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Authors: Pat Frank

Tags: #Ciencia Ficción

Ay, Babilonia (21 page)

BOOK: Ay, Babilonia
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Los Hazzard primero plantaron el huerto. Años más tarde construyeron un chalet cómodo de seis habitaciones y empezaron a arreglar los jardines. Después vivieron en la casa un mes cada año, cuando Sam recibía su permiso anual, ajustando las cosas de manera que la comodidad más perfecta se hizo su ambiente veraniego.

Al cumplir los sesenta y dos años Sam Hazzard se retiró, para alivio de cierto número de sus compañeros almirantes. Habían rivalidades dentro de los servicios militares. En la Marina la rivalidad antaño fue entre el navio de combate y los buques que transportaban a los almirantes siendo navios insignia. Cuando la rivalidad se produjo entre los submarinos atómicos y los superportaviones, Hazzard a menudo habló en favor de los submarinos. Puesto que antaño mandó una fuerza de ataque en portaviones y nunca fue submarinista, los demás almirantes de su ramo le miraban como una especie de traidor. Aún peor, durante años voceó que la amenaza más peligrosa de Rusia era la combinación terrible de submarinos equipados con proyectiles dirigidos y armados con cabezas de guerra nucleares. Tal teoría, si no se combatía, obligaría a la Marina a gastar una gran parte de su energía y dinero en la guerra antisubmarina. Después de esto, de por si estaba la defensa y, ya que la entera tradición naval era tomar la ofensiva, Hazzard se pasó sus últimos años de servicio desgantando un escritorio.

Dos días después de su retiro murió su esposa, de manera que nunca vivió ella en la casa del Timucuan. Y jamás compartió físicamente la segunda vida de su marido. Sin embargo, a menudo parecía estar cerca, cuando Sam recortaba un matorral que ella plantara, o cuando en las tardes se sentaba sólo en el patio y extendía la mano para tocar el brazo de la mecedera de su lado.

El almirante descubrió que no habían horas bastantes en el día para hacer todas las cosas necesarias y que deseaba realizar. Estaban los cítricos, los jardines, experimentos con variedades exóticas de banana y de papaya, ensayos que tenían que escribirse para el Instituto de Procedimientos Navales de los Estados Unidos y artículos no tan discretos para revistas de circulación general. Sam Hazzard encontró que los Henri eran vecinos extraordinamente convenientes. Malachai cuidaba del jardín y ayudaba a diseñar y a construir el muelle. Tuo Tone, cuando estaba de humor, arruinado y sereno, trabajaba en el huerto. La mujer Henri limpiaba y lavaba la ropa. El predicador Henri era el guía privado de pesca del almirante, lo que significaba que el almirante ostensiblemente capturaba peces en más cantidad y mayores que ninguno más en el Timucuan y posiblemente en toda Florida Central.

Pero el pasatiempo principal de Sam Hazzard era escuchar la radio en onda corta. No era un experto operador. No tenía transmisor. Escuchaba. No charlaba. Exploraba las frecuencias militares y las trndas extranjeras y, con su enorme respaldo de conocimiento militar y político, se mantuvo al paso deL inundo exterior en Fort Repose. Algunas veces, quizá, se adelantaba una pizca al resto de la gente.

Eran las once menos diez cuando Randy llamó a la puerta del almirante Hazzard. Se abrió de inmediato. El almirante era un hombre aseado, tenso, que pesó cincuenta y nueve kilos cuando boxeó en la academia y que pesaba cincuenta y nueve kilos ahora. Vestía un suéter blanco de cuello cerrado, pantalones de franela y botas. Un halo de pelo algodonoso circulaba por su cogote calvo. Por otra parte, no tenía ninguna santidad. Su nariz quedó aplastada en alguna pelea ya olvidada en Port Said o Marsella. Sus ojos grises, resaltados por gruesas cejas pardas, estaban enrojecidos y coléricos. Para el almirante aquel fue un día de frustración, desamparo y odio... odio hacia los estúpidos, ciegos y faltos de imaginación que no le creyeron y frustración porque en este día de supremo peligro y necesidad, toda su vida de adiestramiento y experiencia no era ni podía ser útil a nadie.

—Vi los faros del coche viniendo por el camino —dijo el almirante—. Entren —miró parpadeando a Helen.

—Mi cuñada, Helen Bragg —presentó Randy.

—Mal día para recibir a una mujer hermosa —dijo el almirante, su voz sorprendentemente tierna y educada en contraposición con su rostro anguloso y duro—. Vengan a mi lugar de combate y escuchen la guerra, si tal matanza puede llamarse guerra.

Les condujo a su cubil. Un banco de trabajo de madera gruesa corría a lo largo de la pared bajo las ventanas que daban al rio. En este banco había un gran receptor negro, de aspecto profesional, de onda corta, una cafetera hirviendo, y libretas de notas y lápices. La radio chillaba a toda potencia, oyéndose las interferencias naturales de la estática y en ocasiones palabras en casi todos los lenguajes inentiligibles, en conflicto.

En las otras dos paredes, forradas de corcho, habían mapas clavados con chinchetas... en una pared la porción polar y la zona euroasiática, en la otra un mapa militar de los Estados Unidos.

Una voz áspera se destacó del ruido de la estática.

"Aguí Adelaide 6-5-1. Estoy sentado en los restos de un Alfa Romeo Cuatro. Sentado en restos de Alfa Romeo Cuatro."

Una voz diferente replicó de inmediato:

—Adelaide 6-5-1, aquí Adelaide. Manténgase.

Hubo silencio durante un instante y luego la segunda voz continuó:

"Adelaide 6-5-1, aquí Adelaide. Manténgase."

"Adelaide 6-5-1... Adelaide. ¿Ha enviado ya un mensaje a Héctor? Está atareado pero quedará libre dentro de quince minutos, sigue sentado en ese despojo y espera a Héctor."

"Adelaide 6-5-1. Chaley."

Helen se sentó. Por primera vez en todo el día mostraba señales de fatiga.

—¿Café? —preguntó el almirante.

—Le agradecería una taza —contestó ella.

—Sam —intervino Randy—. ¿Qué pasa en la radio? ¿Parte de guerra?

El almirante sirvió el café antes de responder.

—Para nosotros buena parte de ello. Ahora he sintonizado a una frecuencia de la Marina y de la Aviación O A.S. en la banda de cin?o megaciclos.

—¿G.A.S.?

—Guerra antisubmarina. Lo traduciré. Un super Connie de la Marina con equipo de radar ha localizado a un despojo... un submarino enemigo... en las coordinadas Alfa Romeo Cuatro. Ocurre que ese está a unos quinientos kilómetros de distancia de Norfolk. El equipo de radar ha llamado a su base... Adelaide... y Adelaide envía a Héctor para hundir al submarino. Héctor es uno de nuestros cazas submarinos. Pero Héctor tiene trabajo ahora. Cuando esté libre, se comunicará directamente con Adelaide 6-5-1 El avión dará a Héctor el rumbo y cuando esté dentro del al— calce Héctor soltará un torpedo dirigido y eso será el fin del sumergible. Esperemos.

—¿Quién gana? —preguntó Randy, dándose cuenta de que era una pregunta ridicula.

—¿Quién gana? Nadie gana. Las ciudades se mueren y los navios se hunden y los aviones caen, pero nadie gana.

Helen formuló la pregunta que vino a hacer.

—¿Oyó hace un rato a la señora Van Bruuker-Brown en la radio?

—Sí.

—¿De dónde cree que hablaba?

El almirante cruzó la habitación y miró al mapa de los Estados Unidos. Estaba cubierto de una lámina de plástico transparente y diez o doce ciudades tenían un anillo trazado con lápiz rojo de modo que la posición de una unidad se señalaba en el mapa de infantería. El almirante se rascó el pelo blanco de su barbilla y dijo:

—Me parece que desde Denver. Hunneker, el general de tres estrellas nombrado Jefe de Estado Mayor era representante del ejército en NORAD, Colorado Springs. Hay posibilidades de que estuviera en Denver esta mañana o que ella se hallase en Colorado Springs cuando llegara la noticia de que Washington había sido atomizado.

Helen dejó en la mesa su taza de café. Le temblaban los dedos.

—¿Está seguro de que no pudo hablar desde Omaha?

—¡Omaha! —exclamó el almirante—. ¡Ese es el último lugar desde el que hubiese hablado! Fijaos que cuando he, oído una emisión de cualquier clase, que me permitiese identificar una ciudad, la marqué en el mapa. No he oído emisiones de aficionados de Omaha y tampocó oí al C.E.A. desde el ataque. Ordinariamente puedo coger al C.EA. en seguida. Siempre hablan con sus transmisores de una sola banda a las bases del país. Su señal de llamada era «Gran Cerca». No he oído esas palabras en todo el día en ninguna frecuencia. Y el enemigo odia y teme al C.E.A. más incluso que a toda la Marina, he de reconocerlo. Descartemos Omaha.

Sam Hazzard advirtió al efecto de sus palabras en la expresión de Helen; se acordó de que el hermano de Randy, el marido de la mujer aquélla, era coronel de la fuerza aérea y se dio cuenta de que se había mostrado con poco tacto.

—Su marido no estará en Omaha, ¿verdad?, señora Bragg.

—Es nuestra base.

—Siento terriblemente haber dicho nada.

Una lágrima caída por la suave mejilla. La primera que la veía, pensó Randy. Se sintió embarazado por cuenta de Sam.

—No hay nada de que lamentarse, almirante —dijo Helen—. Mark esperaba que Omaha fuera alcanzada y yo también. Por eso estoy aquí con los niños. Pero aún cuando su Omaha ha desaperecido, Mark puede seguir viviendo por ahí, sin novedad. Tenía servicio esta mañana. Estaba en el Agujero.

—Oh, sí —contestó el almirante—. El Agujero. Jamás estuve, pero oí hablar de él. Un impresionante refugio, muy profundo. Posiblemente estará perfectamente a salvo. Con toda sinceridad así lo espero.

—Me temo que no —dijo Helen—, puesto que no ha escuchado ninguna señal del C.E.A.

—Pueden haber cambiado el sistema de comunicaciones o las palabras en clave de los indicativos —el almirante miró sus mapas—. Además, es sólo una deducción. Juego conmigo mismo, tratando de limitar una guerra que no tiene informes de acción ni de espionaje. Lo hago porque no tengo otra cosa que hacer. Me limito a hurgar por ahí y a mover chinche— tas y hacer marcas en los mapas y a tratar de impedirme pensar en Sam, hijo. Es teniente de la Sexta Flota del Mediterráneo, si es que la Sexta Flota sigue navegando por el Mediterráneo. No creo que exista ya tal flota. Para los rusos ha debido ser tan fácil aniquilarla como coger pececitos de una pecera —se volvió de nuevo a Helen—. Estamos viviendo en el mismo purgatorio, señora Bragg, en el oscuro nivel de la ignorancia.

—¿Qué dicen los rusos? —preguntó Randy—. ¿Puede coger Radio Moscú?

—Cojo una estación que se llama a sí misma Radio Moscú en la banda de veinticinco metros. Pero no es Moscú. Todas las voces en las emisiones en inglés son distintas de modo que podemos estar segurísimos de que Moscú ya no existe. Sin embargo, todos los jefes rusos parecen estar vivos y bien, emitiendo la clase de declaraciones que uno esperaría. El mismísimo hecho de que estén vivos indica que se cobijaron perfectamente antes de que todo empezase. Probablemente no están en absoluto cerca a ninguna área de objetivos.

—¿Y nuestro presidente no podría haber escapado?

—Probablemente tuvo su aviso con quince minutos de antelación. Pudo tomar un helicóptero y largarse. Pero él en esos quince minutos tenía que tomar las grandes decisiones y deduzco que deliberadamente eligió permanecer en Washington, bien en su despacho de la Casa Blanca o en el Puesto de Mando del Pentágono. Lo mismo se aplica a los Altos Jefes y probablemente a los Secretarios de Defensa y Estado. En cuando a los demás miembros del gobierno, probablemente recibieron el aviso mientras dormían o se estaban levantando. ¿Quiere oír algo raro? —el almirante cambió la onda de su receptor. Dijo:

—Escuche ahora.

Todo lo que Randy oyó fueron los ruidos atmosféricos.

—No se oye nada, ¿verdad? —preguntó el almirante—. Ahora, en esta banda, debería oírse la BBC, París y Bonn. En todo el día no he oído a ninguna de las ciudades. Lo más seguro es que Europa haya sido destruida.

—¿Entonces piensa usted que estamos acabados? —dijo Randy.

—En absoluto. El C.EA. puede haber sido capaz de mantener en vuelo el cincuenta por ciento de sus aviones, contando con los aparatos que siempre están volando. Y recuerde que la Marina tiene unos cuantos submarinos con proyectiles teledirigidos y portaviones que deben estar aún intactos. También estoy completamente seguro de que el enemigo no ha sido capaz de destruir todas nuestras bases del C.E.A., incluyendo las auxiliares. Por todo lo que sé, quizá el enemigo este acabado.

—Eso no me anima exactamente. Las luces de la habitación se apagaron, la radio murió y al mismo tiempo el mundo exterior quedó iluminado como si fuese de día. En aquel instante, Randy, de cara a la ventana retuvo para siempre como una fotografía en color impresa en su cerebro, lo que vio... Un zorro rojo sacrificado teniendo como fondo el verde césped del jardín del almirante. Era el primer zorro que veía en muchos años.

El fogonazo blanco se redujo a una bola roja al sudeste. Todos sabían lo que era. Fue Orlando, o la base MacCoy, o ambas cosas. Era la central de suministro de energía del condado de Timucuan.

Así se apagaron las luces y en aquel momento la civilización de Fort Repose se retiró un centenar de años.

De esta manera terminó El Día.

P
ARTE
7
I

Cuando las bolas de fuego nucleares consumieron a Orlando y a las centrales de energía que servían al Condado de Timucuan, se acabó la refrigeración, lo mismo que el guisar con cocinas eléctricas. Los hornos de ptróleo, encendidos por la electricidad, se apagaron. Todos los aparatos de radio quedaron inútiles excepto los de baterías o de automóviles. Las máquinas de lavar, secadores, lavaplatos, freidoras, tostadoras, aspiradores, máquinas de afeitar, calentadores, batidoras... todo quedó inútil. Lo mismo pasó con los relojes eléctricos, las sillas vibrantes, las planchas eléctricas, los rizadores para el pelo.

Las bombas eléctricas se detuvieron y cuando las bombas paraban el agua se paraba y cuando el agua se paraba los cuartos de baño dejaron de funcionar.

No hasta el segundo día después de El Día comprendió del todo Randy Braggs y aceptó los resultados de la pérdida de la electricidad. La pérdida de energía, temporal, no era n.ueva en Fort Repose. A menudo, durante las tempestades del equinoccio, los postes y los árboles caían y las líneas conductoras de electricidad quedaban cortadas. Esa condición apenas duraba más de un día, porque los camiones de reparación salían en cuanto el viento disminuía y las carreteras quedaban franqueables.

Era difícil darse cuenta de que esta vez las centrales eléctricas habían desaparecido. No podía haber duda. El domingo y la noche del domingo un número grande de superviiventes de los suburbios de Orlando cruzaron en coche Fort Repose, suplicando y mendigando comida y gasolina. No podían estar seguros de lo que había pasado, excepto de que la zona de la destrucción se extendía a doce kilómetros a partir del aeropuerto de Orlando, incluyendo Callege Park y Rol— lins College y otra explosión se centro sobre la base de la fuerza aérea de MacCoy. Las estaciones Conelrad de Orlando habían advertido de un ataque aéreo poco antes de las explosiones, así que se presumía que este ataque no vino de proyectiles dirigidos lanzados por submarino o ICBM, sino de bmobarderos.

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