Bajo el hielo (50 page)

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Authors: Bernard Minier

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: Bajo el hielo
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Cuando recobró el conocimiento, se encontraba en el trastero de debajo de la escalera, alelado y con náuseas, y la voz suplicante de su madre lo había inundado de miedo. Oyendo las rudas voces de los dos hombres que tan pronto la amenazaban como la tranquilizaban o se burlaban de ella, el miedo se volvió incontrolable y se puso a temblar. Se preguntó dónde estaba su padre. Instintivamente supo lo que eran aquellos hombres: unos seres no del todo humanos, unos malos de cine, unas criaturas maléficas, unos supervillanos de dibujos animados: Phineas Mason y el Duende Verde… Adivinó que su padre debía de estar atado en alguna parte, impotente, como les ocurre a menudo a los héroes de cómic, pues de lo contrario habría intervenido ya para salvarlos. Muchos años después llegó a la conclusión de que ni Séneca ni Marco Aurelio le habían sido de gran utilidad a su padre en el momento de tratar de hacer entrar en razón a los dos intrusos. Pero ¿acaso se puede razonar con dos lobos hambrientos? Aquellos lobos tenían ansias de carne, pero no para comerla. Si hubiera tenido un reloj, el pequeño Martin habría podido comprobar que eran las doce y veinte cuando recobró el conocimiento y que aún debían transcurrir casi cinco horas antes de que se acabara el horror, cinco horas en el curso de las cuales su madre gritó, sollozó, hipó, juró y suplicó casi sin parar. Y mientras los alaridos maternos se transformaban poco a poco en sollozos, en hipo y después en ininteligibles murmullos, mientras los mocos le bajaban como un viscoso churro por la nariz y la orina manaba entre sus muslos, mientras los primeros ruidos del amanecer llegaban a través de la puerta del trastero —un gallo que se desgañitaba de manera prematura, un perro que ladraba a lo lejos, un coche que pasaba por la carretera a cien metros de allí— y una vaga claridad gris se colaba a ras del suelo, en la casa se instaló progresivamente el silencio… un silencio total, definitivo y extrañamente tranquilizador.

Servaz llevaba tres años en la policía cuando consiguió procurarse el informe de la autopsia, quince años después de los hechos. Desde la perspectiva actual, sabía que entonces cometió un funesto error. Creyó que los años le darían la fuerza necesaria, pero estaba equivocado. Descubrió con indecible horror y en detalle todo lo que su madre había sufrido aquella noche. Después, el joven policía cerró el informe y se precipitó al baño para vomitar la comida.

Los hechos. Nada más que los hechos.

Los hechos eran los siguientes: su padre sobrevivió, pero pasó dos meses en el hospital durante los cuales el pequeño Martin vivió en casa de su tía. Después de salir del hospital retomó su trabajo de profesor, pero pronto resultó evidente que ya no estaba en condiciones de ejercer. Se presentó más de una vez borracho, desgreñado y sin afeitar delante de sus alumnos, a los que además cubrió de insultos. La administración acabó por concederle una baja indefinida que su padre aprovechó para hundirse aún más. El pequeño Martin volvió a vivir en casa de su tía… Los hechos, nada más que los hechos… Dos semanas después de haber conocido en la universidad a la que se convertiría en su mujer seis meses más tarde, cuando faltaba poco para el verano, Servaz volvió a ir a ver a su padre. Al bajar del coche, dedicó una breve ojeada a la casa. A un lado, el antiguo granero se convertía en una ruina; incluso la parte de la vivienda parecía deshabitada, con la mitad de los postigos cerrados. Servaz llamó al vidrio de la puerta de entrada. No hubo respuesta. Abrió. «¿Papá?». Solo obtuvo silencio. El viejo debía de encontrarse como otras veces borracho en algún sitio. Después de dejar la chaqueta y el bolso encima de un mueble y servirse un vaso de agua en la cocina, una vez saciada la sed subió las escaleras, convencido de que su padre se encontraba en su despacho, probablemente durmiendo la mona. El joven Martin estaba en lo cierto: su padre estaba en su despacho. A través de la puerta cerrada salía una música amortiguada que reconoció enseguida: Gustav Mahler, el compositor preferido de su padre.

Se equivocó en algo: no dormía la mona. Tampoco leía a uno de sus autores latinos favoritos. Yacía, inmóvil, en su sillón, con los ojos desorbitados y vidriosos y una espuma blanca en los labios. Veneno, igual que Séneca, que Sócrates. Dos meses después, Servaz aprobó las oposiciones para trabajar como oficial de policía.

* * *

A las diez de la noche, Diane apagó la luz de su despacho. Se llevó un trabajo que quería terminar antes de acostarse y subió a su habitación del cuarto piso. Como hacía el mismo frío de siempre, se puso el batín por encima de la ropa antes de sentarse en la cama e iniciar la lectura. Al consultar las notas, evocó al primer paciente que había tenido ese día: un hombrecillo de sesenta y cuatro años de aspecto inofensivo y voz aguda y cascada, como si le hubieran limado las cuerdas vocales. Era un antiguo profesor de filosofía. La había saludado con una educación extrema cuando había entrado. Había mantenido una entrevista con él en un salón equipado de mesas y sillones empotrados en el suelo. Había un televisor de pantalla grande encerrado en un armazón de plexiglás y todos los ángulos y cantos del mobiliario estaban revestidos de plástico. Aunque no había nadie más en la sala, un auxiliar montaba guardia en el umbral.

—¿Cómo se encuentra hoy, Victor? —le había preguntado.

—Como un jodido saco de mierda…

—¿Qué quiere decir?

—Como una gran boñiga, un excremento, una caca, un gran zurullo, una cagada, un…

—Victor, ¿por qué es tan grosero?

—Me siento como lo que le sale del culo, doctora, cuando va al…

—¿No me quiere responder?

—Me siento como…

Se había hecho el propósito de no volver a preguntarle cómo se encontraba. Victor había matado a hachazos a su mujer, su cuñado y su cuñada. De acuerdo con el historial, la esposa y su familia política lo trataban como a un don nadie y se burlaban constantemente de él. En su vida «normal», Victor había sido una persona dotada de una gran educación y una gran cultura. En el curso de su anterior hospitalización se había abalanzado contra una enfermera que había tenido la mala suerte de reír delante de él. Por fortuna, solo pesaba cincuenta kilos.

Por más que Diane se esforzara por concentrarse en su caso, no lo lograba del todo; otro asunto le rondaba en el linde de la conciencia. Tenía prisa por terminar aquel trabajo para volver a rumiar sobre lo que pasaba en el Instituto. Aunque no sabía lo que iba a encontrar, estaba decidida a proseguir sus indagaciones. Ahora ya sabía por dónde debía empezar. Se le había ocurrido la idea después de haber descubierto a Xavier saliendo de su despacho.

Al abrir el siguiente historial, fue como si volviera a ver ante sí al paciente en cuestión, un hombre de cuarenta años de mirada febril, mejillas hundidas invadidas por la barba y cabello sucio. Era un antiguo investigador especializado en fauna marina, de origen húngaro, que hablaba un excelente francés con marcado acento eslavo. György, se llamaba.

—Nosotros estamos interrelacionados con los grandes fondos marinos —le había dicho sin más preámbulo—. Usted no lo sabe todavía, doctora, pero nosotros no existimos de verdad, existimos tan solo en forma de pensamientos, somos emanaciones del espíritu de las criaturas abisales, las que viven en el fondo de los océanos a más de dos mil metros de profundidad. Ese es el reino de las tinieblas eternas, adonde jamás llega la luz del día. Allí siempre está oscuro. —Al oír aquella palabra había sentido el roce de la gélida ala del miedo—. Y hace frío, muchísimo frío. Y la presión es colosal. Aumenta una atmósfera cada diez metros y es insoportable salvo para esas criaturas. Parecen monstruos, ¿sabe? Igual que nosotros. Tienen unos ojos enormes, mandíbulas llenas de dientes acerados y órganos luminosos a lo largo del cuerpo. Son o bien carroñeros, necrófagos que se alimentan de los cadáveres caídos de los niveles superiores del océano, o bien horribles depredadores capaces de engullir de un solo bocado a sus presas. Allá abajo, todo es tinieblas y crueldad. Como aquí. Está el pez-víbora o
Chauliodus sloani
, cuya cabeza parece un cráneo erizado de dientes largos como cuchillos y transparentes como el cristal, y cuyo cuerpo de serpiente está erizado de puntos luminosos. Están el
Linophryne Lucifer
y el
Photostomias Guernei
, más feos y espantosos que las pirañas. Están los
pycnogonides
, que se parecen a las arañas, y las hachas de plata, que tienen aspecto de peces muertos y sin embargo están vivos. Esas criaturas no ven jamás la luz del día, nunca suben a la superficie. Igual que nosotros, doctora. ¿No ve la analogía? Aquí nosotros no existimos realmente, a diferencia de ustedes. Somos la secreción del espíritu de esas criaturas: cada vez que una de ellas muere en los abismos, aquí fallece también uno de nosotros.

Su mirada permanecía velada mientras hablaba, como si se hubiera ausentado allá abajo, en el fondo de las tinieblas oceánicas. La espantosa belleza de aquel absurdo discurso dejó sobrecogida a Diane, que tuvo que esforzarse para evacuar las imágenes que le había sugerido.

En el Instituto todo funcionaba por antinomias, pensó. Belleza/crueldad. Silencio/alaridos. Soledad/promiscuidad. Miedo/curiosidad. Desde que estaba allí, la turbaban de continuo sentimientos de carácter contradictorio.

Tras cerrar la carpeta del paciente llamado György, se concentró en otra cosa. Había estado pensando toda la tarde en el tratamiento que Xavier infligía a algunos de sus pacientes, en la camisa de fuerza química que les aplicaba y también en la visita clandestina que había efectuado a su oficina. ¿Acaso Dimitri, el encargado de la farmacia, le habría contado a Xavier que se interesaba con excesivo detalle por su manera de tratar a los enfermos? Era poco probable, porque en la manera de hablar de Dimitri había captado una sorda hostilidad con respecto al psiquiatra. No había que olvidar que había llegado hacía unos meses tan solo para sustituir al hombre que había fundado aquel centro. ¿Tendría problemas de trato con el personal?

Revisó su cuaderno hasta que encontró el nombre de los tres misteriosos productos encargados por Xavier. Al igual que la primera vez, no le resultaron familiares.

Abrió el ordenador portátil, seleccionó Google e introdujo las dos primeras palabras clave de la búsqueda…

Diane dio un respingo al descubrir que el Hypnosal era una de las variantes comerciales del thiopental sódico, un anestésico que formaba parte del cóctel de tres productos administrados por inyección letal a los condenados a muerte en Estados Unidos y que también se empleaba en las eutanasias en los Países Bajos. Otra forma comercializada tenía un nombre mucho más conocido: Pentotal. Lo habían utilizado durante un tiempo para el narcoanálisis. Este consistía en inyectar un anestésico para ayudar a aflorar en el paciente analizado supuestos recuerdos reprimidos. Dicha técnica, muy criticada, había dejado de aplicarse hacía mucho, ya que nunca se había llegado a demostrar científicamente la existencia de esos traumas reprimidos de manera inconsciente.

¿A qué estaba jugando Xavier?

La segunda averiguación la dejó más perpleja todavía. La xylazina era también un anestésico… pero veterinario. Dudando del resultado, prosiguió las investigaciones en las diferentes entradas ofrecidas por el motor de búsqueda, pero no encontró más explicaciones conocidas. Se sentía cada vez más estupefacta. ¿Qué aplicación tenía un producto veterinario en la farmacia del Instituto?

Pasó sin dilación al tercer producto y entonces su estupor llegó al colmo. Al igual que los dos anteriores, el halotano era un agente anestésico. No obstante, su toxicidad para el corazón y el hígado lo había hecho descartar de las salas de operaciones, excepto en los países en vías de desarrollo. La comercialización para uso humano había cesado, sin embargo, en todo el mundo a partir de 2005. Como la xylazina, el halotano solo estaba destinado a un uso veterinario.

Diane se echó atrás y se puso a pensar apoyada en las almohadas. Que ella supiera, en el Instituto no había animales, ni siquiera un perro o un gato. Por lo que había creído comprender, a algunos internos les producían un terror fóbico los animales domésticos. Volvió a coger el ordenador y repasó una por una las informaciones de que disponía. De repente, su mirada se detuvo en un detalle. Había estado a punto de pasar por alto lo más importante: los tres productos solo se utilizaban de forma concomitante en un solo caso: para anestesiar caballos… Aquella información se encontraba en una página especializada destinada a los veterinarios. Su autor, especialista en medicina equina, recomendaba una premedicación con xylazina de 0,8 mg/kg seguida de una inyección intravenosa de tiopental sódico y después la administración del halotano en una proporción de un 2,5 por ciento para un caballo de unos 490 kilos.

Un caballo…

En su estómago empezó a despertarse algo parecido a las criaturas descritas por György. Xavier… Rememoró la conversación que había oído por el conducto de aireación. Se había mostrado tan desamparado, tan perdido, aquel día en que ese policía le había anunciado que alguien del Instituto estaba implicado en la muerte de aquel caballo… No alcanzaba a imaginarse que el psiquiatra pudiera tener ni un solo motivo para ir allá arriba y matar a aquel animal. El policía, además, había hablado de dos personas; pero Diane comenzaba, no obstante, a entrever otra cosa… En caso de que hubiera sido Xavier el que había proporcionado las drogas que permitieron anestesiar al caballo, también tenía que ser quien había sacado el ADN de Hirtmann.

Aquella idea hizo que se agitase el ente vivo que sentía en el estómago. ¿Con qué objetivo? ¿Cuál era el papel de Xavier en todo aquello?

¿El psiquiatra sabía en ese momento que después de un caballo iban a matar a un hombre? ¿Qué motivos tenía para actuar como cómplice de unos crímenes cometidos en aquellos valles, cuando él solo llevaba unos meses allí?

Después de aquello no consiguió pegar ojo. Se movió sin cesar en la cama, colocándose ora boca arriba, ora boca abajo, contemplando la débil luz gris que entraba por la ventana, contra la cual silbaba el viento. Eran demasiados los interrogantes desagradables que mantenían despierto su cerebro. Hacia las tres, se tomó la mitad de un somnífero.

* * *

Sentado en su sillón, Servaz escuchaba el comentario de la flauta en el primer recitativo del
Adiós
. Alguien lo había comparado un día con un «ruiseñor de ensueño». Luego llegaban, como un batir de alas, el arpa y el clarinete. «Los cantos de los pájaros», se acordó de repente. ¿Por qué lo volvía a perturbar el recuerdo de aquellos cantos? Chaperon amaba la naturaleza, el alpinismo. Así pues, ¿qué? ¿Por qué podían tener la más mínima importancia aquellas grabaciones?

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