Servaz se apoyó en la barandilla y abrió el teléfono.
—Espérandieu —respondieron al otro lado.
—Necesito que me hagas un favor.
—¿Qué ocurre? ¿Hay novedades?
—No. No tiene nada que ver con el caso.
—Ah.
Servaz pensó un instante cómo iba a plantear aquello.
—Querría que una o dos veces por semana sigas a Margot a la salida del instituto, durante dos o tres semanas, digamos. Yo no puedo hacerlo, porque me descubriría…
—¿Cómo?
—Lo que has oído.
El silencio se eternizó al otro lado de la línea. Servaz oyó un ruido de fondo y comprendió que su ayudante se encontraba en un bar. Espérandieu emitió un suspiro.
—Martin, no puedo hacer eso.
—¿Por qué no?
—Va contra todas las…
—Es un favor que pido a un amigo —lo interrumpió Servaz—. Una o dos tardes por semana durante tres semanas; seguirla a pie o en coche, nada más. Solo te lo puedo pedir a ti.
Sonó otro suspiro.
—¿Por qué? —quiso saber Espérandieu.
—Sospecho que tiene malas compañías.
—¿Eso es todo?
—Creo que su novio le pega.
—¡Mierda!
—Sí —convino Servaz—. Ahora imagina que se tratara de Mégan y de que tú me lo pidieras. Puede que eso mismo ocurra un día.
—Bueno, bueno, lo haré, pero una o dos veces por semana, no más, ¿de acuerdo? Y dentro de tres semanas paro, aunque no haya descubierto nada.
—Te doy mi palabra —aseguró Servaz, aliviado.
—¿Qué vas a hacer si se confirman tus sospechas?
—Aún no hemos llegado a ese punto. Por ahora solo quiero saber qué pasa.
—De acuerdo, pero suponiendo que tus sospechas sean ciertas y que esté saliendo con un cerdo chalado y violento, ¿qué vas a hacer?
—¿Acaso tengo costumbre de actuar de manera impulsiva? —dijo Servaz.
—A veces.
—Solo quiero saber qué ocurre.
Tras darle las gracias a su ayudante, colgó. Seguía pensando en su hija, en sus atuendos, en sus tatuajes, en sus
piercings
… Después desplazó el pensamiento hasta el Instituto y vio los edificios que se iban durmiendo lentamente bajo la nieve, allá arriba. ¿En qué soñarían esos monstruos, de noche, en sus celdas? ¿Qué escurridizas criaturas, qué fantasmas alimentaban sus sueños? Se preguntó si algunos permanecerían despiertos, con los ojos abiertos enfocados sobre su macabro mundo interior, evocando el recuerdo de sus víctimas.
Un avión pasó a lo lejos por encima de las montañas, procedente de España. Viendo aquella minúscula viruta de plata que, cual estrella fugaz, hacía palpitar sus luces de posición en el cielo nocturno, Servaz sintió de nuevo hasta qué punto quedaba aislado y distanciado de todo aquel valle.
Regresó a la habitación y encendió la luz.
Luego sacó un libro de la maleta y se sentó a la cabecera de la cama. Eran las
Odas
de Horacio.
* * *
Al día siguiente al despertar, Servaz comprobó que había nevado. Los techos y las calles estaban blancos y el contacto del aire frío fue como un golpe contra su pecho. Apresurándose a abandonar el balcón, se duchó y se vistió. Después bajó a desayunar.
Espérandieu estaba sentado ya bajo la gran marquesina de estilo art decó, cerca del ventanal. Había terminado y leía. Servaz lo observó de lejos, mientras permanecía absorto en la lectura. Al sentarse, miró con curiosidad la portada del libro:
La caza del carnero salvaje
de un tal Haruki Murakami. Un japonés, un autor del que nunca había oído hablar. Con Espérandieu, Servaz tenía a veces la impresión de que no hablaban el mismo idioma, que provenían de dos lugares muy distantes, cada cual dotado de su propia cultura, usos y costumbres. Las aficiones de su ayudante eran tan numerosas como distintas de las suyas: los cómics, la cultura japonesa, la ciencia, la música contemporánea, la fotografía…
Espérandieu levantó la cabeza con el aspecto de un niño frente a la mesa del desayuno y miró el reloj.
—La autopsia es a las ocho —dijo cerrando el libro—. Me voy.
Servaz asintió con la cabeza, sin añadir nada. Su ayudante conocía su trabajo. Servaz bebió un sorbo de café y enseguida notó que tenía irritada la garganta.
Diez minutos más tarde, le tocó a él salir a caminar por las calles nevadas. Tenía cita en la oficina de Cathy d'Humières con Ziegler y Propp antes del desplazamiento al Instituto. La fiscal debía presentarles al juez a quien iba a confiar la instrucción del caso. De camino, retomó los interrogantes de la noche anterior. ¿Qué era lo que había designado como víctimas a Lombard y a Grimm? ¿Qué relación existía entre ambos? Según Chaperon y la viuda, Lombard y Grimm no se conocían de nada. Lombard había entrado tal vez un par de veces a la farmacia, pero tampoco era seguro. En Saint-Martin había cinco farmacias más, y además Éric Lombard debía de enviar a alguien a ocuparse de ese tipo de recados.
Estaba sumido en tales reflexiones cuando se envaró de golpe. Algo, una sensación, puso en alerta sus antenas: era la desagradable impresión de que lo seguían. Giró bruscamente sobre sí y escrutó la calle. No había nada, aparte de una pareja que pisaba la nieve riendo y una anciana que se desviaba en una esquina con un cesto en la mano.
«Mierda, este valle me pone paranoico».
Cinco minutos después traspasaba la verja de los juzgados. Los abogados charlaban en las escaleras fumando un cigarrillo tras otro, las familias de los acusados aguardaban la reanudación de las vistas mordiéndose las uñas. Servaz atravesó la sala de espera y se dirigió hacia la escalera de honor, situada a la izquierda. En el momento en que llegaba al segundo piso, un hombrecillo surgió de detrás de una columna de mármol, bajando las escaleras a toda velocidad.
—¡Comandante!
Servaz se detuvo y observó al personaje, que llegaba a su altura.
—De modo que usted es el policía que ha venido de Toulouse.
—¿Nos conocemos?
—Lo vi ayer por la mañana en el escenario del crimen en compañía de Catherine —respondió el hombre, tendiéndole la mano—. Ella me ha dicho su nombre. Parece que lo considera el hombre clave de la situación.
«Catherine…». Servaz le estrechó la mano.
—¿Y usted es…?
—Gabriel Saint-Cyr, juez de instrucción honorario jubilado. He ejercido en estos juzgados durante casi treinta y cinco años. —Señaló el gran vestíbulo con un amplio ademán—. Conozco hasta el último de sus armarios, como también conozco hasta al último habitante de esta ciudad, o poco menos.
Servaz lo escrutó. Aunque de baja estatura poseía unos hombros anchos, de luchador, y una sonrisa bonachona. A juzgar por su acento, había nacido o se había criado no lejos de allí. Bajo sus párpados Servaz advirtió, no obstante, una aguda mirada, y comprendió que tras su fachada de infeliz el ex magistrado disimulaba una penetrante inteligencia… a diferencia de tantos otros, que ocultan tras una máscara de cinismo e ironía su ausencia de ideas.
—¿Es una oferta de ayuda? —inquirió con tono jovial.
El juez soltó una carcajada. Era una risa prístina, sonora, comunicativa.
—Pues sí, ya sabe eso de que juez un día, juez toda la vida. Le confieso que me arrepiento de haberme jubilado cuando veo lo que ocurre hoy en día. Nunca antes habíamos tenido nada comparable. Un crimen pasional de vez en cuando, una pelea entre vecinos que acaba en tiros: las eternas manifestaciones de la tontería humana. Si le apetece charlar del asunto tomando una copa, no tiene más que decírmelo.
—¿Ya se ha olvidado del secreto de sumario, señor juez? —replicó en tono amistoso Servaz.
Saint-Cyr le dedicó un guiño.
—Bah, no estará obligado a contármelo todo. En cambio, no encontrará a nadie que conozca mejor los secretos de estos valles que yo, comandante. Piénselo.
Servaz ya pensaba en ello. Aquella oferta no carecía de interés: un contacto en el seno de la población, de parte de un hombre que había pasado casi toda la vida en Saint-Martin y que conocía bastantes secretos gracias a su profesión.
—Se diría que añora su trabajo.
—Mentiría si afirmara lo contrario —admitió Saint-Cyr—. Me jubilé hace dos años por motivos de salud. Desde entonces, tengo la impresión de estar como muerto. ¿Cree que ha sido ese Hirtmann el autor?
—¿De qué habla? —preguntó Servaz con un sobresalto.
—¡Ah, venga! Lo sabe muy bien. Del ADN que encontraron en el teleférico.
—¿Quién le ha hablado de eso?
El juez reaccionó con una risa cantarina al tiempo que se disponía a bajar las escaleras.
—Ya se lo he dicho. Yo sé todo lo que ocurre en esta ciudad. ¡Hasta pronto, comandante! ¡Y buena caza!
Servaz lo observó mientras desaparecía por la puerta doble en medio de un torbellino de nieve.
* * *
—Martin, le presento al juez Martial Confiant. Le he confiado a él las diligencias abiertas ayer.
Servaz estrechó la mano del joven magistrado. De poco más de treinta años, alto y delgado, de piel muy oscura, llevaba unas elegantes gafas rectangulares de montura metálica. Le apretó la mano con un gesto decidido y con una calurosa sonrisa.
—Contrariamente a las apariencias —precisó Cathy d'Humières—, Martial es de la región. Nació y creció a veinte kilómetros de aquí.
—Antes de su llegada, la señora D'Humières me ha expresado el gran concepto que tiene de usted, comandante.
Aunque la voz conservaba el meloso deje y el sol de las islas tropicales, dejaba traslucir un resto de acento local.
—Esta mañana iremos al Instituto —dijo Servaz sonriendo—. ¿Querrá acompañarnos?
Se dio cuenta de que le costaba hablar, le dolía la garganta.
—¿Han avisado al doctor Xavier?
—No. La capitana Ziegler y yo hemos decidido hacerles una visita inesperada.
—De acuerdo, iré con ustedes —aceptó—, pero solo por esta vez. No querría inmiscuirme. Tengo por principio dejar trabajar a la policía. A cada cual su oficio.
Servaz asintió en silencio. Aquello constituía más bien una buena noticia si la declaración de principios se traducía en hechos.
—¿Dónde está la capitana Ziegler? —preguntó la directora del ministerio fiscal Cathy d'Humières.
—No tardará —repuso tras consultar el reloj—. Quizá tiene dificultades para llegar a causa de la nieve.
Cathy d'Humières se volvió hacia la ventana con aire apresurado.
—Bueno, yo tengo que dar una conferencia de prensa. De todas maneras, no les habría acompañado. ¡Un sitio tan siniestro con semejante tiempo, brrrr, qué pocas ganas!
—Anoxia cerebral —dijo Delmas mientras se lavaba las manos y los antebrazos con jabón antimicrobiano antes de enjuagarlas bajo el grifo.
El hospital de Saint-Martin era un gran edificio de ladrillo rojo que destacaba entre el manto de nieve de sus jardines. Como ocurría a menudo, el acceso al depósito de cadáveres y a la sala de autopsias se encontraba lejos de la entrada principal, al fondo de una rampa de cemento. Los miembros del personal llamaban «el Infierno» a ese lugar. A su llegada, media hora antes, mientras escuchaba por los cascos
Idle Hands
de The Gutter Twins, Espérandieu había descubierto un ataúd que aguardaba encima de unos caballetes, junto a la pared. En el vestuario había encontrado al doctor Delmas, el forense de Toulouse, y a Cavalier, cirujano del hospital de Saint-Martin, poniéndose unas batas de manga corta y delantales plastificados. Delmas describió a Cavalier el estado en que habían encontrado el cadáver. Espérandieu empezó a cambiarse, después se puso una pastilla mentolada en la boca y sacó un bote de crema a base de alcanfor.
—Debería evitar eso —le advirtió de inmediato Delmas—. Es muy corrosivo.
—Lo siento, doctor, pero tengo un olfato muy sensible —respondió Vincent antes de colocarse una máscara facial sobre la boca y la nariz.
Desde su llegada a la brigada, Espérandieu había tenido que asistir a varias autopsias y sabía que había un momento —cuando el forense abría el vientre y tomaba las muestras de las vísceras: hígado, bazo, páncreas, intestino— en que en la habitación se dispersaban unos olores insoportables para un olfato normal.
Los restos de Grimm se encontraban encima de una mesa de autopsias ligeramente inclinada, provista de un orificio y un tubo de desagüe. Era bastante rudimentaria en comparación con las grandes mesas de altura regulable que Espérandieu había observado en el hospital universitario de Toulouse. El cuerpo estaba elevado por encima de ella, apoyado en varias tablas metálicas para evitar que se macerase en sus propios fluidos biológicos.
—En primer lugar, presenta los signos que se observan en todas las asfixias mecánicas —comenzó sin más dilación Delmas, accionando el brazo flexible de la lámpara por encima del cadáver. Señaló los labios azulados del farmacéutico y el pabellón auricular, que también había virado al azul—: La coloración azulada de las mucosas y de los tegumentos —mostró el interior de los párpados grapados—, la hiperemia conjuntival —apuntó hacia la tumefacta y violácea cara del farmacéutico—, la congestión en esclavina… Por desgracia, estos signos resultan apenas observables por el estado de la cara —comentó a Cavalier, que debía esforzarse para mantener la vista sobre la sanguinolenta masa en la que resaltaban los dos ojos desorbitados—. También hallaremos petequias en la superficie de los pulmones y el corazón. Son síntomas clásicos que demuestran solo un síndrome de asfixia no específica, es decir, que la víctima murió en efecto por una asfixia mecánica que estuvo precedida de una agonía más o menos larga. No nos aportan, sin embargo, más información sobre la etiología del fallecimiento.
Delmas se quitó las gafas para limpiarlas y luego se las volvió a poner. No llevaba máscara quirúrgica. Olía a agua de colonia y a jabón bactericida. Era un hombrecillo rechoncho de mejillas rosadas y lisas y grandes ojos azules saltones.
—Se nota que el que hizo esto tenía algunas nociones de medicina o en cualquier caso de anatomía —anunció—. Escogió el modus operandi que favorecía la agonía más larga y más dolorosa. —Apuntó con su regordete índice el surco que había dejado la correa en el cuello del farmacéutico—. Desde un punto de vista fisiopatológico, hay tres mecanismos que pueden provocar una muerte por ahorcamiento. El primero es el mecanismo vascular, el que impide que la sangre llegue al cerebro por oclusión simultánea de las dos arterias carótidas, que es lo que ocurre cuando el nudo corredizo se encuentra atrás, en la nuca. En ese caso, la anoxia cerebral es directa y la pérdida de conocimiento casi instantánea, seguida de un rápido fallecimiento. Es muy aconsejable para quienes optan por suicidarse ahorcándose que sitúen el nudo en la nuca —añadió Delmas.