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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

Azteca (118 page)

BOOK: Azteca
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Yo dije: «No. Todavía estoy al mando. Yo mandaré lo que se debe hacer en Yanquitlan».

El viejo asintió, luego levantó la voz y les gritó a los guerreros que estaban hacinados en el camino: «¡Vosotros, hombres! Romped filas y desparramaos a lo largo de la orilla del río, para hacer una escaramuza. ¡Moveos!».

«¡Dime qué pasó! —gritaba llorando Beu y retorciéndose las manos—. ¡Dime qué vamos a hacer!».

«Nada —grazné—. Tú no vas a hacer nada, Beu. —Y traté de tragar el nudo que tenía en la garganta y parpadeé con fuerza para dejar mis ojos sin lágrimas e hice todo lo posible por pararme derecho y ser fuerte—. Tú no harás nada más que quedarte aquí, en este lado del río. Cualquier cosa que oigas desde aquí, sin importar el tiempo que pase, no te muevas hasta que venga por ti».

«¿Que me quede aquí sola? ¿Con eso?», y apuntó el cadáver del hombre. Yo le dije: «No temas a ése, más bien siente felicidad por él. Fui muy rápido en mi primer impulso de cólera. A éste le di un descanso rápido».

Siempre Enojado gritó: «¡Hombres, avanzad en línea de escaramuza y cruzad el río! De ahí en adelante no hagáis ningún ruido. Cerraos en un círculo sobre el área de la aldea. No dejéis que nadie escape, sino que rodead y luego esperad órdenes. Vamos, Mixtli, si piensas que debes venir».

«Debo ir», dije y fui el primero que vadeé el río.

Nochipa había dicho que bailaría para la gente de Yanquitlan y era eso lo que ella estaba haciendo, pero no era esa danza bella y modesta que siempre le había visto hacer. En el crepúsculo color púrpura, entre el atardecer y la luz de los fuegos, podía verla totalmente desnuda bailando sin gracia, con sus piernas indecente y groseramente abiertas, mientras movía por encima de su cabeza las dos varas blancas, que ocasionalmente dejaba caer sobre alguna persona que hiciera cabriolas cerca de ella.

Aunque no lo deseaba, levanté mi topacio para verla más claramente. Lo único que llevaba puesto era el collar de topacios que le había regalado cuando tenía cuatro años, y al que le había añadido una nueva piedra luciérnaga en cada uno de sus ocho cumpleaños siguientes, los pocos, muy pocos cumpleaños que ella tuvo. Su cabello usualmente brillante, colgaba en sus espaldas enmarañado y opaco. Sus pechos se veían como pequeños montecillos y sus caderas todavía no estaban bien formadas, pero entre sus muslos, en donde su
tipili
de doncella debía estar casi invisible, había una abertura en su piel y de ella sobresalían colgando flojamente un
tepuíi
de hombre y se zarandeaban sus bolsitas de
ololtin
. Las varas blancas que movía, eran sus propios huesos, los de sus muslos, pero las manos que los agarraban eran de hombre y sus propias manos medio cortadas colgaban golpeando las muñecas de él.

Un grito de alegría salió de la gente, cuando yo me paré en medio de ellos, que bailaban alrededor de esa cosa danzante que había sido mi hija. Ella había sido una niña, una niña que parecía un destello de luz, y ellos la habían convertido en una carroña. Esa efigie de Nochipa vino danzando hacia mí, con un hueso brillante extendido hacia mí, como si me quisiera dar un golpecito de bendición antes de que yo la abrazara, con el abrazo de un padre amante. Esa cosa obscena se fue acercando lo suficientemente hasta que pude ver que sus ojos no eran los de Nochipa. Entonces sus pies que danzaban vacilaron y finalmente se detuvieron ante mi mirada de rabia y repulsión, y cuando se detuvo, lo mismo hizo toda la alegre multitud, dejando de moverse, de hacer cabriolas, cesando todo ruido de alegría y la gente empezó a mirar con miedo, a mí y a los guerreros que cercaban el sitio. Esperé hasta que nada podía oírse, excepto el ruido producido por los fuegos ceremoniales. Entonces dije, sin dirigirme a nadie en particular:

«Coged a esta asquerosa criatura… pero cogedla con suavidad, pues lleva los restos de lo que una vez fue una niña viva».

El pequeño sacerdote que llevaba puesta la piel de Nochipa, me miraba parpadeando sin poder creerlo, luego dos de mis guerreros lo cogieron. Los otros cinco o seis sacerdotes de la caravana, vinieron hacia mí, abriéndose paso a codazos entre la multitud y gritando enojados porque había interrumpido la ceremonia. Yo los ignoré y dije a los hombres que tenían agarrado al que representaba al dios:

«La piel de su rostro fue separada de su cabeza. Tomad esa piel del rostro de éste, con mucho cuidado, y llevadla reverentemente hacia el fuego que está allá, rezad una pequeña oración porque ella un día le dio belleza y quemadla. Traedme el collar de ópalo que llevaba puesto».

Yo volví mi rostro mientras hacían eso. Los otros sacerdotes volvieron a gritar de rabia, cada vez más indignados, hasta que Siempre Enojado les gritó tan amenazadoramente que se quedaron quietos y tan dóciles como la multitud inmóvil.

«Ya está hecho, Campeón Mixtli», dijo uno de mis hombres, alargándome el collar, algunas de cuyas piedras estaban manchadas con la sangre de Nochipa. Me volví otra vez hacia el sacerdote cautivo. Ya no mostraba las facciones de mi hija ni su pelo, sino su propia cara crispada por el miedo.

Yo dije: «Tendedlo sobre el suelo con los brazos y las piernas extendidos y tened cuidado de no poner vuestras rudas manos sobre la piel de mi hija. Clavad con estacas sus manos y sus pies al suelo».

Él era, como todos los demás sacerdotes, un hombre joven y gritó como un niño cuando la primera estaca entró dentro de su mano izquierda. Gritó las cuatro veces, mientras los otros sacerdotes y la gente de Yanquitlan se movían y murmuraban aprensivamente, y con razón, sobre el destino que les estaba reservado, pero todos mis guerreros tenían listas sus armas y ninguno de ellos se atrevió a ser el primero en huir. Yo miré hacia la grotesca figura que yacía en el suelo, retorciéndose bajo las cuatro estacas que mantenían bien abiertas sus extremidades. Los jóvenes pechos de Nochipa levantaban sus pezones puntiagudos hacia el cielo, pero los genitales del hombre sobresalían de entre sus piernas, flácidos y arrugados.

«Preparad agua con cal —dije—. Usad bastante cal, para que se concentre bien y empapad la piel con ella. Seguid mojando la piel toda la noche, hasta que quede bien penetrada de cal. Luego esperaremos a que el sol salga».

Siempre Enojado asintió aprobando. «¿Y los otros? Esperamos sólo tus órdenes, Campeón Mixtli».

Uno de los sacerdotes, impelido por el terror, se echó hacia adelante, hacia nosotros y, cayendo de rodillas delante de mí con sus manos llenas de sangre cogiendo la orilla de mi manto, dijo: «Campeón, fue con su permiso que nosotros celebramos esta ceremonia. Cualquier otro hombre aquí, se hubiera sentido feliz porque su hijo o hija hubiera sido escogido para esa personificación, pero era la suya la que mejor reunía todas las cualidades. Una vez que ella hubiera sido escogida por toda la población y aprobada por los sacerdotes del pueblo,
usted no habría podido rehusar ceder
su hija para la ceremonia».

Yo me le quedé mirando y él bajó su mirada, pero luego dejó caer: «Por lo menos… en Tenochtitlan… usted no habría podido rehusar». Él se cogió de mi manto otra vez y dijo implorante: «Ella era virgen, como se requería, pero también era lo suficientemente madura como para funcionar como mujer, como ella hizo. Usted mismo me dijo, Jefe Campeón: haga todas las cosas que los dioses requieran. Así es que ahora la Muerte-Florida de su hija ha bendecido a su pueblo, a su nueva colonia y ha asegurado la fertilidad de esta tierra. Usted no hubiera podido impedir esa bendición. Créame, Jefe Campeón, ¡sólo deseábamos honrar a… Xipe Totee, a su hija… y a usted!».

Le di un golpe que le hizo caer de lado, luego dije a Qualanqui: «¿Estás familiarizado con todos los
honores
que tradicionalmente se le ofrecen a Xipe Totee?».

«Lo estoy, amigo Mixtli».

«Bien, entonces tú sabes todo lo que le hicieron a la pura e inocente Nochipa. Que les hagan a todos estos mugrosos las cosas que ellos le hicieron a Nochipa. Hazlo a tu manera, como más te plazca, tienes suficientes guerreros para ello. Déjalos que se diviertan todo lo que quieran, no hay prisa. Déjalos que inventen cosas y que hagan todo a su placer. Pero cuando terminen, no quiero a nadie…
nada
… vivo en Yanquitlan».

Ésa fue la última orden que di allí. Siempre Enojado se hizo cargo de todo. Él se volvió y ladró órdenes específicas y la multitud aulló como si ya estuviera en agonía, pero los guerreros se movieron con rapidez para cumplir con las instrucciones. Varios de ellos reunieron rápidamente a un grupo de hombres adultos, separándolos del resto y los mantuvieron así a punta de espada. Los otros guerreros dejaron sus armas, se desvistieron y empezaron a trabajar… o a jugar… y cuando alguno de ellos se cansaba, cambiaba su lugar con otro de los que hacían guardia.

Yo miré durante toda la noche, pues los grandes fuegos mantuvieron la noche iluminada hasta el amanecer. Sin embargo, no veía realmente lo que estaba sucediendo ante mis ojos, ni sentía orgullo por ello, ni satisfacción ante mi venganza. No estaba prestando atención a los gritos, bramidos y gemidos y otra clase de sonidos líquidos ocasionados por las violaciones y la destrucción; sólo veía y oía a Nochipa que danzaba grácilmente enfrente del fuego, que cantaba melodiosamente como sólo ella sabía hacerlo, acompañada por una sola flauta. Lo que Qualanqui había ordenado, lo que realmente ocurrió fue esto. Todos los niños muy pequeños, y los bebés, fueron cortados en pedacitos por los guerreros, mientras sus padres eran obligados a observar, llorando, maldiciendo y bramando. Luego toda la población, niños, jóvenes, adultos y ancianos, de ambos sexos, fueron violados hasta morir. Mientras unos eran violados los otros observaban, y cuando unos ya no servían, eran dejados a un lado agonizantes, mientras otros eran utilizados. He mencionado que los sacerdotes eran también jóvenes, así es que sirvieron a los guerreros igualmente. El único sacerdote que estaba estacado en el suelo, miraba, gemía y veía con terror sus partes privadas expuestas; pero aun dentro de esa turbulenta lascivia, los tecpaneca comprendían que ese hombre no debía ser tocado, así es que no lo hicieron.

Todo eso fue hecho con cierto orden, pues los guerreros primero utilizaron a todos los jóvenes, luego de una forma u otra vaciaron todo lo que les quedaba de apetito, al violar a las mujeres adultas y aun a dos o tres abuelas que habían hecho el viaje. Los hombres mientras tanto, eran obligados a observar cómo eran violadas hasta morir sus esposas, hijas, hermanas, hermanos, hijos, madres. Al día siguiente, cuando el sol ya estaba en todo lo alto, Siempre Enojado ordenó que soltaran al grupo de hombres que tenían cercado. Ellos, los esposos, los padres, los tíos, de esas ruinas humanas, fueron alrededor del campo dejándose caer sobre tal o cual cuerpo desnudo, roto, cubierto de sangre, de babas y de
omícetl
. Algunos todavía vivían y vivieron para ver cómo los guerreros, a otra orden de Qualanqui, agarraban otra vez a sus padres, esposos y tíos. Entonces los tecpaneca utilizaron sus cuchillos de obsidiana, amputando, y haciendo que los hombres abusaran de sí mismos con sus partes amputadas, mientras yacían sangrando hasta morir.

Mientras tanto, el sacerdote estacado había estado muy quieto, esperanzado quizás, a ser olvidado. Pero cuando el sol se levantó un poco más, comprendió que le esperaba una muerte mucho más horrible de la que tuvieron todos los demás, pues la piel de Nochipa empezó a tomar venganza. La piel, totalmente saturada con agua de cal, empezó a contraerse al secarse lenta pero inexorablemente. Lo que habían sido los pechos de Nochipa, gradualmente se fue aplanando, conforme la piel se apretaba abrazando el pecho del sacerdote. Empezó a jadear y a ahogarse, y quizás hubiera deseado expresar su terror por medio de un grito, pero trataba de agarrar todo el aire que podía inhalar, sólo para poder vivir un poquito más.

Y la piel continuó estrechándose inexorablemente y empezó a impedir el movimiento de la sangre en el cuerpo. Lo que había sido el cuello, las muñecas, y los tobillos de Nochipa, estrecharon sus aberturas agarrotándolo lentamente. La cara, las manos y los pies del hombre se empezaron a hinchar y a ponerse negros y en un feo color púrpura. Por sus labios extendidos salió al fin un sonido: «ugh… ugh… ugh…», y se fue ahogando gradualmente. Mientras tanto, lo que había sido la pequeña
tipili
de Nochipa, se constriñó más virginalmente, apretándose fuertemente a los genitales del sacerdote. Su saco de
ololtin
se hinchó, hasta tener el tamaño de una pelota de
tlachtli
y su
tepuli
engordó tanto y se puso tan largo y tieso, que era más grande que mi antebrazo.

Los guerreros vagaban alrededor del área, inspeccionando cada cuerpo para asegurarse de que estaba muerto o agonizante. Los tecpaneca no mataron piadosamente a los que estaban vivos, sino que solamente se aseguraron de que morirían cuando los dioses lo quisieran, para no dejar nada, ni nadie, vivo en Yanquitlan, como yo lo había ordenado. Nada nos detenía más allí, como no fuera quedarnos a ver cómo moría el sacerdote que quedaba. Así es que mis cuatro viejos compañeros y yo nos pusimos a observar cómo agonizaba, cada movimiento de estiramiento, cada jadeo de su pecho, mientras la piel que le constreñía hacía que su torso y sus miembros se tornaran cada vez más flacos, y sus extremidades visibles cada vez se vieran más largas. Sus manos y sus pies parecían pechos negros, pero llenos de tetas también negras, su cabeza parecía una negra calabaza ya sin forma. Él encontró todavía un poco de aire, como para dar un último y fuerte grito, cuando su rígido
tepuli
no pudo contener más la presión y estalló rompiendo su piel, quedando en pedazos y saliéndole sangre negra.

Aunque todavía vivía, de hecho ya estaba acabado y nuestra venganza concluida. Siempre Enojado ordenó a los tecpaneca prepararlo todo para empezar el viaje, mientras los otros tres viejos vadeaban el río conmigo, para regresar a donde habíamos dejado a Beu Ribé que nos estaba esperando. Silenciosamente le mostré los ópalos manchados de sangre. No sé qué fue lo que ella oyó, o vio o adivinó, y tampoco sé qué aspecto presentaba yo en ese momento, pero ella me miró con ojos llenos de horror, piedad, reproche y pena, pero sobre todo horror, y por un instante retrocedió ante la mano que le tendía.

«Ven, Luna que Espera —dije con dureza—. Te llevaré a casa».

I H S

S. C. C. M.

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