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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Fantástico

Azazel (7 page)

BOOK: Azazel
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—Eso es ir muy lejos, partiendo sólo de un golpecito dado con un dedo índice —dije.

—Como científico, señor, le aseguro que no me conformé con un solo golpecito. Procedí a experimentar. Di golpes más fuertes, y no tardé en comprender que podría resultar gravemente lesionado a consecuencia de las reverberaciones que se producían en el recinto. Establecí un sistema mediante el cual podía dejar caer sobre el «sáser» piedras de diferentes tamaños, valiéndome para ello de un improvisado aparato que manejaba desde fuera de la cueva. Descubrí que el sonido podía oírse a distancias sorprendentes desde el exterior de la cueva. Utilizando un sencillo sismómetro, descubrí que podía captar vibraciones claras a varios kilómetros de distancia. Finalmente, dejé caer una serie de guijarros, uno tras otros, y el efecto fue acumulativo.

—¿Y fue ése el día en que se oyeron sordos rumores por todo el mundo? —pregunté.

—Efectivamente —respondió—. No se halla usted tan infradotado mentalmente como parece. El planeta entero sonaba como una campana.

—He oído que terremotos especialmente intensos producen ese efecto.

—Sí, pero este «sáser» puede producir una vibración más fuerte que la de cualquier terremoto, y puede hacerlo en determinadas longitudes de onda; en una longitud de onda puede separar el contenido de las células…, por ejemplo, los ácidos nucleicos de los cromosomas.

Le miré pensativamente.

—Eso mataría a la célula.

—En efecto. Tal vez fuese eso lo que mató a los dinosaurios.

—He oído que fue la consecuencia de la colisión de un asteroide con la Tierra.

—Sí, pero para que una colisión ordinaria produjera ese resultado, el asteroide en cuestión tendría que ser enorme. De diez kilómetros de diámetro. Y habría que suponer que la estratosfera se llenaría de polvo, un invierno de tres años, y alguna forma de explicar por qué unas especies se extinguieron y otras no, de la manera más ilógica. Supongamos, por el contrario, que fue un asteroide mucho más pequeño el que chocó contra un «sáser» y desintegró las células con su vibración sonora. Tal vez el noventa por ciento de las células del mundo quedase destruido en cuestión de minutos, sin que se produjera absolutamente ningún efecto importante en el medio ambiente planetario. Unas especies lograrían sobrevivir; otras, no. Todo dependería de los detalles internos de la estructura comparada del ácido nucleico.

—¿Y ésa —dije, con la desagradable sensación de que aquel fanático estaba hablando en serio— es el arma que el Señor ha puesto en sus manos?

—Exactamente —dijo—. He calculado las longitudes de onda exactas del sonido producido por diversas formas de golpear el «sáser», y ahora estoy tratando de determinar qué longitud de onda concreta desintegraría los ácidos nucleicos humanos.

—¿Por qué humanos? —pregunté.

—¿Por qué no humanos? —preguntó él, a su vez—. ¿Qué especie está abarrotando el planeta, destruyendo el entorno, erradicando a otras especies, llenando de contaminantes químicos la biosfera? ¿Qué especie destruirá la Tierra y la hará totalmente inviable en cuestión tal vez de décadas? A buen seguro, ninguna otra que el
Homo sapiens
. Si logro encontrar la longitud de onda sónica correcta, puedo golpear mi «sáser» de la manera apropiada y con la fuerza adecuada para bañar la Tierra en vibraciones sónicas que, en cuestión de un día, más o menos, pues el sonido necesita tiempo para viajar, destruyan a la Humanidad, sin afectar apenas a otras formas de vida provistas de ácidos nucleicos de estructura interna diferente.

—¿Está usted dispuesto a aniquilar a miles de millones de seres humanos?

—Soy un geólogo creacionista, señor —respondió gravemente West.

Lo comprendí todo.

—Ah —dije—, y el Señor prometió que jamás volvería a enviar un Diluvio sobre la Tierra, pero no dijo nada acerca de ondas sonoras.

—¡Exactamente! Los miles de millones de muertos fertilizarán y harán fructificar la Tierra, servirán de alimento a otras formas de vida que han sufrido mucho a manos de la Humanidad y merecen recompensa. Es más, sin duda un resto de Humanidad sobrevivirá. Tiene que haber algunos seres humanos que posean ácidos nucleicos de un tipo que no sea sensible a las vibraciones sónicas. Ese resto, bendecido por el Señor, puede empezar de nuevo, y quizás haya aprendido una lección sobre el mal del Mal, por así decirlo.

—¿Por qué me está contando todo esto? —le pregunté. Y, en efecto, me parecía extraño que lo hiciese.

Se inclinó hacia mí, me agarró por la solapa de la chaqueta —una experiencia sumamente desagradable, pues su aliento resultaba difícil de soportar— y dijo:

—Tengo la certeza interior de que usted puede ayudarme en mi trabajo.

—¿Yo? —exclamé—. Le aseguro que no tengo el más mínimo conocimiento acerca de longitudes de onda, ácidos nucleicos y… —Sin embargo, luego, recapacitando rápidamente, dije—: Pero, ahora que lo pienso, tal vez tenga exactamente lo que usted necesita.

Y con voz más ceremoniosa, con la señorial cortesía que es una de mis características, le dije:

—¿Me haría el honor de esperarme unos quince minutos, señor?

—Ciertamente, señor —respondió con igual ceremonia—. Me ocuparé en realizar nuevos y abstrusos cálculos matemáticos.

Mientras salía apresuradamente del vestíbulo, le alargué un billete de diez dólares al encargado del bar y le dije en un susurro:

—Asegúrese de que ese caballero, por llamarlo algo, no se marcha antes de que yo vuelva. Si es absolutamente necesario, sírvale de beber y cárguelo en mi cuenta.

Nunca dejo de llevar encima los ingredientes que utilizo para hacer aparecer a Azazel, así que a los pocos minutos lo tenía sentado sobre la lámpara de la mesilla de noche de mi habitación, bañado en su habitual resplandor sonrosado.

Con su aguda vocecilla, dijo severamente:

—Me has interrumpido cuando me hallaba dedicado a construir un
pasmaratso
con el que esperaba ganarme el corazón de una linda
samini
.

—Lo siento, Azazel —respondí, esperando que no me entretuviera describiéndome la naturaleza del
pasmaratso
o los encantos de la
samini
, cosas ambas que no me interesaban lo más mínimo—, pero tengo aquí una emergencia extrema.

—Siempre dices eso —replicó malhumorado.

Le expuse apresuradamente la situación, y debo decir que en seguida se hizo cargo. Es muy eficaz en ese sentido, y nunca necesita largas explicaciones. Yo creo que atisba en el interior de mi mente, aunque él siempre me asegura que considera inviolables mis pensamientos. No obstante, ¿hasta qué punto se puede confiar en un demonio de dos centímetros de estatura que, según propia confesión, constantemente está tratando de hacerse con lindas
samini
—sean lo que fueren— valiéndose de las tretas menos honorables? Además, no estoy seguro de si dice que considera mis pensamientos inviolables o insoportables, pero eso no viene al caso.

—¿Dónde está ese ser humano del que hablas? —chirrió.

—En el vestíbulo. Se encuentra…

—No te preocupes. Seguiré el aura de podredumbre moral. Creo que ya lo tengo. ¿Cómo identifico al ser humano?

—Pelirrojo, ojos claros…

—No, no. Su mente.

—Un fanático.

—Ah, podías haberlo dicho antes. Ya lo tengo…, y voy a necesitar un buen baño de vapor cuando vuelva a casa. Es peor que tú.

—Eso no importa. ¿Está diciendo la verdad?

—¿Sobre el «sáser»? Que, dicho sea de paso, es una idea ingeniosa.

—Sí.

—Bueno, ésa es una pregunta difícil. Como le suelo decir a un amigo mío que se considera un gran líder espiritual: ¿Qué es la verdad? Te diré una cosa; él lo considera verdad. Cree en ello. Sin embargo, lo que un ser humano crea, por grande que sea el ardor con el que lo haga, no necesariamente tiene que ser verdad objetiva. Probablemente habrás encontrado indicaciones de esto a lo largo de tu vida.

—Sí. Pero ¿no existe alguna forma en que puedas distinguir la creencia que se deriva de la verdad objetiva y la que no?

—En las entidades inteligentes, desde luego. En los seres humanos, no. No obstante, al parecer, consideras que ese hombre constituye un peligro enorme. Puedo reordenar algunas de las moléculas de su cerebro, y entonces estará muerto.

—No, no —exclamé. Tal vez sea una estúpida debilidad por mi parte, pero soy contrario al asesinato—. ¿No podrías reordenar las moléculas de tal modo que pierda todo recuerdo del «sáser»?

Azazel lanzó un leve suspiro.

—Eso en realidad es mucho más difícil. Esas moléculas son pesadas y se mantienen adheridas. ¿Por qué no una ruptura limpia…?

—Insisto —dije.

—Oh, muy bien —se resignó Azazel hoscamente, y a continuación se entregó a una letanía de jadeos y bufidos destinada a mostrarme lo intensamente que estaba trabajando. Por último, dijo—: Ya está.

—Bien, espera aquí, por favor. Sólo quiero comprobarlo, y vuelvo en seguida.

Bajé apresuradamente, y Hannibal West continuaba sentado donde le había dejado. El encargado del bar me hizo un guiño cuando pasé a su lado.

—No ha sido necesario servirle más bebida, señor —dijo aquella honrada persona, y le di cinco dólares más.

West me miró alegremente.

—¿Ya ha vuelto?

—Sí, en efecto —respondí—. Muy perspicaz por su parte, al darse cuenta. Tengo la solución al problema del «sáser».

—¿Al problema de qué? —preguntó, claramente desconcertado.

—El objeto que descubrió usted en el curso de sus exploraciones espeleológicas.

—¿Qué son las exploraciones espeleológicas?

—Sus investigaciones de cuevas.

—Señor —dijo West, frunciendo el ceño—. En toda mi vida nunca he estado en una cueva. ¿Está usted loco?

—No, pero acabo de recordar que debo asistir a una importante reunión. Adiós, señor. Es probable que no volvamos a vernos nunca.

Me dirigí a toda prisa a la habitación, jadeando ligeramente, y encontré a Azazel tarareando por lo bajo alguna melodía de éxito entre las entidades de su mundo. En realidad, sus gustos en lo que ellos llaman música son atroces.

—Ha perdido la memoria —dije—, y espero que de manera permanente.

—Naturalmente —respondió Azazel—. Ahora el siguiente paso es ocuparnos del propio «sáser». Su estructura debe de estar organizada de modo muy delicado y preciso, si en verdad puede amplificar el sonido a expensas del calor interno de la Tierra. Es probable que una pequeña ruptura en algún punto clave, cosa que tal vez esté dentro de mis grandes poderes, pueda destruir toda actividad del «sáser». ¿Dónde se encuentra situado exactamente?

Le miré estupefacto.

—¿Cómo voy a saberlo?

Es posible que él también me mirase estupefacto, pero nunca puedo distinguir expresiones en su diminuto rostro.

—¿Quieres decir que me has hecho borrar su memoria «antes» de obtener esa información vital?

—No se me ocurrió —dije.

—Pero si el «sáser» existe, si su creencia se hallaba basada en la verdad objetiva, alguien puede tropezar con él, o hacerlo un animal de gran tamaño, o podría recibir el impacto de un meteorito, y en cualquier momento, de día o de noche, podría quedar aniquilada toda vida sobre la Tierra.

—¡Santo Dios! —murmuré.

Mi consternación debió de conmoverle, pues dijo:

—Vamos, vamos, amigo mío; míralo por el lado bueno. Lo peor que puede suceder es que sean destruidos los seres humanos. Sólo seres humanos. No es como si se tratase de «personas».

Una vez terminado su relato, con tono abatido, George dijo:

—O sea, que ya ves. Tengo que vivir con el conocimiento de que el mundo puede llegar a su fin en cualquier momento.

—Tonterías —dije sinceramente—. Aunque sea verdad, lo que me has contado acerca de ese Hannibal West, cosa que, si me perdonas, no es en absoluto segura, puede que, simplemente, padeciera una alucinación.

Durante unos instantes, George me miró con altivez; luego, dijo:

—Yo no tendría tu desagradable tendencia al escepticismo ni por la más hermosa
samini
del mundo natal de Azazel. ¿Cómo explicas esto?

Sacó un pequeño recorte de su cartera. Era del
New York Times
del día anterior y se titulaba «Un sordo rumor». Informaba de un sordo rumor que estaba inquietando a los habitantes de Grenoble, en Francia.

—Una explicación, George —dije—, es que viste este artículo e inventaste toda la historia para que encajase con él.

Por un momento, pareció como si George fuera a estallar de indignación, pero cuando recogí la elevada cuenta que la camarera había depositado entre nosotros sobre la mesa, se suavizó y nos despedimos amistosamente con un apretón de manos.

Sin embargo, debo confesar que desde entonces no he dormido bien. Me sigo levantando, aguzando el oído para escuchar el sordo rumor que juraría que me ha despertado.

Salvando a la humanidad

Una noche, mi amigo George, suspirando de manera lúgubre, dijo:

—Tengo un amigo que es un
klutz
.

Moví afirmativamente la cabeza, con aire enterado.

—Dios los cría…

George me miró con asombro.

—¿Qué tiene que ver Dios con esto? Es extraordinaria tu habilidad para cambiar de tema. Supongo que es consecuencia de tu inteligencia, absolutamente deficiente…, que menciono con compasión, no como reproche.

—Bien, bien —dije—, como quiera que sea, cuando hablas de tu amigo el
klutz
, ¿te estás refiriendo a Azazel?

Azazel es el demonio o el ser extraterrestre (elija) de dos centímetros de estatura acerca del cual George está hablando constantemente, cosa que sólo deja de hacer en respuesta a una pregunta directa. Con voz glacial, dijo:

—«Azazel» no es un tema de conversación y no comprendo cómo has llegado a oír hablar de él.

—Dio la casualidad de que estaba a menos de un kilómetro de ti —repuse.

George no me hizo caso, sino que dijo:

—De hecho, la primera vez que oí la nada eufónica palabra
klutz
fue en una conversación con mi amigo Menander Block. Me temo que tú no le conoces, pues es un universitario y, por lo tanto, bastante selectivo en sus amistades, cosa que, observándote a ti, difícilmente se le puede censurar.

La palabra
klutz
aludía, según me dijo, a una persona torpe y desmañada.

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