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Authors: Bernard Minier

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

Bajo el hielo (64 page)

BOOK: Bajo el hielo
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A veces, cuando ni las quejas ni los lamentos surtían efecto, Éric derivaba hacia la automortificación complaciente:

Debes de pensar que soy un hijo de puta, un loco y un cabrón. No te merezco, Lisa. Me equivoqué creyendo que podía comprarte con mi dinero sucio. ¿Me podrás perdonar?

Diane hizo desfilar la lista hacia el final, avanzando en el tiempo hasta la actualidad. Advirtió que en los últimos correos, el tono había cambiado. Ya no se trataba solo de una historia de amor. Había algo más:

Tienes razón. Ha llegado el momento de pasar a la acción. Ya he esperado demasiado: si no lo hacemos ahora, no lo haremos nunca. No he olvidado nuestro pacto, Lisa. Y tú sabes que soy un hombre de palabra. Oh, sí, lo sabes…

Verte tan fuerte y resuelta me infunde valor, Lisa. Creo que tienes razón: ninguna justicia del mundo podrá devolvernos la paz. Eso nos corresponde hacerlo a nosotros.

Hemos esperado mucho, por eso creo que es el momento adecuado.

De pronto, el dedo de Diane se quedó inmóvil encima del ratón. Sonaban pasos en el pasillo… Contuvo la respiración. Si el que pasaba sabía que Lisa había salido, se extrañaría de ver luz bajo su puerta.

Los pasos prosiguieron sin detenerse, sin embargo. Normalizando la respiración, siguió haciendo desfilar los mensajes, jurando entre dientes. Hasta el momento no tenía nada concreto aparte de alusiones y sobreentendidos.

Tras decidir que en cuestión de cinco minutos se marcharía, abrió de forma sistemática los treinta últimos mensajes.

Tenemos que hablar, Lisa. Tengo un plan, un plan terrible. ¿Sabes qué es un gambito, Lisa? En el ajedrez, un gambito es el sacrificio de una pieza al comienzo de la partida para obtener una ventaja estratégica. Es lo que me dispongo a hacer. El gambito de un caballo, aunque ese sacrificio me parta el corazón.

«El caballo», pensó Diane sin resuello.

Tuvo la impresión de que el corazón se le iba a saltar del pecho, que se hundía en las tinieblas mientras abría el siguiente mensaje.

¿Has recibido el pedido? ¿Estás segura de que no se va a dar cuenta de que lo has efectuado a su nombre?

Con los ojos desorbitados y la boca seca, Diane buscó la fecha: 6 de diciembre… La respuesta no figuraba en el archivo, como tampoco en los otros e-mails, pero daba igual: acababa de encontrar la última pieza del rompecabezas. Las dos hipótesis se habían reducido a una: Xavier investigaba por la sencilla razón de que era inocente y no sabía nada; no era él quien había realizado el pedido de anestésicos. Era Lisa quien lo había hecho… en su nombre.

Diane se arrellanó en el sillón y se puso a pensar en lo que aquello implicaba. La respuesta era evidente: Lisa y un hombre llamado Éric habían matado al caballo… y probablemente también al farmacéutico.

Lo habían hecho en nombre de un pacto que habían efectuado hacía mucho… un pacto que por fin habían decidido cumplir…

Prosiguió con apuro la reflexión, consciente de que el tiempo apremiaba.

Con lo que sabía ahora, disponía de suficientes elementos para avisar a la policía. ¿Cómo se llamaba ese policía que había ido al Instituto? Servaz. Después de ordenar una impresión del último e-mail por la pequeña impresora que se encontraba debajo del escritorio, sacó el teléfono móvil.

* * *

Con la luz de los faros, los árboles surgían de la noche semejantes a un ejército hostil. Aquel valle amaba las tinieblas, lo secreto; detestaba a los forasteros que venían a husmear. Servaz pestañeó, en un intento de aliviar el dolor en los globos oculares, mientras fijaba la mirada en la estrecha carretera que serpenteaba en medio del bosque. La migraña había empeorado tanto que tenía la impresión de que iban a estallarle las sienes. La tempestad arreciaba y sus ráfagas hacían volar en todos los sentidos los copos, que venían a precipitarse contra el coche, iluminados cual breves cometas por sus faros. Había puesto Mahler a todo volumen. La
Sexta sinfonía
acompañaba los aullidos de la ventisca con sus terribles inflexiones pesimistas y premonitorias.

¿Cuánto tiempo había dormido durante las últimas cuarenta y ocho horas? Estaba agotado. Sin motivo aparente, volvió a pensar en Charlène. El recuerdo de Charlène, de la ternura que le había manifestado en la galería, lo reconfortó un poco. El teléfono del coche sonó…

* * *

—Necesito hablar con el comandante Servaz.

—¿De parte de quién?

—Me llamo Diane Berg. Soy psicóloga en el Instituto Wargnier y…

—No está disponible en este momento —la interrumpió el gendarme que respondió a la llamada.

—¡Pero tengo que hablar con él!

—Déjeme sus datos y él la llamará.

—¡Es muy urgente!

—Lo siento, pero ha salido.

—Usted podría quizá darme su número.

—Oiga, yo…

—Yo trabajo en el Instituto —declaró con la voz más serena y firme posible—, y sé quién sacó el ADN de Julian Hirtmann. ¿Entiende lo que eso significa?

Se produjo un dilatado silencio.

—¿Puede repetir eso?

Diane así lo hizo.

—Un minuto. Le paso con alguien…

Sonaron tres timbrazos.

—Capitán Maillard, dígame…

—Oiga —advirtió ella—, no sé quién es usted, pero necesito hablar con urgencia con el comandante Servaz. Es de extrema importancia.

—¿Quién es usted?

Se volvió a presentar.

—¿Para qué necesita hablar con él, doctora Berg?

—Tiene que ver con la investigación sobre esas muertes que ha habido en Saint-Martin. Tal como acabo de decirle, trabajo en el Instituto… y sé quién sacó el ADN de Hirtmann…

Aquella última información dejó mudo a su interlocutor, hasta el punto de que Diane dudó si no habría colgado.

—Muy bien —dijo por fin—. ¿Tiene papel y lápiz? Le doy su número.

* * *

—Servaz.

—Buenas noches —saludó una voz femenina—. Me llamo Diane Berg, soy psicóloga en el Instituto Wargnier. Usted no me conoce, pero yo sí a usted. Yo estaba en la habitación de al lado cuando usted se encontraba en el despacho del doctor Xavier y escuché toda la conversación.

Servaz estaba a punto de decirle que tenía prisa, pero algo en el tono de la mujer, sumado al dato de que trabajaba en el Instituto, lo indujo a guardar silencio.

—¿Me oye?

—La escucho —dijo—. ¿Qué quiere, señora Berg?

—Señorita. Sé quién mató al caballo. Es con toda probabilidad la misma persona que sacó el ADN de Julian Hirtmann. ¿Le interesa saber quién es?

—Un momento —dijo.

Aminoró la marcha y aparcó en el arcén, en medio del bosque. El viento combaba los árboles a su alrededor. Las retorcidas ramas se agitaban ante la luz de los faros como en una vieja película expresionista alemana.

—Adelante. Cuéntemelo todo.

—¿Dice que el autor de los mensajes se llama Éric?

—Sí. ¿Sabe quién es?

—Creo que sí.

Parado en el borde de la carretera, en pleno bosque, pensaba en lo que le acababa de contar aquella mujer. La hipótesis que había comenzado a atisbar después del cementerio, la que se había precisado en la gendarmería cuando Irène Ziegler le había revelado que Maud había sido sin duda violada acababa de hallar una nueva confirmación. Y menuda confirmación… Éric Lombard. Se acordó de los vigilantes de la central, de sus silencios, de sus mentiras. Desde el principio, había tenido el convencimiento de que ocultaban algo. Ahora sabía que no mentían porque fueran culpables, sino porque los habían obligado a callar mediante chantaje o porque habían comprado su silencio. Seguramente había habido un poco de ambas cosas. Ellos habían visto algo pero habían preferido callar y mentir, aun a riesgo de atraer las sospechas sobre ellos, porque sabían que no daban la talla para aquella clase de delito.

—¿Hace mucho que indaga de ese modo, señorita Berg?

La joven tardó un poco en responder.

—Solo hace unos cuantos días que estoy en el Instituto —explicó.

—Podría ser peligroso.

Hubo una nueva pausa. Servaz se preguntó si no estaba corriendo demasiados riesgos aquella mujer. No era policía y seguramente habría cometido algún error. Se encontraba además en un entorno habitado por una violencia intrínseca en el que podía ocurrir cualquier cosa.

—¿No ha hablado del asunto con nadie?

—No.

—Escúcheme con atención —dijo—. Le voy a indicar lo que debe hacer. ¿Tiene coche?

—Sí.

—Perfecto. Abandone inmediatamente el Instituto, coja su coche y baje a Saint-Martin antes de que la tormenta de nieve se lo impida. Vaya a la gendarmería y diga que tiene que hablar con la fiscal del caso. Explique que va de mi parte y cuéntele todo lo que me acaba de decir. ¿Lo ha comprendido todo?

Servaz había colgado ya cuando Diane se acordó de que su coche no funcionaba.

* * *

Las instalaciones del centro ecuestre aparecieron alumbradas por los faros. Todo estaba desierto y oscuro. No había ni caballos ni palafreneros a la vista. Habían cerrado los boxes por esa noche… o por lo que quedaba de invierno. Aparcó delante del gran edificio de ladrillo y madera y bajó del coche.

Enseguida se vio rodeado de copos de nieve. Escuchando los gemidos cada vez más estridentes del viento en los árboles, se subió el cuello y se encaminó a la entrada. Los perros se pusieron a ladrar y tirar de sus cadenas en medio de la oscuridad. Por la ventana que estaba iluminada vio una silueta que se acercó a echar un vistazo fuera.

Servaz entró por la puerta, que estaba entornada, al pasillo central. El olor a estiércol lo asaltó de inmediato. A la derecha vio un caballo y un jinete que entrenaban en la gran pista, bajo varias hileras de lámparas, a pesar de la hora tardía. Marchand surgió de la primera puerta de la izquierda.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—Debo hacerle unas preguntas.

El capataz señaló otra puerta, situada un poco más allá. Servaz entró. Era la misma oficina llena de trofeos, de libros sobre caballos y de archivadores que la última vez. En la pantalla del ordenador portátil había la foto de un caballo, un animal magnífico de pelo bayo. Quizá fuera
Freedom
. Cuando Marchand pasó delante de él, percibió un aroma de whisky en su aliento. En un estante había una botella de Label 5 bien terciada.

—Es a propósito de Maud Lombard —especificó.

Marchand le asestó una mirada de asombro y recelo. Tenía los ojos demasiado brillantes.

—Sé que se suicidó.

—Sí —confirmó el viejo encargado de las cuadras—. Fue una historia horrible.

—¿De qué manera?

Vio que Marchand dudaba. Durante un instante, mantuvo la mirada esquiva antes de posarla en Servaz. Se disponía a mentir.

—Se cortó las venas…

—¡No me venga con esas! —vociferó Servaz, agarrando bruscamente al capataz por el cuello—. ¡Está mintiendo, Marchand! ¡Escúcheme bien! ¡Una persona inocente acaba de ser acusada de los asesinatos de Grimm y de Perrault! ¡Si no me dice ahora mismo la verdad, lo inculpo por complicidad de asesinato! ¡Piénselo rápido, que no tengo toda la noche! —añadió cogiendo las esposas, pálido de ira.

El capataz pareció impresionado por aquel imprevisto estallido de cólera. Después, al oír el tintineo de las esposas, abrió mucho los ojos con súbita palidez. De todas maneras, sondeó al policía.

—¡Es un farol!

Era un buen jugador de póker, que no renunciaba así como así. Servaz lo cogió por la muñeca y lo hizo girar sin miramientos.

—Pero ¿qué hace? —preguntó Marchand, atónito.

—Ya le he avisado.

—¡No tiene ninguna prueba!

—¿Y cuántos acusados sin pruebas cree usted que hay pudriéndose en prisión preventiva?

—¡Un momento! ¡No puede hacer eso! —protestó el hombre, asustado—. ¡No tiene derecho!

—Se lo aviso: hay fotógrafos delante de la gendarmería —mintió Servaz mientras lo arrastraba con brusquedad hacia la puerta—. Aunque le vamos a poner una chaqueta encima de la cabeza al bajar del coche y solo tendrá que mirar al suelo y dejarse llevar.

—¡Espere, espere! ¡Espere, hombre!

Servaz seguía arrastrándolo, sin embargo. Se encontraban ya en el pasillo. Fuera el viento aullaba y por la puerta abierta entraba la nieve.

—¡De acuerdo! ¡De acuerdo! He mentido. ¡Quíteme esto!

Servaz se detuvo. Los jinetes los observaban desde la pista, parados.

—Primero quiero la verdad —le murmuró al oído.

—¡Se ahorcó! ¡Fue en el columpio que había en el parque de la casa, hostias!

Servaz retuvo el aliento. Ahorcada… Habían llegado al punto de partida. Abrió las esposas y Marchand se frotó de manera automática las muñecas.

—Nunca me olvidaré de aquello —confió cabizbajo—. Era un anochecer de verano… Se había puesto un vestido blanco casi transparente. Flotaba como un fantasma por encima del césped, con la nuca rota, bajo el sol del crepúsculo… Aún conservo esa imagen en la retina… La veo casi cada noche.

Un verano. Como los otros, había elegido aquella estación para acabar con su vida. Un vestido blanco; «busque el blanco», le había aconsejado Propp…

—¿Y por qué mentía?

—Porque alguien me lo pidió, por supuesto —reconoció Marchand, bajando la vista—. No me pregunte qué importancia tiene, porque no lo sé. El jefe no quería que eso se supiera.

—Tiene una gran importancia —aseguró Servaz mientras se dirigía a la salida.

* * *

Espérandieu acababa de apagar el ordenador cuando sonó el teléfono. Con un suspiro miró la hora —las 22.40— antes de contestar. Luego irguió de manera imperceptible el torso al reconocer la voz de Luc Damblin, su contacto en Interpol. Había estado esperando aquella llamada desde su regreso a Toulouse y ya comenzaba a perder esperanzas.

—Tenías razón —declaró Damblin sin preámbulos—. Era efectivamente él. ¿En qué estás trabajando en concreto? No sé lo que ocurre pero, por Dios, tengo la impresión de que has agarrado un pez gordo. ¿No me quieres contar nada más? ¿Qué puede tener que ver un tipo como ese con una investigación de la brigada criminal?

A Espérandieu le faltó poco para caerse de la silla. Tragó saliva, enderezándose.

—¿Estás seguro? ¿Tu contacto del FBI lo ha confirmado? Cuéntame cómo obtuvo la información.

En el transcurso de los cinco minutos siguientes, Luc Damblin se lo explicó punto por punto. «¡Virgen santísima! —pensó Espérandieu no bien hubo colgado—. Esta vez tengo que avisar a Martin. ¡Ahora mismo!».

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