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Authors: Pat Frank

Tags: #Ciencia Ficción

Ay, Babilonia (13 page)

BOOK: Ay, Babilonia
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—¡Dios mío! —exclamó Ace—. Eso parece terrible.

—Lo es, pero lo que más me preocupa es Moscú.

—¿Qué dice Moscú?

—Ni palabra. Ni un susurro. De ordinario radio Moscú estaría gritando muerte sanguinaria. Eso es lo que me preocupa. Mientras la gente habla no pelea. Cuando Moscú deja de hablar, me temo que lo hace porque está actuando. —Mark tomó un cigarrillo de los de su amigo y lo encendió—. Creo que las posibilidades están sesenta a cuarenta de que ya han empezado su cuenta inversa.

Los dedos de Ace acariciaron el teléfono rojo.

—Bueno —dijo—, nosotros estamos preparados como nunca lo estuvimos. El catorce por cien de la fuerza está en el aire ahora y el otro diez y siete por cien alerta. Estoy preparado para mantener la proporción hasta que nos releven a las ocho. ¿Qué tal te parece, Mark?

Como siempre la responsabilidad de actuar residía en los A-3. Mark Bragg, como A-2, sólo podía aconsejar.

—Es un lindo gran esfuerzo —dijo—. Uno no puede mantener a toda la fuerza en el aire o alerta a cada instante. Lo sé y, sin embargo... —se desperezó—. Volveré a mi cueva y veré qué otra cosa más sucede. Comprobaré contigo dentro de una hora.

En su escritorio, Mark encontró copias de tres despachos más urgentes. Uno, del Agregado del Aire en Ankara, informando que un reconocimiento aéreo ruso estaba produciéndose en la frontera de Azerbaijan. Otro del Departamento de Marina, indicando haver divisado submarinos a doscientas millas de Seattle, definitivamente no propios. El tercero, recibido de Londres por el Departamento de Estado con clasificación del más alto secreto, decia que Downing Street había utilizado a la RAF para armar inmediatamente proyectiles dirigidos de.argo alcance, incluyendo el Thor, con cabezas nucleares de guerra.

Dentro de una hora el avión de Helen aterrizaría en Orlando. Al cabo de ciento veinte minutos, si el aparato llegaba a tiempo, Helen y los niños estarían en una zona de comparativa seguridad. Mark rezó para que durante las siguientes dos horas, por lo menos, no ocurriese rada más. Se agarró con fuerza al pensamiento de que, mientras no hubiese guerra, siempre había una posibilidad de paz. Al pasar los minutos y las horas y no llegar noticias de Moscú, sintió más y más seguro que un golpe de maza había sido ordenado. Diagnosticó esta inteligencia negativa como más ominosa que casi algo que pudiera haber ocurrido y decidió despertar al general Hawker, si persistía.

VII

A las tres y media de la madrugada Randolph Bragg esperaba en el terminal aéreo de Orlando el vuelo de Helen. Con sólo unos cuantos coches nocturnos, todos autobuses, que se dirigían a varias partes de Nueva York, más el que no tenía parada prominente de Chicago, el edificio estaba casi vacío, excepto por unas cuantas mujeres de limpieza. Cuando vio las luces de aterrizaje de un avión. Randy salió hasta la verja. En el otro lado del campo, cerca de los hangares militares utilizados por el Comando de Rescate Aire-Mar divisó las siluetas de los B-47, parte del ala de McCoy, dedujo, utilizando este campo, de acuerdo con el plan dispersorio. Los hangares militares y el edificio de Operaciones estaban brillantes de luz, lo que a estas horas no era nada corriente.

El gran transporte llegó por su pista, acercándose a la parada de taxis, girando y deteniéndose ante él y apagando los motores. Vio que bajaban sólo unas pocas personas. La mayor parte iría a Miami. Divisó a Peyton y a Ben Franklin bajando por la escalerilla. Ben, llevando incongruentemente un abrigo; Peyton, portando un arco, un carcaj de flechas sobre su hombro. Después vio a Helen y ella le agitó la mano y él corrió a su encuentro.

Randy alborotó el pelo de Ben Franklin. Los chicos tenían ojeras y parecían cansados. Se agachó, besó a Peyton y la alivió de la carga del arco y de las flechas.

—Es que estuvo viendo a Robin Hood —dijo Helen—. Se cree que es Maid Marión.

Helen llevaba un largo abrigo de cachemira y una capa de pieles sobre el brazo. Parecía fresca, como si empezase una jornada en vez de completarla. Era ligera —Mark a veces decía de ella que era «Mi Venus de bolsillo»—; sin embargo, nunca se dio cuenta Randy de eso excepto al verla completamente relajada. En todas las otras ocasiones su cuerpo parecía obedecer a la ley física más audaz que dice que la energía cinética incrementa la masa. Su abundante vitalidad la traspasaba de algún modo a los demás; así que, cuando Helen estaba presente, la sangre de todos corría más de prisa, como le pasaba ahora a Randy. Se puso ella de puntillas, le besó y dijo:

—Me siento diez veces loca y estúpida, Randy.

—No seas tonta —contestó él.

Caminaron hacia el terminal. Ella le entregó un manojo de etiquetas del equipaje.

—Mark me obligó a llevármelo todo. Vamos a ser un terrible estorbo. También me siento un poco cobardona.

—No lo estarás cuando te enteres de lo que acaba de pasar en el Mediterráneo.

Ben Franklin se volvió, súbitamente despierto, y preguntó:

—¿Qué pasó en el Mediterráneo, Randy?

Randy miró a Helen, inquisitivo.

—Está bien —dijo ella—. Los dos lo saben. No me di cuenta hasta que estuvimos en el avión. Los niños son muy precoces estos días, ¿verdad? Se enteran de los hechos de la vida antes de que una tenga oportunidad de explicárselos.

Mientras esperaron el equipaje, Randy les narró las noticias. Escucharon serios. Sólo Ben Franklin comentó:

—Parece como el saque inicial. Me imagino que papá sabía lo que se hacía.

Durante largo rato no se dijo nada más.

Randy se sintió aliviado cuando los suburbios de Orlando quedaron tras ellos y, con el escaso tráfico a estas horas, mantuvo una velocidad cercana a los ciento diez. Consideraba que sus aprensiones eran ilógicas. ¿Por qué iba a sentirse transtornado por la observación de un chiquillo de trece años? Cuando estuvo seguro de que los niños dormían en el asiento, trasero, dijo:

—Se lo toman con calma, casi como algo corriente, ¿verdad?

—Sí —contestó Helen—. Mira, todas sus vidas, desde que tienen uso de razón, las han vivido bajo la sombra de la guerra... la guerra atómica. Para ellos lo anormal se ha convertido en normal. En toda su existencia no han oído hablar de otra cosa y lo esperan.

—Están condicionados —afirmó Randy—. Un niño del siglo xix se volvería rápidamente loco de miedo. Creo, en el mundo de hoy que le pasaría eso. Debe haber sido muy maravilloso vivir en aquellos años entré 1870-1914. cuando la paz era la condición normal y la gente realmente se sentía abrumada por la idea de la guerra y creía que nunca se produciría un gran conflicto. Una guerra grande resulta imposible, solían decir. Costaría demasiado. Rompería el comercio mundial y haría que todos se arruinaran. Incluso después de la Primera Gran Guerra Mundial la gente no aceptaba la cosa como normal. La llamaron Guerra que terminó con las guerras; de otro modo no hubiesen ido a luchar. Helen, ¿en qué nos hemos convertido?

Helen, atareada sintonizando la radio del coche, para escuchar las noticias de última hora, contestó:

—Eres un poco idealista, ¿no es verdad, Randy?

—Eso supongo. Fue un lujo muy caro; quizás algún día me acostumbre. Aceptaré las cosas como los niños.

—¡Escucha! —exclamó Helen. Había sintonizado una estación de Miami y el locutor decía que permanecería la emisión abierta toda la noche para proporcionar noticias de la nueva crisis.

—«Acabamos de recibir un boletín de Washington —dijo—. El Departamento de Marina acaba de dar a la publicidad una plena declaración sobre él incidente de Latakia. A primeras horas de hoy un portaaviones de la Marina hizo que despegase de su cubierta un avión de combate que disparó un solo cohete aire a aire contra un avión a reacción no identificado que había estado espiando las unidades de la Sexta Flota. Este cohete estalló en la zona portuaria de Latakia. La Marina considera esto como un lamentable error mecánico. Es posible que este cohete detonase sobre un tren de municiones e iniciara una explosión en cadena, reconoce la declaración. La Marina niega categóricamente ningún bombardeo deliberado. Les daremos a ustedes más noticias en cuanto las recibamos».

La estación de Miami comenzó a emitir un resumen de la segunda gran guerra con canciones patrióticas que Randy recordaba de su infancia. Una era: «Alabado sea el Señor y pásame las municiones». Sonaba como algo de mal gusto pero es que aquella estación de Miami se caracterizaba de ordinario por ese mal gusto.

—¿Lo crees? ¿Es posible? —preguntó Randy.

Helen no contestó. Miraba hacia adelante, como si estuviese hipnotizado por los faros y sus labios se movian. Randy se dio cuenta de que estaba muy distraída. No le había oído.

A las cinco y media, Randy los teñía a todos en sus habitaciones durmiendo. Le tocó subir todo el equipaje, incluso las maletas, al piso alto.

Se fue a su propio apartamento y se dejó caer en el diván del despacho. Graf saltó a su lado y se acurrucó bajo su brazo. Casi de inmediato, sin preocuparse en quitarse los zapatos y aflojarse el cinturón, Randy quedóse dormido.

Eran las cinco en Offutt Field, con el alba todavía a más de dos horas de distancia, cuando el general Hawker, sin aviso alguno, regresó al Agujero. Él general seguía la tradición de Vandenberg, Norstad y LeMay. Recibió su cuarta estrella cuando era cuarentón y ahora, a los cincuenta, consideraba parte de su trabajo permanecer esbelto y en excelente condición física. Antaño la guerra, excepto entre los salvajes incontrolados se luchaba durante las horas del día. Esto cambió en el siglo xx, hasta que ahora los cohetes y las aeronaves reconocían que ni la oscuridad ni el mal tiempo eran obstáculos, ni tampoco se veían contenidos por océanos ni montañas ni la distancia. Ahora, el factor crítico en tiempo de guerra era precisamente el tiempo, medido en minutos o segundos. Hawker había ajustado su vida a esta condición. En la pasada semana no durmió más que cuatro horas de un tirón. Se adiestró a sí mismo para pegar cabezadas en su despacho durante diez o veinte minutos, después de lo cual se notaba notablemente fresco.

Los ingenieros que proyectaron el Agujero habían preparado las cosas para que el comandante en jefe tuviese su puesto de mando en una galería cerrada por cristales, desde la que podía ver toda la Sala de Guerra con sus mapas y la actividad en el piso inferior y verse rodeado por su estado mayor.

En este momento el conjunto no operaba como tal. Hawker tenia los pies sobre el escritorio de la Sala de Control. Bebía café en un tazón gris verdoso de barata loza y leía rápidamente la pila de los despachos más importantes de Operaciones y de la Inteligencia. En ocasiones, el general disparaba una pregunta a alguno de sus dos coroneles, Atkins y Bragg.

Un sargento del Estado Mayor A-2 entró en la habitación con dos rojos papeles finos y los entregó a Mark Bragg. El general alzó la vista, inquisitivo.

—De la Frontera del Mar Oriental —dijo Mark—. Aviones patrulla sobre el eje Argentino-Bermuda informan haber hecho tres contactos no identificados. Estos sumergibles se encaminan a la costa atlántica.

—Parece malo, ¿verdad?

—Me parece que este otro suena peor —afirmó Mark—. Todo el servicio de comunicaciones diplomáticas y noticias entre Moscú y los Estados Unidos están sin funcionar durante la última hora. Esto viene de USIA. Las agencias de noticias han estado llamando a sus corresponsales de Moscú. Lo único que dicen los operadores moscovitas es: «Lo siento. No puedo completar la llamada».

—¿Y no ha habido ninguna reacción de Moscú acerca de Latakia?

—Ninguna, señor. Ni un susurro.

El general sacudió la cabeza, lentamente; las cejas fruncidas, profundizándose las arrugas en torno a la boca y los ojos; su rostro sufriendo una transformación, haciéndose más viejo, como si en pocos segundos toda la tensión y fatiga de semanas, meses, años se hubiera acumulado y enmarcara su cara y le arqueara los hombros.

—Esta es la hora de las brujas, ya saben —dijo Hawker—. Esto es lo peor. Sus submarinos han tenido toda la noche para recorrer la costa si eso es lo que estaban haciendo. Estamos a oscuras. Pronto amanecerá. El alba es el mal momento. ¿Cuánto tiempo se tarda en que salga el sol en Nueva York y en Washington?

—El amanecer en Levante es a las 7.10 del tiempo normal Medio Oriental —dijo Ace Atkins. El reloj de Washington marcaba las 6.41.

El cerebro de Mark Bragg voló; si venía un ataque, no podían contar con una advertencia más larga de quince minutos. Si usaran cada uno de esos minutos con la máxima eficiencia, la represalia podría ser decisiva. Pero Mark temía un minuto, incluso dos, que se perdiera en una comunicación necesaria con Washington. Hizo una propuesta osada:

—¿Puedo sugerir, señor, que pidamos autorización para disparar nuestras armas?

Este era el único acto mandatorio y esencial que debía preceder a la terrible decisión del uso de las armas. Según la ley, el Presidente de los Estados Unidos «poseía» las bombas nucleares y las cabezas de guerra de los proyectiles dirigidos. El general Hawker tenía solamente su custodia. Antes de que el C.EA. pudiese utilizar las armas, debía asegurarse el permiso del presidente, o de su substituto o superviviente en la línea de sucesión. Si se procedía a sufrir un ataque ese permiso vendría casi al instante, aunque no del todo.

El general parecía algo asombrado.

—¿No cree usted que podemos esperar, Mark?

—Sí, señor, podemos esperar; pero si nos adelantábamos, eso nos podría ahorrar un minuto, quizás dos. El peligro, y la necesidad de no tener un corte en las comunicaciones, debe ser patente al Pentágono, o a la Casa Blanca, o allá donde esté el presidente, tal como están aquí las cosas.

—¿Usted qué piensa, Ace? —preguntó Hawker.

—Me gustaría haberlo pasado ya todo, señor.

El general cogió uno de los cuatro teléfonos del escritorio de Atkins, el que estaba conectado directamente con el Puesto de Mando del Pentágono. En aquel lugar, día y noche, había un oficial general de la Ftierza Aérea. Ese oficial de servicio nunca estaba sin comunicaciones con el Presidente, el Secretario de Defensa y el Jefe de la Junta de Altos Oficiales de Estado Mayor.

El general habló brevemente por teléfono y luego aguardó, manteniendo el aparato apretado contra su oído. El ojo de Mark siguió la segundera del reloj del escritorio. Esto era un experimento interesante.

—Sí, John —dijo el general—, soy Bob Hawker. No quiero disparar mis armas. —Mark sabía que ese «John» era el Presidente de la Junta de los Altos Jefes—. Si, espero —volvió a decir el general. Los segundos volaron. El general habló—: Gracias, John. Son ahora las 11.44, Zulu. ¿Lo confirmarás por teletipo? Adiós, John.

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