Bajo el hielo (23 page)

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Authors: Bernard Minier

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: Bajo el hielo
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—Sí, me temo que sí —confirmó—. El último piso está lleno de corrientes de aire y el sistema de calefacción es bastante antiguo.

Detrás del gran ventanal, el paisaje de nieve y de abetos inmersos en la bruma era magnífico y muy próximo. Era tan extraño encontrarse allí tomando un café en un ambiente caldeado separada de toda aquella blancura por un simple cristal que Diane tuvo la impresión de estar contemplando un decorado de cine.

—¿Y cuáles son exactamente sus funciones? —preguntó, decidida a aprovechar la ocasión que se le presentaba de saber un poco más.

—Querrá decir: ¿cuáles son las funciones de un enfermero aquí?

—Sí.

—Bueno… como enfermeros psicológicos, preparamos y distribuimos los tratamientos, nos aseguramos de que los pacientes los tomen, de que no haya efectos iatrogénicos después de las tomas… También vigilamos a los internos, claro. Pero no nos limitamos solo a eso: organizamos actividades, hablamos con ellos, observamos, permanecemos disponibles, los escuchamos… aunque no excesivamente, de todas formas. El trabajo del enfermero consiste en no estar demasiado presente ni demasiado ausente. No hay que actuar con indiferencia ni ofreciendo una ayuda sistemática. Debemos mantenernos en nuestro lugar, sobre todo aquí, con estos…

—Y la medicación, ¿es fuerte? —inquirió tratando de no posar la vista en la marca de la frente.

—Sí… —reconoció, con una cautelosa mirada—. Aquí las dosis superan con creces las normas recomendadas. Es un poco Hiroshima en lo tocante a los medicamentos. No se andan con chiquitas. Cuidado, tampoco es que se los drogue. Mírelos: no son zombis. Lo que ocurre es que la mayoría de esos… individuos… son químico-resistentes. Por eso se les administran unos cócteles de tranquilizantes y de neurolépticos capaces de derribar a un buey, en cuatro tomas al día en lugar de tres, y aparte están los electroshocks, las camisas de fuerza… Cuando no funciona nada más, se recurre a un fármaco milagroso: la clozapina.

Diane había oído hablar de la clozapina. Era un antipsicótico atípico utilizado para tratar casos de esquizofrenia refractarios a otros medicamentos. Al igual que con la mayoría de los fármacos utilizados en psiquiatría, los efectos secundarios podían ser considerables: incontinencia, hipersalivación, visión turbia, aumento de peso, convulsiones, trombosis…

—Lo que hay que comprender bien —añadió el hombre con un atisbo de sonrisa que se transformó en rictus— es que aquí la violencia nunca está lejos… ni tampoco el peligro…

Diane tuvo la impresión de estar escuchando a Xavier: «La inteligencia únicamente se desarrolla donde hay cambio… y donde hay peligro».

—Al mismo tiempo —matizó él volviendo a esbozar una sonrisa—, es un sitio más seguro que algunos barrios de las grandes ciudades.

Sacudió la cabeza.

—Entre nosotros, no hace mucho que la psiquiatría se encontraba aún en la edad de piedra y se hacía sufrir a los pacientes unas experiencias de increíble barbarie. Algo que no tenía nada que envidiar a la Inquisición ni a los médicos nazis… Las cosas han evolucionado, pero aún queda mucho por hacer. Aquí nunca se habla de curación. Se habla de estabilización, de descompresión…

—¿Y tienen otras funciones que cumplir? —quiso saber Diane.

—Sí. Está toda la cuestión administrativa. Nos ocupamos del papeleo, de las formalidades… —Miró un instante afuera—. También están las entrevistas de enfermería prescritas por el doctor Xavier y la enfermera jefe.

—¿En qué consisten?

—Es algo muy acotado. Utilizamos técnicas bien rodadas; son unas entrevistas estructuradas, con cuestionarios más o menos estandarizados, aunque también improvisamos… Hay que adoptar una actitud lo más neutra posible, no mostrarse demasiado invasivo para hacer disminuir la ansiedad, respetar los momentos de silencio, marcar pausas… Si no, se corre el riesgo de topar enseguida con un problema.

—¿Xavier y Ferney también hacen entrevistas?

—Sí, desde luego.

—¿Qué diferencia hay entre las suyas y las de ellos?

—En realidad, ninguna. La diferencia está en que ciertos pacientes son más dados a confiarnos cosas que no les confiarían a ellos, porque nosotros estamos más cerca en el día a día, procuramos crear una relación de confianza entre cuidadores y pacientes, respetando la distancia terapéutica… Por lo demás, son Xavier y Elizabeth quienes deciden la medicación y los protocolos de tratamiento…

Había pronunciado la última frase con una voz extraña. Diane frunció imperceptiblemente el entrecejo.

—Se diría que no siempre está de acuerdo con sus decisiones.

Le sorprendió su mutismo. Tardó tanto en responder que ella enarcó una ceja.

—Usted es nueva aquí, Diane… Ya verá…

—¿Qué veré?

—…

La miró de reojo. Era evidente que no tenía ganas de aventurarse por esa vía. Aun así ella esperó con una interrogación en la mirada.

—¿Cómo explicarle? Seguro que tiene conciencia de encontrarse en un sitio que no se parece a ningún otro establecimiento… Aquí nos ocupamos de pacientes que no han sido capaces de tratar en otros lugares… Lo que ocurre aquí no tiene nada que ver con otros centros.

—¿Como los electroshocks sin anestesia para los pacientes de la unidad A, por ejemplo?

Enseguida se arrepintió de haberlo dicho. La mirada del enfermero adquirió una repentina frialdad.

—¿Quién le ha hablado de eso?

—Xavier.

—Más vale dejarlo.

Bajó la mirada hacia el café con el entrecejo fruncido. Parecía lamentar haberse dejado enzarzar en aquella conversación.

—Ni siquiera estoy segura de que sea legal —insistió ella—. ¿La ley francesa autoriza ese tipo de cosas?

—¿La ley francesa? —replicó él, levantando la cabeza—. ¿Sabe cuántas hospitalizaciones psiquiátricas forzadas hay cada año en este país? Cincuenta mil. En las democracias modernas, las hospitalizaciones de oficio sin el consentimiento del paciente son excepcionales, pero no en este país… Los enfermos mentales, incluso aquellos que solo se supone que lo son, tienen menos derechos que los ciudadanos normales. Si uno quiere detener a un criminal tiene que esperar hasta las seis de la mañana. Si se trata, en cambio, de un tipo a quien su vecino acusa de loco mediante la firma de una DHT, una demanda de hospitalización por parte de un tercero, la policía puede presentarse tanto de día como de noche. La justicia no intervendrá hasta después de que esa persona se haya visto privada de su libertad, y eso siempre y cuando tenga conocimiento de sus derechos y sepa cómo hacerlos respetar… Eso es la psiquiatría en este país. Eso y la falta de medios, el abuso de neurolépticos, los malos tratos… Nuestros hospitales psiquiátricos son reductos donde no rige el derecho, y este lo es aún más que los otros.

Había pronunciado aquel largo alegato con tono amargo, sin rastros de sonrisa en la cara. Luego se levantó, corriendo la silla.

—Eche una ojeada por todas partes y saque sus propias conclusiones —aconsejó.

—¿Mis propias conclusiones?

—Sobre lo que ocurre aquí.

—¿Es que ocurre algo?

—¿Qué más da? Ha sido usted la que quería saber más, ¿no?

Diane siguió con la vista al enfermero mientras devolvía la bandeja y salía de la sala.

* * *

Lo primero que hizo Servaz fue bajar las persianas y encender los fluorescentes. Quería evitar que algún periodista les disparase con un teleobjetivo. El joven autor de cómics había regresado a su casa. En la sala de reuniones, Espérandieu y Ziegler habían sacado sus ordenadores portátiles y tecleaban en ellos. Cathy d'Humières hablaba por teléfono, de pie en un rincón. Tras cerrar el aparato, acudió a sentarse frente a la mesa. Servaz los observó un instante antes de girar sobre sí.

Cerca de la ventana había una pizarra blanca que desplazó hacia la luz. Luego cogió un rotulador y trazó dos columnas.

CABALLO
GRIMM
descuartizado
desnudo
decapitado
estrangulado dedo rebanado, botas, capa
¿asesinado de noche?
¿asesinado de noche?
ADN Hirtmann
¿ADN Hirtmann?

—¿Basta eso para considerar que los dos actos han sido cometidos por las mismas personas? —planteó.

—Hay similitudes y hay diferencias —respondió Ziegler.

—De todas formas, son dos crímenes cometidos con cuatro días de intervalo en la misma ciudad —apuntó Espérandieu.

—De acuerdo. La hipótesis de un segundo criminal es bastante improbable. Se trata sin duda de la misma persona.

—O las mismas personas —puntualizó Servaz—. No se olvide de la conversación que mantuvimos en el helicóptero.

—No la he olvidado. De todas maneras, hay algo que nos permitiría relacionar sin margen de duda los dos crímenes…

—El ADN de Hirtmann.

—El ADN de Hirtmann —confirmó ella.

Servaz separó las láminas de las persianas. Después de lanzar una mirada afuera, las dejó caer con un golpe seco.

—¿De veras cree que ha podido salir del Instituto y sustraerse a la vigilancia de sus hombres? —preguntó volviéndose.

—No, es imposible. Yo misma he verificado el dispositivo. No ha podido pasar sin ser sorprendido.

—En ese caso no es Hirtmann.

—En todo caso, no esta vez.

—Si no ha sido Hirtmann esta vez, quizá podamos concebir que tampoco fue él la vez anterior —sugirió Espérandieu. Todas las cabezas se volvieron hacia él—. Hirtmann no subió en el teleférico. Fue otra persona, alguien que está en contacto con él en el Instituto y, que de forma voluntaria o no, transportó consigo uno de sus cabellos o de sus pelos.

Ziegler dirigió una mirada interrogativa a Servaz y enseguida comprendió que este no se lo había explicado todo a su ayudante.

—Lo que pasa es que no fue un pelo lo que encontraron en la cabina del teleférico, sino saliva —precisó.

Espérandieu la miró y después desplazó la mirada hacia Servaz, que inclinó la cabeza como para pedirle disculpas.

—No veo ninguna lógica en todo esto —dijo—. ¿Por qué matar un caballo primero y después a un hombre? ¿Colgar a ese animal en lo alto de un teleférico? ¿Por qué? ¿Y al hombre debajo de un puente? ¿Qué tiene esto en común?

—En cierta manera, ambos han sido colgados —señaló Ziegler.

—Exacto —aprobó Servaz.

Acercándose a la pizarra, borró algunas anotaciones para añadir otras.

CABALLO
GRIMM
colgado teleférico
colgado puente metal
lugar aislado
lugar aislado
descuartizado
desnudo
decapitado
estrangulado, dedo rebanado, botas, capa
¿asesinado de noche?
¿asesinado de noche?
ADN Hirtmann
¿ADN Hirtmann?

—De acuerdo. ¿Por qué agredir a un animal?

—Para hacer daño a Éric Lombard —repitió Ziegler una vez más—. La central eléctrica y el caballo apuntan a él. Es el objetivo de la agresión.

—Bien, admitamos que Lombard sea el objetivo. ¿Qué pinta el farmacéutico en todo esto? Por otra parte, al caballo lo decapitaron y lo descuartizaron a medias y el farmacéutico estaba desnudo con una capa. ¿Qué hay en común entre ambos?

—Descuartizar un animal es un poco como desnudarlo —aventuró Espérandieu.

—Y el caballo tenía dos grandes retazos de piel desplegados a los lados —apuntó Ziegler—. Al principio creyeron que imitaban unas alas… pero también es posible que imitaran una capa…

—Posible —concedió Servaz, no muy convencido—. Pero ¿por qué decapitarlo? Y esa capellina, esas botas, ¿qué representan?

Nadie tenía respuesta a esas preguntas, de modo que siguió adelante.

—Y seguimos topándonos con el mismo interrogante: ¿qué papel tiene Hirtmann en todo esto?

—¡Les está lanzando un reto! —exclamó alguien desde la puerta.

Se volvieron. Un hombre estaba en el umbral.

Servaz creyó primero que se trataba de un periodista y se dispuso a echarlo. El hombre tenía cuarenta y tantos años, cabello largo de color castaño claro, una barba rizada y unas gafas redondas que se quitó para enjugar el vapor que había depositado en los cristales el contraste del frío con el calor. Se las volvió a poner y los observó con sus ojos claros. Vestía un grueso jersey y un pantalón de pana ancha. Tenía el aspecto de un profesor de letras, de un sindicalista o de un nostálgico de los años sesenta.

—¿Quién es usted? —preguntó secamente Servaz.

—¿Es usted el director de la investigación? —El recién llegado avanzó con la mano tendida—. Simon Propp, soy el psicocriminólogo. Debería haber llegado mañana, pero me han llamado de la gendarmería para decirme lo que había ocurrido. Así que aquí me tienen.

Rodeó la mesa y estrechó la mano a cada uno. Después se detuvo para examinar las sillas libres y eligió una situada a la izquierda de Servaz. Convencido de que la había elegido con un objetivo concreto, este sintió una vaga irritación… como si trataran de manipularlo.

Simon Propp miró la pizarra.

—Interesante —dijo.

—¿Ah, sí? —replicó Servaz con involuntario tono sarcástico—. ¿Qué le inspira?

—Preferiría que continuaran como si yo no estuviera aquí, si no les importa —repuso el psicólogo—. Discúlpenme por la interrupción. Como es evidente, no estoy aquí para juzgar sus métodos de trabajo. —Servaz lo vio agitar una mano—. Por otra parte, sería incapaz de hacerlo. No es ese el motivo de mi presencia aquí. He venido para aportar mi ayuda cuando se aborde la personalidad de Julian Hirtmann o cuando se deba trazar un cuadro clínico a partir de los indicios dejados en el escenario del crimen.

—¿No ha dicho al entrar que nos lanzaba un reto? —insistió Servaz.

Vio cómo el psicólogo entornaba los ojos detrás de las gafas. Tenía unas mejillas redondeadas, enrojecidas por el frío, que junto con la deslucida barba le conferían el aire de un astuto duende. Servaz tuvo la desagradable sensación de que lo estaba disecando mentalmente, pero aun así sostuvo con firmeza la mirada del recién llegado.

—De acuerdo —concedió este—. Ayer estuve haciendo mis deberes en mi casa de vacaciones. Indagué en el expediente de Hirtmann cuando me enteré de que habían encontrado su ADN en la cabina del teleférico. Está claro que es un manipulador, un sociópata y un tipo inteligente, pero la cosa no acaba ahí: Hirtmann es un caso aparte incluso entre la categoría de asesinos organizados. Es muy raro que los trastornos de personalidad que estos padecen no acaben afectando sus facultades intelectuales y su vida social de una manera u otra, que su monstruosidad pueda pasar del todo inadvertida para su círculo de relaciones. Por eso a menudo necesitan de un cómplice, muchas veces una esposa igual de monstruosa que ellos, para ayudarlos a mantener un mínimo de fachada. Hirtmann, ya antes de casarse, lograba deslindar totalmente su vida social de aquella parte de sí mismo sometida a la rabia y a la demencia. Daba el pego a la perfección. Otros sociópatas lo han conseguido antes que él, pero ninguno ejercía una profesión tan pública como la suya.

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