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Authors: Pat Frank

Tags: #Ciencia Ficción

Ay, Babilonia (29 page)

BOOK: Ay, Babilonia
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Randy sacó la botella de su bolsa de papel, la colocó bajo el brazo y llenó la bolsa con los panales. Estaba abrumado. Sabia que Mark y Hickey fueron compañeros de colegio, pero nunca amigos íntimos. Hickey no era más que un conocido. Vivía en una manzana de cemento con cinco habitaciones, aseada, color verde mar, muy adentro de la carretera a Pasco Creek. Randy, antes de El Día, apenas le veía y entonces sólo se saludaban.

—Jim —dijo Randy—, ésta es la cosa más bonita y generosa que puedo recordar. Espero solamente poderte pagar el favor de alguna manera, algún día.

—Olvídalo —dijo Hickey—. Los niños necesitan miel. Mis hijos la toman a cada comida.

Randy oyó la bocina del modelo A, ronca como un ganso furioso, y vio cómo se detenia ante el bordillo. Caminando hasta el coche, advirtió que era un día claro y hermoso de primavera, mejor que el de ayer. Las esporas de la amabilidad, lo mismo que las de la C, sobrevivían en este suelo ácido.

Randy se instaló en el coche y mostró la miel a Dan y explicó cómo se la habían regalado.

—El mundo cambia —dijo Dan—. La gente no. Sigo teniendo una vieja solterona en la escuela que cuida y recorta las camelias y siembra los macizos con flores. No son camelias suyas y a nadie le importan las flores ya, excepto a ella. Adora las plantas y no se preocupa de dónde se encuentra o lo que ocurre mientras se cuida de ellas. Esta misma viejecita... la señora Satterborough, ha estado pasando sus inviernos en Riverside Inn durante años... cada mañana coge el teléfono de la oficina principal y marca Wester Union. Cree que algún día el teléfono funcionará estupendamente y que podrá enviar un telegrama a su hija. Está segura. Su hija vive en Indiana.

—No comprendo cómo esas personas ancianas siguen vivas —dijo Randy. Sabía que Dan les traía naranjas y Randy les enviaba pescado cuando la pesca había sido abundante.

—La mayoría no lo hace. La muerte puede ser piadosa, especialmente para los viejos y enfermos. Estaba a punto de decir viejos, enfermos y arrumados, pero ya no importa nada más si uno está arruinado. Sólo viven cinco, ahora, de Riverside Inn. Quizás tres pasarán el verano. Me parece que ninguno de ellos durará después del invierno.

Marchando hacia el norte por Yuleo, el barrio comercial, desierto ahora, no parecía más maltratado ‹jue el mes anterior, o que sesenta días antes. Unos pocos tenderos optimistas prudentemente tapiaron sus escaparates, rajados por la explosión de El Día, o rotos por los saqueadores, después, impidiendo que el agua y el viento entrasen en el interior. En las dos manzanas principales de comercio el cristal había sido barrido de las aceras. Coches abandonados, sin ruedas, baterías, radios y bujías, se oxidaban a montones como cadáveres sin enterrar de gigantescos escarabajos.

Salieron de Yulee y entraron en Agustine Road, con su pavimento roto y residencias respetables pero en decadencia. Rebotearon por el camino a lo largo de la manzana y entonces Randy olió Pistolville. Otra manzana y se encontraron allí.

No se había recogido la basura desde El Día. En Pistolville cada choza o casa agazapada en un montón de sus propios excrementos... embalajes rotos y cartones, latas de conservas vacías, enmohecidas, botellas rotas, pilas de mondaduras de naranjas pudriéndose, huesos de las aves, peces y animales pequeños. Una chica de rostro enjuto y unos seis años de edad, vistiendo la chaqueta de un hombre, con una camisa abierta, se agazapaba en el bordillo, vaciando sus entrañas en el polvo. Gritó agudamente y agitó la mano cuando el modelo A pasó por su lado. Un hombre de pelo largo y barbudo salió de un umbral y recorrió la calle sobre sus piernas arqueadas, pelando y comiéndose un plátano, volviendo la cabeza como si esperase que le siguieran. En la esquina un escuálido muchacho de dieciocho años orinaba contra una farola, sin molestarse en levantar los ojos ante el sonido del coche. Buitres, arrogantes, posados en los robles y que se alimentaban de los desechos, vigilaban la escena. De los perros vagabundos, de los lechones en libertad, de las gallinas y pillones —todos impedimentos normales para la navegación por las calles de Pistolville— no quedaba rastro.

Una vez antes en su vida, el Suwon, inmediatamente después de su recaptura y ante el gobierno militar la gente había empezado a limpiar, Randy había visto la degradación de esta clase. Pero esto era América. Era su ciudad, fundada por sus antecesores.

—Tendríamos que hacer algo acerca de esto —dijo.

—¿Sí? —contestó Dan—. ¿Qué? —No lo sé. Algo.

—Antorchas y gasolina —dijo Dan—, excepto que no queda bastante gasolina. De todas maneras, estos pobres diablos están tan bien en sus propias casas como estarían en los bosques, o en cuevas. No mejor, fíjate. Por lo menos tienen un techo.

—En cuatro meses hemos retrocedido cuatro mil años —apuntó Randy—. Más quizá. Cuatro mil años atrás los egipcios y los chinos estaban más civilizados que lo está ahora Pistolville. No sólo Pistolville. Creo que deberíamos seguir por estas partes del país en donde no tienen frutos, ni caza ni peces.

Cuando se acercaron al final de Augustine Road las casas aparecieron más nuevas y mayores, construidas de ladrillos de cemento en vez de toscas tablas de pino. Entre estas casas la hierba crecía alta, luchando contra las malas plantas en busca de luz solar, y despacio para echar raíces. Había menos suciedad, o por lo menos quedaba oculta por el verdor, y el olor resultaba soportable. En esta atmósfera más aireada vivía la clase superior de Pistolville, incluyendo Pete y Rita Hernández y Porky Logan, representante del condado de Timucuan en la legislatura del estado.

—¿Hace mucho tiempo que no ha visto a Rita? —preguntó Dan.

—Desde antes de El Día... bastante antes. —¿Sabe Lib su existencia?

—Lo sabe todo. Dice que Rita no le molesta, porque Rita es parte del pasado, como Mayoschi en Tokio. ¿Sabes lo que preocupa a Lib? Helen. Imagínatelo.

Estaban en casa de los Hernández. Dan detuvo el coche.

—Sí que me lo imagino. Lib es una mujer extremadamente sensible —contestó Dan—. En ciertas cosas tiene más sentido que tú, Randy. Y ahora todas las normas de conducta están descartadas.

Randy no quería escuchar. Rita había salido a la puerta. En Hawai, Randy había visto chicas con mezcla de sangre caucasiana, polinesia y china, que movían las caderas como si latiesen al ritmo de la isla incluso cuando simplemente cruzaban la calle, chicas que le recordaban a Rita. Ella no era como ninguna de las chicas de Fort Repose. Era una criatura del Mediterráneo y del Caribe, pareciendo extraña; y, sin embargo, con toda certeza americana. Entre sus antecesores se incluía un soldado español cuya carabela llegó a Matanzas antes que los peregrinos encontrasen su peñón y las mujeres indias del Caribe y los menorquinos que se extendieron tierra adentro desde Nueva Esmirna en el siglo XVIII. No había ido al colegio, pero era inteligente y viva. Tenía un matrimonio con un alumno de la escuela secundaria, anulado, y un aborto, a sus espaldas. Ya no cometía tales estúpidos errores. Su pasión eran los hombres. Los recogía como muestras, los disfrutaba, al igual que otras muchachas coleccionan violetas africanas, porcelana de Limoges o cucharillas de plata. Era profesional en su vocación; no dejaba ir nunca a un hombre sin beneficio, aunque no fuese material, necesariamente; jamás cambiaba uno por otro a menos que ella pensase que mejoraba su colección.

Bajo cualquier circunstancia Rita era una mujer sorprendente. Llevaba el cabello cortado en tiras largas para formar un marco de ébano a los rasgos acusados como una máscara malaya en un antiguo dije de marfil. Podía aparecer y comportarse como una reina egipcia de la dinastía XVIII o como una criolla salida de Nueva Orleans. Esta mañana llevaba unos pantalones cortos color agua marina y cinturón. Acunada bajo su brazo derecho había una ligera escopeta de repetición. Fumaba un cigarrillo e incluso desde el camino Randy pudo ver que era verdadero, fabricado con filtro, y no de tosca construcción casera, liado a mano con papel higiénico.

—Hola, doctor Gunn. Entre —llamó ella. Luego reconoció al pasajero y grito—: ¡Eh! ¡Randy!

Dan se metió las llaves del coche en el bolsillo y contestó:

—Será mejor que cojas el whisky y la miel, Randy. Yo jamás dejo género en el coche cuando hago una visita en Pistolville.

Mientras que miraba hacia la casa Randy se fijó en el camión Atlas de las verdulerías y en un gran Sedan nuevo en el garaje de los Hernández y un Jaguar XK-150 deportivo junto al bordillo. Tras el garaje habían excavado una letrina parcialmente cubierta, para que no se la viese desde la carretera, por una tosca cerca de tablas. Rita abrió la puerta.

—Perdonarán la artillería —dijo—. Los vecinos de la parte baja de la calle son envidiosos. Cuando oigo un coche o algo cojo un arma. Mataron a mi perro. Era un caniche negro, Randy. Se llamaba Poupée Vivant. Nombre francés que en inglés quiere decir «Muñeca viviente». Le fracturaron el cráneo con el mango de un hacha mientras Pete estaba enfermo y yo había salido a por agua. Encontré el mango del hacha pero no el cuerpo. ¡Condenado rebaño de salvajes! Me imagino que se lo comieron.

Randy pensó lo que sentiría.si alguien mataba y devoraba a Graff, Sintió náuseas. Sin embargo, era cuestión de modales y costumbres. En China, durante siglos, los hombres habían estado comiento perros rellenos de arroz. Lo mismo ocurría en otros países asiáticos donde reinaba el hambre. El ejército le hizo pasar un curso de supervivencia, una vez, y le enseñó que en caso de emergencia podía comer sin peligro alguno gusanos pulposos encontrados debajo de las cortezas. Lo mismo podía ocurrir aquí. Si un hombre era capaz de comer gusanos igualmente podía hacerlo con perros. Pistolville tenía hambre de carne, y, como Dan dijo, las leyes y las costumbres estaban descartadas.

—Lo siento. Rita —fue lo que logró decir Randy.

Randy cruzó la puerta y se detuvo, asombrado. Las dos habitaciones delanteras de casa de los Hernández parecían como escaparates de una tienda de subastas en Miami. Contó tres servicios de té, de plata, dos ar— cones también de plata, tres aparatos de televisión, y se sintió azorado por el despliegue de estatuas, candelabros de plata, carísimas maletas de cuero, botellas vacías de crital labrado, encendedores de mesa, porcelana china, óleos con marcos suntuosos y aguadas, algunas muy buenas, cubrían una pared. Relojes de mesa y de pared alzaban sus manecillas y marcaban horas distintas.

—¡Santo Dios! —exclamó Randy—. ¿Acaso vosotros os habéis dedicado al negocio de la chatarra?

Rita soltó la carcajada.

—No— es chatarra. Son mis inversiones.

—¿Cómo está Pete, Rita? —preguntó Dan.

—Creo que un poco mejor. Ya no se le cae el pelo, pero aún sigue débil.

Dan llevaba su maletín negro. Contenia poco, excepto instrumentos, ahora.

—Iré a la parte trasera y la veré —dijo.

Dan cruzó el vestíbulo y Randy se quedó a solas con la muchacha. Ella ofreció un cigarrillo. El perfume de la mujer abría las puertas del recuerdo... las películas en Orlando, las cenas y el baile en el hotel de Winter Park, el aislado Motel al sur de Cabo Cañaveral, la mañana en que encontraron una caleta íntima detrás de las dunas y se vieron sorprendidos por un avión
ligero
y de cómo el piloto casi se mete en el mar al intentar pasar por encima de ellos y mirarles con más
detenimiento
, y más que nada su apartamento. Eso parecía ocurrido hacía muchísimo tiempo, como si sucediese mientras estaba en el colegio, antes de Corea, pero no era tanto, un año tan sólo.

—Gracias, Rita —dijo—. El primer verdadero cigarrillo que he fumado desde hace muchísimo tiempo. Debes ir viviendo perfectamente bien.

Ella miró la botella.

—No me traerías un regalo, ¿verdad. Randy? —las comisuras de su boca temblaron, pero no sonrió del todo.

El se acordó de las noches en que vino a esta casa, una botella a su lado en el asiento de la que luego bebieron juntos; y las veladas en que trajo botellas en paquetes, de resfalo, obsequios discretos para su hermano, y las noches en el apartamento, compartiendo una botella de licor trago a trago porque ella adoraba el alcohol. Se dio cuenta de que era precisamente eso de lo que la muchacha quería hacerle acordar. Era experta en conseguir ponerle incómodo.

—No Rita —dijo—. Es para comerciar. He estado en Marines Park. Intentando cambiarlo por café.

—¿Acaso a tus nuevas mujeres no les gusta el escocés, Randy? He oído que ahora tienes dos mujeres en tu casa. ¿Con cuál de las dos te acuestas. Randy?

De pronto ella fue una desconocida y la miró como a tal. Examinado esto, con indiferencia, la chica parecía ridicula, con altos tacones y un enjoyado atuendo junto con los pantalones cortos y el cinturón, a aquella hora de la mañana y en época de penalidades. Su piel de marfil oscuro, antañamente tan satinada, aparecía seca y ajada. Su cabello no brillaba y el ansia de sus ojos reflejaba sólo cólera desdeñosa. Parecía usada y tirada.

—Ahora no puedes darme zarpazos —dijo tranquilo—. No los noto. Mi piel es más dura.

Ella chasqueó los labios. Ertaban hinchados y pardos.

—Eres más duro. No eres el mismo. Randy. Creo que estás madurando.

Randy cambió de conversación.

—¿Dónde conseguiste todo este género? —miró en torno al cuarto.

Comerciando.

—Jamás te vi en Marines Park.

—No vamos allí. Vienen a nosotros. Saben que seguimos teniendo comida. Incluso café.

Se dio cuenta de que la chica quería la botella. Sabía que le proporcionaría café, pero nunca jamás comerciaría con ella, por nada del mundo.

—Dijiste que esto era tu inversión —anunció Randy—. ¿Crees que los aparatos de televisión son una buena inversión cuando no hay electricidad?

—Miro hacia el futuro. Randy. La guerra no durará siempre y cuando haya pasado tendré todo lo que nunca tuve antes y mucho, además, quizá, para vender. Vo era sólo una niña después de la última gran guerra pero recuerdo cómo mi padre tuvo oue pagar el oro y el moro por un viejo coche. ¿Sabes lo que ese Jaguar me costó? —soltó una carcajada—. Una lata de judías, tres botellas de salsa de tomate y seis latitas de jamón picante. ¡Pero un Jaguar! Mira, cuando las cosas vuelvan a la normalidad esos tres aparatos de televisión valdrán su peso en oro.

—¿De veras crees que las cosas volverán a ser normales?

—¡Claro! Siempre ocurre. ¿No es verdad? Puede que pase un año, incluso dos. Puedo esperar. Mira esas grandes casas nuevas de River Road. ¿Quién construyó la mitad de ellas? Las guerras. Los beneficios sacados de las guerras. Esta vez voy a conseguir lo mío.

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