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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

Azteca (28 page)

BOOK: Azteca
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Supongo que puesto que los días huecos eran por sí mismos de tan mal agüero, era lógico que las visitas que se quedaron en nuestra casa aquella noche, conversaran sobre el tema de augurios y presagios. Tlatli, Chimali y yo nos sentamos aparte y seguimos comparando nuestras respectivas escuelas, pero alcanzaba a oír retazos de las pláticas de nuestros mayores:

«Fue hace un año que ella pisó a su pequeña que estaba gateando en el piso de la cocina. Debí haberle dicho lo que ella estaba haciendo al
tonali
de la niña. Ésta no ha crecido ni dos dedos en un año entero desde que la pisó; va a ser una enana, esperad y lo veréis».

«Antes me burlaba, pero ya no, porque sé que son verdad las viejas historias sobre los sueños. Una noche soñé que una jarra de agua se había roto y al día siguiente mi hermano Xícama moría accidentado en la cantera, como recordaréis».

«Algunas veces los resultados calamitosos no suceden hasta pasado mucho tiempo y uno incluso puede haber olvidado cuál fue la acción descuidada que los provocó. Como aquella vez, hace ya años, en que avisé a Teoxihuítl para que tuviera cuidado con su escoba, pues la vi barrer encima del pie de su hijo que jugaba en el piso. Efectivamente, cuando el muchacho creció, se casó con una viuda casi tan vieja como su madre Teoxihuítl, lo que hizo de él el hazmerreír de la aldea».

«Una mariposa voló en círculos encima de mi cabeza, y hasta un mes más tarde no supe que en ese mismo día mi única hermana, Cueponi, había muerto en su casa de Tlacopan. Pero debería haberlo sabido por la mariposa, pues ella era mi más querida hermana y mi familiar más cercano».

No pude evitar el reflexionar en dos cosas. Una era que todo el mundo en Xaltocan, realmente hablaba de una manera muy poco refinada comparado con el náhuatl con el cual me había llegado a acostumbrar últimamente; la otra, que todos los augurios a que nuestras visitas se referían, parecían solamente presagiar nada más que mala fortuna, privaciones, miserias o adversidad. En ese momento me distrajo Tlatli diciéndome algo que había aprendido de su Señor Maestro de Escultura.

«Los humanos son las únicas criaturas que tienen narices. No, no te rías, Topo. De todas las cosas vivientes que esculpimos, solamente los hombres y las mujeres tienen narices que no son solamente parte de un hocico o de un pico, sino que se proyectan de la cara. Así que, como elaboramos nuestras estatuas con tantos detalles decorativos, mi maestro me ha enseñado a esculpir siempre a un humano con una nariz algo exagerada. De este modo cualquier persona viendo hasta la estatua más complicada y aun siendo un ignorante en arte, puede saber a primera vista que representa a un ser humano y no a un jaguar o a una serpiente o incluso a la cara de rana de la diosa del agua Chalchihuitlicue».

Asentí y guardé esa idea en mi memoria. Desde entonces hice lo mismo con mi escritura-pintada y muchos otros escribanos imitaron mi práctica de dibujar siempre a los hombres y a las mujeres con narices prominentes. En el caso de que nuestra gente esté condenada a desaparecer de la tierra, como los tolteca, confío en que nuestros libros sobrevivirán. Los futuros lectores de nuestra pintura escritura-pintada podrán interpretar que todos los habitantes de estas tierras eran aguilenos como los maya, pero no tendrán ningún problema en distinguir entre un rasgo humano y el de un animal, o el de los dioses con aspecto de animales.

«Gracias a ti, Topo, he ideado una firma única para mis pinturas —dijo Chimali sonriendo tímidamente—. Otros artistas firman sus obras con los glifos de sus nombres, pero yo uso esto». Me mostró una tabla de más o menos el tamaño de una sandalia, con innumerables astillas pequeñitas de aguda obsidiana incrustada en toda su superficie. Me sobresalté y me sentí horrorizado cuando golpeó fuertemente su mano izquierda abierta contra la tabla, entonces, todavía riéndose, la mantuvo abierta para que viera la sangre que se escurría de su palma y de cada uno de sus dedos. «Puede ser que haya otros artistas llamados Chimali, pero fuiste tú, Topo, quien me enseñó que no hay dos manos iguales. —La suya estaba en esos momentos completamente cubierta de sangre—. Por lo tanto, tengo una firma que nunca podrá ser imitada». Apretó con su mano izquierda el barro de la gran jarra que servía de depósito de agua para la casa, que estaba allí cerca. Sobre su opaca superficie de arcilla pardusca quedó una brillante huella roja.

Viaje usted por estas tierras, Su Ilustrísima, y verá esa misma firma en muchos de los murales de los templos y en las pinturas de los palacios. Chimali dejó una cantidad prodigiosa de sus obras antes de abandonar el trabajo.

Él y Tlatli fueron los últimos invitados en dejar nuestra casa esa noche. Los dos se quedaron a propósito hasta que se escucharon los tambores y las trompetas de concha, que desde el templo de la pirámide anunciaban el comienzo de los
nemontemtin
. Mientras mi madre se apresuraba alrededor de la casa apagando las luces, mis amigos también corrían para llegar a sus hogares antes de que los toques de tambor y los roncos sonidos dejaran de oírse. Era arriesgado para ellos, ya que si los días huecos eran malos, sus noches sin luz eran peor; pero el hecho de que mis dos amigos se quedaran hasta tan tarde, me salvó del castigo que me esperaba por haber insultado al Señor Alegría. Ni mi padre, ni mi madre, podrían encargarse de algo tan serio como un castigo durante los días que seguían y ya para cuando los
nemontentin
terminaron el asunto había sido totalmente olvidado. Sin embargo, esos días no estuvieron exentos de acontecimientos notables para mí. Durante uno de ellos, Tzitzi me llevó aparte para susurrarme urgentemente. «¿Es que tengo que ir a robar otro hongo sagrado?».

«Hermana impía —le siseé, pero no con ira—. El acto del
ahuilnemíliztl
está prohibido en este tiempo aun a los esposos».

«
Solamente
a los esposos, para ti y para mí está prohibido siempre, así es que no corremos un riesgo excepcional».

Antes de que yo pudiera decir algo más, se alejó de mí y fue hasta la enorme jarra, que le llegaba a la cintura y que contenía la provisión de agua para toda la casa; aquella que llevaba la huella de sangre de Chimali. La empujó con todas sus fuerzas volcándola y rompiéndola, y el agua se vertió en cascada por el piso de piedra. Nuestra madre se precipitó dentro del cuarto y soltó una de sus diatribas contra Tzitzitlini. «Moza torpe… la jarra tomó todo un día para llenarse… se suponía que tenía que durar todo el tiempo de los
nemontemtin
… no tenemos ni una gota de agua en la casa y ningún otro recipiente de ese tamaño».

Sin alterarse, mi hermana dijo: «Mixtli y yo podemos ir al manantial con las jarras más grandes y entre los dos traer lo más que podamos en un viaje».

Nuestra madre no estimó mucho esta sugestión por lo que siguió chillando durante un buen rato, pero realmente no tenía otra alternativa y finalmente nos dejó ir. Cada uno de nosotros salió de la casa cargando una jarra de barriga grande asida por sus asas, pero a la primera oportunidad las dejamos en el suelo.

La última vez describí a Tzitzi como era en los primeros años de su adolescencia, pero ya para entonces tenía veinte años y por supuesto sus caderas y nalgas se habían llenado para convertirse en las graciosas curvas de una mujer. Cada uno de sus senos había crecido más allá del hueco de mi mano. Sus pezones eran más eréctiles, sus aureolas tenían un diámetro más grande y un color pardo-bermejo más oscuro que resaltaba contra la piel color de cervato que los rodeaba. Tzitzi era también, si es posible, cada vez más rápida en sus arrobamientos, y sus respuestas y movimientos eran más frenéticos. Sólo en el breve intervalo que nos permitimos entre la casa y el manantial, ella llegó al éxtasis por lo menos tres veces. Su creciente capacidad para la pasión y una notable madurez en su cuerpo, me dio el primer indicio de un aserto que mis experiencias con otras mujeres, en años posteriores, sirvieron para confirmar siempre. Así es que no lo considero un aserto, sino más bien, como una teoría comprobada y es ésta:

La sexualidad de una mujer está en proporción directa con el diámetro de la aureola de su seno. No importa cuán bello sea su rostro, ni cuán graciosa su figura; no importa lo accesible o lo alejada que parezca ser. Esas características pueden despistar, inclusive deliberadamente por su parte. Sin embargo, sea una noble astuta, una esclava ingenua o una virgen tímida del templo, existe ese único signo digno de confianza indicador de la sensualidad de su naturaleza y para el ojo conocedor ningún arte cosmético puede esconderlo ni falsificarlo. Una mujer con un área grande y oscura alrededor de su pezón, invariablemente es de sangre caliente, aunque ella desee ser diferente. Una que sólo tiene el pezón sin el disco alrededor, como el vestigio del pezón de un hombre, inevitablemente es fría, aunque ella crea honestamente ser otra, o incluso comportarse de una manera desvergonzada con el objeto de parecer diferente. Por supuesto hay grados intermedios; la medida solamente se puede llegar a aprender por la experiencia. Por lo tanto lo único que necesita un hombre es procurar lanzar una sola mirada al pecho descubierto de una mujer, y sin perder su tiempo y sin tener la necesidad de desilusionarse, puede juzgar lo pasional que será ella.

¿Su Ilustrísima desea que termine con este tema? Ah, bien. No dude de que si me entretuve en ello es porque es
mi
teoría. Siempre le he tenido cariño y me ha gustado comprobarla, y ni una sola vez le he encontrado refutación alguna. Antes pensaba que debería ser señalada a los muchachos tan pronto como entraran en la Escuela del Aprendizaje de Modales. Sigo creyendo que la correlación entre la sexualidad de una mujer y su aureola debería tener una aplicación más útil de la que corresponde solamente a la alcoba.

¡
Yyo ayyo
! Sabe usted, Su Ilustrísima, se me acaba de ocurrir que su Iglesia podría interesarse en usar mi teoría, como una rápida y sencilla prueba para escoger a las muchachas que, por su naturaleza, fueran las más apropiadas para ser monjas en sus… Desisto, sí, mi señor.

Solamente mencionaré que cuando Tzitzi y yo regresamos por fin a la casa, casi tambaleándonos bajo el peso de las cuatro jarras de agua, nuestra madre nos regañó por haber estado tanto tiempo al aire libre en tal día. Mi hermana, quien hacía solamente muy poco tiempo era un joven y salvaje animalito sacudiéndose, jadeando y rasguñándome en sus éxtasis, mentía en esos momentos tan fácil y fríamente como cualquier sacerdote:

«No nos puedes regañar por haber flojeado ni haraganeado. Había otros que querían agua del manantial y dado que el día prohíbe congregarse, Mixtli y yo tuvimos que esperar nuestro turno a una distancia y acercarnos unos pasos cada vez. No perdimos el tiempo».

Al final de esos días huecos, lúgubres y melancólicos, todos lanzamos un gran suspiro de alivio. No sé exactamente lo que usted quiere decir, Su Ilustrísima, cuando bisbisea acerca de «una parodia de la Cuaresma», pero en el primer día del mes El Árbol Es Levantado comenzó una ronda de alegría general. A través de los días siguientes hubo celebraciones privadas que tenían lugar en las casas más grandes de los nobles y en las de los plebeyos prósperos, como también en los templos locales de las diversas aldeas. Estas fiestas servían en parte como pretexto para que los anfitriones y los invitados, los sacerdotes y los devotos, se emborracharan agradablemente con
octli
y para que se permitieran el placer de otros excesos de los que se habían privado durante los
nemontemtin
.

Puede ser que los festivales anteriores durante ese año hubieran sido algo deprimentes, porque recibimos la noticia de la muerte de nuestro Uey-Tlatoani Tíxoc. Sin embargo, su reinado había sido uno de los más cortos en la historia de los gobernantes mexica y uno de los menos notables. Por cierto que corrió el rumor de que había sido envenenado, quizá por los ancianos de su Consejo que se impacientaban por la falta de interés que demostraba en preparar nuevas campañas de conquista, o por su hermano Auítzotl, Monstruo de Agua, que era el siguiente en la línea para el trono y quien ambiciosamente deseaba demostrar cuán brillantemente podía gobernar. De todas maneras, Tíxoc había sido una figura tan desvaída que no fue ni extrañado ni lamentado. Así es que los festivales de nuestra isla no se suspendieron, ni se entristecieron, sino que por el contrario fueron dedicados a celebrar el ascenso del nuevo Venerado Orador, Auítzotl.

Los ritos no empezaban hasta que Tonatíu se hubiera sumergido en su lecho occidental para dormir, no fuera que ese dios de calor viera los honores ofrecidos a su dios hermano de la humedad y se pusiera celoso. Entonces empezaban a reunirse en los límites de la plaza abierta y en los declives que se levantaban a su alrededor, cada uno de los habitantes de la isla, a excepción de aquellos demasiado viejos, demasiado jóvenes, demasiado enfermos o incapacitados, y quienes tenían que quedarse en casa para atenderlos. Tan pronto como se ocultó el sol, la plaza, la pirámide y el templo que estaba en su cumbre, se vieron llenos de sacerdotes vestidos de negro que revoloteaban ocupados en los últimos preparativos para prender una multitud de antorchas, los fuegos de las urnas que habían sido coloreados artificialmente y los quemadores de incienso que humeaban dulcemente. La piedra de los sacrificios todavía estaba allí asentada, oscura y sombría, pero no se iba a utilizar esa noche. En su lugar, una inmensa bañera de piedra llena de agua hechizada previamente con encantamientos especiales había sido traída y asentada al pie de la pirámide en donde cada espectador pudiera ver dentro de ella.

A medida que se hacía más oscuro, las arboledas que estaban atrás y a un lado de la pirámide se iluminaron con innumerables lamparitas parpadeantes como si esos árboles hubieran anidado todas las luciérnagas del mundo y sus ramas empezaron a balancearse, llenas de niños de ambos sexos que, aunque muy pequeños, eran muy ágiles y que llevaban unos trajes hechos con cariño por sus madres. Algunas de las niñitas estaban envueltas en globos construidos con papel rígido y pintados para representar frutas diversas; otras llevaban pliegues ondulantes o faldas de papel cortado y pintado que representaban diferentes flores. Los niñitos iban vestidos en una forma más ostentosa; algunos estaban cubiertos de plumas encoladas para tomar el papel de aves, otros llevando alas translúcidas de papel impregnado en aceite para actuar como las abejas y las mariposas. Durante todos los eventos subsiguientes de la noche, los niños-aves y los niños-insectos aleteaban acrobáticamente de rama en rama, fingiendo «sorber el néctar» de las niñas-frutas y de las niñas-flores. Cuando la noche ya había caído y toda la población de la isla se hallaba reunida, el sacerdote principal de Tláloc apareció en lo alto de la pirámide. Sopló repentina y penetrantemente en su trompeta de concha, luego levantó autoritariamente sus brazos y el bullicio de la muchedumbre empezó a desaparecer. El
tlaniacazqui
de Tláloc sostuvo sus brazos en lo alto hasta que la plaza quedó en un silencio absoluto. Entonces dejó caer los brazos y en ese mismo instante Tláloc habló: ¡
ba-ra-ROOM
! Un trueno ensordecedor resonó y reverberó. El ruido sacudió verdaderamente las hojas de los árboles, el humo del incienso, las flamas de los fuegos y el aire que habíamos aspirado dentro de nuestros pulmones. No era Tláloc, por supuesto, sino el poderoso «tambor de truenos», llamado también «el tambor que arranca el corazón». Su parche rígido de gruesa piel de serpiente era golpeado con frenesí por otro sacerdote que utilizaba unas baquetas de hule. El sonido del tambor de truenos se podía escuchar a una distancia de dos largas carreras, así es que ya pueden ustedes imaginarse el efecto que tuvo en nosotros, los que estábamos allí agrupados.

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