—Mi marido estudió farmacia porque era demasiado perezoso y no tenía la inteligencia suficiente para ser médico. Compró la farmacia gracias al dinero de sus padres, que tenían un comercio próspero, en un buen sitio, en pleno centro de Saint-Martin. Pese a ello, por pereza y porque carecía totalmente de las cualidades necesarias, nunca consiguió hacer que el establecimiento fuera rentable. De las seis farmacias de Saint-Martin, la suya era de lejos la que atraía menos clientes. La gente no iba más que como último recurso o por casualidad, como los turistas que pasaban delante y necesitaban una aspirina. Ni siquiera yo me fiaba de él cuando necesitaba un medicamento.
—¿Por qué no se divorció?
La mujer soltó una risotada.
—¿Me ven rehaciendo mi vida a mi edad? Esta casa es bastante grande para dos personas. Teníamos cada uno nuestro territorio y evitábamos lo más posible invadir el del otro. Además, yo paso mucho tiempo lejos de aquí por mi trabajo. Eso hace… hacía más fáciles las cosas.
Servaz pensó en una locución latina de carácter jurídico:
Consensus non concubitus facit nupcias
: «Es el consentimiento y no la cama lo que hace el matrimonio».
—Todos los sábados por la noche se celebraban esas partidas de póker —apuntó, volviéndose hacia el alcalde—. ¿Quién participaba en ellas?
—Yo y algunos amigos —respondió Chaperon—, tal como le he dicho ya a la capitana.
—¿Quién estaba presente anoche?
—Serge Perrault, Gilles y yo.
—¿Son los jugadores habituales?
—Sí.
—¿Apostaban dinero?
—Sí, pequeñas sumas. O invitaciones al restaurante. Nunca firmó ningún reconocimiento de deuda, si es eso en lo que piensa. Por otra parte, Gilles ganaba muy a menudo. Era muy buen jugador —añadió, dirigiendo una mirada a la viuda.
—¿No ocurrió nada de especial durante aquella partida?
—¿Como qué?
—No sé… una pelea…
—No.
—¿Dónde estaban?
—En casa de Perrault.
—¿Y después?
—Gilles y yo volvimos juntos, como siempre. Después él se fue por su lado y yo me fui a acostar.
—¿No advirtió nada durante el trayecto? ¿No se cruzó con nadie?
—No, que yo recuerde.
—¿No le había comentado nada anormal en los últimos tiempos? —preguntó Ziegler a Nadine Grimm.
—No.
—¿Parecía preocupado o inquieto?
—No.
—¿Su marido tenía algún trato con Éric Lombard?
Los miró sin comprender. Luego en sus ojos apareció un breve destello. Sonrió, aplastando la colilla contra la barandilla.
—Creen que existe una relación entre el asesinato de mi marido y esa historia de un caballo, ¿es eso? ¡Es grotesco!
—No ha respondido a mi pregunta.
—¡Ja! ¿Por qué iba a perder el tiempo una persona como Lombard con un fracasado como mi marido? No. Al menos que yo sepa.
—¿Tiene una foto de su marido?
—¿Para qué?
Servaz estuvo a punto de perder la sangre fría y olvidar que era viuda desde hacía tan solo unas horas, pero se contuvo.
—Necesito una foto para la investigación —respondió—. Y si son varias, tanto mejor, recientes a ser posible.
Miró un instante a Ziegler, que enseguida comprendió: el dedo rebanado. Servaz esperaba que el sello figurase en alguna de las fotos.
—No tengo ninguna foto reciente de mi marido y no sé dónde puso él las otras. Buscaré en sus cosas. ¿Algo más?
—Por el momento no —respondió Servaz, levantándose.
Se sentía helado hasta los huesos y solo tenía ganas de marcharse de allí. Se preguntó si no sería por eso por lo que la viuda de Grimm los había instalado en aquella galería, para hacer que se fueran lo antes posible. La inquietud y el frío le atenazaban el vientre, y es que acababa de percibir un detalle que había tenido el efecto de un pinchazo, un detalle en el que solo había reparado él: en el momento en que Nadine Grimm tendía el brazo para aplastar el cigarrillo en la barandilla, se le subió la manga del jersey… Estupefacto, Servaz distinguió claramente las pequeñas rayas blancas de varias cicatrices en la parte inferior de la huesuda muñeca: aquella mujer había intentado poner fin a su vida.
En cuanto se hallaron en el interior del coche, se volvió hacia el alcalde. Mientras escuchaba a la viuda, había estado madurando una idea.
—¿Grimm tenía una amante?
—No —respondió sin vacilar Chaperon.
—¿Está seguro?
El alcalde le dirigió una mirada extraña.
—Uno nunca puede estar seguro de nada, pero por lo que respecta a Grimm, pondría la mano en el fuego. Era una persona que no tenía nada que ocultar.
Servaz reflexionó un momento en lo que acababa de decir el alcalde.
—Si algo aprendemos en este oficio es precisamente que la gente raras veces es lo que aparenta ser y que todo el mundo tiene algo que ocultar.
En el momento en que pronunciaba aquellas palabras, levantó la vista hacia el retrovisor y, por segunda vez en cuestión de minutos, fue testigo de una inaudita escena: Chaperon se había puesto muy pálido y, durante unos segundos, su mirada dejó traslucir un absoluto terror.
* * *
No bien salió del Instituto, Diane sintió el glacial azote del viento. Por suerte, se había puesto un anorak de plumas, un jersey de cuello alto y botas forradas. Al atravesar la explanada en dirección a su Lancia, sacó las llaves, aliviada de poder abandonar por un tiempo aquel lugar. Una vez instalada detrás del volante, puso el contacto y oyó el chasquido del arranque. Las luces se encendieron, pero enseguida se volvieron a apagar. No obtuvo ninguna otra reacción. «¡Mierda!». Lo volvió a intentar, con igual resultado. «¡Oh, no!». Insistió una y otra vez, haciendo girar la llave. Nada.
«La batería —pensó—. Está descargada. O si no será el frío».
Se preguntaba si alguien del Instituto podría ayudarla cuando una oleada de desaliento se abatió de improviso sobre ella. Permaneció inmóvil tras el volante, contemplando los edificios a través del parabrisas. El corazón le golpeaba el pecho sin ningún motivo particular. De repente, se sintió muy lejos de casa.
Esa noche, Servaz recibió una llamada de su exmujer, Alexandra. Quería hablar de Margot, y él experimentó un acceso de inquietud. Alexandra le explicó que su hija había decidido dejar el piano y el kárate, dos actividades que practicaba desde muy niña. Sin dar ninguna explicación válida de la decisión, le había dicho a su madre que no pensaba echarse atrás.
Alexandra se sentía desamparada. Margot había cambiado desde hacía un tiempo. Su madre tenía la impresión de que le ocultaba algo; ya no conseguía comunicar con ella como antes. Servaz dejó que su exmujer se desahogara, preguntándose si se había desahogado de la misma manera con el padrastro de Margot, o si lo mantenía al margen del asunto. Sin llamarse a engaño sobre su propia mezquindad, reconoció que esperaba que la segunda opción fuera la correcta.
—¿Tiene un novio? —preguntó después.
—Creo que sí, pero no quiere hablarme de eso. Margot no era así.
A continuación preguntó a Alexandra si había registrado entre las cosas de Margot. La conocía lo bastante para saber que lo habría hecho. Tal como esperaba, respondió que sí, pero no había encontrado nada.
—Con todos esos mensajes electrónicos y SMS no puedo espiar su correo —le confió Alexandra con pesar—. Estoy preocupada, Martin. Procura averiguar algo más. Es posible que contigo se confíe.
—No te preocupes. Intentaré hablarle. Seguramente no es nada.
No obstante, se acordó de la mirada triste de su hija, de sus ojeras y, sobre todo, del morado en el pómulo. Sintió de nuevo un nudo en las entrañas.
—Gracias, Martin. ¿Y tú, estás bien?
Eludiendo la pregunta le habló de la investigación de la que se ocupaba, sin entrar en detalles. Por la época en que estaban casados, Alexandra tenía a veces intuiciones sorprendentes y una visión innovadora de las cosas.
—¿Un caballo y un hombre desnudo? Es realmente extraño. ¿Crees que habrá más?
—Es lo que temo —admitió—. Pero no hables de esto con nadie, ni siquiera con ese aviador tuyo —advirtió, negándose como de costumbre a llamar por su nombre al piloto de línea que le había robado a su mujer.
—Se diría que esas personas hicieron algo muy feo —dijo después de que le hubiera descrito al hombre de negocios y al farmacéutico— y que lo hicieron juntos. Todo el mundo tiene algo que ocultar.
Servaz le dio la razón en silencio. «Tú sabes de qué hablas ¿eh?». Habían estado casados quince años. ¿Durante cuántos lo había estado engañando con su piloto? ¿Cuántas veces habían aprovechado una escala en común para acostarse juntos? Cada vez, su mujer azafata volvía a casa y reanudaba su vida de familia como si nada, siempre con un regalito para cada uno. Hasta el día en que dio el paso. Le había dicho para justificarse que Phil no tenía pesadillas, que no padecía insomnio y «que no vivía en medio de los muertos».
—¿Por qué un caballo? —le consultó Servaz—. ¿Qué relación tiene?
—No lo sé —respondió ella con indiferencia. Él comprendió lo que significaba aquella indiferencia: que el tiempo en que intercambiaban puntos de vista sobre sus pesquisas había quedado atrás—. Eres tú el policía —añadió—. Bueno, te tengo que dejar. Procura hablar con Margot.
Luego colgó. ¿En qué momento se había estropeado todo? ¿En qué momento habían comenzado a bifurcarse sus caminos? ¿Cuando comenzó a pasar cada vez más tiempo en la oficina y menos en su casa? ¿O antes? Se habían conocido en la universidad y se habían casado al cabo de seis meses, en contra de la opinión de los padres de ella. Por aquel entonces todavía eran estudiantes; Servaz quería ser profesor de letras y latín como su padre y escribir la «gran novela moderna»; Alexandra, más modesta, estudiaba turismo. Después él ingresó en la policía, oficialmente por una decisión repentina, sin reflexionar. En realidad lo hizo a causa de su pasado.
«Se diría que esas personas hicieron algo muy feo y que lo hicieron juntos».
Con su mente rápida, ajena a los métodos policiales, Alexandra había puesto el dedo en lo esencial. ¿Pero Lombard y Grimm podían haber participado juntos en algún acto susceptible de provocar una venganza? A él le parecía harto improbable. Y en caso afirmativo, ¿qué pintaba Hirtmann en todo aquello?
De improviso, otro pensamiento inundó su espíritu como una nube de tinta: Margot… ¿estaría corriendo alguna clase de peligro? El nudo en el estómago no se deshacía. Cogió la chaqueta y salió de la habitación. Abajo, en la recepción, preguntó si tenían un ordenador y una webcam disponibles en alguna parte. La recepcionista le respondió que sí y salió de detrás del mostrador para conducirlo a un pequeño salón. Después de darle las gracias, Servaz sacó el móvil.
—¿Papá? —contestó la voz de su hija en el aparato.
—Conéctate a la webcam —le dijo.
—¿Ahora mismo?
—Sí, ahora mismo.
Se sentó y puso en marcha el programa de videoconferencia. Al cabo de cinco minutos, su hija aún no había aparecido y ya comenzaba a perder la paciencia cuando en la esquina inferior derecha de la pantalla apareció la indicación de que «Margot está conectada». Servaz activó enseguida el vídeo y por encima de la cámara se encendió un haz de luz azul.
Desde su habitación, con una humeante taza en la mano, Margot le lanzó una mirada entre prudente e intrigada. Detrás de ella, en la pared, había un gran cartel de una película titulada
La momia
, con un personaje armado con un fusil sobre un fondo de desierto, con puesta de sol y pirámides.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Soy yo el que te tiene que hacer esa pregunta.
—¿Cómo?
—Abandonas el piano y el kárate. ¿Por qué?
Se dio cuenta demasiado tarde de que había usado un tono demasiado tajante y un enfoque demasiado brusco. Evidentemente, aquel era el resultado de su espera, lo sabía muy bien. Detestaba tener que esperar. Aun así, debería haber obrado de otro modo, empezar evocando cuestiones menos delicadas y hacerla sonreír con sus chistes de costumbre. Habría tenido que aplicar algunos principios elementales de manipulación… incluso con su propia hija.
—¡Ah! O sea que mamá te ha llamado…
—Sí.
—¿Y qué más te ha dicho?
—Eso es todo… ¿Y bien?
—Pues es muy sencillo. Nunca pasaré de ser una pianista mediocre, ¿para qué insistir entonces? No es lo que me va y ya está.
—¿Y el kárate?
—Ya me he cansado.
—¿Que te has cansado?
—Sí.
—Ah. ¿Así, de repente?
—No, no ha sido de repente. Lo he pensado bien.
—¿Y qué piensas hacer en lugar de eso?
—No sé. ¿Estoy obligada a hacer algo? Me parece que tengo una edad en la que puedo decidir por mí misma, ¿no?
—Es un argumento de cierto peso —reconoció, esforzándose por sonreír.
Sin embargo, al otro lado, su hija no sonreía. Miraba la cámara y, a través de esta, a él, con expresión sombría. Con la luz de la lámpara que le iluminaba la cara de lado, el morado del pómulo resultaba aún más visible. El
piercing
de la ceja relucía como un auténtico rubí.
—¿A qué vienen todas estas preguntas? ¿Qué os ha dado ahora? —preguntó Margot con voz cada vez más aguda—. No sé por qué, pero tengo la impresión de que esto es un interrogatorio policial.
—Margot, era solo una pregunta… Y no estás obligada a…
—¿Ah, no? ¿Pues sabes qué, papá? Si haces siempre lo mismo para interrogar a tus sospechosos, no debes de obtener muchos resultados.
Descargó un puñetazo en el borde del escritorio cuyo impacto resonó en el altavoz, haciéndolo temblar.
—¡Me cago en la puta mierda!
Se quedó helado. Alexandra tenía razón: ese no era el comportamiento habitual de su hija. Habría que ver si el cambio era transitorio, debido a circunstancias que él ignoraba… o bien a la influencia de otra persona.
—Lo siento, cariño —dijo—. Estoy un poco tenso a causa de esta investigación. ¿Me perdonas?
—Hum…
—Nos vemos dentro de quince días, ¿de acuerdo?
—¿Me llamarás antes?
Reprimió una sonrisa. Aquella frase pertenecía a la Margot de siempre.
—Por supuesto. Buenas noches, cariño.
—Buenas noches, papá.
Servaz volvió a su habitación. Después de quitarse la chaqueta, buscó una botellita de whisky en el minibar y salió al balcón. El cielo, casi oscuro, estaba sereno, algo más claro por el oeste que por el este, por encima de la negra masa de las montañas. Las primeras estrellas de la noche estaban tan relucientes que parecía como si les hubieran sacado brillo. Servaz previó que iba a hacer mucho frío. Las iluminaciones de Navidad formaban ríos de rutilante lava en las calles, pero toda aquella agitación le pareció irrisoria bajo la mirada inmemorial de los Pirineos. Hasta el crimen más atroz se volvía pequeño y ridículo frente a la colosal eternidad de las montañas, reducido a la condición de un insecto aplastado en un cristal.