B de Bella (29 page)

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Authors: Alberto Ferreras

Tags: #Romántico

BOOK: B de Bella
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Yo la escuché en silencio dándome cuenta del problema en el que me había metido.

—Estás nadando con tiburones —añadió—, y quizá eres una chica inteligente, pero no eres un tiburón.

—Pero, Madame —dije tratando de defenderme—, ¡tenía que hacer algo! No podía dejar que esa víbora me tratara así. Llevo trabajando un montón de años y he invertido todo este tiempo en…

—¡El tiempo no se puede invertir! —me interrumpió—. Quizá puedes poner dinero en el banco y a lo mejor tendrás más dinero cinco años más tarde. Pero si piensas que ser miserable durante cinco años te puede garantizar que vayas a ser feliz al sexto, estás muy equivocada. Un camión te puede atropellar en cualquier momento y nunca verás un segundo de esa felicidad tan añorada. La felicidad es una elección. En este momento lo que estás eligiendo es más años de miseria trabajando para esa bruja.

—Pero se merece que me vengue de ella. Es un monstruo.

—Ella es un monstruo y tú eres una chantajista.

—¿Y cómo cree que consiguió ella lo que tiene? ¡Con chantaje!

—Entonces, ¿si ella se tira de un puente, tú te vas a tirar también? —preguntó la Madame, haciéndome sentir como una niña de siete años.

Hubo un momento de incómodo silencio y finalmente la Madame habló.


Querrida
—dijo con ternura—, Jorge Luis Borges, mi escritor favorito, decía: «Tu odio nunca será mejor que tu paz». Tú eres inteligente y trabajadora, y tienes talento. Elige la felicidad, no la venganza.

Y así entendí finalmente por qué tenía ese guisante clavado en la espalda. El único problema era que —igual que esa primera noche en que conocí al comandante nazi— yo rehusaba escuchar a la Madame, así que, por primera vez, fui yo quien terminó abruptamente la conversación.

—Madame, lo siento, pero voy a colgar porque tengo cosas que hacer.

—De acuerdo, pero si más tarde necesitas hablar conmigo puedes llamarme a cualquier hora.

—Gracias.

—De nada —contestó cariñosamente antes de colgar.

Yo me quedé sentada en el sofá tratando de analizar mis sentimientos. Me sentí volcánica y poderosa, pero infantil y vulnerable —signo inequívoco de que mi caballo de la pasión corría más de la cuenta—. Pero por más excitante que fuera montar ese corcel, era peligroso dejar que galopara sin control. ¿Cómo contenerlo ahora que estaba a punto de encontrarme con Simon?

—Basta de pensar —dije en voz alta, y volví a mi habitación para terminar de arreglarme.

28

Es cierto, la primera vez que vi a Simon me pareció horrendo. Tenía la nariz demasiado grande, los ojos ocultos tras esas gruesas gafas, la cabeza rapada como un refugiado, y ese cuerpo largo, flaco y encorvado. Pero ¿qué les puedo decir? Esa noche yo soñaba con sus largos brazos envolviendo mi cuerpo.

Por eso me arreglé como nunca lo había hecho. Me puse una blusa semitransparente de largas y amplias mangas, sobre una camiseta color carne, y una falda campestre, de las que se habían puesto de moda ese año. Además me calcé unas preciosas sandalias con pedrería. Apenas me puse una gota de maquillaje, pero me eché gel en el pelo para tener ese aspecto como de recién bañada, y unas gotitas de Shalimar detrás de las orejas. Me subí a un taxi y en cosa de minutos llegué a casa de Simon.

Esa noche llevé otra película de Fellini titulada
Las noches de Cabiria
. En caso de que no conozcan la historia, se trata de una prostituta que sueña con encontrar el amor de su vida. Un tema bastante familiar, ¿verdad?

Cuando llegué a casa de Simon noté que él se había vestido mejor que de costumbre. No llevaba los vaqueros manchados de pintura, sino otros en mejores condiciones, y una camisa con botones en lugar de una de aquellas descoloridas camisetas. Me alegró pensar que quizá se había arreglado un poco porque para él también era una noche especial.

—¿Te gustaría tomar algo? —preguntó.

—¿Tienes vino tinto?

No sé qué le gustaba beber —si es que bebía algo—, pero les aseguro que no era vino, porque cuando se lo pedí le entró un ataque de pánico y se puso a correr de un lado para otro como si le hubiera pedido un litro de sangre. Después de revolver toda la casa, rascándose la cabeza como quien trata de recordar algo perdido, se sumergió en un armario donde guardaba la ropa de invierno, los patines y los esquís.

—Alguien me dio una botella el año pasado —murmuró, y, finalmente, sacándola triunfante del armario, gritó—: ¡Aquí está! Espero que todavía esté buena. Pruébala tú, porque yo no sé nada de vinos.

Con los nervios, me dio la botella como si yo fuera capaz de abrirla con las uñas.

—¿Tienes un sacacorchos?

—¡Ay, perdón! —dijo, corriendo a la cocina y volviendo con el sacacorchos y dos copas.

Mientras probaba el vino, que resultó estar delicioso, Simon fue a la cocina y volvió con palomitas de maíz. Luego se sentó junto a mí —en el estrecho espacio al que ya estábamos acostumbrados— y nos dispusimos a ver la película.

Yo no lo sabía, pero el musical
Sweet Charity
está inspirado en esa misma historia; la diferencia es que
Charity
es más ligero y divertido, mientras que
Cabiria
, aunque tiene escenas muy graciosas, es una película triste y conmovedora. Miramos la pantalla como si estuviéramos hipnotizados, y aunque no nos cogimos de la mano, tuvimos los brazos enlazados casi todo el tiempo. Ya hacia el final, los dos llorábamos como niños. Pero en los segundos finales de la película, ocurrió algo totalmente inesperado.

—Oye, ¿te has dado cuenta de que nos ha mirado? —dije.

—¿Qué? —preguntó él, confuso.

Parece que estaba tan ocupado llorando que se había perdido ese momento concreto. Resulta que en la escena final —después de que le han pasado un buen número de desgracias a la pobre Cabiria— me pareció que ella miraba al público y sonreía. Para asegurarme, retrocedí hasta esa escena y la vimos una vez más.

Efectivamente, al final de la película, Cabiria mira a la cámara y sonríe. Nos pareció extrañísimo, ya que se trataba de un drama realista, no de uno de esos musicales de la MGM en los que los actores actúan para la cámara. En una película como esta los actores nunca miran al público porque estropearían completamente el realismo de la historia.

Pero en esa escena final, Cabiria te mira y te sonríe.

No quiero arruinarles el desenlace —en caso de que no hayan visto la película—, pero al final de la historia, justo cuando piensas que Cabiria se va a quedar sola e infeliz para siempre, ella sonríe. Nos mira y nos sonríe. Es como si quisiera decirnos que no importa cuántas veces te has caído, ni cuántas veces te han herido, nunca debes perder la esperanza. Hay que sonreír simplemente porque la vida continúa. Se me pone la carne de gallina solamente de acordarme.

—Sí, nos está sonriendo —dijo Simon, y luego, mirándome tiernamente a través de sus gruesas gafas, me dijo con una vocecita casi infantil—: ¿La verías otra vez conmigo?

Naturalmente le dije que sí, primero, porque la película me encantó, y segundo, porque ¿cómo podía decirle que no a este enorme niño de Arizona con su dulce cara de desamparo?

Total, que vimos la película entera por segunda vez, de principio a fin, y luego volvimos a las escenas que más nos habían gustado, mirándolas una y otra vez hasta quedar agotados.

Cabiria era pequeña y graciosa, pero su amiga Wanda era una mujer de mi talla, y hay un par de escenas inolvidables en las que vemos a Wanda cruzar la pantalla con sus enormes piernas y sus generosos pechos. Esta mujer era más femenina que todas las modelos del mundo juntas. Mientras mirábamos a Wanda en acción, Simon congeló la imagen y me miró fijamente.

—¿Te puedo hacer una foto? —preguntó.

—¿Una foto…, a mí?

No podía creer que uno de los fotógrafos de moda más importantes del mundo quisiera que yo fuera su modelo.

—Me encantaría hacerlo —dijo con una intensidad que nunca le había visto.

—¡Claro! —contesté, sintiéndome profundamente halagada y notando cómo los ojos de Simon me estudiaban con el detalle que un cirujano le dedicaría a su paciente.

—Pero ¿me dejarías…? —empezó a decir, sin terminar la frase—. ¿Me dejarías que…? —comenzó de nuevo, mirándome con la intensidad que solo tienen los artistas a los que se les ocurre una idea genial.

—Que si te dejaría… ¿qué? —pregunté suavemente para no interrumpir su proceso mental.

—… Que yo te… —empezó una vez más, dejándome en suspenso.

Pero ya no hacía falta que terminara la frase, porque yo sabía exactamente lo que él quería preguntarme. Un escalofrío me recorrió la espalda y sentí que estaba de pie junto a un precipicio.

—Quieres hacerme una foto desnuda, ¿verdad?

Él asintió con la cabeza, pero me di cuenta de que ya no estaba conmigo. Simon estaba ensimismado, imaginando cómo haría las fotos que soñaba. Y mientras él hacía eso, yo luchaba con los fantasmas de mi infancia, con el miedo, la vergüenza y esa sensación de que mi cuerpo era un objeto despreciable.

Pero esa noche yo tenía la fortaleza para pelear contra mis demonios y vencerlos. Pensé que quizá a mi padre le daría un infarto si se enteraba, y que mi madre dejaría de hablarme el resto de su vida, pero esto no tenía nada que ver con ellos; tenía que ver conmigo. Si ellos me querían, entenderían que yo necesitaba exorcizar mis demonios, y que por una vez en la vida necesitaba sentirme orgullosa de mi cuerpo: de mi amplio, abundante y esplendoroso cuerpo.

Era el momento de sentirme orgullosa de ser como soy: gorda.

De modo que, reuniendo el valor que no tenía, decidí quitarme la ropa delante de la cámara de Simon.

Lo seguí escaleras abajo, nerviosa pero entusiasmada.

Su estudio era enorme y cambiaba constantemente, dependiendo del proyecto en el que estuviera trabajando. Cada día aparecía una nueva pieza de escenografía que sus diseñadores habían construido para sus modelos. Esa noche había un hermoso paisaje de montaña que colgaba del techo, una colosal escalera que no conducía a ninguna parte, y una habitación circular hecha de seda y madera. En una esquina tenía apilada una colección de sillas tan modernas que ningún ser humano podía sentarse cómodamente en ellas. Simon eligió una
chaise longue
para que posara recostada y reproducir a las majas de Goya, una vestida y la otra desnuda. Pero antes de que pudiera reclinarme en el diván, él ya había cambiado de idea.

—Espera… ¿sabes nadar?

—Claro —contesté, preguntándome en qué estaría pensando él.

Resulta que sus asistentes habían construido una enorme pecera para unas modelos que iban disfrazadas de sirenas. Mientras yo esperaba, Simon cambió el telón de fondo, colocó las luces y se puso a medir su intensidad. Era fascinante ver a un genio trabajar, pero sobre todo me conmovía que él se tomara tantas molestias para hacer la foto de alguien como yo. Por un momento me sentí culpable, como si no me mereciera tantas atenciones.

Cuando todo estuvo preparado, me levanté, me quité la bata y me metí en el agua.

Alguien me dijo que el sesenta por ciento del cuerpo humano está hecho de agua, y no me sorprende; hay algo mágico en el agua. Obviamente me he metido en ella millones de veces, pero siempre con un propósito: para bañarme, para hacer ejercicio o para refrescarme en un día de verano. Pero esta era la primera vez que me metía en el agua solo para
estar
en ella, para dejar que acariciara mi piel, para disfrutar de esa deliciosa sensación de ingravidez. Cuando estás en el agua no importa cuánto pesas; no importa si eres gorda o si eres flaca. De pronto te vuelves parte de algo que es mucho mayor y más importante que tú; te zambulles en una dimensión donde los sonidos, la velocidad y hasta la luz son completamente distintos. En el agua tienes que dejarte llevar, tienes que ir con la corriente. Esa pecera fue para mí como un templo de introspección, un lugar para aprender a
ir con la corriente
, y dejar de luchar contra los otros y contra mí misma.

Ahora, cada vez que voy a una piscina, me concedo un momento para exhalar el aire de los pulmones, hundirme hasta el fondo y quedarme allí un instante. No hay lugar más seguro ni pacífico en el mundo. Creo que no podemos respirar bajo el agua porque, si pudiéramos, nunca saldríamos de ahí. Desde el fondo de la piscina, me gusta abrir los ojos para mirar cómo la luz penetra a través de las burbujas y las ondas de la superficie. Cada vez que lo hago, siento como si estuviera mirando a Dios.

No sé exactamente cuánto tiempo estuve en la pecera, pero Simon me hizo cientos de fotos. No me dio instrucciones, ni ningún tipo de pauta. Él simplemente se quedó allí de pie, tirando foto tras foto, mientras yo flotaba en ese tanque como si estuviera en el vientre de mi madre. Cuando finalmente salí, sentí que había vuelto a nacer.

Cuando Simon tomaba sus fotos de moda, usaba una cámara digital, pero cuando hacía su trabajo artístico, utilizaba una antigua Rolleiflex, su primera cámara profesional.

—¿Cuándo las vas a revelar? —pregunté mientras me envolvía en una toalla.

—Ahora mismo —dijo, entusiasmado—. ¿No quieres verlas?

Como niños con un juguete nuevo, corrimos a su cuarto oscuro para revelar las fotos. Estábamos juntos, hombro con hombro, cuando finalmente introdujo el papel en el fluido revelador, y ambos contuvimos la respiración mientras la imagen aparecía frente a nuestros ojos.

La belleza de aquellas fotos no se podía describir con palabras. Y pensar que este cuerpo que yo tanto había odiado pudiera verse tan hermoso a través de sus ojos…

Yo estaba tan conmovida que, inesperadamente, me giré y le di un beso en la mejilla. Pero cuando me iba a separar de él, su cara no quería despegarse de mi boca, y entonces no me quedó más remedio que darle otro beso. Pero esta vez su rostro me siguió, buscando mi boca, y cuando la encontró, giró hasta que sus labios quedaron frente a los míos. Alguien tenía que tomar la iniciativa, así que, sin preguntármelo dos veces, le besé en los labios. Y luego le besé una vez más. Y él abrió la boca y se mezclaron nuestros labios, nuestras lenguas y nuestros corazones. Y fue el beso más hermoso que me han dado jamás.

Coloqué mis manos sobre sus hombros, le puse frente a mí para abrazarlo mientras le besaba, y noté que sus brazos colgaban inertes, como si no se atreviera a tocarme. Sus brazos decían que no, pero su boca decía que sí, de modo que sostuve su cara en mis manos y le susurré al oído: «Simon, quiero que levantes los brazos un poco más, un poco más… Y ahora quiero que me abraces… más fuerte… más fuerte… Así. Eso es un buen abrazo, y quiero que lo recuerdes siempre, y que me abraces así cada vez que quieras».

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