Colgando el caballo allá arriba, habían tomado como blanco ese símbolo. Habían pretendido atacar a Éric Lombard por el flanco de su historia familiar y por el de su pasión principal: los caballos.
Eso era lo que se desprendía de todos los artículos dedicados al último vástago varón de la dinastía: de todas sus pasiones, la primera eran los caballos. Éric Lombard poseía caballerizas en varios países como Argentina, Italia, Francia… Siempre regresaba, con todo, a sus primeros amores: al centro ecuestre donde había efectuado su debut como jinete, próximo a la mansión familiar, en aquel valle de Comminges.
Servaz tuvo de repente el convencimiento de que el montaje expuesto en la central no era obra de un demente escapado del Instituto, sino un acto consciente, premeditado, planificado.
Interrumpió la lectura para reflexionar. Dudaba en enzarzarse en una vía en la que iba a tener que sacar todos los trapos sucios de un imperio comercial tan solo para dilucidar la muerte de un caballo. Por otro lado, estaban la terrible visión del animal decapitado en el momento de bajarlo del teleférico y la conmoción que le había provocado. ¿Qué había dicho Marchand? «El señor Lombard tiene muchos enemigos».
El teléfono sonó y Servaz descolgó. Era D'Humières.
—Los vigilantes han desaparecido.
—No les dé nunca la espalda —aconsejó el doctor Xavier.
Detrás de los grandes ventanales, el sol del crepúsculo incendiaba las montañas y su roja lava se derramaba por la sala.
—Esté atenta, sin distraerse ni un segundo. Aquí nadie tiene derecho al error. Pronto aprenderá a reconocer las señales: una mirada huidiza, una sonrisa en forma de rictus, una respiración demasiado rápida… Nunca relaje la vigilancia, y no les dé nunca la espalda.
Diane asintió. Un paciente se acercaba con la mano en el vientre.
—¿Dónde está la ambulancia, doctor?
—¿La ambulancia? —inquirió Xavier mostrando una gran sonrisa.
—La que tiene que llevarme a la maternidad. He roto aguas. Ya tendría que estar aquí.
El paciente era un hombre de unos cuarenta y pocos años, que medía más de un metro noventa y debía de pesar unos ciento cincuenta kilos. Rodeados de una larga melena y de una cara oculta tras una espesa barba, sus ojillos tenían un brillo febril. A su lado, Xavier parecía un niño. No obstante, este no presentaba signos de inquietud.
—No tardará —respondió—. ¿Es un niño o una niña?
Los ojillos lo enfocaron.
—Es el Anticristo —afirmó el hombre.
Luego se alejó. Diane advirtió que un enfermero lo observaba sin perderlo de vista en sus idas y venidas. Había unos quince pacientes en la sala común.
—Hay bastantes dioses y profetas aquí —comentó Xavier sin dejar de sonreír—. En todas las épocas, la locura se ha inspirado en los repertorios religioso y político. Antes, nuestros internos veían comunistas por todas partes. Hoy en día ven terroristas. Venga.
El psiquiatra se aproximó a una mesa redonda en la que jugaban a las cartas tres hombres. Uno de ellos parecía un preso, con sus musculosos brazos y sus tatuajes. Los otros dos tenían un aspecto normal.
—Le presento a Antonio —dijo Xavier, señalando al de los tatuajes—. Era miembro de la Legión. Por desgracia, estaba convencido de que el campamento donde lo habían destacado estaba lleno de espías y, una noche, acabó por matar a uno. ¿No es así, Antonio?
Antonio asintió sin apartar la vista de las cartas.
—Era del Mosad —dijo—. Están por todas partes.
—Robert, por su parte, agredió a sus padres. No los mató, no, solo los dejó terriblemente desfigurados. Hay que tener en cuenta que sus padres lo hacían trabajar en la granja desde los siete años, lo alimentaban a base de pan y leche y lo obligaban a dormir en el sótano. Robert tiene treinta y siete años. Si quiere saber mi opinión, a ellos es a los que habrían tenido que encerrar.
—Fueron las Voces las que me dijeron que lo hiciera —afirmó Robert.
—Y este es Greg, el caso más interesante quizá. Greg violó a una decena de mujeres en menos de dos años. Las localizaba en la oficina de correos o en el supermercado, las seguía e identificaba su dirección. Después se introducía en su casa mientras dormían, las pegaba, las ataba y las ponía boca abajo antes de encender la luz. Mejor no entremos en detalle sobre lo que les hacía soportar; baste decir que sus víctimas guardarán las secuelas de ello toda su vida. Pero no las mataba, no. En lugar de ello, un buen día se puso a escribirles. Estaba convencido de que a raíz de esas «relaciones», se habían enamorado de él y que estaban todas embarazadas como consecuencia de sus actos. Les comunicó pues su nombre y dirección, de modo que la policía no tardó en irrumpir en su casa. Greg sigue escribiéndoles aún. Nosotros, claro está, no enviamos las cartas. Ya se las enseñaré. Son absolutamente magníficas.
Diane observó a Greg. Era un hombre atractivo, de treinta y pico años, moreno, de ojos claros… pero cuando su mirada se cruzó con la de Diane esta se estremeció.
—¿Seguimos?
Un largo pasillo, incendiado por el crepúsculo.
A su izquierda había una puerta con una ventana, de donde llegaban voces. Era un parloteo rápido, nervioso, precipitado. Al pasar, lanzó una ojeada y se llevó un
shock
. Acababa de ver a un hombre tendido en una mesa de operaciones, con una máscara de oxígeno en la cara y electrodos en las sienes, rodeado de enfermeros.
—¿Qué es? —preguntó.
—Terapia electroconvulsiva.
«Electroshocks…». Diane notó que se le erizaba el vello de la nuca. Desde su aparición en el dominio de la psiquiatría en los años treinta, el uso de los electroshocks había generado mucha controversia. Sus detractores lo calificaban de trato inhumano y degradante, de tortura. En los años sesenta, con la aparición de los neurolépticos, había disminuido de manera considerable la utilización de la ECT, electroconvulsivoterapia. En los años ochenta, no obstante, se había vuelto a intensificar en numerosos países, incluida Francia.
—Debe comprender —señaló Xavier, acusando su mutismo— que la ECT actual no tiene nada que ver con las sesiones de antaño. Se practica con pacientes aquejados de depresiones graves a quienes se aplica anestesia general y se administra un relajante muscular de eliminación rápida. Este tratamiento da notables resultados. Es eficaz en más del 85 por ciento de los casos de depresiones graves, lo que supone un índice superior a los antidepresivos. Es indoloro y, gracias a los métodos actuales, ya no hay secuelas en el esqueleto ni complicaciones ortopédicas.
—Pero sí las hay en el ámbito de la memoria y de la cognición. Y el paciente puede permanecer en un estado de confusión durante varias horas. Todavía no se sabe cuál es la acción real que ejerce la ECT sobre el cerebro. ¿Tienen muchos depresivos aquí?
Xavier le dedicó una inexpresiva mirada.
—No. Solo un diez por ciento de nuestros pacientes lo son.
—¿Qué proporción de esquizofrénicos, de psicópatas?
—En torno a un cincuenta por ciento de esquizofrénicos, veinticinco por ciento de psicópatas y treinta de psicóticos. ¿Por qué?
—¿Y solamente practican la ECT con los casos de depresión?
Sintió un ínfimo desplazamiento de aire mientras Xavier clavaba en ella la mirada.
—No, también la practicamos con los ocupantes de la unidad A.
Ella enarcó una ceja para expresar su asombro.
—Creía que se necesitaba el consentimiento del paciente o de un tutor legal para…
—Es el único caso en que prescindimos de él…
Repasó con la mirada el inescrutable rostro de Xavier, con la sensación de que algo se le escapaba. Después de respirar hondo, procuró adoptar un tono lo más neutro posible.
—¿Y con qué objetivo? Terapéutico no será… No se ha demostrado la eficacia de la ECT para otras patologías aparte de la depresión, las manías y ciertas formas muy limitadas de esquizofrenia y…
—Con un objetivo de orden público…
Diane arrugó levemente la frente.
—No entiendo.
—Pues es evidente: se trata de un castigo.
Le había dado la espalda y se había puesto a contemplar el anaranjado sol que desaparecía detrás de las negras montañas. Su sombra se alargaba en el suelo.
—Antes de que entre en la unidad A debe comprender algo, señorita Berg: a esos siete individuos no hay nada que los asuste ya, ni siquiera el aislamiento. Están en su mundo propio, donde nada los afecta. Métase bien esto en la cabeza: nunca ha conocido pacientes como esos. Nunca. Y, por supuesto, los castigos corporales están prohibidos, aquí como en otras partes.
Se volvió y la miró con fijeza.
—Solo temen una cosa: los electroshocks.
—¿Quiere decir —apuntó, titubeante, Diane— que con ellos los practican…?
—Sin anestesia.
Al día siguiente, Servaz conducía por la autopista pensando en los vigilantes. Según Cathy d'Humières, no se habían presentado al trabajo la noche anterior. Al cabo de una hora, el director de la central había cogido el teléfono.
Los había llamado a sus móviles, uno tras otro, sin obtener respuesta. Morane había avisado entonces a los gendarmes, que mandaron a unos hombres a sus domicilios, situados a veinte kilómetros de Saint-Martin en el caso de uno y a unos cuarenta en el del otro. Ambos vivían solos, y tanto uno como otro tenían prohibido residir en los mismos departamentos que sus antiguas parejas, a quienes habían amenazado de muerte en más de una ocasión y enviado al hospital —al menos en el caso de una de ellas—. Servaz sabía perfectamente que, en la práctica, la policía no se preocupaba para nada de hacer respetar ese tipo de obligaciones. La razón era evidente: en la actualidad había demasiados delincuentes, demasiados controles judiciales, demasiados procesos, demasiadas penas dictadas para aplicarlas todas. Cien mil condenados a prisión estaban en libertad, aguardando su turno para cumplir su pena o después de haber optado por la fuga a la salida del juzgado. Sabedores de que había pocas posibilidades de que el Estado francés invirtiera dinero y hombres en buscarlos, esperaban que se olvidaran de ellos hasta que prescribiera su pena.
Después de hablarle de los vigilantes, la fiscal había anunciado a Servaz que Éric Lombard iba a volver de Estados Unidos y que quería hablar sin demora con los investigadores. Estuvo a punto de perder la sangre fría: tenía un caso de asesinato entre manos, y aunque quería descubrir quién había matado a ese caballo y tenía el temor de que aquel asunto era el preludio de algo más grave, él no estaba a disposición de Éric Lombard.
—No sé si voy a poder —había respondido con sequedad—. Aquí tenemos mucho trabajo con la muerte de ese vagabundo.
—Vale más que vaya —había insistido D'Humières—. Lombard ha llamado, por lo visto, a la ministra de Justicia, la cual ha llamado al presidente del tribunal de gran instancia, quien a su vez me ha llamado a mí. Y yo lo llamo a usted. Es una auténtica reacción en cadena. Por otra parte, Canter no tardará en decirle lo mismo; estoy segura de que Lombard se ha puesto también en contacto con el Ministerio de Interior. De todas maneras, creía que ya habían identificado a los culpables de la muerte del vagabundo.
—Disponemos de un testimonio algo endeble —reconoció Servaz de mala gana, porque no quería entrar en detalles por el momento—. Estamos esperando el resultado de las huellas. Había bastantes en el lugar: huellas dactilares, de zapatos, de sangre…
—Ya se nota que es capricornio… No me haga el número del policía desbordado, Servaz, que me horroriza. No pienso suplicarle. Hágame ese favor. ¿Cuándo puede volver allá? Éric Lombard lo esperará en su residencia de Saint-Martin a partir de mañana, donde pasará el fin de semana. Encuentre un momento.
—Muy bien, pero en cuanto acabe la entrevista volveré aquí a terminar las pesquisas sobre el caso del vagabundo.
En la autopista, se detuvo a poner gasolina. El sol brillaba y las nubes habían escampado. Aprovechó para llamar a Ziegler. Esta, que tenía cita a las nueve en el acaballadero de Tarbes para asistir a la autopsia del caballo, le sugirió que acudiera allí. Servaz aceptó, puntualizando que aguardaría fuera.
—Como quiera —le respondió ella, sin disimular su sorpresa.
¿Cómo explicarle que le daban miedo los caballos? ¿Que para él representaba una prueba insuperable atravesar una caballeriza llena de aquellos animales? Ziegler le dio el nombre de un bar situado cerca, en la avenida del Régiment-de-Bigorre, donde se reuniría con él una vez que hubieran acabado. Cuando llegó a Tarbes, la ciudad estaba iluminada por un sol casi primaveral. Situada a las puertas del parque nacional de los Pirineos, sus edificios se erguían en medio del verdor sobre el telón de fondo de la barrera de montañas, que lucían con una inmaculada blancura bajo el cielo azul. No había ni una sola nube, el cielo era inmensamente puro y las relucientes cumbres parecían tan ligeras y vaporosas como para elevarse en el azur a la manera de globos aerostáticos. «Es como una barrera mental —se dijo Servaz viéndolas—. La mente choca contra esas cimas como contra un muro». La impresión de un territorio tan poco familiar para el hombre, una
terra incognita
, un finisterre… en el sentido literal.
Entró en el café que le había indicado Ziegler, se instaló a una mesa cercana a la ventana y pidió un café y un cruasán. En un rincón, encima de la barra, un televisor estaba conectado a una cadena de noticias de veinticuatro horas. El volumen, puesto al máximo, perturbaba las reflexiones de Servaz. Estaba a punto de pedir si podían bajarlo un poco cuando oyó el nombre de Éric Lombard pronunciado por un periodista que se encontraba, con un micrófono en la mano, en el borde de una pista de aeródromo. Viendo las blancas montañas que se erguían detrás, casi iguales a las que él tenía a sus espaldas, concentró la atención en el aparato. Cuando la cara de Éric Lombard apareció enmarcada en la pantalla, Servaz se levantó para aproximarse a la barra.
El millonario daba una entrevista tras bajar del avión en el aeropuerto de Tarbes. Detrás de él se hallaba un avión privado en cuyo fuselaje ponía LOMBARD en letras azules. Tenía una expresión grave, como la de quien ha perdido a un ser querido. El periodista le preguntó «si ese animal tenía para él un valor particular».
—No era solo un caballo —respondió el hombre de negocios con una voz en la que se combinaban, en medidas dosis, emoción y firmeza—. Era un compañero, un amigo. Los amantes de los caballos saben que son mucho más que simples animales.
Freedom
era además un caballo excepcional en el que habíamos depositado grandes esperanzas. No obstante, es sobre todo la manera como murió lo que resulta insoportable. Pienso asegurarme de que se haga todo lo posible para descubrir a los culpables.