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Authors: Pat Frank

Tags: #Ciencia Ficción

Ay, Babilonia (11 page)

BOOK: Ay, Babilonia
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El alferez Cobb fue destinado a misión de servicio de patrulla en esta mañana del sábado simplemente porque le tocaba el turno. Tenía apenas uno sesenta y cuatro de altura, pesaba cincuenta y seis kilos y parecía más joven que sus veintitrés años. Bajo una pelambrera de corte militar, su cabeza roja parecía grande y desmesurada. Su rostro estaba salpicado de pecas. En presencia de las chicas, era tímido hasta casi el punto del pánico. En los maravillosos puertos de Nápoles, Niza y Estambul, se distinguía como único piloto del 44 que nunca encontraba motivos para pedir una noche de permiso en tierra.

Cuando se instaló en la cabina de su aeronave, todo el carácter de Peewee Cobb cambió, como de costumbre. Nada más sus manos y sus pies estaban en los mandos, era como si creciese y fuese más rápido que su avión de combate supersónico y más potente que el armamento del aparato. Como compensación para las deficiencias físicas externas tenía el don de reacciones soberbias y de una gran vista. Estaba considerado como superior en cohetes y artillería. Experimentaba una fiera emoción al lanzar a su F-ll-F a través del mach y hasta el límite de su capacidad. Podía adelantar a cualquiera de la escuadrilla, incluyendo al teniente andante que la mandaba y que una vez dijo:

—Peewee puede ser un ratón en el navio, pero es un tigre en un Tiger. Si lo envío arriba con órdenes de derribar la luna, lo intentaré.

Ahora, por primera vez, Peewee Cobb volaba CAP bajo condiciones de guerra, no habiendo combate armado con cohetes vivos y sí órdenes de interceptar y destruir a un fisgón si aparecía. Subiendo rápido en la oscuridad, rezó porque el intruso apareciese, que intentara penetrar en su sector. Si lo hacía, nadie se reiría de su tamaño, de su voz chillona, de su cara, o de su torpeza efectiva con las mujeres.

Peewee Cobb tenía un nombre en clave, Girasol 4, instrucciones de volar en órbita sobre una área del mar que iba desde Haifa hasta la proa del Grupo de Ataque 6,7. Si el avión reactor de reconocimiento hostil venía de una base de Egipto a Albania, estaría en posición de interceptarlo. Su aparato estaba armado con sidewinders cohetes ingeniosos de una sola idea fija, localizadores de calor. El morro de un sidewinder era sensitivo a los rayos infrarrojos de cualquier fuente calorífica. Peewe había disparado dos en ejercicios de prácticas. No sólo había destruido los blancos, sino que sin equivocación se perdieron por las tuberías de escape de los cohetes enemigos, de las toberas de los cohetes.

A diez mil metros, Peewee juzgó que habían llegado a su punto y llamó pidiendo una fijación de radar. El crucero lanzaproyectiles dirigidos «Canberra», el navio más próximo de la formación, confirmó su posición. Mientras daba vueltas en círculo, el délo hacia el sureste se iluminó. Cuando el sol tocó las puntas de sus alas el mar abajo seguía oscuro. Entonces, gradualmente, la forma del color del mar y la tierra se hicieron evidentes. Se sentía por entero solo y parte de esta transformación, como si lo vigilase desde un planeta distinto.
Revisó
su mapa. Lejos, hacia el este, divisó Monte Carmelo y un río y más allá, estaban las colinas del elegido, también llamadas de Armagedó. Continuó en su órbita.

Sus auriculares crugieron y él reconoció la llamada del «Saratoga». La voz del controlador de combate dijo:

—Girasol 4, tenemos una señal. El está en los ángulos veinticinco, su velocidad quinientos nudos. Su curso e intercepción es de treinta grados. ¡A por él!

Así que el fisgón estaría al norte suyo y corriendo costa arriba, esperando alcanzar el flanco del grupo de ataque y observarlo por radar desde una posición cerca del territorio amigo de Siria. Peewee se encaminó hacia el lugar indicado y puso sus motores al noventa y nueve por cien de su potencia. Se deslizó por los mach con un ligero y emocionante temblor; cada quince o veinte segundos hacía pequeñas alteraciones de rumbo en, respuesta a las instrucciones del «Saratoga», que tenía en sus pantallas a ambos aviones.

Entonces lo vio, destello del sol sobre el metal, picando a gran velocidad.

Hizo bajar el morro del tiger y le siguió, informando:

—Me acerco al blanco.

Tocó el interruptor que armaba sus cohetes y otro que servía para el mando manual.

La caza le hacía bajar hasta tres mil metres y su adversario seguía perdiendo altitud. Era un reactor de dos motores, un IL-33, creía Peewee, y notablemente rápido a tan escasa altura. No había duda que el espía se había dado cuenta de que le perseguía, porque una aeronave de reconocimiento estaría equipada con radar. Se mantuvo firme al Mach 1,5, pero la proporción de su acercamiento disminuyó.

Muy lejos Peewe vio el puerto de Siria llamado Latakia, famosamente convertido en una importante base de submarinos rojos. Al cabo de pocos segundos estaría en agua territoriales sirias y unos pocos más le llevarían sobre el propio puerto.

En este punto Peewee debió haber abandonado la caza, porque tenía órdenes estrictas, en las instrucciones, de no violar las fronteras de nadie. Siguió adelante. Al cabo de otros pocos segundos...

El avión espía giró violentamente a la derecha, encaminándose al puerto y a sus baterías cohete y antiaéreas y quizás al santuario de un aeropuerto en las oscuras colinas y las dunas del más allá.

Peewee hizo volver al F-ll-F interiormente, acortando al instante la distancia.

Oprimió el botón de disparo.

El sidewinder, dejando unas débiles estelas de humo del tamaño de un lápiz, se precipitó al ataque.

Durante un momento el sidewinder pareció seguir certeramente el vuelo del espía. Peewee esperó a que se colocara siguiendo la estela de uno de los motores a reacción. Entonces el sidewinder pareció agitarse en su rumbo.

Peewe creyó, aunque no podía estar seguro, que el avión espía había cortado los motores y planeaba. Siguiendo al sidewinder, Peewee perdió de vista al otro aparato.

El sidewinder se lanzó hacia tierra, en dirección al muelle en su zona de Latakia.

Parecía como si persiguiese a un tren.

A aquel loco, pensó Peewee.

Hubo una llamarada y una hermosa bola de humo pardo y negros pedazos de cascotes subiéndole al encuentro. Peewee aceleró más y se alejó ascendiendo, comprimido dentro de su traje espacial y momentáneamente perdiendo la visión. Luego la onda expansiva le alcanzó por la parte de atrás y se vio de nuevo sobre el Mediterráneo. Pedía un vector para volver a su navio cuando otro destello se reflejó en su panel de instrumentos. Se volvió para mirar atrás y vio una nube negra, rojas llamas en su base, alzándose desde Latakia.

Quince minutos más tarde el alferez Cobb, las pecas destacando en su rostro pálido como manchas de tinta, estaba en presencia del almirante jefe del «Saratoga» tratando de explicar lo que había ocurrido.

IV

Randy Bragg se detuvo en el patio trasero de casa de los McGovern, preguntándose si debería entrar. No era estrictamente popular con los viejos McGovern, motivo por el cual Lib le visitaba más a menudo que él iba a casa de ella.

Cada vez que entraba en el hogar de los McGovern Randy se sentía como si se metiese en un enorme almacén y entrara directamente al escaparate. Toda la parte delantera de la casa, que daba al Timucuan, era de cristal sostenido por finas vigas de acero inoxidable y cada pieza de mueble parecía nueva, como si tuviese aún la etiqueta del precio y la garantía estuviera atada todavía a una de las patas. La propia familia McGovern había meditado el plan básico, colaborando con el arquitecto, y supervisó la construcción. El arquitecto, pretextando el encargo de construir un hotel en Miami, devolvió parte de sus honorarios y se ausentó de Fort Repose antes de que se acabara el edificio.

En su primera visita Randy no había podido soportar a Lavinia. Ella le llevó a lo que solía llamar «La gran vuelta», mostrándose orgullosa de las múltiples estufas que aseguraban una constante temperatura todo el año; la magnífica cocina con hornos eléctricos y hornillos operados desde un control central; los graciosos agujeros del techo que esparcían suave luz sobre la mesa del comedor, el bar, la mesa de bridge y estratégicamente el punto más íntimo y abstracto de ia vivienda; las pantallas de televisión incrustadas en las paredes de los dormitorios, sala de estar, comedor e incluso cocina; y el cuarto de baño principal sin bañera, con una especie de piscina que se extendía de pared a pared y un diminuto jardín interior. No había chimeneas que ella llamaba «productoras de estorbos y molestias», ni estanterías, que consideraba «Rincones de polvo». Todo era nuevo, moderno y funcional.

—Cuando vinimos aquí —decía Lavinia—, nos desembarazamos de todo lo que teníamos en Shaker Heights y empezamos de nuevo, completamente de nuevo. ¿Ve cómo he hecho que el río nos bañe los pies? —señaló el mirador de cristales—. ¿Qué le parece?

Randy trató a la vez de mostrarse sincero y prudente.

—Me recuerda una ilustración sacada de la revist? «El Hogar Moderno» pero...

—¿Pero? —preguntó Lavinia, nerviosa.

Randy, dándose cuenta de que trataban de ayudarle, destacó que los meses de verano los rayos directos del sol cruzarían por ^s paredes de cristal, y que el calor de la tarde sería insoportable por muy grandes y eficientes que fuesen los sistemas de aire acondicionado.

—Me temo que en verano tendrán que cerrar toda el ala suroeste de la casa —dijo.

—¿Hay algo más que le parezca mal? —preguntó Lavinia, su voz peligrosamente dulce.

—Bueno, sí. Ese cuarto de baño interior es encantador y original, pero en primavera será el camino libre para que entren los mocasines y las serpientes de agua. En las noches frescas se dejarán caer en el agua y nadarán o se arrastrarán hacia el interior de la casa.

En este punto Lavinia lanzó un grito y se cogió la garganta como si se ahogase, y su marido y su hija casi la tuvieron que llevar a rastras a su dormitorio. Al día siguiente los fontaneros y albañiles volvieron a remodelar la bañera, eliminando su característica exterior. Más tarde, Lib explicó que su madre tenía miedo a las serpientes y que era la única responsable del diseño de la casa. Randy nunca se sentía cómodo en presencia de Lavinia después de aquello. Y Lavinia, mientras trataba de ser graciosa algunas veces, se debilitaba al verlo llegar.

Las relaciones de Randy con Bill McGovern eran un poco mejores. En una ocasión, después de unas cuantas copas de más, estuvo en desacuerdo con el señor McGovern en cuestión política, social y económica. Puesto que Bill durante muchos años había sido presidente de una empresa fabricante que empleaba seis mil personas, muy pocos de los cuales estaban en desacuerdo con él en nada, se sintió ofendido y furioso. Consideró a Randy como un joven holgazán e insolente, un ejemplo de la decadencia en la que una vez puede caer una buena familia y un cabezota tristemente tozudo, por lo que tuvo que informar a su hija en tal sestido.

Así que Randy, sentado en su coche, dudaba. Estaba seguro de ser fríamente recibido. Lib no esperaba verle hasta el día siguiente, pero tuvo el presentimiento de que ahora la joven le necesitaba. Se imaginó una discusión considerable que tenía lugar dentro. Lib se vería verbalmente vencida por su padre y el aviso de Mark no tendría objeto. Randy bajó del coche.

Lib abrió la puerta norte antes de que llamase.

—Me pareció oir un coche en el patio —dijo—. Me alegro que seas tú. Tengo dificultades.

Bill McGovern estaba de pie en la sala de estar, envuelto hasta los tobillos con una bata blanca, sonriendo como si todo fuese gracioso. Lavinia McGovern, los ojos hinchados y las mejillas de un rosa pálido, estaba en una mecedora, se llevaba un pañuelo a la nariz. Bill era calvo, cuadrado de hombros y bastante alto. Tenia la nariz curva y su barbilla prominente y fuerte.

En aquella especie de albornoz y con los pies metidos en sandalias de cuero, tenia el aspecto de un césar colérico.

—¡De modo que aquí viene nuestro local Paul Revere! —saludó a Randy—. ¿Qué trata de hacer, asustar a mi esposa e hija para que se mueran?

Randy lamentó haber entrado, pero ahora no veia ya manera de ser otra cosa que no fuese sincero.

—Señor McGovern... —dijo..., de ordinario se dirigía al padre de Lib llamándole Bill—, no es usted tan listo como yo creí. Si le di un aviso de buena tinta debió escucharlo. Y no me reñero a un aviso de compra de acciones o cosa por el estilo. Esto es mucho más importante. Creí que le hacía un favor —se volvió para marcharse.

Lib le rozó el brazo.

—¡Por favor, Randy, no te vayas!

—Elizabeth —cuando sus padres estaban presentes siempre la llamaba Elizabeth—, dejaré las cosas tal y como están. Si me necesitas, llámame.

Lavinia comenzó a olisquear audiblemente. Con voz preocupada Bill dijo:

—Vamos, no tanta prisa ni tanto amor propio, Randy. Lamento haber sido brusco. Hay ciertas cosas que usted comprende.

—¿Como qué? —preguntó Randy.

La voz de Bill era conciliatoria.

—Siéntese y le explicaré.

Randy continuó de pie.

—Soy dos veces más viejo que usted —dijo Bill—, creo saber más que usted lo que pasa en este mundo. Después de todo, conozco a unos cuantos hombres destacados... los mayores. Todas estas escaramuzas de guerra están provocadas por el Pentágono... no quiero ofender con ello a su hermano... para conseguir mayor presupuesto y tener más amistad con los países de Europa y en subir los impuestos. Es todo parte de la maldita política inflacionaria creada para engañar a la gente, rebajar las pensiones y aumentar desmesuradamente los impuestos. Ahora sé que su hermano cree que hace bien, y le agradezco que se lo dijese a Elizabeth. Pero lo más probable es que su hermano se haya visto engañado, también.

—¿Ha escuchado usted las noticias de los últimos días?

—Sí. Oh, reconozco que la cosa tiene mal aspecto en Oriente Medio, pero no me asusta. Quizá tengamos alguna escaramuza o una guerrita sin importancia, como la de Corea, claro. Pero ninguna conflagración atómica. Nadie utilizará bombas atómicas, como nadie utilizó el gas en la última guerra.

—Usted lo garantiza, ¿eh, Bill?

Bill entrelazó las manos a su espalda.

—No puedo garantizarlo, claro, pero el otro día estuve hablando con el señor Offenhaus. Debe conocerle. Dirige la defensa civil, aquí. Bueno, no está preocupado; dice que el único peligro real a que nos enfrentamos es vernos arrollados por la gente de Orlando y de Tampa. Ni siquiera cree que haya mucha posibilidad de eso. Fort Repose no está ahora en ninguna autopista importante. Pero dice que tendremos que cuidarnos de los turistas y mantenerlos bajo control.

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