Bajo el hielo (18 page)

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Authors: Bernard Minier

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: Bajo el hielo
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Ziegler estaba de acuerdo. El Instituto pasaba a adquirir una importancia capital, pero no disponían de todas las competencias necesarias, ni tenían todas las cartas en la mano.

—El psicólogo debe llegar de París el lunes —dijo—, y yo tengo que dar mañana una conferencia en Burdeos sobre los atestados. ¡No voy a anular eso a causa de un caballo! Sugiero que esperemos al lunes para desplazarnos al Instituto.

—Por otro lado —observó Servaz—, si Hirtmann es realmente el autor de todo esto y pudo salir del Instituto, debemos asegurarnos a toda costa de que otros internos no puedan hacer lo mismo.

—He pedido refuerzos a la agrupación departamental de Saint-Gaudens. Están de camino.

—Hay que controlar todos los accesos al Instituto, registrar todos los coches que entran y salen de allí, incluso los del personal, y apostar equipos escondidos en la montaña para vigilar los alrededores.

—Sí, los refuerzos tomarán el relevo esta noche. También he pedido material para visión nocturna y disparo de noche, y permiso para doblar los efectivos locales, aunque me extrañaría que nos lo concedan. También disponemos de dos equipos con perros adiestrados que van a sumarse al dispositivo. De todas maneras, algunas de las montañas que hay alrededor del Instituto son infranqueables si uno no cuenta con material especializado. La única vía de acceso viable es la carretera y el valle. Esta vez, incluso si logra burlar los sistemas de seguridad del Instituto, Hirtmann no podrá ir más allá.

«A partir de ahora ya no se trata solo de un caballo —se dijo Servaz—. Ahora es mucho más grave».

—Otro interrogante al que habrá que buscar respuesta.

Ziegler lo inquirió con la mirada.

—¿Qué relación existe entre Hirtmann y Lombard? ¿Por qué diablos se ensañó con ese caballo?

* * *

A medianoche, Servaz no dormía aún. Apagó el PC, un antiguo ordenador casi prehistórico que funcionaba todavía con Windows 98 y que había heredado tras su divorcio, y la lámpara del escritorio. Luego atravesó el salón y salió al balcón. La calle estaba desierta, tres pisos más abajo. Solo de vez en cuando algún coche se abría paso entre la doble hilera de vehículos que permanecían aparcados rozándose casi los parachoques. Como la mayoría de las ciudades, aquella tenía un marcado sentido del espacio ocupado, y como en la mayoría de las ciudades también, incluso cuando sus habitantes dormían las calles no estaban nunca dormidas por completo: a toda hora rugía y ronroneaba como una máquina. Desde abajo subían ruidos de platos provenientes de un restaurante. En alguna parte resonaba el eco de una conversación, más bien de una disputa, entre un hombre y una mujer. En la calle un individuo dejaba orinar a su perro sobre un coche. Tras volver al interior, Servaz buscó en su colección de CD y puso la
Octava sinfonía
de Mahler, dirigida por Bernstein, a un nivel de volumen decente. A esa hora, los vecinos de abajo, que solían acostarse temprano, dormían profundamente y ni los terribles martillazos de la
Sexta
ni el gran acorde discordante de la
Décima
habrían logrado turbarles el sueño.

«Julian Hirtmann…».

El nombre resurgió una vez más. Desde que Irène Ziegler lo había pronunciado unas horas atrás, en el coche, flotaba en el aire. En el transcurso de las horas anteriores, Servaz había tratado de averiguar lo máximo posible acerca del interno del Instituto Wargnier. No sin estupor, había descubierto que Julian Hirtmann sentía, como él, una predilección por la música de Mahler. Era algo que tenían en común. Había pasado varias horas navegando por Internet y tomando notas. Al igual como ocurría con Éric Lombard, pero por otros motivos, había encontrado cientos de páginas consagradas al asesino suizo.

El mal presagio que tenía Servaz desde el principio se extendía ahora como una nube tóxica. Hasta entonces, disponían solo de una historia estrafalaria —la muerte de un caballo en circunstancias insólitas— que no habría asumido jamás tales proporciones de no ser porque el propietario era un millonario y no un campesino de la zona. Ahora resultaba que guardaba un vínculo —sin que pudiera comprender cómo ni por qué— con uno de los más temibles asesinos de la era moderna. Servaz tenía de repente la impresión de hallarse delante de un largo pasillo lleno de puertas cerradas, y de que detrás de cada una se ocultaba un inquietante e insospechado aspecto de la investigación. Le producía aprensión tener que iniciar el recorrido de aquel pasillo y empujarlas. Curiosamente, se imaginaba el corredor iluminado con una lámpara roja… roja como la sangre, roja como el furor, roja como un corazón que late. Mientras se rociaba la cara con agua fría, con un nudo de angustia en el estómago, adquirió la certeza de que pronto se iban a abrir diversas puertas más que revelarían habitaciones a cual más oscuras y siniestras. Aquello solo era el principio…

Julian Alois Hirtmann llevaba casi dieciséis meses retenido en la unidad A del Instituto Wargnier, la reservada a los depredadores sociales más peligrosos, que solo contaba con siete internos en total. Hirtmann se distinguía, con todo, de los otros seis en más de un aspecto:

1.º). Era inteligente, controlado y nunca se había podido llegar a demostrar la larga serie de asesinatos que se le atribuían.

2.º). Había ocupado —lo cual constituía un caso raro aunque no del todo excepcional entre los criminales en serie— una posición social elevada, puesto que en el momento de su detención era fiscal del tribunal de Ginebra.

3.º). Su detención —propiciada por el «desafortunado concurso de circunstancias» evocado por Ziegler— y su juicio habían desencadenado un embrollo político-criminal sin precedentes en la crónica judicial helvética.

El concurso de circunstancias mencionado por Ziegler era una historia inverosímil, que habría podido parecer graciosa si por otro lado no hubiera sido trágica e increíblemente sórdida. La noche del 21 de junio del 2004, mientras sobre el lago Leman se desataba una violenta tormenta, Julian Hirtmann, con un gesto de magnánima mansedumbre, invitó a cenar al amante de su mujer y a esta en su propiedad situada al borde del lago. El motivo de la invitación era que quería «esclarecer las cosas y organizar entre caballeros la partida de Alexia».

Su encantadora esposa le había anunciado en efecto que quería dejarlo para vivir con su amante, magistrado como él del tribunal de Ginebra. Al final de la comida, en el curso de la cual escucharon los sublimes
Kindertotenlieder
de Mahler y hablaron de las distintas modalidades de divorcio (Servaz se demoró un instante con aquella información, preguntándose desconcertado qué prurito había llevado al investigador a anotar aquello: esos «Cantos para los niños muertos» eran una de sus obras musicales preferidas), el anfitrión sacó un arma y obligó a la pareja a bajar al sótano. Hirtmann y su mujer lo habían transformado en una «caverna de delicias sadomasoquistas» donde organizaban orgías frecuentadas por amigos de la alta sociedad ginebrina. A Hirtmann le gustaba ver a su hermosa mujer poseída y golpeada por varios hombres, a merced de toda clase de refinadas torturas, esposada, encadenada, azotada y sometida a la acción de extrañas máquinas que se vendían en tiendas especializadas de Alemania y los Países Bajos. Pese a ello, se había vuelto loco de celos al enterarse de que se disponía a abandonarlo por otro. Había una circunstancia agravante, y era que consideraba al amante de su mujer como un individuo totalmente estúpido e insípido.

En uno de los numerosos artículos consultados por Servaz aparecía Hirtmann posando en compañía de su futura víctima en el tribunal de Ginebra.

El hombre se veía bajo al lado del fiscal, que era muy alto y delgado. En la foto, Servaz le calculó unos cuarenta y pico años. El gigante había posado una mano amical en el hombro del amante y colega y se lo comía con los ojos, a la manera del tigre que escruta a su presa. Retrospectivamente, Servaz se preguntó si Hirtmann sabía entonces que lo iba a matar. El pie de página explicaba: «El procurador Hirtmann y su futura víctima, el juez Adalbert Berger, con túnicas de magistrado, posando en la sala de los pasos perdidos».

Aquella noche del 21 de junio, Hirtmann obligó a su mujer y al amante de esta a desnudarse y a tumbarse en una cama del sótano y después a beber champán hasta que ambos estuvieron borrachos. A continuación ordenó al amante que vaciara una botella mágnum sobre el cuerpo de Alexia, que temblaba tendida en la cama, al tiempo que él mismo roció de champán el cuerpo del amante. Una vez concluidas tales libaciones entregó al hombre uno de los chismes que abundaban en la sala, un objeto que parecía un gran taladro eléctrico al que hubieran sustituido la broca por un consolador. Por extraños que puedan parecer al común de los mortales, esa clase de instrumentos no son raros en las tiendas especializadas, y los invitados de las veladas al borde del lago los usaban de vez en cuando. Por la tarde, Hirtmann había trucado con cuidado el instrumento, de tal manera que en caso de inspección, los hilos eléctricos pelados aparecieran como un defecto puramente accidental ante un experto sospechoso. También había cambiado el disyuntor del cuadro eléctrico, que funcionaba perfectamente, por uno de esos disyuntores de imitación totalmente ineficaces que circulan en los mercados paralelos. Una vez que el amante de su mujer hubo introducido el chorreante objeto en el sexo de esta, Hirtmann conectó el aparato con la mano protegida con un guante de goma. El resultado fue inmediato, ya que el champán resultó un buen conductor. Hirtmann habría experimentado sin duda un intenso placer contemplando los cuerpos sacudidos por incontrolables temblores, los pelos y cabellos erizados como limaduras de hierro encima de un imán, si en ese momento no hubiera intervenido el «concurso de circunstancias» del que había hablado Ziegler.

Si bien el disyuntor defectuoso garantizaba que ningún corte de luz salvara a los dos amantes de la electrocución, la sobretensión tuvo sin embargo una consecuencia que Hirtmann no había previsto: activó el sistema de alarma de la casa. Hirtmann apenas tuvo tiempo de reaccionar cuando, alertada por el potente aullido de la sirena y por los vecinos, la diligente policía suiza llamó a su puerta.

El fiscal no perdió aun así la sangre fría. Tal como había previsto hacerlo un poco más tarde, declaró su identidad y su condición de fiscal para después anunciar, hundido y confuso, que un trágico accidente acababa de producirse en el sótano. Después, con aire avergonzado y perturbado, invitó a los agentes de policía a bajar al sótano. Entonces intervino el segundo concurso de circunstancias: a fin de hacer callar la sirena —y dar la impresión de haber socorrido a los amantes—, Hirtmann se había visto obligado a cortar, aunque tarde, la corriente. El gendarme Christian Gander, de la policía cantonal de Ginebra, declaró que, cuando su colega y él entraron en el siniestro sótano, una de las víctimas estaba aún viva. Era la mujer, Alexia. Con la luz de las linternas, se despertó de repente y le dio tiempo a señalar con actitud de terror a su verdugo antes de desmoronarse definitivamente. Los dos gendarmes apuntaron entonces al gigante y le pusieron las esposas, pese a sus protestas y amenazas. Después efectuaron dos llamadas: la primera a la ambulancia y la segunda a la brigada criminal de Ginebra. Los refuerzos llegaron quince minutos más tarde y en su sistemático registro no tardaron en encontrar la pistola automática —cargada y con el seguro quitado— que Hirtmann había corrido debajo de un mueble. Cuando se llevaron al fiscal, llamaron también a un equipo de identificación judicial. El análisis de los restos de la cena demostró que el fiscal asesino también había drogado a sus víctimas.

Fueron los documentos y recortes de prensa localizados poco después en la oficina de Hirtmann los que llevaron a establecer un vínculo entre él y una veintena de desapariciones de mujeres jóvenes que habían tenido lugar a lo largo de los quince años anteriores y que habían quedado sin esclarecer. El caso adquirió de improviso una nueva dimensión: de un drama pasional pasó a ser el de un asesino en serie. La apertura de una caja del banco permitió exhumar varios archivadores llenos de recortes de prensa que apuntaban a otras desapariciones ocurridas en cinco países: en los Alpes franceses, los Dolomitas, Baviera, Austria y Suiza. En total, cuarenta casos acaecidos en un plazo de veinticinco años. Ninguna de aquellas desapariciones había sido dilucidada. Hirtmann afirmó, por supuesto, que se había interesado por esos casos por razones puramente profesionales y demostró cierto sentido del humor al declarar que sospechaba que aquellas jóvenes habían sido víctimas de un mismo y único asesino. No obstante, aquellos casos se desvincularon jurídicamente del primero, del que diferían enormemente tanto por el móvil como por las características del crimen.

En el proceso, Hirtmann reveló por fin su verdadera naturaleza. Lejos de tratar de minimizar sus inclinaciones, las exhibió con fruición. Durante el juicio estalló una serie de estrepitosos escándalos, puesto que varios miembros del tribunal y de la alta sociedad ginebrina habían participado en sus veladas. Hirtmann reveló sus nombres con delectación, arruinando la reputación de un gran número de personas. El caso se convirtió en un seísmo político-criminal sin precedente en el que se mezclaban sexo, droga, dinero, justicia y medios de comunicación. De este periodo se conservaban numerosas fotografías publicadas en la prensa del mundo entero, con leyendas del tipo «la casa del horror» (donde se veía la gran casa de la orilla del lago con su fachada cubierta de hiedra), «el monstruo saliendo del juzgado» (en la que aparecía Hirtmann revestido de un chaleco antibalas y protegido por unos policías a los que sacaba un palmo), «Ginebra en el ojo del huracán», «Fulano acusado de haber participado en las orgías de Hirtmann», etc…

En el curso de sus peregrinaciones virtuales, Servaz comprobó que algunos internautas rendían un auténtico culto a Hirtmann. La mayoría de las páginas web dedicadas a él lo presentaban no como un loco criminal sino más bien como el emblema del sadomasoquismo o —sin asomo de ironía— de la «voluntad de poder», como un «astro incandescente de la galaxia satánica» o incluso como un «superhombre nietzscheano y rock». Los foros eran aún peores. Ni siquiera Servaz, en su condición de policía, habría sospechado nunca que hubiera tanto chalado en circulación. Unos individuos presentados por seudónimos tan grotescos como 6-Borg, Sympathy for the Devil o Diosa Kali se explayaban exponiendo teorías igual de nebulosas que sus falsificadas identidades. Deprimido por la observación de todos esos universos de recambio, todos esos foros, todas esas páginas web, Servaz se dijo que años antes todos aquellos chiflados se habrían creído que eran únicos en su especie y se habrían mantenido encerrados en su rincón. En la actualidad, gracias a los medios de comunicación modernos, que comunican en primer lugar la tontería y la locura y —con más parsimonia— el conocimiento, descubrían que no estaban solos, contactaban entre sí y se sentían confortados en su chaladura. Recordando lo que le había dicho a Marchand, Servaz rectificó mentalmente: la locura era en efecto una epidemia, pero sus dos vectores predilectos eran los medios de comunicación e Internet.

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