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Authors: Pat Frank

Tags: #Ciencia Ficción

Ay, Babilonia (12 page)

BOOK: Ay, Babilonia
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Por favor, Bill! —exclamó Lavinia—. ¡Di la verdad, refiérete a los negros!

—¡Los negros, pues, infierno! Los morenos son propensos al pánico y al pillaje. Oh, los negros locales, como Daisy, nuestro cocinero, y Missouri, la mujer de la limpieza, son buenas personas. El señor Offenhaus hablaba de los trabajadores emigrantes, los que vienen a la cosecha de naranjas, etc. Así que, si el señor Offenhaus no está preocupado, yo tampoco lo estoy. El señor Offenhaus me parece un sólido hombre de negocios.

Randy sabía que Offenhaus fue nombrado para dirigir la Defensa Civil porque poseía las únicas dos ambulancias, que con la suma de contratista de trabajo para los negros, doblaba sus ingresos en Fort Repose.

—¿Le habló usted de una caída? —preguntó.

—Bueno, no lo hice —contestó Bill—. El señor Offenhaus dice que le han enviado más folletos de Washington, pero que no los entrega porque son demasiado engorrosos. Dice, ¿para qué preocuparse de algo que uno no puede ver, sentir, oír u oler? Dice que es tan malo asustar a la gente como matarla con radiaciones y yo debo añadir que estoy de acuerdo.

—Si eso viene —intervino Lavinia—, supongo que tendremos racionamiento como la última vez y toda clase de dificultades. Bill, ¿no crees que debiéramos...? no, no pensaría en ello. Por favor, no hablemos más de ese asunto. Es horrible. —Se secó los ojos intentando sonreír—. Randy, ¿cuándo llegue su cuñada no querrá traerla un día a cenar? Después de todo, podríamos jugar al bridge. ¿Le gustaría ahora echar una partidita de Ruber? Sé que tiene que quedarse para salir más tarde a recibir el avión y yo estoy demasiado excitada para dormir.

—Estoy convencido de que Helen se mostrará encantada de venir, a cenar —dijo Randy—. En cuanto al bridge, aceptaré en una tarde de lluvia. En casa me quedan unas cuantas cosas que hacer. Buenas noches, Lavinia. Siento haberla transtornado.

Lib le acompañó al coche.

—¿No fui muy lejos, verdad? —preguntó Randy.

—Hiciste que papá pensase y eso basta.

En el cielo percibió los motores de varios reactores. En aquella noche, la luna estaba en uno de sus cuartos, casi a punto de ser llena. Alzó los ojos y al no ver nada se dio cuenta de que los aviones eran militares, demasiado altos para que se les viesen las luces en contraste con el brillante cielo. Cualquier noche si escuchaba un ratito, podía oír a los B-52 y 47 y 58, pero en esta ocasión parecían haber más aparatos volando.

—¿De dónde son? —preguntó Lib—. ¿Qué están haciendo?

—Me imagino que son de McCoy y Eglin —contestó Randy—, y no creo que vayan a ninguna parte. Sólo están dando vueltas por ahí porque se encuentran más seguros en el aire que en tierra. Cuando se les oye flotar por los alrededores, a esa altrura, uno sabe que todo va bien.

—Comprendo —dijo Lib. Por segunda vez, la besó dándole las buenas noches.

V

Cuando llegó a casa era casi medianoche. Se acomodó y, bostezando, puso la radio sintonizando la emisora de Orlando para recibir el último boletín de noticias. Las palabras del locutor le despertaron súbitamente:

—«De WASHINGTON... LA RADIO OFICIAL Arabe, en una emisión de Damasco, dice que aviones de un portaaviones americano están conduciendo un violento ataque de bombardeo en la bahía de Latakia. Esta noticia llegó a Washington hace pocos minutos. El Pentágono no ha mostrado reacción, puesto que a esta hora dé la noche su personal es bastante reducido. Sin embargo, se informa que altos jefes del Departamento de Defensa... y de la Marina han sido convocados a una conferencia urgente. Daremos más detalles en cuanto los recibamos de nuestra redacción de Washington. He aquí el texto de la nota oficial árabe radiada: «Sobre las seis y media de esta mañana —por favor, recuerden que es por la mañana en el Mediterráneo Oriental, puesto que lleva siete horas por delante del Tiempo Medio de América Occidental—, un aparato reactor volando bajo, del tipo autorizado en los portaaviones de los Estados Unidos y llevando la insignia de dicha nación, brutalmente y sin previo aviso bombardeó la zona portuaria de Latakia. Se informa que las bajas civiles son altas y que muchos edificios arden.»
«Este fue el texto del boletín árabe y cuantas noticias tenemos hasta el instante. Latakia es el puerto más importante de Siria. En los últimos años ha sido fortificado concienzudamente y se ha construido una base de submarinos bajo la dirección de técnicos rusos. Se le considera, generalmente, como una de las bases navales antioccidentales más potentes del Mediterráneo. Se sabe que unidades de la Sexta Flota de los Estados Unidos están ahora en el Mediterráneo Oriental y que estas unidades habían sido seguidas por aviones rápidos no identificados...»
.

El locutor siguió con otras noticias y el teléfono de Randy sonó.

Lo tomó, irritado. Era Bill McGovern.

—¿Oyó las noticias? —preguntó Bill.

—Sí. Estoy tratando de conseguir más detalles.

—¿Qué le parece?

—Todavía no tengo opinión. Quiero oír nuestra versión del incidente.

—Me parece como si estuviésemos empezando una guerra preventiva —afirmó Bill.

—Yo no creo eso ni un momento —contestó Randy—. No se previene una guerra empezándola.

Bueno, ya veremos lo que ocurre por la mañana.

VI

Mark Bragg se perdió él primer boletín de noticias de Latakia. En aquel momento estaba arreglando la casa antes de marcharse en coche a Offutt para asumir la dirección del análisis de Inteligencia en el Agujero. Había sido llamado desde Puerto Rico porque el «mandante en jefe del C.E.A., general Hawker, notaba en esta nueva crisis la necesidad de tener u su lado a los miembros veteranos de sus servicios de Operación e Inteligencia para que mantuviesen un servicio de vigilancia y guardia durante las veinticuatro horas del día. Ningún ataque se planea para ser realizado contra la víctima el quinto día, o a las cua—, renta horas de la semana; asi que Hawker dividió a sus oficiales de mayor experiencia en tres turnos cubriendo todo el día. Mientras el oficial de Inteligencia del C.EA., tercera categoría, empleaba el turno dos, junto con su delegado, ambos brigadieres al coronel Bragg, naturalmente, le tocó el turno más pesado...desde medianoche hasta las ocho de la mañana.

A las once de la noche, hora de Omaha, mientras la emisión de Damasco era repetida por todo el mundo, Mark se encontraba en la habitación de los niños, sintiéndose como un intruso. Era el silencio lo que le incomodaba. Se vio andando de puntillas, escuchando los sonidos inexistentes. La casa estaba tan quieta, como los bosques del norte en invierno, cuando todas j las criaturas se han ido.

El cuarto de Ben Franklin parecía como si hubiese sido saqueado por una bandada de monos más que porque un niño de trece años hubiese hecho las maletas. Mark cerró los cajones de la cómoda, recogió corbatas, perchas y desparejados zapatos y calcetines. Supuso que todos los chicos eran asi. La habitación de Peyton no parecía distinta de si aquel hubiera sido un día corriente, como si la muchacha hubiese sido invitada a una fiesta en casa de una amiga y tuviera que regresar por la mañana. Su cama estaba intacta, sin una arruga en la colcha y el peludo osito de juguete, en cuyo interior se guardaban sus pijamas, descansaba precisamente en el centro del lecho, como de ordinario. La niña se lo había olvidado. Su colección de muñecas, curiosamente puestas derechitas ocupando un tercio de las estanterías, formaban una especie de público silencioso. Ante su también silenciosa inspección. Peyton no había podido llevarse a Florida las muñecas. Quizás era ya mayor para esos juguetes. O quizás no se dio cuenta, al dejarlas, que podría ser para siempre. Su escritorio estaba limpio, los lápices alineados como un pelotón de soldados, los libros del colegio formando una pirámide. Los cogió y los bajó al piso principal. Los enviaría por correo desde Offutt por la mañana, después de salir de servicio. Peyton era una chica atenta y pensativa, que se parecía en carácter y temperamento, a su madre. La quería. Quería a los dos niños. Habian sido unos hijos muy satisfactorios. La casa, intolerablemente tranquila. En todo el hogar el único sonido el tictaquear de los relojes.

Conduciendo hacia Offutt y hacia su trabajo, Mark se sintió mejor. Cuando se metió en la autopista de cuatro vías que corría al sur hasta la base vio que eran las once y media y puso la radio del vehículo. Entonces se enteró de la acusación árabe sobre el bombardeo de Latakia por aviones americanos y, además, de una extraña afirmación de Washington: «Un portavoz del Departamento de Marina», anunciaba el locutor, «niega que haya habido ningún ataque intencional en la costa de Siria».

Mark pisó el acelerador y miró cómo la aguja del taquímetro pasaba del ciento veinte. Al dar una curva las ruedas posteriores patinaron. Hielo. Se esforzó para concentrarse en la conducción. Pronto conocería todo cuanto sabía la Inteligencia Americana y las redes radiofónicas de todo el mundo, por todas partes. Mientras era inútil imaginarse cosas, o terminar en una cuneta, siendo una baja inútil sin ningún Corazón Púrpura.

Veinte minutos más tarde Mark entró en la Sala de Guerra, a unos diez y seis metros por debajo de la superficie terrestre. Parpadeando ante la luz artificial brillante y sin sombras, miró a los paneles de los mapas. Nada sobresaliente. Entró en las oficinas de A-2, Inteligencia. En el despacho interno Dutch Klein, comisario A-2 e impetuoso general cuarentón, esperaba su relevo. Una cafetera eléctrica despedía vapores sobre el escritorio de Dutch. Dos ceniceros estaban llenos de aplastadas colillas. Dutch había estado atareado.

—Me imagino que has oído las noticias —dijo Dutch.

—Sí, por la radio. No es cierto, ¿verdad?

—¡Es fantástico! —Dutch tocó un manojo de mensajes descifrados en papel rojo, indicando su alta prioridad y puestos sobre el escritorio—. Hace dos horas la Sexta Flota lanzó aviones de combate para interceptar a un reactor espía. Un alferez del «Saratago»... fíjate, un alférez... divisó al enemigo y le persiguió por todo Levante. Se cerró sobre Latakia y disparó un pájaro. No ha quedado claro si fue un error humano o un cohete errante. De cualquier manera, todo estalló. —Dutch, un hombre muscular, en forma de barril con un rostro redondo y colorado, gruñó y se arrellanó en su sillón.

Automáticamente las fortificaciones de la zona portuaria de Latakia aparecieron claras en el cerebro de Mark.

—Grandes almacenes de minas convencionales, torpedos y munición —dijo—. De ordinario tienen de cuatro a ocho submarinos en los nuevos muelles y un par de cruceros y navios de escolta en el puerto —dudó, pensando en algo peor—. El fuego y la explosión han podido disparar armas nucleares, si estaban ya montadas y prestas para el combate. Eso pudiera ser. ¿Tú qué opinas?

—La peor locura de todo nuestro historial —dijo Dutcr—. Me alegro que la cometiese la Marina y no nosotros.

—Me refiero, ¿cómo te imaginas que reaccionarán los rusos? —Mark formuló la pregunta no porque pensase que Dutch podía dar respuesta, sino como una catálisis de su propia imaginación. La Inteligencia no era el interés principal de Dutch. Ascendiendo hasta las dos estrellas y al mando de una división aérea, Dutch se vio obligado a asimilar dos años de estado mayor, como parte de su instrucción. Para Mark, el trabajo de Inteligencia, con todas sus facetas políticas y sicológicas, era en si una carrera. Le gustaba, le agradaba la capacidad de agitar un puñado de prominentes hechos sin relación alguna hasta que congelaban en un sistema que apuntaba como una flecha al futuro.

—Quizás les haga perder el equilibrio —dijo Dutch.

—Puede que trastorne su plan de operación cronométrico —asintió Mark—, pero me temo que no sea así. Puede que le dé a Greenwich un «Casus belli», una excusa.

Dutch se incorporó en la silla, levantándose.

—A ti te lo dejo. El comandante en jefe estuvo aquí hasta hace unos minutos. Dijo que se iba a dormir porque quizá mañana fuese todo más escalofriante. Si ocurren acontecimientos políticos importantes tienes que llamarle. Operaciones manipulará el estado de alerta, como siempre.

Durante treinta minutos Mark se concentró en la pila de informes recibidos de la NATO, Nápoles, Filipinas, Frontera Marítima Oriental y los sumarios del Comando de Defensa Aérea y del CIA. Cuando estaba al corriente de la situación cruzó de la Sala de Guerra a Control de Operaciones.

El oficial de servicio era Ace Atkins, un antiguo piloto de combate, y, como Mark, coronel de graduación. Le llamaban Ace (As) porque lo fue, en dos guerras. A causa de su valor demostrado y absoluta frialdad, estaba ocupando aquel escritorio, con el teléfono rojo a pocos centímetros de sus dedos. Una palabra cifrada en el teléfono rojo de Ace haría que dos mil bombarderos del C.EA. partiesen y que comenzase la cuenta inversa en los emplazamientos de proyectiles dirigidos. Se se pronunciaba otra palabra bien dicha por el general Hawker o con su autoridad, se provocaría el ataque.

Ace, ligero y delgado, alzó la vista y dijo: —Bienvenido al manicomium. —La Sala de Control, separada de la Sala de Guerra por un grueso vidrio, estaba profundamente en silencio.

—Estoy preocupado —contestó Mark—. Desearía que Washington hubiese dado a la luz una completa declaración. Tal y como están las cosas, la mayor parte del mundo creerá que atacamos Latakia deliberadamente.

—¿Y por qué los de Información de la Marina no ceden?

—Quieren. Necesitan soltarlo pronto. Pero son un escalón bajo y ya conoces Washington. —No muy bien.

Yo a la perfección —afirmó Mark—, y creo que soy capaz de imaginarme lo que está pasando. Todo? el mundo quiere sacar tajada porque la cosa es im—, portante, pero por la misma razón nadie quiere ha eerse cargo de la responsabilidad. Los PIO de la Marina probablemente llamaron a un Secretario Ayudante, y el Secretario Ayudante llamó al Secretario y el Secretario con toda probabilidad llamó al Secretario de Defensa. Para ese tiempo la Agencia de Información y el Departamento de Estado estaban mezclados. Ahora cuanta más gente se levante, y se convoca a mayor número de personas —Mark miró a los relojes, por encima de la Sala de Guerra, más altos que los mapas, expresando la hora en todas las zonas desde Omsk a Guam—. Son las dos de la madrugada en Washington. Como cada cual da su visto bueno a la noticia y resulta que es preciso consultar con alguien más. Eventualmente sacarán de la cama al Secretario de Estado y luego al Secretario de Prensa de la Casa Blanca. Quizás despertarán al Presidente. Hasta que eso ocurra, no creo que se produzca ninguna declaración completa.

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