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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

Azteca (115 page)

BOOK: Azteca
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Nochipa se movió en mis piernas para poder mirarme a la cara. «Oh, eres muy tonto, padre. ¿Por qué?».

Yo le dije: «No lo sé realmente. —Y en verdad no lo sabía—. Ahora quédate quieta. Ya eres bastante pesada sin moverte».

Aunque mi hija acababa de cumplir los doce años y ya había tenido su primer sangrado, por lo que llevaba los vestidos de mujer, y se empezaba a formar muy bien, con las curvas y las formas de la mujer, no había heredado —gracias a los dioses— la estatura de su padre, o no hubiera soportado tenerla encima y estar sentado sobre la piedra dura. El sacerdote de Tláloc recitó invocaciones y oraciones especiales y quemó incienso, todo ello demasiado largo y tedioso, hasta que al fin lanzó muy alto la pelota para que el primer juego empezara. No intentaré, mis señores escribanos, contarles cada bote y rebote de la pelota, pues ustedes desconocen las complejas reglas del
tlachtli
y no podrían, por lo tanto, apreciar las partes más importantes del juego. El sacerdote se escurrió fuera del patio como un negro escarabajo, dejando solos a Nezahualpili y a Motecuzoma, y a los dos encargados de las metas, cada uno al lado opuesto del patio, pero esos hombres se mantenían inmóviles, excepto cuando el juego requería que ellos movieran los yugos para marcar puntos. Esas cosas, los bajos arcos movibles por donde los jugadores debían tratar de pasar la pelota, no estaban hechos de piedra como de ordinario lo eran en todos los patios de juego de pelota. Los yugos, como los anillos verticales que pendían de las paredes, estaban hechos del más fino mármol, al igual que las paredes. Tanto los anillos como los yugos estaban elaboradamente esculpidos, pulidos y pintados con brillantes colores. Incluso la pelota había sido trenzada especialmente para esa contienda, con las tiras del más ligero
oli
, cuyas tiras se entrelazaban en los colores verde y azul.

Cada uno de los Venerados Oradores llevaba un yelmo de cuero acolchado que cubría su cabeza y sus orejas, asegurado por unos cordones que cruzaban su cabeza y se remataban en la barbilla; pesadas rodilleras y coderas de piel en forma de discos; un apretado taparrabo acolchado y voluminoso que llevaba a la altura de las caderas un ceñidor de piel. Como ya he mencionado, los protectores que llevaban en la cabeza tenían los colores de Tláloc —azul para Nezahualpili y verde para Motecuzoma—, pero, aun sin esa distinción y sin la ayuda de mi topacio, no hubiera tenido ninguna dificultad en distinguir a los dos oponentes. Entre todas esas cosas acojinadas, se podía ver el cuerpo liso, firme y musculoso de Motecuzoma. En cambio, Nezahualpili estaba flaco, encorvado y se le veían las costillas. Motecuzoma se movía con facilidad, con la misma elasticidad de las tiras de
oli
y la pelota fue de él desde el momento en que el sacerdote la lanzó. Nezahualpili se movía tosca y desmañadamente; era una pena verlo tratar de dar caza a su adversario que huía, tratando de agarrarlo como si fuera la sombra de Motecuzoma. Sentí un codazo en mi espalda; me volví para ver al Señor Cuitláhuac, el hermano más joven de Motecuzoma y el comandante de todos los ejércitos mexica. Él me sonrió burlonamente; él era uno con los que había apostado una fuerte cantidad en polvo de oro.

Motecuzoma corría, saltaba, flotaba, volaba. Nezahualpili se afanaba siguiéndolo jadeante, su calva estaba cubierta de sudor bajo su yelmo. La pelota rebotaba con violencia de un lado a otro, pero siempre de Motecuzoma a Motecuzoma. De un lado a otro del patio, lanzaba la pelota hacia la pared en donde estaba parado con indecisión Nezahualpili, quien nunca era lo suficientemente rápido como para interceptarla, y la pelota rebotaba sobre la pared y aunque parezca imposible, sin importar en donde cayera, Motecuzoma siempre estaba allí para pegarle con un codo, o la rodilla o la cadera. Lanzaba la pelota como si fuera una flecha a través del yugo, como una jabalina o como un dardo, y siempre que pasaba al través, nunca tocaba sus lados de piedra, todas las veces anotando un golpe contra Nezahualpili, todas las veces levantando una ovación de todos los espectadores, con excepción hecha de mí, de Nochipa y de los cortesanos de Nezahualpili.

El primer juego lo ganó Motecuzoma. Él trotó por el patio como si fuera un joven venado, sin experimentar cansancio, sintiéndose invencible, y se dirigió hacia sus masajistas que después de atenderlo le dieron un refrescante
chocólatl
, después de lo cual él se quedó allí parado orgullosamente, listo para el siguiente juego, cuando el fatigado y sudoroso Nezahualpili apenas había alcanzado su asiento para descansar, entre sus masajistas. No-chipa se volvió hacia mí y me preguntó: «¿Nos vamos a quedar pobres, padre?». Y el Señor Cuitláhuac, que la oyó, soltó una carcajada, pero en cuanto se reanudó el juego, él ya no volvió a reír más.

Mucho tiempo después, los jugadores veteranos de
tlachtli
todavía seguían discutiendo varias explicaciones contradictorias, por lo que ocurrió después. Unos decían que el primer juego le había servido a Nezahualpili para calentar sus miembros. Otros decían que Motecuzoma había jugado sin prudencia en el primer juego, esforzándose demasiado y cansándose prematuramente. Y había muchas más teorías acerca de eso y por supuesto yo tenía la mía. Yo conocía a Nezahualpili por mucho tiempo y muy a menudo lo había visto así, como un patético viejo, raquítico, encorvado, un hombre como una semilla de cacao y con ese mismo color. Yo creo que lo que yo vi, en ese día del juego de
tlachtli
fue que Nezahualpili pretendió en el último momento esa decrepitud, cuando en son de burla le dio a Motecuzoma el primer juego.

Pero ninguna teoría, incluyendo la mía, podría considerar la maravilla que ocurrió entonces. Motecuzoma y Nezahualpili se encontraron cara a cara para el segundo juego y como Motecuzoma había ganado el anterior, le tocaba lanzar la pelota. Con su rodilla la mandó bien alto, en el aire y ésa fue la última vez que él tocó la pelota. Naturalmente que como él había ganado antes, todos los ojos estaban puestos en Motecuzoma, esperando que se moviera en un instante y estuviera exactamente en el lugar en donde iba a caer la pelota, antes de que su viejo oponente pudiera moverse haciendo crujir sus huesos. Sin embargo, Nochipa, por alguna razón estaba observando a Nezahualpili y fue su grito de entusiasmo lo que hizo que todos los espectadores se pusieran de pie, todos gritando y alborotando como si hubiera sido un volcán en erupción. La bola estaba bailando alegremente dentro del aro de mármol que colgaba en la pared norte del patio, como si se hubiera detenido allí lo suficiente como para ser admirada y luego cayó del otro lado, al lado opuesto de Nezahualpili, quien la había lanzado allí con uno de sus codos. Había un alboroto y un regocijo que fue del patio a las gradas de piedra y de allí continuó todavía más lejos. Motecuzoma se apresuró en abrazar a su oponente para felicitarlo, los guardametas y los masajistas se arremolinaban en torno a él saltando gustosos. El sacerdote de Tláloc llegó, danzando y brincando, al patio moviendo sus brazos delirante, proclamando probablemente que eso había sido un buen augurio de Tláloc, aunque sus palabras se perdieron por el griterío. Algunos espectadores, alegremente saltaron hacia el patio. El «
¡Ayyo!
» vociferante se oyó todavía más fuerte, tan fuerte que parecía romper los oídos, cuando la multitud reunida en la gran plaza, supo lo ocurrido en el patio del juego de pelota. Ya deben de haber comprendido ustedes, reverendos frailes, que Nezahualpili ganó el segundo juego; el haber hecho pasar la pelota por el anillo vertical del muro le hizo ganar, sin importar cuántos puntos pudo haber acumulado Motecuzoma.

Deben ustedes comprender que los espectadores estaban verdaderamente conmovidos, no sólo porque la pelota pasó por el aro, sino también por el hombre que hizo eso. Eso había sido una cosa tan rara, tan increíblemente rara, que realmente no sé cómo puedo explicarles lo raro que fue. Imagínense que ustedes tienen una pelota de duro
oli
del tamaño de sus cabezas, y un anillo de piedra cuyo diámetro es un poquito más grande que el de la pelota; ese anillo está tan alto como dos veces más la estatura de ustedes y puesto verticalmente. Traten de hacer pasar la pelota por ese agujero, sin usar las manos, sólo utilizando sus caderas, sus rodillas, sus codos o sus muslos. Un hombre puede tratar de hacerlo por días, sin hacer otra cosa, sin ser interrumpido o distraído y nunca lo logrará. En un juego, con los movimientos rápidos y la confusión, el que hace eso, realmente consigue una cosa milagrosa. Mientras la multitud dentro y fuera del patio continuaba aplaudiendo salvajemente, Nezahualpili tomaba un poco de
chocólatl
y sonreía modestamente, mientras Motecuzoma lo hacía aprobadoramente. Él pudo mandarle esa sonrisa porque lo único que tenía que hacer era ganar el siguiente juego, y la pelota que entró en el aro —sin importar que lo hubiera hecho su oponente— le podía asegurar que el día de su victoria sería recordado para siempre, y en ambas partes: en los archivos de deportes y en la historia de Tenochtitlan. Y fue recordado, todavía se recuerda, pero no con alegría. Cuando todo el tumulto se hubo apaciguado, los dos contrincantes comenzaron de nuevo el juego, esta vez tirando la pelota Nezahualpili. Él la mandó al aire de un rodillazo, hacia uno de los ángulos del patio, y en el mismo momento se movió rápidamente a donde él sabía que iba a caer la pelota y allí volvió a usar sus rodillas, una y otra vez, con gran precisión, hacia arriba y al través del aro de piedra que estaba arriba. Todo pasó tan rápido que yo creo que Motecuzoma no tuvo tiempo ni de moverse, y hasta Nezahualpili parecía no poder creer lo que había hecho. Esa pelota pasada otra vez por el anillo, dos veces seguidas, era más que una cosa maravillosa, más de lo que se había hecho en todos los anales de la historia del juego, era una consumación perfecta, real y extraordinaria.

Esa vez no se oyó ni un ruido de parte de los espectadores. Nosotros, ni siquiera nos movíamos, ni aun los ojos que los teníamos fijos, maravillados, sobre el Venerado Orador. Después, entre los espectadores se oyeron murmullos circunspectos. Algunos nobles murmuraban cosas llenas de esperanza, como que Tláloc estaba tan complacido con nosotros que él mismo había metido sus manos en el juego. Otros gruñían suspicaces: que Nezahualpili había hechizado los juegos y había ganado por obra de magia. Los nobles de Texcoco refutaban esa acusación, pero no en voz alta. Parecía como si nadie quisiera hablar en voz alta, y aun Cuitláhuac no gruñó audiblemente cuando me tendió un saquito de piel, muy pesado, lleno de polvo de oro. Nochipa me miraba muy solemnemente, como si sospechara que yo había adivinado secretamente las cosas que iban a suceder.

Sí, ese día gané una gran cantidad en oro, gracias a mi intuición, o a un vestigio de lealtad, o a cualquiera que fuera el motivo indefinible que hizo que pusiera mis apuestas sobre el que una vez fue mi señor. Pero daría todo ese oro si lo tuviera ahora, daría más que eso,
ayya
, miles y miles de veces más, si lo tuviera por
no
haber ganado ese día. Oh, no, señores escribanos, no sólo porque la victoria de Nezahualpili dio validez a sus predicciones sobre la invasión, que tarde o temprano llegaría por el mar. Yo ya creía en la posibilidad de ello, el rudo dibujo de los maya me había convencido. No, la razón por la cual siento una pesadumbre tan amarga, fue qué por el de haber ganado Nezahualpili esa contienda, cayó sobre mí y sobre los míos una inmediata tragedia.

Me vi envuelto en el problema, otra vez, casi inmediatamente después de que Motecuzoma furioso dejó el patio a grandes zancadas. De alguna manera, para cuando la gente empezó a dejar los asientos vacíos y la plaza en ese día, ellos sabían que en esa contienda estaban más que involucrados los dos Venerados Oradores, que había sido para probar las fuerzas de sus respectivos adivinos y oráculos. Todos se dieron cuenta de que la victoria de Nezahualpili dio crédito a sus profecías, y sabían cuáles eran ésas. Probablemente alguno de los cortesanos de Nezahualpili hizo saber esas cosas, tratando de apaciguar los rumores acerca de que su señor había ganado el juego por medio de hechicería. Lo único que sé con toda certeza, es que la verdad salió a relucir y que no fui yo quien lo hizo.

«Si usted no fue quien lo hizo —dijo Motecuzoma con voz fría y enojada—, si usted no ha hecho nada para merecer un castigo, entonces, claramente se ve que no lo estoy castigando».

Nezahualpili acababa de dejar Tenochtitlan y dos guardias de palacio me habían llevado ante el trono casi a la fuerza y el Venerado Orador me acaba de decir lo que me tenía reservado.

«Pero mi señor me ordena que guíe una expedición militar —protesté, haciendo a un lado todo el protocolo establecido en el salón del trono—. Y si eso no es un castigo, entonces es un destierro y yo no he hecho nada para…».

Él me interrumpió: «La orden que le he dado Campeón Águila Mixtli, es un experimento. Todos los presagios indican que las fuerzas que nos han de invadir, si es que llegan, lo harán por el sur. Necesitamos que usted fortalezca nuestras defensas del sur. Si su expedición tiene éxito, enviaré a otros campeones guiando otros grupos de emigrantes en esas áreas».

«Pero mi señor —persistí—, no sé nada acerca de cómo fundar y fortificar una colonia».

Él dijo: «Yo tampoco sabía cómo, hasta que se me ordenó hacer eso mismo en el Xoconochco, muchos años atrás. —No podía contradecirlo, yo había sido hasta cierto punto responsable de eso. Él continuó—: Usted llevará consigo a unas cuarenta familias, aproximadamente doscientas personas entre hombres, mujeres y niños. Todos ellos son campesinos que simplemente no disponen de suficientes tierras aquí, en medio de El Único Mundo. Usted establecerá a sus emigrantes en alguna tierra nueva al sur, y organice la construcción de una aldea decente y sus defensas. Aquí está el lugar que he escogido para eso».

El mapa que me mostró era uno de los que yo había dibujado, pero el área que apuntaba estaba sin ningún detalle, y nunca antes había visitado ese lugar.

Yo dije: «Mi Señor Orador, ese lugar está en las tierras de la gente teohuacana. Quizás ellos se resientan si son invadidos por una horda de extranjeros».

Sonriendo sin ningún humor, él me contestó: «Su viejo amigo Nezahualpili nos aconsejó que nos hiciéramos amigos de todos nuestros vecinos, ¿no es así? Una de sus tareas será convencer a los teohuacana de que usted llega como un buen amigo, dispuesto a defender celosamente su nación como la suya propia».

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