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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

Azteca (145 page)

BOOK: Azteca
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«¿De verdad? —dijo Motecuzoma visiblemente contento—. Si eso es cierto y si el
nanaua
ha afectado su cerebro, eso podría explicar muchas de sus acciones. Sólo un loco podría haber quemado esos barcos, con los que hubiera podido retirarse a salvo. Y si un hombre consumido por el
nanaua
es el guía de esos extranjeros, los otros deben de ser unos bichos con un intelecto todavía más pobre. Y usted, Mixtzin, díganos que sus armas no son tan terriblemente invencibles como otros lo han dicho. Saben, empiezo a pensar que hemos exagerado mucho el peligro que pueden suponer esos visitantes».

De pronto, Motecuzoma había cambiado de ánimo, de ese ánimo con que lo había visto por tanto tiempo, pero su rápido cambio, pasando de la melancolía a una alegre ligereza, no me impelió a imitarlo. Hasta entonces él había pensado en los hombres blancos como una amenaza, como dioses o mensajeros de los dioses y requiriendo de nosotros que les profesáramos todo respeto, amistad y probablemente hasta toda nuestra sumisión. Pero al oír mi información y la opinión de los doctores, estaba muy dispuesto a subestimar a los hombres blancos, como si no merecieran nuestra atención y preocupación. Esa actitud se me hacía tan peligrosa como la otra, pero como no podía decir eso con tantas palabras, sólo le dije:

«Quizá Cortés esté enfermo hasta el punto de estar loco, Señor Orador, pero un loco puede ser todavía más peligroso que un cuerdo. Hace solamente unos cuantos meses que esos bichos vencieron a unos cinco mil guerreros en las tierras de Cupilco».

«Pero los defensores de Cupilco no tienen nuestras ventajas. —No fue Motecuzoma quien habló, sino su hermano, el jefe guerrero Cuitláhuac—. Fueron al encuentro de los hombres blancos con la antigua táctica de combate cuerpo a cuerpo. Pero gracias a usted, Señor Mixtli, nosotros sabemos ahora algo acerca de las capacidades del enemigo. Si a la mayoría de mis guerreros les doy arcos y flechas, podremos estar fuera del alcance de sus armas de metal y escapar a las descargas de sus pesadas armas de fuego y podremos vencerlos con flechas más rápidas, que no podrán contestar con sus proyectiles».

Motecuzoma dijo con indulgencia: «Es de suponerse que un jefe de guerra hable de guerra, pero no veo en absoluto la necesidad de tener una guerra. Simplemente le mandaremos una orden al Señor Patzinca para que todos los totonaca dejen de ayudar a los hombres blancos, de proveerlos con comida, mujeres y otras comodidades. Los intrusos se cansarán muy pronto de estar comiendo sólo el pescado que puedan pescar por sí mismos, bebiendo sólo el jugo de los cocos y teniendo que sufrir un verano en las Tierras Calientes».

Fue su Mujer Serpiente, Tláctozin, quien contestó a eso: «Patzinca no parece estar muy inclinado a rehusarles nada a los hombres blancos, Venerado Orador. Los totonaca nunca se han regocijado de ser nuestros vasallos tributarios. Ellos preferirán cambiar de amos».

Uno de los emisarios que había ido conmigo a la costa dijo: «También, estos hombres blancos hablaron de otros hombres blancos, incontables, que viven en esas tierras de donde éstos llegaron. Si nosotros peleamos contra ellos y los vencemos o si se rinden por hambre, ¿cómo sabríamos cuándo otros más lleguen o cuántos llegarán o qué armas más poderosas traerán con ellos?».

La alegría de Motecuzoma se disipó. Sus ojos lanzaron una mirada de desasosiego alrededor, como si inconscientemente buscaran una forma de escapar, ya fuera de los hombres blancos ya de tomar una firme decisión, no lo sé. Pero su mirada cayó casualmente sobre mí, se me quedó mirando y luego me dijo: «Mixtzin, su agitación habla de impaciencia. ¿Qué es lo que usted podría decir a esto?».

Yo dije sin vacilar: «Quemar el único barco que les queda a los hombres blancos».

Algunos de los hombres que estaban en el salón del trono exclamaron: «¿qué?» o «¡deshonroso!». Otros dijeron cosas como: «¿atacar a los visitantes sin ninguna provocación?» y «¿empezar la guerra sin mandarles siquiera nuestras insignias de declaración de guerra?».

Motecuzoma con un gesto los silenció y volviéndose hacia mí sólo me dijo: «¿Por qué?».

«Antes de que nosotros dejáramos la costa, mi señor, ese barco fue cargado con todo el oro fundido y todos los demás regalos que usted les mandó. Pronto desplegará sus alas hacia ese lugar llamado Cuba o hacia el lugar llamado España o quizás irá directamente a presentarse con su Rey Don Carlos. Los hombres blancos estaban hambrientos de oro y los regalos de mi señor no los saciaron, sino que sólo excitaron más su apetito. Si le permite a ese barco partir, con la prueba de que aquí hay oro, nada nos podrá salvar de una inundación de hombres blancos, que vendrán cada vez más y más hambrientos de oro. Pero el barco está hecho de madera. Envíe sólo unos cuantos buenos guerreros mexica hacia esa bahía, mi señor, de noche y en canoas. Mientras pretenden pescar a la luz de las antorchas, se pueden aproximar lo suficiente como para prenderle fuego».

«¿Y luego? —dijo Motecuzoma mordiéndose un labio—. Cortés y sus hombres no podrán regresar a su tierra. Entonces,
ciertamente
que se vendrán para acá… y ciertamente que no vendrán con unas intenciones muy amistosas, no después de una acción tan hostil por nuestra parte».

«Venerado Orador —dije con cansancio—, ellos vendrán de todas maneras, sea lo que nosotros hagamos o dejemos de hacer. Y vendrán con sus dóciles totonaca para enseñarles el camino, para que les carguen todas sus provisiones durante la jornada, para asegurarse de que podrán sobrevivir al pasar esas montañas y a los encuentros con otras gentes. Pero también eso lo podemos prevenir. He tomado, cuidadosamente, nota de todo el terreno. Hay varias formas de ascender de las costa a las tierras altas y todas ellas llevan a través de pasos y desfiladeros muy angostos. En esos lugares tan apretados, a los hombres blancos no les servirán de nada sus caballos, sus cañones, sus arcabuces y aun sus armaduras de metal no serán una defensa. Unos cuantos y buenos guerreros mexica apostados en esos pasos, sin más armas que piedras, podrían convertir a cada uno de esos nombres en una pulpa».

Se oyó otro coro de exclamaciones horrorizadas, ante mi sugestión de que los mexica pudieran atacar escondidos como salvajes. Pero yo continué con voz más fuerte:

«Debemos detener esta invasión, aunque sea con los medios más desagradables, si eso es lo conveniente, o nunca más tendremos la esperanza de contener la invasión. Quizás el hombre Cortés al ser un loco nos facilitó el camino, sólo tenemos que quemar o destruir el barco que él no mandó quemar. Si ese barco mensajero nunca regresa a su Rey Don Carlos, si ninguno de los hombres blancos queda vivo y capacitado para hacer siquiera una balsa con que escapar, el Rey Don Carlos nunca sabrá qué pasó con esa expedición».

Se hizo un gran silencio en el salón del trono. Nadie quería ser el primero en comentar algo y yo traté de no impacientarme. Al fin Cuitláhuac dijo: «Es un consejo práctico, Señor Hermano».

«Es un consejo monstruoso —gruñó Motecuzoma—. Primero destruir el barco de los extranjeros y por ende empujarlos a que avancen tierra adentro y luego cogerlos indefensos en un ataque encubierto. Eso requerirá mucha meditación y consultarlo detenidamente con los dioses».

«¡Señor Orador! —dije con desesperación—. ¡Ese barco mensajero puede estar extendiendo sus alas en este momento!».

«Lo que indicaría —dijo imperativo— que los dioses así lo desean. Y por favor no agite de esa forma sus manos enfrente de mí».

En esos momentos mis manos deseaban estrangularlo, pero las contuve para que pareciera un gesto que indicaba que cedía resignadamente de mi propósito.

Él meditó en voz alta: «Si el Rey Don Carlos no llega a saber nada de este grupo, se imaginará que está en algún peligro y ese rey no vacilará en enviar una tropa para que los rescate o los refuerce. Quizás incontables barcos trayendo a incontables hombres blancos. Por la forma tan simple en que Cortés quemó sus diez barcos, aparentemente su Rey Don Carlos tiene una gran reserva de ellos. Me da la impresión de que Cortés es sólo la punta de una lanza que ya ha sido arrojada. Quizá lo más sabio sea tratar a Cortés con cautela y pacíficamente, por lo menos hasta que podamos determinar cuán pesada es la lanza que se apoya detrás de él. —Motecuzoma se levantó, como una señal para que nos retiráramos, y dijo mientras salíamos—: Pensaré en todo lo que se ha dicho aquí. Mientras tanto, enviaré a unos
quimîchime
a las tierras de los totonaca y a todas las tierras intermedias, para que me tengan informado de lo que los hombres blancos están haciendo».

Quimîchime
quiere decir ratón, pero esa palabra también la usábamos para decir espía. Entre toda la comitiva de esclavos que tenía Motecuzoma, estaban incluidos hombres de cada nación de El Único Mundo y los que eran de más confianza siempre los había utilizado frecuentemente para que espiaran en las tierras de donde ellos eran nativos, pues se podían infiltrar fácilmente y en completo anonimato entre su propia gente. Por supuesto que yo también en los últimos tiempos, había hecho el papel de espía en las tierras totonaca y he hecho ese trabajo en otras ocasiones… aun en algunos lugares en donde no hubiera podido pasar por un nativo del lugar… pero sólo era un hombre. Un hato completo de ratones, como el que había enviado Motecuzoma, podía cubrir más lugares y traer mucha más información.

Motecuzoma volvió a llamar a su presencia al Consejo de Voceros y a mí, cuando regresó el primer
quimichi
para informar que la casa flotante de los hombres blancos en verdad ya había desplegado sus alas y se había ido hacia el oeste perdiéndose de vista en el mar. Aunque me sentí desanimado al oír eso, seguí escuchando el resto del informe, pues el ratón había hecho un buen trabajo escuchando y observando, incluso había oído varias conversaciones traducidas.

El barco mensajero había partido con todos aquellos marineros que necesitaba y con otro hombre que había sido separado de la fuerza militar de Cortés, posiblemente encargado de entregar tanto los regalos y el oro, como el informe oficial de Cortés a su Rey Don Carlos. Ese hombre era el oficial Alonso, el que había tenido a Ce-Malinali, pero por supuesto no se había llevado consigo a esa joven mujer tan valiosa para ellos. Como era de esperar, Malintzin, como era llamada cada vez con más frecuencia, no se había sentido en lo más mínimo afectada por ello, sino que inmediatamente se convirtió en la concubina de Cortés aparte de ser su intérprete.

Con su ayuda, Cortés les dio un discurso a los totonaca. Les dijo que el barco mensajero regresaría con la orden de su rey de elevarlo de rango, pero que él se anticiparía a ello y que de ahí en adelante no debían llamarlo solamente por Capitán, sino por Capitán General y que también anticipándose a la orden de su rey, él le daba un nuevo nombre al Cem-Anáhuac, El Único Mundo. Todas las tierras de la costa que él ya tenía y todas las tierras que él descubriera en el futuro, se llamarían en lo sucesivo como La Capitanía General de la Nueva España. Por supuesto que esas palabras en español significaban muy poco para nosotros, sobre todo cuando el
quimichi
las dijo con su acento totonaca. Pero estaba lo suficientemente claro que Cortés, aunque fuese un loco digno de lástima o un hombre audaz quien actuaba incitado por las ambiciones de su consorte, se estaba atribuyendo tierras sin límites y pueblos incontables que ni siquiera había visto, sin haberlos conquistado por combate o por algún otro medio. Las tierras sobre las que él clamaba sus dominios incluían
las de nosotros
y los pueblos sobre los que él clamaba soberanía incluía
al nuestro
, los mexica.

Casi echando espuma por la boca ante ese ultraje, Cuitláhuac dijo: «Si ésa no es una declaración de guerra, Venerado Hermano, entonces nunca he oído una».

Motecuzoma dijo con incertidumbre: «Él no ha mandado todavía los regalos guerreros u otras insignias guerreras con esa intención».

«¿Esperarás hasta que él descargue sus estruendosos cañones sobre tus oídos? —demandó con impertinencia Cuitlahuac—. Obviamente él ignora nuestras costumbres de declarar la guerra. Quizás el hombre blanco lo haga sólo con palabras de desafío y presunción, como él lo ha hecho. Así es que enseñémosle a ese plebeyo engrandecido algunas buenas maneras.
Mandémosle
nuestros regalos de guerra, nuestras banderas y armas. Luego vayamos a la costa y ¡echemos de ella a ese insufrible jactancioso, empujándolo al mar!».

«Cálmate, mi hermano —dijo Motecuzoma—. Todavía él no ha molestado a nadie en estos lugares excepto a esos despreciables totonaca y aun a ellos sólo les ha hecho ruido. Por lo que a mí respecta, Cortés se puede quedar en la playa pavoneándose, poner su estado allí y romper el viento por ambos lados. Mientras tanto, hasta que él no haga nada, nosotros esperaremos».

I H S

S. C. C. M.

Santificada, Cesárea, Católica Majestad,

el Emperador Don Carlos, nuestro Señor Rey:

Estimada Majestad, nuestro Patrón Real, desde esta ciudad de México capital de la Mueva España, en la vigilia de la Fiesta de la Transfiguración, en el año de Nuestro Señor Jesucristo de mil quinientos treinta y uno, os saludo.

Aunque nunca recibimos de Vuestra Trascendental Majestad la orden de desistir en la copilación de esta crónica, ahora, nos, hemos completado ésta, pues el mismo narrador, el azteca, declara que ya no tiene más que contar, así es que vos encontraréis aquí anexado, el segmento final.

Mucho de la narración del indio, acerca de la Conquista y sus consecuencias, ya es conocido por Vuestra Eminente Majestad, por los informes enviados durante todos estos años por el Capitán General Cortés y otros oficiales que hicieron la crónica de esos sucesos en los que tomaron parte. Sin embargo, la narración de nuestro azteca más bien repudia la ostentación de la que hace gala el Capitán General, que tediosamente repite que «sólo él y un puñado de intrépidos soldados castellanos» conquistaron todo este continente sin ayuda. Está más allá de toda duda que ahora que nos y vos, Señor, podemos contemplar toda esta historia completa, ésta no se ha de parecer en nada a lo que Vuestra Majestad debió de haber imaginado, cuando con vuestra real cédula nos habéis ordenado principiarla. Y nos, difícilmente podremos reiteraros nuestra insatisfacción por lo que probó ser. No obstante, si ha servido por lo menos de alguna información a nuestro Soberano o le ha esclarecido algunos puntos diminutos y extraños, nos, trataremos entonces de persuadirnos que nuestra paciencia e indulgencia, así como el trabajo desagradable y sin descanso de nuestros escribanos, no se ha perdido por completo. Nos, oramos para que Vuestra Majestad, imitando al benigno Rey del Cielo, no tomará en cuenta estos volúmenes acumulados de valor trivial, sino que considerará la sinceridad con que nos, emprendimos este trabajo y el espíritu con que nosotros nos esforzamos por cumplirlo, y esperamos que Vos lo veáis y a nosotros también, desde ese aspecto indulgente.

BOOK: Azteca
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