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Authors: Alberto Ferreras

Tags: #Romántico

B de Bella (25 page)

BOOK: B de Bella
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—Yo hago mi propio perfume. Uso de base Eau Impériale de Guerlain, mezclado con algunos ingredientes secretos.

—¿Qué ingredientes secretos?


Querrida
… si te dijera cuáles son, dejarían de ser secretos —dijo sonriendo—. A mí no me gustan estas nuevas fragancias hechas por consenso. Un perfumero es un artista, y no hay artista que pueda hacer su trabajo en paz con veinte ejecutivos encima diciéndole lo que tiene que hacer. Y ni me hables de esos famosos que le ponen su nombre a la etiqueta de un perfume, sin saber la diferencia entre el vetiver y la bergamota. Ya no hay tradición, ya no hay arte. Todo es una estafa —concluyó.

Inspirada por las ideas de Madame me puse a inspeccionar la sección de perfumes clásicos.

—¿Qué opina usted de este? —pregunté.

—¿Shalimar? Eso no es un perfume, es una institución. Lo hacen desde los años veinte.

Shalimar era el perfume favorito de mi abuela Celia. Cuando mi madre decidió que se iba de Cuba, mi abuela se lo regaló para que la recordara. Mamá se vino a Estados Unidos con el perfume, pero nunca más volvió a ver a su madre.

Durante muchos años mamá lo guardó en su cajón especial —ese que tienen todas las madres, donde guardan sus pañuelos y su lencería fina—, y cada vez que echaba de menos a mi abuela sacaba la botellita y aspiraba el perfume. Me imagino que cada vez que olía esa fragancia, por un brevísimo instante, sentía que volvía a estar cerca de su madre.

Pocas veces he visto llorar a mamá, pero podría jurar que cada vez que la vi tenía ese frasco de Shalimar en las manos.

Nunca me había atrevido a usarlo porque, para mí, no se trataba ya de un perfume, sino de una herencia familiar. Pero mientras estaba ahí de pie, con el frasco en la mano y perdida en mis recuerdos, la Madame se acercó para darme su opinión.

—¿Por qué no te lo pruebas?

—No sé si es el perfume adecuado para mí. Es demasiado intenso.

—Pruébalo. La química de tu cuerpo va a alterar la fragancia original. Pero no te pruebes la colonia, prueba el extracto.

La Madame pidió que nos trajeran una muestra de perfume
puro
, y la dependienta volvió con una botella minúscula que yo levanté con profundo respeto. Cuando estaba a punto de rociarme el cuello con ella, la Madame me detuvo.


Querrida
… espera un momento. Debes ponerte un poquito de perfume en la muñeca, luego vas a probarte zapatos o a mirar bolsos, y un par de horas más tarde te acercas la muñeca a la nariz para ver cómo huele. El cincuenta por ciento del perfume es tu olor, la fragancia de tu propio cuerpo, y hace falta que pase un tiempo para que la reacción química tenga lugar. Es como con los hombres. Una los tiene que probar durante un rato antes de decidir si merece la pena quedarse con ellos —añadió con un guiño.

Mientras me daba unos toquecitos de perfume en la muñeca, me soltó una pregunta que me pilló desprevenida.

—¿Y cómo van las cosas con el de las cinco noches seguidas? ¿Sigue durmiendo?

—Como un lirón.

—Me alegro —contestó.

—Es un tipo muy misterioso. Nunca habla, odia ir a la playa, y no puedo entender esa obsesión suya con los cuarenta y dos centímetros.

—No se te ocurra preguntárselo. Es el tipo de cosa que, aunque él te la explicara, no la entenderías. ¿Es atractivo?

—Es alto, flaco y desgarbado.

—Pero… ¿es atractivo o no? —insistió.

—Bueno, un poco, pero es tan serio… tan callado…

La Madame sonrió con una ceja arqueada y murmuró algo en ruso.

—¿Qué ha dicho? —pregunté.

—Es un refrán: «El de la cara apretada tiene el culo flojo».

Inmediatamente salí en defensa de Simon.

—No, no es que sea el doctor Jekyll y mister Hyde; creo que es un hombre complicado, está a la defensiva. El problema es que como es tan callado…

—… te estás aburriendo —dijo, terminando mi frase.

—Sí. La verdad es que estoy harta de pasar la noche sentada leyendo.

—¿Quieres que le mande a otra chica?

—¡No! —exclamé bruscamente, y la Madame dejó lo que estaba haciendo para mirarme con expresión inquisitiva—. Es que me paga muy bien —mentí, pero sé que ella no me creyó—. Sé que es una tontería —añadí—, pero siento que él me necesita y…

—… y a ti te gusta sentirte necesitada —dijo, y completó mi frase una vez más.

Yo ya me estaba cansando de su manía de psicoanalizarme, así que tuve que ponerle freno.

—No, lo que pasa es que estoy aburrida de leer, y me gustaría hacer otra cosa, no sé, a lo mejor ver una película mientras él duerme.


Querrida
, si él quiere seguir trabajando contigo es perfectamente lógico que le pidas que haga ciertas concesiones. Llévate una película esta noche, y si él no quiere que la veas, dile que renuncias, y ya.

—Pero es que me da pena de él —contesté.

—¿Y no te da pena de ti, noche tras noche sentada en ese sofá sin nada que hacer? Mira —prosiguió—, soy una mujer muy ocupada, tengo un negocio que atender, y no puedo perder el tiempo con esto, así que decide lo que quieres hacer y me avisas; pero yo te recomiendo que hagas lo que te hace feliz.

¿Ven? Esto es lo que me sacaba de quicio de la Madame: cada vez que abría la boca me hacía cuestionar mi vida entera: «Te recomiendo que hagas lo que te hace feliz». Se trataba de un concepto totalmente revolucionario para mí, porque jamás había analizado la vida en esos términos. Yo siempre estaba dispuesta a quejarme de lo infeliz que era, pero nunca era capaz de hacer las cosas que me hacían feliz. Me había sentado a esperar al jefe perfecto y me había sentado a esperar al novio perfecto, pero jamás había tomado la iniciativa de buscarlo, porque sentía un miedo terrible al rechazo. ¿Cómo podía hacer
lo que me hiciera feliz
si ni siquiera me sentía con derecho a la felicidad?

Mientras pensaba en todo esto, la Madame, ejercitando sus afinados poderes telepáticos, se dio la vuelta y me soltó una frase que me dejó sin habla.

—Lo opuesto al amor no es el odio, es el miedo.

Minutos más tarde nos fuimos de la tienda. La Madame había comprado un par de guantes de gamuza, una caja de trufas Teuscher de champán, y un frasco de un perfume llamado Mitsouko para la esposa de Alberto, que estaba a punto de cumplir años.

Yo también me compré un perfume: un pequeño frasco de Shalimar. Esa tarde descubrí que la química de mi cuerpo lo transformaba en la fragancia más deliciosa del mundo. Ahora, cada vez que lo uso, siento que estoy protegida por la fuerza de mi madre y por la sabiduría de esa abuela que nunca llegué a conocer.

Me despedí de la Madame en la calle, apretando la botellita de perfume contra mi pecho, como si llevara conmigo las cenizas de mi abuela, y entré en el metro dispuesta a prepararme para mi cuarta noche con Simon.

Durante el trayecto recordé las palabras de la Madame: «Haz lo que te haga feliz». ¿Qué me podía hacer feliz? Estaba tan acostumbrada a pensar en qué hacía felices a los demás, que había perdido la capacidad de hacerme feliz a mí misma. Mientras mi mente navegaba por estas aguas turbulentas, la mujer que iba sentada a mi lado se quedó dormida sobre mi hombro. Enternecida por el recuerdo de Simon, la dejé roncar durante un par de estaciones hasta que llegamos a mi parada. No me molestaba conceder un rato de paz a esta pasajera, siempre y cuando no me babeara en el hombro.

22

Antes de llegar a mi apartamento decidí acercarme a Greenwich Avenue para buscar una película en mi videoclub favorito.

Esta tienda era un lugar muy bohemio y divertido, donde cada empleado tenía asignada una estantería para recomendar sus películas favoritas. Además de las típicas categorías, como drama, terror o comedia, también contaban con otras menos tradicionales como «Tan malas que son buenas», para esas películas tan terribles que hay que verlas para creerlas; «Sin trama pero con tiros», para los amantes de la acción sin aspiraciones literarias, o «Casi casi porno», para las que son más atrevidas de lo normal.

Fue en esa sección donde encontré un curioso estante llamado «Toneladas de hermosura», dedicado a películas con heroínas pasadas de peso. Confieso que en el pasado yo habría evitado esa categoría, de la misma manera que evitaba las tiendas que se especializan en ropa para gordas. Pero como mi autoestima estaba en un avanzado estado de reconstrucción, me puse a revolver en esa sección.

Lo primero que noté fue que la mayoría eran películas extranjeras:
Pasqualino Siete Bellezas
,
El ángel azul
,
Bagdad Café
, y además había varias de Federico Fellini, como
Amarcord
,
La dolce vita
y
Las noches de Cabiria
. Yo había oído hablar de Fellini porque había hecho un curso de cine en la universidad, pero nunca me había sentado a ver ninguna de sus películas. No sé por qué tenía la impresión de que serían demasiado lentas e intelectuales para mí. Pero esa noche me pareció el momento perfecto para arriesgarme a ver algo así; atrapada en el sofá de Simon, no me quedaría más remedio que concentrarme en mi película extranjera, por muy lenta y complicada que fuera.

Un par de horas más tarde, después de una intensa sesión de exfoliación y rehidratación, me presenté en casa de Simon con unos vaqueros, un jersey y un par de gotas de Shalimar detrás de las orejas. Él estaba ocupado en el estudio, así que yo me encargué de todos los detalles —incluyendo los cuarenta y dos centímetros— y me senté a esperarlo mientras leía el folleto que acompañaba la película.

Simon entró, me miró a los ojos un segundo y sonrió.

—¡Hola! —dijo.

Me sorprendió su saludo. Quizá la conversación que habíamos tenido la noche anterior le había suavizado un poco el carácter.

Él se disponía a sentarse cuando yo reuní el valor para preguntarle lo de la película. ¿Se molestaría? ¿Me echaría a patadas? ¿Y qué haría yo? ¿Me atormentaría como la noche en la que el comandante nazi me echó de su casa?

«¡Basta de pensar, B!», me dije. «Una cosa es que te rechace alguien a quien amas, pero… ¿qué importa si te rechaza un tipo a quien apenas conoces?».

—Simon… estoy harta de leer. Hoy necesito hacer otra cosa.

Simon se quedó petrificado, y me dio la impresión de que era
él
quien se había sentido rechazado por mis palabras. Para evitar un malentendido, me apresuré a explicarle la situación con tono suave pero firme.

—Si quieres que me quede aquí esta noche, necesito que me dejes ver una película.

Tras un minuto de embarazoso silencio, finalmente habló.

—¿Quieres ver algo en la televisión? Con tal de que bajes el volumen… —dijo él buscando el mando a distancia.

—He traído una película.

—¿Cuál?

Le entregué el DVD de
La dolce vita
.

—¿Ya la has visto? —pregunté—. Tengo entendido que es una película muy famosa.

Él examinó el DVD y negó con la cabeza.

—No me gustan los subtítulos.

Bueno, parecía que había metido la pata con la selección fílmica, pero ya era tarde para echarme atrás.

—Pues yo tengo muchas ganas de verla.

—Con tal de que no subas mucho el volumen… —dijo, poniendo el DVD en el aparato. Luego se sentó a mi lado y cerró los ojos mientras la película empezaba.

Confieso que tardé un rato en entender de qué iba
La dolce vita
, pero media hora más tarde ya estaba enganchada. Mientras tanto, Simon se removía en su asiento tratando de dormirse.

La dolce vita
es la historia de un periodista, encarnado por Marcello Mastroianni, que se hace amigo de la gente más rica y famosa de Roma. Marcello se debate entre un grupo de amigos elegantes y superficiales, y otro grupo de gente más humilde, pero más honesta. Por un momento pensé que quizá se parecía un poco a la vida del propio Simon.

En una de mis escenas favoritas, Marcello se mete en la fuente de Neptuno con la espectacular Anita Ekberg, quien en esa época estaba en la cúspide de su belleza, y de repente me di cuenta de algo muy curioso: Anita tenía unos kilitos de más. Sí, señores, la Ekberg, con ese enorme busto y esas voluptuosas piernas que asomaban juguetonas por el corte de su falda, me recordaba a alguien.

Sí. Me recordaba a mí.

Anita, poniéndole o quitándole un par de kilos, se parecía mucho a mí en esa noche en la que me arregló el señor Akhtar. Ella y yo compartíamos esa figura de reloj de arena, esas generosas curvas que, en otros tiempos, eran el epítome de la sensualidad y la belleza.

—¿Puedes subir el volumen? —rogó Simon mientras Anita se bañaba en la famosa fuente romana. Resulta que Simon estaba despierto y se había puesto a mirar la película conmigo. Estuve a punto de decirle: «¿No decías que no te gustaban los subtítulos?», pero me quedé callada, y en el fondo me alegré de que se estuviera divirtiendo.

Cuando la película terminó yo apagué el televisor, pero Simon se quedó allí sentado con los ojos abiertos.

—Siento mucho que no hayas podido dormirte —me disculpé.

—No te preocupes. Me ha gustado la película.

Nos quedamos en silencio durante un minuto y entonces, para mi sorpresa, él me hizo una pregunta.

—¿De dónde eres?

—De Nueva York —contesté.

—¿Nueva York?

Yo sabía por dónde iba la pregunta:

—¿Quieres saber de dónde soy yo o de dónde son mis padres?

—Sí, perdón, eso era lo que te quería preguntar.

—Mis padres son cubanos.

—Ah…

—¿Y tú de dónde eres? —pregunté.

—De Miami.

—¿Ah, sí? Todos mis primos están en Miami.

—Sí, pero no de Miami, Florida, sino de Miami, Arizona.

Solté una carcajada.

—¿Qué? No sabía que hubiese un Miami en Arizona —le dije.

—Sí, lo llaman Miami-Globe porque el pueblo de al lado se llama Globe y están muy cerca el uno del otro.

—Ah… ¿y es un pueblo grande? —pregunté.

—La última vez que lo miré eran solo unas ocho mil personas, pero réstale uno, porque yo me fui y no he vuelto. ¿Así que eres latina?

—Claro. ¿Y tú?

—Yo también.

—¿En serio? —dije, incrédula.

Yo sé que los latinos somos de todos los tamaños y todos los colores, pero pensar que este gigante paliducho fuera latino era difícil de creer. Lo más probable es que fuera mitad inglés y mitad alemán, o a lo mejor ruso o polaco. Lo que sí les garantizo es que no tenía un aspecto muy caribeño que digamos.

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