Bajo el hielo (20 page)

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Authors: Bernard Minier

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: Bajo el hielo
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De repente, Servaz se puso a pensar en algo distinto: su hija tenía ojeras y una mirada triste. ¿Por qué? ¿Por qué se la veía tan cansada y tan triste? Había respondido al teléfono a la una de la mañana. ¿De quién esperaba una llamada? Y aquel morado en el pómulo… Las explicaciones de Margot no le habían acabado de convencer. Hablaría con su madre.

Servaz siguió indagando en la existencia de Julian Hirtmann hasta la madrugada. Cuando se fue a acostar aquel domingo 14 de diciembre, lo hizo con la impresión de tener entre las manos las piezas de dos rompecabezas diferentes que no encajaban entre sí.

Su hija tenía ojeras y una mirada triste. ¿Qué significaba aquello?

* * *

Esa noche, Diane Berg pensaba en sus padres. Su padre era un hombre cerrado, un burgués, un calvinista rígido y distante, uno más de los que producía Suiza con la misma facilidad que fabricaba chocolate y cajas fuertes. Su madre vivía en un mundo aparte, un mundo secreto e imaginario en el que oía la música de los ángeles y del que ella era el centro y la razón de ser… evolucionando siempre entre la euforia y la depresión. Una madre demasiado ocupada consigo misma para prodigar a sus hijos algo más que un afecto dispensado a cuentagotas. Diane había aprendido muy pronto que el extraño mundo de sus padres no era el suyo.

Se había fugado por primera vez a los catorce años, pero no había llegado muy lejos. La policía ginebrina la había devuelto a casa después de que la hubieran descubierto in fraganti robando un CD de Led Zeppelin en compañía de un chico de su edad al que había conocido dos horas antes. En un ambiente tan «armonioso», la rebelión era inevitable y así Diane había pasado por fases grunge, neopunk y gótica antes de encarrilarse hacia la facultad de psicología, donde había aprendido a conocerse a sí misma y a conocer a sus padres, aunque no a comprenderlos.

El encuentro con Spitzner había sido determinante. Diane no había tenido muchos amantes antes de él, y pese a que daba la imagen de una joven emprendedora y segura de sí misma, Spitzner no se había dejado engañar: enseguida había desentrañado su verdadera naturaleza. Desde el principio, ella sospechó que no era la primera alumna a la que conquistaba, cosa que él mismo le confirmó, pero le daba igual. Tampoco le importaba la diferencia de edad ni el hecho de que Spitzner estuviera casado y tuviera siete hijos. Si hubiera debido aplicar sus habilidades de psicóloga analizando su propio caso, habría visto en su relación un puro cliché: Pierre Spitzner representaba todo lo que sus padres no eran, y todo lo que ellos detestaban.

Se acordó que una vez mantuvieron una larga conversación, muy seria.

—Yo no soy tu padre —le había dicho él al final—. Ni tu madre. No exijas de mí ciertas cosas que nunca te voy a poder dar.

Estaba tendido en el sofá del pequeño apartamento de soltero que la universidad ponía a su disposición, con un vaso de Jack Daniel's en la mano, mal afeitado, con el torso desnudo, exhibiendo con cierta vanidad aquel cuerpo extraordinariamente firme para un hombre de su edad.

—¿Como qué, por ejemplo?

—La fidelidad.

—¿Te acuestas con otras mujeres en este momento?

—Sí, con mi mujer.

—Con otras, me refiero.

—No, en este momento no. ¿Satisfecha?

—Me da igual.

—Mentira.

—Bueno de acuerdo, no me da igual.

—Yo paso de saber con quién te acuestas —replicó él.

Había algo, no obstante, de lo que ni él ni nadie se había percatado: la costumbre de las puertas cerradas, de las habitaciones donde estaba «prohibido entrar» y de los secretos maternos había hecho que Diane desarrollara una curiosidad muy superior a la normal, una curiosidad que le servía en su oficio pero que también la había llevado a meterse en situaciones incómodas. Diane interrumpió aquellos pensamientos y observó cómo la luna se deslizaba detrás de unas nubes, deshilachadas como una tela de gasa. El astro se asomó al cabo de unos segundos en una nueva brecha para volver a desaparecer. Cerca de la ventana, la rama de un abeto cubierta de nieve adquirió una breve apariencia fosforescente bajo la lechosa luz caída del cielo antes de sumirse de nuevo en la oscuridad.

Volvió la espalda a la estrecha y profunda ventana. Los negros trazos rojos de la radio despertador brillaban en la penumbra. Eran las 0.25. Nada se movía. Sabía que había uno o dos guardianes despiertos en aquella planta, pero seguramente estaban mirando la tele, apoltronados en sus sillones, en el otro extremo del edificio.

En aquella parte del Instituto reinaban el silencio y el sueño.

Pero no dormía todo el mundo…

Se desplazó hacia la puerta de su habitación. Había apagado la luz porque debajo quedaba un resquicio de varios milímetros. Una caricia de aire helado le rozó los pies. Se estremeció al instante, a causa del frío, pero también de la adrenalina que corría por sus venas. Algo había despertado su curiosidad.

Las doce y media…

El ruido fue tan débil que apenas lo oyó.

Igual que la noche anterior. Igual que las otras noches.

Una puerta que se abre, muy despacio. Después nada. Alguien que no quiere ser descubierto.

De nuevo, el silencio.

La persona estaba al acecho… como ella.

El clic de un interruptor precedió el rayo de luz bajo la puerta. Luego sonaron unos pasos en el pasillo, tan quedos que casi quedaron sofocados por los latidos de su corazón. Una sombra interceptó un instante la luz que se filtraba bajo la puerta. Primero dudó y luego se decidió de golpe a abrirla. Demasiado tarde. La sombra había desaparecido.

El silencio regresó y la luz se apagó.

Se sentó en el borde de la cama, en la oscuridad, estremecida bajo su pijama de invierno y el batín con capucha. Una vez más, se preguntó quién podía pasearse todas las noches por el Instituto. Y sobre todo, ¿para qué? En todo caso, para algo que exigía una gran discreción… porque la persona tomaba muchas precauciones para que no la oyeran.

La primera noche, Diane había pensado que debía de ser uno de los auxiliares o bien una enfermera que tenía un acceso de hambre y no quería que nadie se enterara de que se atiborraba a escondidas. El insomnio la había mantenido despierta, con todo, y la luz del pasillo no se había vuelto a encender hasta al cabo de dos horas. A la noche siguiente estaba agotada y se había dormido antes. La posterior, en cambio, el insomnio había vuelto a hacer acto de presencia y, con él, el casi inaudible crujido de la puerta, la luz en el pasillo y la sombra que se deslizaba furtivamente en dirección a la escalera.

Vencida por el cansancio, se había dormido antes del regreso. Se introdujo bajo el edredón y contempló su pequeña habitación glacial de doce metros cuadrados, con cuarto de baño, en el pálido rectángulo de la ventana. Tenía que dormir. Al día siguiente, domingo, dispondría de tiempo libre. Aprovecharía para revisar sus notas y después iría a Saint-Martin. El lunes sería, sin embargo, un día decisivo. El doctor Xavier le había anunciado que el lunes la llevaría a visitar la unidad A…

Tenía que dormir.

Cuatro días… Había pasado cuatro días en el Instituto y tenía la impresión de que, en aquel espacio de tiempo, se habían agudizado sus sentidos. ¿Era posible cambiar en tan poco tiempo? En caso afirmativo, ¿cómo sería la transformación dentro de un año… cuando abandonara aquel lugar para volver a casa? Tenía que dejar de pensar en eso, se reprendió. Todavía le quedaban muchos meses de estar allí.

Aún no acababa de entender cómo habían podido encerrar a unos locos criminales en semejante lugar. Era, con mucho, el sitio más siniestro e insólito que había conocido.

«Pero esta va a ser tu casa durante un año, chica».

Solo de pensarlo, se le quitaron las ganas de dormir.

Se incorporó en la cama y encendió la lamparita. Después conectó el ordenador y esperó a que se activara para consultar los mensajes. Por suerte, el Instituto contaba con servicio de Internet y repetidores Wifi.

(No hay ningún mensaje nuevo).

Experimentó un sentimiento contradictorio. ¿De veras esperaba que él le escribiera, después de lo que había pasado? Había sido ella la que tomó la decisión de dejarlo, pese a que aquello la destrozaba. Él había aceptado con su habitual estoicismo y ella se había sentido dolida, sorprendida por la profundidad de su propio desamparo.

Vaciló antes de ponerse a teclear.

Sabía que él no comprendería su silencio. Había prometido darle detalles y escribir sin tardanza. Como todos los especialistas en psiquiatría legal, Pierre Spitzner ardía de curiosidad respecto a todo lo tocante al Instituto Wargnier. Cuando se enteró de que habían aceptado la candidatura de Diane, lo había interpretado no solo como una oportunidad para ella, sino también como una ocasión para él de aprender más cosas acerca de ese lugar sobre el que circulaban tantos rumores.

Tecleó las primeras palabras:

Querido Pierre:

Estoy bien. Este sitio…

Se le inmovilizó la mano.

En su cabeza acababa de surgir una imagen… un flash nítido y cortante como el hielo…

La gran casa de Spitzner que dominaba el lago, la habitación en la penumbra, el silencio de la vivienda vacía. Pierre y ella en la gran cama. En un principio, habían ido solo a buscar unos papeles que él había olvidado. La esposa de él estaba en el aeropuerto, esperando su avión con destino a París, donde debía dar una conferencia titulada «Personajes y puntos de vista» (la mujer de Spitzner había escrito una decena de complejas y sangrientas novelas policiacas con marcada connotación sexual que habían tenido bastante éxito). Pierre había aprovechado para enseñarle la casa. Al llegar delante de la habitación conyugal, había abierto la puerta y la había cogido de la mano. Al principio se había negado a hacer el amor en aquel sitio, pero él había insistido con aquel aire infantil que la perturbaba y derribaba sus resistencias. También había insistido para que Diane se pusiera la ropa interior de su esposa, unas prendas compradas en las boutiques más caras de Ginebra… Diane había dudado, pero el ambiente de transgresión, el gusto de lo prohibido ejercían sobre ella una atracción demasiado fuerte para ceder a los escrúpulos. Había comprobado que tenía las mismas medidas que la mujer de su amante. Estaba debajo de él, con los ojos cerrados, sintiendo la cara roja de Pierre encima de la suya. Los dos cuerpos evolucionaban, soldados, en perfecta sintonía, cuando desde el umbral de la puerta se elevó la voz, seca y tajante:

—Llévate a tu puta fuera de aquí.

Cerró el ordenador, ya sin ningunas ganas de escribir. Al volver la cabeza para apagarlo, dio un respingo. La sombra estaba debajo de su puerta… inmóvil… Contuvo la respiración, incapaz de efectuar el más mínimo movimiento. Después la curiosidad y la irritación pasaron a primer plano y dio un salto en dirección a la puerta.

Sin embargo, la sombra había vuelto a desaparecer.

SEGUNDA PARTE
Bienvenidos al infierno
10

El domingo 14 de diciembre, a las ocho menos cuarto de la mañana, Damien Ryck, apodado Rico, de veintiocho años, abandonó su domicilio para efectuar una solitaria carrera en la montaña. Hacía una mañana gris y sabía de antemano que el sol no iba a aparecer ese día. Después de despertarse, había salido a la gran terraza de su casa y había observado la densa niebla que inundaba los tejados y las calles de Saint-Martin. Por encima de la ciudad, las nubes se enroscaban con sus negruzcos arabescos en torno a las cimas.

Dado el mal tiempo, optó por dar un simple paseo para despejarse, siguiendo un itinerario que conocía de memoria. La noche anterior, o más concretamente, unas horas antes, había regresado a su casa dando traspiés después de una fiesta en casa de unos amigos, donde habían corrido el alcohol y los porros, y se había acostado sin quitarse la ropa. Al despertar, después de tomar una ducha, una taza de café solo y fumar otro porro en la terraza, consideró que el aire puro de las alturas le sentaría de maravilla. Rico tenía intención de terminar un poco más tarde, esa misma mañana, el entintado de una plancha. Se trataba de una operación delicada que exigía una gran precisión.

Rico era autor de tiras cómicas.

La suya era una profesión estupenda que le permitía trabajar en su casa y vivir de su pasión. Sus cómics en blanco y negro, muy oscuros, eran apreciados por los entendidos y cada vez era más conocido dentro del reducido mundo del cómic independiente. Aficionado al esquí fuera de pista, al alpinismo, al ciclismo de montaña, al parapente y gran viajero, había encontrado en Saint-Martin un sitio ideal para instalarse. Su oficio y los modernos medios de comunicación le permitían vivir lejos de París, donde se encontraba la sede de Éditions d'Enfer y adonde se trasladaba unas seis veces al año. Al principio, a los habitantes de Saint-Martin les había costado acostumbrarse a su caricaturesca pinta de joven alternativo, con sus rastas amarillas y negras, su fular, su poncho naranja, sus numerosos
piercings
y su perilla rosa. En verano, podían admirar igualmente la decena de tatuajes que cubrían su cuerpo casi anoréxico en hombros, brazos, espalda, cuello, pantorrillas, muslos, unas auténticas obras de arte en tres colores que desbordaban por todas partes de sus pantalones cortos y camisetas sin mangas. Rico, no obstante, resultaba más agradable cuando se lo conocía: no solo era un dibujante de talento, sino también una persona encantadora, dotada de un gran sentido del humor, amable con los vecinos, los niños y la gente mayor.

Esa mañana, Rico se puso sus zapatillas especiales para correr en plena naturaleza y un gorro como los que llevan los campesinos de los altiplanos andinos y, con los cascos de música debajo de este, se encaminó a trote lento hacia el sendero de gran recorrido, que comenzaba justo más allá del supermercado, a doscientos metros de su casa.

La persistente niebla vagaba por el desierto aparcamiento del supermercado en torno a las hileras de carros abandonados. Una vez en el sendero, Rico amplió las zancadas. Tras él, las campanas de la iglesia dieron las ocho. Tuvo la sensación de que su sonido le llegaba amortiguado a través de varias capas de guata.

Debía extremar la vigilancia para no torcerse los tobillos en aquel suelo irregular plagado de raíces y grandes piedras. Después de dos kilómetros de trayecto casi plano en paralelo al ruidoso torrente, que atravesó varias veces por los sólidos puentecillos hechos con costeros de pino, la pendiente se acentuó y sintió la tensión de las pantorrillas a causa del esfuerzo. Entre la bruma, algo menos densa, divisó el puente metálico que franqueaba el torrente un poco más arriba, en el punto en que se precipitaba en una rugiente cascada. Era la parte más ardua del recorrido. Una vez allá, el terreno se volvería de nuevo casi plano. Levantando la cabeza mientras dosificaba el esfuerzo, advirtió algo que colgaba del puente, un saco o un objeto voluminoso, sujeto a la placa del tablero metálico.

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