidad está al venir. —Esto era verdad, aunque no la entera verdad. No podía arriesgarse a decir más a Bill. El apodo de Bill era «Bocazas» y su forma de hablar no se limitaba a la conversación vulgar sobre las presas cobradas ayer. Bill el «Bocazas» podía despertar el pánico.

Cuando giró por el sendero, Randy vio a Malachai y Henri utilizando un rastrillo de los macizos de camelias que formaban pantalla ante el garaje.

—¡Malachai! —llamó—. ¿Por qué no me ayudas a meter todo este género en la casa?

Malachai vino presuroso. Sus ojos se desorbitaron al fijarse en los cartones sacas y cajas que llevaba en el portaequipajes y se «.pilaban en los asientos.

—¿Todo esto ha de subir a su apartamento, señor?

—No. Irá a la cocina y a la alacena. La señora Bragg y los niños Vienen por avión desde Omaha, mañana.

Mientras descargaban, Randy pensó en los Henri. Era un problema especial. Eran negros y pobres, pero en muchas maneras más cerca suyo que cualquier familia de Fort Repose. Poseían su propia tierra y gobernaban sus vidas, pero en un sentido estaban a su cuidado. No podían ser abandonados ni que se les retuviese la verdad. Tampoco podía explicar a Missouri el aviso de Mark No lo entendería. Si se lo decía al predicador, lo que haría sería alzar el rostro, levantar los brazos y entonar: «¡Aleluya! ¡Que se haga la voluntad del Señor!». Si se lo decía a Tu Tone, éste lo consideraría como una excusa para emborracharse y permanecer así. Pero podía con toda confianza hablar a Malachai.

Con la carne atiborrando el congelador y todo lo demás almacenado en las estanterías y armarios, Randy dijo:

—Ven aquí, esta noche, Malachai, y te daré mi dinero —pagaba 25 dólares a la semana a Malachai por un trabajo de veinte dólares. Malachai escogía sus propios días para fertilizar, rastrillar y recortar el césped, días en que no tenía otro ingreso, reparando o haciendo empleos de jardinería mejor pagados en otra parte. Randy sabía que nunca le faltaba tiempo y Malachai conocía que podía siempre contar con aquellos veinticinco a la semana.

El rostro de Malachai estaba inexpresivo, pero Randy notó su aprensión. Nunca jamás antes le habia dicho a Malachai que subiese al piso de arriba para recibir su paga. En el despacho, Randy se dejó caer en el sillón giratorio de alto respaldo tapizado en cuero que había venido de las habitaciones de su padre. Malachai permaneció plantado, inseguro.

—Siéntate —le dijo Randy. Malachai cogió la silla más incómoda y el respaldo más vertical y se sentó, sin hacer el menor gesto de amilanarse.

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