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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Fantástico

Azazel (4 page)

BOOK: Azazel
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Su hirsuto bigote blanco apenas se agitó bajo el tifón de su exhalación.

Todo empezó con Rosie O’Donnell —dijo George—, una amiga de una sobrina mía, muy atractiva por cierto.

Tenía unos ojos azules casi tan brillantes como los míos; pelo castaño, largo y lustroso; una deliciosa nariz respingona, salpicada de pecas a la manera aceptada por todos los escritores de novelas románticas; un fino cuello; una esbelta figura, que no era ni opulenta ni desproporcionada en ningún sentido, sino que era una promesa de deliciosos éxtasis.

Por supuesto, todo el interés que despertaba en mí era puramente intelectual, puesto que yo hacía años ya que había alcanzado la edad de la discreción, y ahora me comprometo con las consecuencias de un afecto físico únicamente cuando las mujeres insisten en ello, lo cual, gracias sean dadas a los hados, no va más allá de un ocasional fin de semana o algo así.

Además de todo eso, Rosie se había casado recientemente —y, por alguna razón, adoraba a su marido del modo más exasperante— con un fornido irlandés que jamás ha intentado ocultar el hecho que él es una persona muy musculosa y, posiblemente, de mal temperamento. Aunque yo no tenía la menor duda que yo hubiera sabido manejarle como correspondía en mis días jóvenes, la triste realidad era que ya no me encontraba en mis días jóvenes…, por muy escaso margen.

Así pues, acepté con cierta reluctancia la tendencia de Rosie a confundirme con una amistad íntima de su propio sexo y su propia edad, y hacerme objeto de sus confidencias juveniles.

No es que la culpe por ello, compréndelo. Mi dignidad natural, y el hecho que inevitablemente recuerde a la gente a uno o más de entre los más nobles emperadores romanos por mi apariencia, atrae automáticamente a las jóvenes más hermosas. Sin embargo, nunca consentí que aquello fuera demasiado lejos. Siempre me aseguré que hubiera el espacio suficiente entre Rosie y yo, porque no deseaba que las habladurías y los comentarios retorcidos pudieran llegar al a todas luces fornido, y posiblemente irascible, Kevin O’Donnell.

—Oh, George —dijo Rosie un día, palmeando alegremente con sus diminutas manos—, no tienes ni idea de lo encantador que es mi Kevin, y de lo feliz que me hace. ¿Sabes lo que hace?

—No estoy seguro —empecé cautelosamente, esperando por supuesto confidencias de naturaleza indelicada— que debas…

Ella no me prestó la menor atención.

—Tiene una forma de fruncir la nariz y pestañear y sonreír ampliamente, que hace que todo el mundo a su alrededor se sienta tan feliz. Es como si todo el mundo se viera bañado por la dorada luz del sol. Oh, si tuviera una foto de él así. He intentado tomar una, pero nunca consigo captar el momento.

—¿Por qué no te conformas con el modelo auténtico, querida? —pregunté.

—¡Oh, bueno! —Dudó, luego dijo, enrojeciendo de la forma más encantadora—: No siempre es así, ya sabes. Tiene un trabajo muy difícil en el aeropuerto, y a veces llega a casa completamente agotado, y entonces se vuelve un poco susceptible, y me frunce el ceño a la más mínima. Si tuviera una fotografía suya de tal como es realmente, sería un consuelo tan grande para mí…, un consuelo tan grande…

Y sus azules ojos se nublaron con un asomo de lágrimas.

Debo admitir que sentí un impulso momentáneo de hablarle de Azazel (así es como le llamo, puesto que no voy a llamarle con lo que él dice que es la traducción de su auténtico nombre), y explicarle lo que podía hacer por ella.

Pero soy absolutamente discreto…, no tengo ni la más remota idea de cómo conseguiste tú saber lo de mi demonio.

Además, me resultaba fácil luchar contra aquel impulso, puesto que soy un ser humano inflexible y realista, que no se deja llevar por los tontos sentimientos. Admito que poseo un punto de blandura en mi endurecido corazón hacia las mujeres jóvenes de extraordinaria belleza…, pero de una forma totalmente digna y platónica…, casi siempre. Y se me ocurrió que, después de todo, podía ayudarla sin tener que decirle realmente nada acerca de Azazel… No se trata que ella no me hubiera creído, por supuesto, puesto que soy un hombre cuyas palabras generan convicción en todo el mundo excepto en aquellos que, como tú, son unos psicóticos.

Le expliqué el asunto a Azazel, que no se mostró complacido en absoluto.

—Siempre pides abstracciones —me dijo.

—De ninguna manera —repliqué—. Pido una simple fotografía. Todo lo que tienes que hacer es materializarla.

—Oh, ¿eso es todo lo que tengo que hacer? Si es tan sencillo, hazlo tú. Tengo entendido que comprendes la naturaleza de la equivalencia masa-energía.

—Simplemente una fotografía.

—Sí, y con una expresión de algo que tú ni siquiera defines ni escribes.

—Nunca le he visto esa expresión con los ojos con que la ve su esposa, naturalmente. Pero tengo una fe infinita en tu habilidad.

Había esperado que un poco de halago le hiciera cambiar de opinión. Dijo, malhumoradamente:

—Tendrás que tomar tú la fotografía.

—No podré conseguir la expresión adecuada…

—No tendrás que hacerlo. Yo me ocuparé de eso, pero me será mucho más fácil si poseo un objeto material a través del cual enfocar la abstracción. En otras palabras, un fotógrafo: uno de los más inadecuados, además; es todo lo que espero de ti. Y solamente una copia, por supuesto. No puedo hacer más que eso, y no voy a dislocar mi músculo subjuntival ni por ti ni por ninguno de los otros bobalicones seres de tu mundo.

Oh, bueno, a menudo se muestra extravagante. Supongo que lo hace simplemente para establecer la importancia de su papel e impresionarte con el hecho que no siempre tiene que aceptar a pies juntillas lo que le pides.

Me encontré con los O’Donnell el domingo siguiente, en su camino de vuelta de misa (de hecho, les estuve esperando). Se mostraron dispuestos a permitir que les tomara una foto con sus atuendos domingueros. Ella se mostró encantada, y él se mostró algo malhumorado al respecto. Tras lo cual, del modo más discreto posible, tomé una foto en primer plano del rostro de Kevin. No hubo forma de conseguir que sonriera o hiciera alguna mueca o parpadeara o lo que fuera que Rosie consideraba tan atractivo, pero no creí que importara demasiado. Ni siquiera estaba seguro de haber enfocado correctamente la cámara. Después de todo, no soy uno de tus grandes fotógrafos.

Luego visité a un amigo mío que era un prodigio de la fotografía. Reveló las fotos, y amplió el primer plano a un catorce por diecinueve.

Lo hizo a regañadientes, murmurando algo acerca de lo ocupado que estaba, aunque no le presté atención. Después de todo, ¿qué posible valor podían tener sus estúpidas actividades en comparación con los importantes asuntos que me ocupaban a mí? Siempre me he mostrado sorprendido ante la cantidad de personas que no comprenden esas cosas.

Cuando hubo terminado la ampliación, sin embargo, cambió completamente de actitud. Se la quedó mirando y dijo, en lo que solamente puedo describir como un tono absolutamente ofensivo:

—No me digas que tú has tomado una foto como esta.

—¿Por qué no? —pregunté, y tendí mi mano hacia ella, pero él no hizo ningún movimiento para dármela.

—Querrás más copias.

—No, no las quiero —dije, mirando por encima de su hombro.

Era una fotografía notablemente clara, en brillantes colores. Kevin O’Donnell estaba sonriendo, aunque yo no recordaba ninguna sonrisa así en el momento en que pulsé el disparador. Tenía muy buen aspecto y parecía alegre, pero eso a mí no me importaba. Quizá una mujer observara más detalles, o un hombre como mi amigo el fotógrafo —que ocurre que no tiene muy arraigado su sentido de la masculinidad—; yo no.

—Tan sólo una copia…, para mí —pidió.

—No —dije firmemente, y tomé la foto, sujetando su muñeca para asegurarme que no iba a quitármela de nuevo—. Y el negativo, por favor. Puedes quedarte la otra…, la del plano general.

—No quiero esa —dijo malhumorado, y parecía absolutamente desconsolado cuando me fui.

Enmarqué la foto, la coloqué en la repisa de mi chimenea, y retrocedí unos pasos para mirarla. Era, por supuesto, una foto notable. Azazel había hecho un buen trabajo.

Me pregunté cuál sería la reacción de Rosie. La telefoneé, y le pregunté si podía ir a verla. Me dijo que iba a salir de compras, pero que si podía estar allí en menos de una hora…

Podía, por supuesto. Llevé la foto envuelta en papel para regalo, y se la tendí sin una palabra.

—¡Dios mío! —exclamó, mientras cortaba la cinta y rompía el envoltorio—. ¿Qué es? ¿Qué celebramos, algún cumpleaños o…?

Para entonces ya había desenvuelto el paquete, y su voz se desvaneció. Sus ojos se abrieron enormemente mientras su aliento se hacía más rápido y agitado. Finalmente susurró:

—Oh, Dios mío.

Alzó la vista hacia mí.

—¿Tomaste esta fotografía el domingo pasado?

Asentí.

—Lo captaste en el momento exacto. Es adorable. Así es exactamente como lo quiero. Oh, ¿puedo quedármela, por favor?

—La hice para ti —dije simplemente.

Me echó los brazos al cuello y me besó intensamente en los labios. Algo desagradable, por supuesto, para una persona como yo que detesta los sentimentalismos, y luego tuve que secarme el bigote, pero pude comprender su imposibilidad de resistirse al hecho.

Después de aquello, no vi a Rosie durante casi una semana.

Luego me la encontré una tarde a la salida de la carnicería, y no hubiera sido educado no ofrecerme a llevarle su bolsa de la compra hasta su casa. Naturalmente, me pregunté si aquello significaría otro beso, y decidí que me mostraría rudo rechazándolo si ella insistía. De todos modos, parecía algo deprimida.

—¿Qué tal va la fotografía? —pregunté, suponiendo que quizá las cosas no hubieran ido bien.

Automáticamente su rostro se animó.

—¡Perfecta! La tengo sobre el mueble del tocadiscos, en un ángulo tal que puedo verla cuando estoy sentada en mi silla durante la comida. Sus ojos parecen mirarme un poco de soslayo, de una forma tan pícara…, y su nariz está tan exactamente fruncida… Honestamente, una creería que está vivo. Algunas de mis amigas no pueden apartar sus ojos de ella. Estoy pensando en que deberé esconderla cuando vengan, o el día menos pensado me la robarán.

—Pueden robarte a Kevin —dije, bromeando.

Su expresión deprimida regresó. Agitó la cabeza y dijo:

—No lo creo.

Intenté otra táctica.

—¿Qué dice él de la foto?

—No ha dicho ni una palabra. Ni una palabra. No es una persona que se fije mucho en los detalles, ya sabes. Me pregunto si la ha visto siquiera.

—¿Por qué no se la muestras y le preguntas qué le parece?

Permaneció en silencio mientras caminábamos lado a lado durante media manzana, yo llevando su pesada bolsa de la compra y preguntándome si pensaba recompensarme con un beso.

—Realmente —dijo de pronto—, ha estado tan preocupado estos últimos días con su trabajo que no he tenido muchas ocasiones de preguntarle. Llega tarde a casa, y apenas me habla. Bueno, ya sabes cómo son los hombres.

Intentó dar una nota alegre a su risa, pero fracasó.

Habíamos llegado a su apartamento, y le devolví la bolsa. Dijo con vehemencia:

—Pero gracias una vez más, y otra vez, y otra, por la fotografía.

Se fue. No le pedí el beso, y me sentí tan perdido en mis pensamientos que no me di cuenta de ello hasta que estaba a medio camino de casa, y entonces parecía estúpido regresar simplemente para impedir que se sintiera decepcionada.

Pasaron otros diez días, y luego ella me llamó una mañana. ¿Podía llegarme hasta su casa y comer con ella? Señalé que aquello podía ser indiscreto. ¿Qué pensarían los vecinos?

—Oh, eso es estúpido —dijo—. Tú eres tan viejo…, quiero decir, eres un amigo tan viejo, que es imposible que ellos… Además, necesito tu consejo.

Tuve la impresión que ella contenía un sollozo mientras decía eso.

Bien, uno debe mostrarse como un caballero, de modo que me presenté en su pequeño y soleado apartamento a la hora de comer. Ella había preparado bocadillos de jamón y queso y trozos de pastel de manzana, y allí estaba la fotografía, sobre el mueble del tocadiscos, tal como había dicho.

Me estrechó las manos y no hizo ningún intento de besarme, lo cual me hubiera aliviado de no ser por el hecho que me sentí tan turbado por su apariencia como para no sentir ningún alivio ante nada. Parecía absolutamente consumida. Comí medio bocadillo esperando a que ella hablara, y cuando no lo hizo me vi obligado a preguntarle la razón por la que hubiera una atmósfera tal de abatimiento en su torno.

—¿Se trata de Kevin? —pregunté.

Estaba seguro que sí.

Asintió, y estalló en sollozos. Palmeé su mano, y me pregunté si aquello sería suficiente. Le di un apretón en el hombro de forma absolutamente abstracta, y ella dijo:

—Me temo que va a perder su trabajo.

—Seguro que no. ¿Por qué?

—Bueno, es tan salvaje…; incluso en el trabajo, al parecer. Lleva siglos sin sonreír. No me ha besado, ni me ha dicho una palabra amable, desde no recuerdo cuándo. Se pelea con todo el mundo, y todo el tiempo. No me dice qué es lo que va mal, y se pone furioso si se lo pregunto. Un amigo nuestro, que trabaja en el aeropuerto con Kevin, me llamó ayer. Dice que Kevin actúa tan hosca y desabridamente en su trabajo que sus superiores se están dando cuenta. Estoy segura que va a perder su trabajo, pero ¿qué puedo hacer?

De hecho, estaba esperando algo así desde nuestro último encuentro, y sabía que lo único que tenía que hacer era contarle la verdad…, echarle la culpa a Azazel. Carraspeé.

—Rosie…, la fotografía…

—Sí, lo sé —dijo, aferrándola y apretándola contra sus pechos—. Es lo que me mantiene. Éste es el auténtico Kevin, y siempre lo tendré, siempre, no importa lo que ocurra.

Sollozó de nuevo.

Me resultaba muy difícil decirle lo que tenía que decir, pero no había otra salida. Murmuré:

—No lo comprendes, Rosie. El problema es la fotografía. Estoy seguro de ello. Todo el encanto y la alegría de la fotografía han tenido que salir de alguna parte. Le han sido arrebatados al propio Kevin. ¿No lo comprendes?

Rosie dejó de sollozar.

—¿De qué demonios estás hablando? Una fotografía es simplemente la luz enfocada, y la película, y todo eso.

—Normalmente sí, pero esta fotografía…

La tomé. Conocía las limitaciones de Azazel. No podía crear la magia de la fotografía de la nada, pero no estaba seguro de poder explicarlo científicamente, de hacerle comprender a Rosie la ley de la conservación de la alegría.

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