Bajo el hielo (12 page)

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Authors: Bernard Minier

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: Bajo el hielo
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—Un 45 o 46 de pie —calculó—. Se trata de un hombre, con un margen de error del 99 por ciento.

—Según los técnicos, son zapatos de marcha —informó Ziegler—. Y el tipo que las lleva apoya un poco demasiado sobre el talón y la parte externa del pie, de manera imperceptible salvo para un ortopedista. También hay defectos característicos allí, allí y allí.

Al igual que en el caso de las huellas dactilares, las huellas dejadas por un par de zapatos no solo se distinguían por el grabado de las suelas y el número de pie, sino también por toda una serie de minúsculos defectos adquiridos con el uso: marcas de desgaste, gravilla incrustada en la suela, cuchilladas, orificios y cortes provocados por las ramas, clavos, pedazos de vidrio o de metal o por piedras afiladas… La diferencia con las huellas dactilares radicaba en que las de zapatos tenían una duración limitada y solo una rápida comparación con el par original permitía una identificación formal. Ello debía realizarse antes de que todos aquellos pequeños defectos quedaran borrados por varios kilómetros de marcha en toda clase de terreno, que los sustituía por otros.

—¿Han avisado al señor Lombard? —preguntó a Marchand.

—Sí, está destrozado. Va a acortar su estancia en Estados Unidos para volver lo antes posible. Tomará el avión esta noche.

—¿Es usted pues el que dirige la cuadra?

—El centro ecuestre, sí.

—¿Cuántas personas trabajan aquí?

—No es un centro muy grande. En invierno somos cuatro, todos polivalentes, más o menos. Aparte de mí está el palafrenero; Hermine, la moza de cuadra,
groom
como decimos nosotros, de
Freedom
y dos caballos más (ella es la más afectada); y también un monitor de equitación. En verano contratamos tamos personal suplementario, monitores y guías para las excursiones.

—¿Cuántos duermen aquí?

—Dos, el palafrenero y yo.

—¿Están todos aquí hoy?

Marchand los miró alternativamente.

—El monitor está de vacaciones hasta finales de semana. El otoño es la temporada baja. No sé si Hermine ha venido esta mañana. Está muy alterada. Vengan.

Atravesaron el patio en dirección al edificio más alto. Ya en la entrada, el olfato de Servaz sufrió el asalto del olor a estiércol y la cara se le cubrió al instante de una fina película de sudor. Después del guadarnés, llegaron al umbral de un gran carrusel cubierto. Una amazona hacía practicar una montura de pelambre blanca, que marcaba cada uno de los pasos con una infinita gracia. Parecía que la mujer y el caballo formaran una sola entidad. El blanco pelaje tenía visos azules: de lejos, el pecho y el hocico presentaban una tonalidad de porcelana. Servaz pensó en un centauro femenino.

—¡Hermine! —llamó el jefe de las cuadras.

La amazona volvió la cabeza y encaminó lentamente la montura hacia ellos. Luego la detuvo y bajó. Servaz advirtió que tenía los ojos rojos e hinchados.

—¿Qué pasa? —preguntó, acariciando el cuello y la testuz del caballo.

—Ve a buscar a Héctor. La policía quiere interrogaros. Venid a mi oficina.

Asintió en silencio. No tenía más de veinte años. Era más bien baja, tirando a guapa, con cierto aire de marimacho, cabello color de paja mojada y pecas. Después de dedicar una dolorosa mirada a Servaz, se alejó llevando al caballo tras de sí, con la cabeza gacha.

—Hermine adora los caballos. Es una excelente jinete y entrenadora. También es una chica estupenda, aunque con un carácter tremendo. Le falta madurar un poco. Era ella quien se ocupaba de
Freedom
, desde que nació.

—¿En qué consistía ese trabajo? —preguntó Servaz.

—En levantarse temprano en primer lugar, cuidar y almohazar el caballo, darle de comer, sacarlo al prado y relajarlo. El
groom
es una especie de jinete-cuidador. Hermine se ocupa también de otros dos purasangre adultos, caballos de competición. En este oficio no se cuentan las horas. A
Freedom
no habría empezado a desbravarlo hasta el año que viene, claro. El señor Lombard y ella esperaban con impaciencia el momento. Era un caballo muy prometedor, con un excelente pedigrí. Era un poco la mascota del lugar.

—¿Y Héctor?

—Es el más viejo de todos. Trabaja desde siempre en el centro. Ya estaba aquí mucho antes de llegar yo.

—¿Cuántos caballos tienen? —le preguntó Ziegler.

—Veintiuno. Purasangres, caballos de monta franceses y un holsteiner. Catorce son nuestros y los demás los tenemos en pensión. Ofrecemos un servicio de pensión, de atención al parto y de entrenamiento para los clientes externos.

—¿Cuántos boxes hay?

—Treinta y dos, más un box especial para partos de cuarenta metros cuadrados con cámara de vídeo. También hay casetas ginecológicas, salas de cuidados, dos zonas de estabulación, un centro de inseminación, dos picaderos con un parque de obstáculos profesional, ocho hectáreas de paddock con empalizadas diversas, lugares de abrigo y una pista de galope.

—Es un centro muy bonito —alabó Ziegler.

—Por la noche ¿son solo dos para vigilar todo esto?

—Hay un sistema de alarma y todos los boxes y edificios están cerrados con llave. Estos caballos son muy caros.

—¿Y no oyeron nada?

—No, nada.

—¿Toma algo para dormir?

Marchand le asestó una desdeñosa mirada.

—Aquí no es como en la ciudad. Dormimos bien. Vivimos como hay que vivir, según el ritmo de las cosas.

—¿Ni el más mínimo ruido sospechoso? ¿Algo fuera de lo normal? ¿Algo que lo despertase en plena noche? Trate de acordarse.

—Ya he pensado en eso. Si lo hubiera habido, ya se lo habría dicho. Siempre hay ruidos en un sitio como este: los animales se mueven, la madera cruje… Teniendo el bosque al lado, el silencio nunca es completo. Hace mucho que no le presto atención. Además, están
Cisco
y
Enzo
, que habrían ladrado.

—Los perros —dedujo Ziegler—. ¿De qué raza son?

—Cane corso.

—No se los ve. ¿Dónde están?

—Los hemos encerrado.

«Dos perros y un sistema de alarma. Y dos hombres en el lugar…».

¿Cuánto pesaba un caballo? Trató de recordar lo que había dicho Ziegler: en torno a los doscientos kilos. Era imposible que los intrusos hubieran llegado y se hubieran marchado a pie. ¿Cómo habían podido matar un caballo, decapitarlo, cargarlo en un vehículo y marcharse sin llamar la atención de nadie, sin despertar ni a los perros ni a las personas? ¿Y sin hacer saltar la alarma? Servaz no lo entendía. Ni los perros ni los hombres habían advertido nada… y los vigilantes de la central tampoco: era simplemente imposible. Se volvió hacia Ziegler.

—¿Podríamos pedir que venga un veterinario para que tome muestras de sangre de los perros? Por la noche, ¿están sueltos o en la perrera? —preguntó a Marchand.

—Están fuera pero atados a una cadena larga. Nadie puede llegar hasta los boxes sin pasar al alcance de sus colmillos. Además, sus ladridos me habrían despertado. Cree que los drogaron, ¿verdad? Me extrañaría mucho porque ayer por la mañana estaban bien despiertos, en un estado normal.

—El análisis toxicológico lo confirmará —respondió Servaz, planteándose ya por qué habrían drogado al caballo y no a los perros.

* * *

La oficina de Marchand era un pequeño local encajonado entre el guadarnés y las caballerizas y abarrotado de estanterías cubiertas de trofeos. La ventana daba al bosque y a las praderas nevadas delimitadas por una compleja red de barreras, de palizadas y de setos. En su despacho había un ordenador portátil, una lámpara y un batiburrillo de facturas, carpetas y libros sobre caballos.

En el transcurso de la media hora anterior, Ziegler y Servaz habían recorrido las instalaciones y examinado el box de
Freedom
, donde trabajaban los técnicos. La puerta del box estaba resquebrajada y había mucha sangre en el suelo. Todo apuntaba a que a
Freedom
lo habían decapitado allí mismo, seguramente con una sierra, probablemente después de haberlo dormido.

—¿No oyó nada usted? —preguntó Servaz al palafrenero.

—Dormía —respondió el alto anciano.

Iba sin afeitar y parecía lo bastante viejo como para haberse jubilado hacía tiempo. Los pelos grises erizaban su barbilla y tenía las mejillas hundidas a la manera de púas de puercoespín.

—¿Ni el más mínimo ruido? ¿Nada?

—En una cuadra siempre hay ruido —especificó, tal como lo había hecho antes Marchand, pero al contrario de las respuestas de los dos vigilantes, aquello no sonaba como una contestación preparada por adelantado.

—¿Hace mucho que trabaja para el señor Lombard?

—Desde siempre. Antes de trabajar para él lo hacía para su padre.

Tenía los ojos inyectados en sangre y las venillas estalladas dibujaban una fina red violácea bajo la fina piel de la nariz y los pómulos. Servaz habría apostado algo a que no utilizaba somníferos pero que siempre tenía al alcance de la mano otra clase de sustancia soporífera, líquida.

—¿Qué clase de patrono es?

El hombre encaró los enrojecidos ojos hacia Servaz.

—No lo vemos a menudo, pero es un buen patrón. Y adora los caballos.
Freedom
era su preferido. Nació aquí, de pedigrí real. Estaba loco por ese caballo, igual que Hermine.

El anciano agachó la cabeza y Servaz advirtió que, a su lado, la joven se esforzaba por no llorar.

—¿Cree que alguien podría estar resentido con el señor Lombard?

El hombre volvió a abatir la cabeza.

—Yo no soy quién para decirlo.

—Pero ¿nunca ha oído hablar de amenazas?

—No.

—El señor Lombard tiene muchos enemigos —intervino Marchand.

Servaz y Ziegler se volvieron hacia el encargado.

—¿Qué quiere decir?

—Solo lo que acabo de decir.

—¿Usted conoce a alguno?

—Yo no me meto en los asuntos de Éric. Solo me interesan los caballos.

—Ha pronunciado la palabra «enemigos». Eso no es poco.

—Era una manera de hablar.

—Aun así…

—Siempre hay tensión en los negocios de Éric.

—Todo esto que dice es demasiado vago —insistió Servaz—. ¿Es algo involuntario o intencionado?

—Olvídense de mi comentario —respondió el encargado—. Solo hablaba por hablar. Yo no sé nada de los negocios del señor Lombard.

Aunque no le creyó en absoluto, Servaz le dio las gracias. Al salir del edificio, el cielo azul y la nieve medio fundida bajo los rayos del sol le golpearon en la cara. Observando las formidables cabezas de los caballos dentro de los boxes y los otros montados que saltaban por encima de los obstáculos, se quedó parado, recuperándose, con la cara expuesta al sol…

«Dos perros y un sistema de alarma. Y dos hombres en el lugar. Pero nadie ha visto ni oído nada, ni en la central ni aquí… Es imposible. Es absurdo».

A medida que descubría los detalles, aquel caso del caballo adquiría unas proporciones cada vez mayores en su pensamiento. Tenía la impresión de ser un forense que desentierra un dedo, luego una mano, después un brazo y a continuación la totalidad del cadáver. Se sentía presa de una creciente inquietud. En aquel asunto todo era extraordinario, e incomprensible. De manera instintiva, como un animal, Servaz percibía el peligro. De repente se dio cuenta de que tenía escalofríos, a pesar del sol.

7

Vincent Espérandieu enarcó una ceja al ver entrar a Servaz con la cara de color de gamba a su oficina del bulevar Embouchure.

—Te ha dado una insolación —constató.

—Es por la reverberación —repuso Servaz a guisa de saludo—. Y también monté en un helicóptero.

—¿Tú en un helicóptero?

Espérandieu sabía desde hacía mucho que a su jefe no le gustaban ni la velocidad ni las alturas. A partir de ciento treinta kilómetros por hora se ponía muy pálido y se apretaba contra el asiento.

—¿Tienes algo para el dolor de cabeza?

Vincent Espérandieu abrió un cajón.

—Aspirina, paracetamol, ibuprofeno…

—Algo efervescente.

Su ayudante sacó una botella de agua mineral y un vaso y se los tendió. Tras depositar una gran pastilla redonda delante de Servaz, engulló a su vez una cápsula con ayuda de un poco de agua. Por la puerta abierta, alguien imitó un relincho a la perfección, al cual siguieron algunas carcajadas.

—Pandilla de idiotas —dijo Servaz.

—No les falta razón. La brigada criminal para un caballo…

—Un caballo propiedad de Éric Lombard.

—Ah.

—Y si lo hubieras visto, te preguntarías como yo si los que han hecho eso no son capaces de algo más.

—¿«Los», has dicho? ¿Crees que son varios?

Servaz miró distraídamente a la encantadora niña rubia que sonreía mostrando toda la dentadura en la pantalla del ordenador de Espérandieu, con una gran estrella pintada alrededor del ojo izquierdo a la manera de un payaso.

—¿Tú te verías capaz de trasladar doscientos kilos de carne muerta solo, en plena noche, y colgarlos a trescientos metros del suelo?

—Es un argumento de cierto peso —concedió el ayudante.

Servaz se encogió de hombros y miró en torno a sí. Las persianas estaban bajadas ante el cielo gris y los tejados de Toulouse de un lado, y ante el tabique acristalado que los separaba del pasillo del otro. El segundo despacho, ocupado por Samira Cheung, una joven recluta, estaba vacío.

—¿Y los chavales? —preguntó.

—Al mayor lo han dejado retenido. Los otros volvieron a su casa, tal como te expliqué. —Servaz asintió con la cabeza—. Hablé con el padre de uno de ellos, que se dedica a los seguros. No entiende nada, está hundido. Al mismo tiempo, cuando le he hablado de la víctima, se ha puesto hecho una furia: «Ese tipo era un vagabundo. ¡Se pasaba borracho todo el santo día! ¡No van a meter a unos niños en la cárcel a causa de un indigente!».

—¿Eso dijo?

—Literalmente. Me recibió en su gran oficina. Lo primero que me dijo fue: «Mi hijo no ha hecho nada. No lo hemos educado así. Es culpa de los otros. Se ha dejado llevar por ese Jérôme, que tiene al padre en paro». Pronunció la palabra como si, para él, el paro fuera equivalente a tráfico de drogas o pedofilia.

—¿Cuál es su hijo?

—El que se llama Clément.

«El cabecilla», pensó Servaz. De tal palo tal astilla. El mismo desprecio por los demás.

—Su abogado se ha puesto en contacto con el juez —prosiguió Espérandieu—. Está claro cuál va a ser su estrategia: hacer cargar con la culpa al mayor.

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