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Authors: Pat Frank

Tags: #Ciencia Ficción

Ay, Babilonia (8 page)

BOOK: Ay, Babilonia
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Rañdy sacó su cartera y miró al retrato de su calvo abuelo, diplomático, con el lema que estaba estampado en oro pálido sobre el descolorido marco: «Las pequeñas naciones, cuando son tratadas como leales, se convierten en las aliadas más ñrmes».

Era difícil. Desde los años en que pescaron y cazaron juntos, siempre se había sentido muy cerca de Malachai. Antes iban a trabajar en el seto y discutían como amigos, del tiempo, de la cosecha de naranjas y de la pesca, pero no compartían nada personal, ningún asunto importante. No podían hablar de política, ni de mujeres ni de finanzas. Era extraño, puesto que Malachai resultaba muy parecido a Sam Perkins. Tenía tanta inteligencia como Sam, la misma cortesía instintiva y eran de igual tamaño, pesaban quizás lo mismo, color también exacto, pardo cordobán. Randy y Sam Perkins habían sido tenientes en una compañía 7.° regimiento de Lodres Kuster, de primero de caballería. Juntos, Randy y Sam se escondieron en la ribera de los ríos Jax y Chomchom y se enfrentaron a la misma impetuosa carga humana en Unsan y cubrieron los pelotones de cada cual eñ el avance y en la retirada. Habían dormido uno junto al otro en el mismo camastro, comido en el mismo plato, bebido de la misma botella, volado a Tokio de permiso juntos y juntos se apoyaron al mostrador del Hotel Imperial. Incluso (si se enteraban en Fort Repose él podría haberse condenado al ostracismo) fueron juntos a una casa de geisas para los oficiales y fueron saludados con ideal hospitalidad y favores. Asi que resultaba extraño que no pudiera hablar a Malachai, a quien conoció desde que tenía uso de razón, como hacía con Sam Perkins, en Corea. Es raro que un oficial y caballero igual por debajo del paralelo 38, pero no por debajo de la línia Macxon-Dicxon, era raro, pero éste no era el momento para introspección social. Su misión era decir a Malachai que luchase y se preparase él y su familia.

Randy sacó dos billetes de diez y uno de cinco de su cartera y se los empujó por encima del escritorio:

—Eso es por la semana.

—Gracias, señor —contestó Malachai, cogiendo los billetes y guardándolos en el pecho de su camisa a cuadros.

Quizás la diferencia estaba en que Malachai no había sido un oficial, como Sam Perkins, pensó Randy. Malachai estuvo en servicios durante cuatro años, pero en el Comando de Defensa Aérea, sargento técnico cuidando motores a reacción. Quizás su forma de utilizar el idioma. Sam hablaba el inglés áspero y enérgico de Nueva York, pero cuando pronunciaba alguna palabra Malachai no era preciso mirarle para saber que era negro.

—Malachai —dijo Randy—, quiero hacerte una pregunta muy seria.

—Sí, señor.

—¿Qué diríais si yo te contase que tengo una bonísima información... la mejor que pueda conseguirse... de que antes de mucho vendrá una guerra?

—No me sorprendería ni pizca.

La respuesta sí sorprendió a Randy. Su silla giratoria quedóse casi rígida.

—¿Por qué dices eso?

Malachai sonrió, complacido por la reacción de Randy.

—Bueno, señor, estoy al corriente de las cosas; leo lo que puedo. Leo todas las revistas de noticias y periódicos de fuera del estado que caen en mis manos y algunos diarios especializados y muchas otras cosas.

—¿De veras? No estarás suscrito a todos esos, ¿verdad?

Malachai trató de controlar la sonrisa.

—Algunos los consigo por usted, señor Randy. Cuando acaba una revista la tira y Missouri la encuentra y la trae a casa en su cesto. Todavía ella recoge los periódicos y las revistas de negocios de casa de la señora de McGovern. Los lunes trabajo para el almirante Ajax. El me guarda «Miollor Tonest», los periódicos de Washington y el «Proferigs» del Instituto Naval y revistas técnicas. Además, escucho a todos los comentadores.

—¿De dónde sacas el tiempo? —Randy jamás se había dado cuenta de que Malachai leyese algo excepto «Sol
de San Marco
» («Brilla para el condado de Timucuan»).

—Bueno, señor; las noches de la semana son mucho para un hombre soltero que no bebe. Así que leo y escucho. Por eso sé que las cosas no van bien y tal como me lo imagino es que si la gente sigue fabricando bombas y cohetes cada vez en mayor cantidad, algún día alguien disparará una de ellas. ¡Entonces... PUM!

—Más de una —dijo Randy—, y pronto... quizás prontísimo. Eso es lo que cree mi hermano y por eso envía a esta casa a la señora Bragg y a los niños. Será mejor que te prepares, Malachai. Eso es lo que yo estoy haciendo.

La sonrisa de Malachai desapareció por entero.

—Señor Randy. He pensado mucho, pero no hay ninguna condenada cosa que pueda hacer. Nosotros tenemos que levantarnos esperando sentados aquí. No podemos disponer de mucho... —se palmoteo el bolsillo del pecho—. Estos veinte y cinco dólares, con lo que traiga Missouri esta tarde, forman nuestro capiul. Cuanto más de prisa lo ganamos, más pronto se va. Claro que no necesitamos mucho, si tenemos una cosa que casi apenas nadie tiene.

—¿Qué es eso?

—Agua. Agua corriente. Agua artesiana que no puede ser contaminada. Ustedes la emplean todos en el sistema de ñltrado y de cisternas, porque la mi a tiene un olor fuerte, y alguien dice, parecido a los huevos podridos. Pero el agua azufrada no es mala. Uno se acostumbra.

Hasta aquel momento, Randy no había pensado en absoluto en el agua. Su abuelo, en un año de gran sequía, a un coste carísimo, hizo perforar unos trescientos metros hasta encontrar la capa artesiana y regar la cosecha. Y su abuelo permitió que los hombres de la familia Henri se hiciesen cargo de la principal cañería; así éstos tendrían una fuente perpetua de agua, gratis, aunque era un líquido duro y con muchos minerales sueltos y a Randy no le gustaba, hasta el punto de regar el jardín con agua de la cisterna, incluso cuando había poca y el día era cálido y veraniego.

—Me temo que yo nunca me acostumbraría —dijo. Contó doscientos dólares en billetes de veinte y lanzó el dinero a través del escritorio—. Esto es para una emergencia. Compra lo que necesitéis.

Los nuevos billetes parecían resbalar en los dedos de Malachai.

—No sé cuándo se lo podré devolver.

—No te preocupes. No te pido que me los devuelvas.

Malachai plegó los billetes.

—Gracias, señor.

—Te veré la semana que viene, Malachai.

Malachai se fue y Randy se preparó un combinado. Uno abría el grifo y le venía el agua en cantidad, agua dulce y blanda, sin olor; bombeada, desde alguna cisterna subterránea por un sirviente silencioso y fiel, el pequeño motor eléctrico. En las familias de Biver Road, excepto los. Henri, sacaban su agua del mismo modo, teñiendo todos su bomba y pozo propios. Más importante que cualquier cosa que hubiese oído decir, era el agua, libre de bacilos peligrosos, no tóxica por Venónos humanos, químicos o radioactivos. Agua pura es esencial para su fertilización, aceptada igual que el aire puro. En las grandes ciudades, donde un fallo en la explosión próxima produciría la ruptura de los depósitos, la demolición de los acueductos y el destrozar de las cañerías principales, sería un problema infernal carecer de agua. Las grandes ciudades se convertirían en trampas mortales como los desiertos y las junglas. Randy empezó a considerar lo poco que sabía en realidad de los fundamentos de la supervivencia. El, dedujo, tendría nociones mucho más profundas. Se requería como materia importante en la educación de las esposas de miembros de la Fuerza Aérea. Decidió hablar con Bubba Offenhaus, que dirigía la defensa civil en Fort Repose. Bubba debía tener folletos de algo así que él pudiese estudiar.

En el piso bajo Graf comenzó a ladrar, con una alarma insistente y beligerante, anunciando que un coche extraño iba por el sendero. Randy fue al final de las escaleras, gritando:

—¡Cállate, Graf! —y esperó a ver quién llamaría. Nadie llamó sino que la puerta se abrió. Mirando, vio en el recibidor a Elizabeth McGovern; miraba sobre Graf, el rostro tapado por el cabello rubio que le caía hasta el hombro. Acarició los lomos de Graf hasta que agitó la cola en señal amistosa. Luego alzó la vista y llamó:

—¿Estás visible, Randy?

Algún día entraría así y él no estaría muy visible. La chica le azoraba. Era llamativa, impredecible y algunas veces incómoda, hablando.

—Sube —dijo. Como sonrisa era también la chica un problema especial.

Durante todo el verano y a principios de otoño, Randy había contemplado cómo la casa de los McGovern subía, mientras los obreros colocaban sus materiales en ordenadas filas y plantaban en el jardín las flores y matorrales requeridos. Una tarde triste de octubre, mientras buscaba lubinas en el canal, vio un par de piernas perfectas.y sin el menor defecto extendidas hacia el cielo desde el muelle de los McGovern. Puesto que ella estaba tumbada en una lona sobre las planchas, los tacones apoyados en un poste, sólo podía ver sus piernas desde aquel nivel del agua. Volvió la proa hacia la playa para descubrir a qué cuerpo pertenecían aquellas piernas tan hermosas y poco familiares. Cuando el bote estuvo casi debajo del muelle, habló:

—Hola, piernas.

—Puede llamarme Lib —contestó ella—. Usted es Randy Bragg, ¿verdad? Estaba esperando que viniese usted.

Cuando se convirtieron en algo más que amigos, aunque menos que amantes, él la acusó de cebarle con sus adorables piernas. Lib se rió y dijo:

—No sabía entonces, que eras un hombre aficionado a las piernas, pero me alegro de que lo seas. La mayor parte de los machos americanos tienen preferencia por las glándulas mamarias. Un síntoma maternal, me parece. Las piernas son para el placer del hombre; los senos, para los niños. Oh, eso son realmente cosas mías. Lo dije porque sabía que mis piernas eran mi único tesoro verdadero. Soy lisa y no muy desarrollada —técnicamente, la chica decía la verdad. No era ninguna belleza clásica cuando uno consideraba cada rasgo individualmente. Era sólo una belleza en su total, en el modo en que se movía y en que todo estaba reunido en un cuerpo.

Subió las escaleras y pasó un brazo desnudo en torno al cuello de Randy y le besó, un beso breve, de saludo.

—He estado tratando de ponerme en contacto contigo por teléfono todo el día —dijo ella—. Pensaba que había llegado a una conclusión importante. ¿Dónde estuviste?

—Mi hermano hizo una parada en McCoy por aire desde Omaha. Tuve que ir a reunirme con él. —La condujo hasta la sala de estar—. ¿Algo de beber?

—Ginger Ale, si es que tienes. —Se sentó en un tamburete en el mostrador, una pierna encima de la otra y la rodilla entre ambas manos. Llevaba una blusa turquesa sin mangas, de lino, pantalones cortos de gamuza y mocasines.

Randy puso hielo en el vaso y sirvió el Ginger Ale diciendo:

—¿Cuál es la conclusión importante?

—Te volverás loco, es acerca de ti.

—Está bien, me volveré loco.

—Creo que deberías ir a Nueva York o Chicago o San Francisco o cualquier ciudad con carácter y vitalidad. Tendrías que ponerte a trabajar. Este pueblo no es bueno para ti, Randy. El aire es como sopa y el agua es como sopa y la gente son persones sin ambiciones. Estás vegetando. Yo no quiero una verdura, quiero un hombre.

Al instante se puso furioso y entonces se dijo a sí mismo que por una buena cantidad de motivos, incluyendo el hecho de que el diagnóstico de ella era probablemente cierto, era una tontería enfadarse. Dijo:

—Si me fuese y te dejase aquí, ¿no te volverías tú en una chica sin ambiciones?

—Ya he pensado en eso. En cuanto tú tengas un empleo, te seguiré. Si quieres, iremos juntos una temporada. Si resulta bien, podremos casarnos.

Le examinó el rostro. Su boca, de ordinario ágil y graciosa, formaba una línea tensa e incolora. Sus ojos, que reflejaban sus estados de ánimo, como el río refleja al firmamento, eran grises y opacos. Bajo el suave bronceado proporcionado por el sol de invierno, su piel resultaba pálida. Ella hablaba en serio. Pensaba lo que decía.

—Demasiado tarde —contestó él.

—¿Qué quieres decir con «Demasiado tarde?».

Ayer podía haber cierto sentido y lógica en su cálculo y él hubiese aceptado este desafío, esta invitación, esta declaración. Pero desde aquella mañana, habían vivido en mundos divergentes. Sí, era necesario que la condujese a su propio mundo, aunque no demasiado bruscamente; pero sí, por lo menos, que viese y aprendiese el peligro futuro, y despertar su capacidad de pensar con claridad y de actuar inteligentemente.

—Mi cuñada y sus dos hijos vienen a quedarse conmigo —comenzó—. Lo harán esta noche..., bueno, realmente, de madrugada. A las tres y media.

—Estupendo —dijo ella—. Les conoceré, les pondré la casa patas para arriba y luego te escogeré una ciudad para ti..., una ciudad bonita, grande, viva. Que se queden en esta casa para ellos solos y mientras estén aquí no tendrás que preocuparte por el cuidado de tu hacienda. ¿Cuánto tiempo van a quedarse?

—No sé —contestó Randy. Quizás para siempre, estuvo a punto de añadir, pero no lo hizo.

—No importa, realmente, ¿verdad? Cuando se marchen puedes alquilar la casa. Si se van pronto conseguirías un buen precio para el resto de la temporada. ¿Qué tal es tu cuñada?

—No te he dicho la razón de su» venida. —Extendió la mano y cogió sus dos manitas. Los dedos largos, redondos, fuertes, hacían juego con su garganta femenina. Sus uñas tenían un tinte cobrizo y estaban cuidadosamente arregladas. Trató de enmarcar las pala bras adecuadas.

—Mi hermano cree...

Graf, apostado cerca del tamburete de Randy, se puso en pie, el pelo hirsuto, como un cerdo afeitado; la cola y las orejas en atención; luego, corrió hasta el pasillo y bajó las escaleras, ladrando frenético.

—¡Es el perro más escandaloso que conocí! —exclamó Lib—. ¿Quién se te va a comer ahora?

—Tiene radar en las orejas. Nadie puede acercarse a la casa sin que él lo sepa. —Randy bajó al piso inferior. Dan Gunn estaba en la puerta. Era un hombre anguloso, impresionante, de rostro triste y sombrío; llevando unas gafas de montura gruesa, torpes movimientos y parco en palabras. Entró en el pasillo, sin molestarse en mirar a Graf.

—¿Tienes a una mujer arriba, Randy? —dijo Dan—. Sé que sí porque su coche está aparcado en la puerta—. Se sacó la pipa de la boca y casi sonrió—. Me gustaría hablarle acerca de su madre. De su padre, también.

—Sube al apartamento, Dan —dijo Randy—. Yo daré un paseo por el patio. —Se imaginó que Dan acababa de hacer una visita profesional a los McGovern. La madre de Lib tenía diabetes. No sabía que su padre estuviese enfermo, pero si Dan iba a discutir la enfermedad familiar con Lib, sería mejor que se desvaneciera educadamente.

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