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Authors: Bernard Minier

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

Bajo el hielo (65 page)

BOOK: Bajo el hielo
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* * *

Servaz tenía la impresión de que los elementos se confabulaban contra él. Los copos se paseaban delante de los faros y los troncos de los árboles comenzaban a ponerse blancos en el costado norte. Una verdadera tormenta de nieve, precisamente esa noche… Se preguntó con aprensión si aquella psicóloga habría conseguido llegar a Saint-Martin, si la carretera no estaría ya en condiciones demasiado malas allá arriba. Unos minutos antes, al salir del centro ecuestre, había efectuado una llamada.

—¿Diga? —le habían respondido.

—Tengo que verte esta misma noche. Y tengo un poco de hambre, si no es demasiado tarde…

Al otro lado de la línea sonó una carcajada. La risa paró enseguida en seco, sin embargo.

—¿Hay novedades? —preguntó, sin disimular la curiosidad, Gabriel Saint-Cyr.

—Ya sé quién es.

—¿De verdad?

—Sí, de verdad.

Saint-Cyr hizo una pausa.

—¿Y tienes una comisión rogatoria?

—Todavía no. Antes querría saber tu opinión.

—¿Qué te propones hacer?

—Primero aclarar algunas cuestiones legales contigo y después pasar a la acción.

—¿No me quieres decir quién es?

—Primero cenamos y después hablaremos.

El juez volvió a soltar una risita.

—Reconozco que me tienes en ascuas. Ven. Me queda pollo, por lo menos.

—Ahora voy —dijo Servaz antes de colgar.

Las ventanas del molino aparecían rebosantes de luz y de calor en medio de la tormenta cuando aparcó el Jeep cerca del torrente. Durante el trayecto no se había cruzado con un solo vehículo ni con ningún peatón. Después de cerrar el Cherokee se dirigió con paso apurado al puentecillo, doblando el cuerpo para protegerse de las ráfagas cargadas de nieve. La puerta se abrió enseguida, dando paso a un agradable olor a pollo asado, a fuego, vino y especias. Saint-Cyr cogió la chaqueta de Servaz y la colgó antes de señalarle el salón.

—¿Un vaso de vino caliente para empezar? El pollo estará listo dentro de veinte minutos. Así podremos hablar.

Servaz consultó el reloj: las 22.30. Las próximas horas iban a ser decisivas. Debía mover cada peón previendo varias jugadas con antelación, pero no estaba seguro de tener las ideas bastante claras. El viejo juez, con su experiencia, lo ayudaría a no cometer ninguna torpeza. El adversario era temible y aprovecharía el más mínimo fallo judicial. Aparte, tenía un hambre atroz; el olor del pollo que se cocía le producía retortijones de estómago.

En la chimenea crepitaba un gran fuego. Al igual que la vez anterior, las llamas poblaban las paredes y las vigas del techo de resplandores y de sombras. El crepitar de los leños, los gemidos del viento llegados a través del conducto de la chimenea y el ruido del torrente invadían la estancia. Nada de Schubert, esa vez. Saltaba a la vista que Saint-Cyr no quería perderse ni una palabra de lo que Servaz le iba a decir.

En una mesita, entre dos sillones de orejas colocados frente a la chimenea, había dos copas de coñac medio llenas de un humeante vino color rubí.

—Siéntate —lo invitó el juez.

Servaz cogió la copa más cercana. Estaba caliente. La hizo girar en la mano, aspirando los aromáticos efluvios que exhalaba. Le pareció detectar naranja, canela y nuez moscada.

—Vino caliente con especias —explicó Saint-Cyr—. Vigorizante y calorífico para una velada como esta y, sobre todo, excelente contra el cansancio. Te va a aportar un poco de energía. La noche se presenta larga, ¿verdad?

—¿Se me nota tanto? —preguntó Servaz.

—¿El qué?

—El cansancio.

—Pareces agotado.

Servaz tomó un trago. Esbozó una mueca, quemándose la lengua. El potente sabor del vino y las hierbas le llenó, con todo, la boca y la garganta. Saint-Cyr había dispuesto unos pedacitos de pan de especias en un platito para acompañar el vino caliente. Servaz engulló uno y luego otro. Estaba hambriento.

—¿Y bien? —inquirió Saint-Cyr—. ¿Me lo vas a contar? ¿Quién es?

—¿Está seguro? —preguntó Cathy d'Humières a través del altavoz.

Espérandieu se miró la punta de las Converse posadas encima de su escritorio del bulevar Embouchure.

—La persona que me ha transmitido la información es categórica. Trabaja en la sede de la Interpol de Lyon. Se trata de Luc Damblin. Ha podido establecer comunicación con uno de sus contactos en el FBI. Está seguro al 200 por cien.

—¡Virgen santa! —exclamó la fiscal—. Y no ha conseguido contactar con Martin, ¿verdad?

—Lo he intentado dos veces. Cada vez, o comunica o sale el contestador. Lo volveré a intentar dentro de unos minutos.

Cathy d'Humières consultó su reloj Chopard de oro amarillo que le había regalado su marido para su vigésimo aniversario de casados: las 22.50, constató con un suspiro.

—También querría que me hiciese un favor, Espérandieu. Llámelo cuantas veces sea necesario. Cuando le conteste, dígale que quiero irme a acostar antes del amanecer y que no vamos a pasar toda la noche esperándolo.

Al otro lado de la línea, Espérandieu ejecutó un saludo militar.

—Muy bien, señora.

* * *

Irène Ziegler escuchaba el viento desde el otro lado de la ventana con barrotes. Había una violenta tormenta de nieve. Pegó el oído al tabique. Era la voz de D'Humières. Sin duda a consecuencia de una política de ahorro en los costes de construcción, las paredes eran finas como cartón en el interior de aquella gendarmería… como ocurría con tantas otras.

Ziegler lo había oído todo. Por lo visto, Espérandieu había recibido una información capital, una información que imprimía un giro radical a la investigación. A Irène le pareció comprender de qué se trataba. En cuanto a Martin, estaba ilocalizable. Ella creía saber dónde se encontraba: había ido a recabar consejo antes de pasar a la acción… Golpeó la puerta, que se abrió casi de inmediato.

—Necesito ir al baño —dijo.

El ordenanza volvió a cerrar la puerta. Después la volvió a abrir una joven en uniforme que la miró con suspicacia.

—Sígame, capitana. Y nada de bromas.

Ziegler se levantó, con las muñecas esposadas.

—Gracias —dijo—. También querría hablar con la fiscal. Dígaselo. Dígale que es importante.

* * *

El viento mugía en el conducto de la chimenea, combando las llamas. Al borde de la extenuación, Servaz dejó la copa en la mesa y se dio cuenta de que le temblaba la mano. La pegó al cuerpo para evitar que Saint-Cyr se diera cuenta. El sabor del vino y las hierbas le resultaba agradable en la boca, pero le dejaba un regusto amargo. Se sentía achispado y aquel no era un momento oportuno para eso. Por ello tomó la resolución de no beber más que agua durante la media hora siguiente y pedir a continuación un café bien cargado.

—Parece que no estás muy en forma —comentó el juez, observándolo con atención.

—No estoy pletórico, pero no pasa nada.

En realidad, no recordaba haber experimentado nunca un estado tal de agotamiento y nerviosismo. Estaba muerto de fatiga, con la cabeza embotada, aquejado de vértigos… y aun así a punto de resolver el caso más extraño de toda su carrera.

—¿Entonces no crees que la capitana Ziegler sea culpable? —prosiguió el juez—. Sin embargo, todas las apariencias apuntan en su contra.

—Ya sé, pero hay un elemento nuevo.

El juez enarcó las cejas.

—Esta noche he recibido la llamada de una psicóloga que trabaja en el Instituto Wargnier.

—¿Sí?

—Se llama Diane Berg y es suiza. Lleva poco tiempo allá arriba. Por lo visto, le pareció que ocurrían cosas raras en el centro y ha realizado su propia investigación, a escondidas de todos. Así ha descubierto que la enfermera jefe del Instituto se procuró anestésicos para caballos… y también que es la amante de un tal Éric, un hombre muy rico que viaja mucho, según se desprende de los mails que le envía.

—¿Cómo ha descubierto todo eso esa psicóloga? —planteó, escéptico, el juez.

—Es largo de explicar.

—¿Y entonces, crees que ese Éric es…? Pero si estaba en Estados Unidos la noche en que mataron al caballo…

—Una coartada perfecta —comentó Servaz—. Y además, ¿quién habría sospechado que la víctima era a la vez el culpable?

—Esa psicóloga… ¿ha sido ella la que se ha puesto en contacto contigo? ¿Tú la crees? ¿Estás seguro de que es digna de confianza? El Instituto debe de ser un sitio capaz de alterar los nervios de quien no está acostumbrado.

Servaz miró a Saint-Cyr y por un instante, abrigó dudas. ¿Y si el juez estaba en lo cierto?

—¿Te acuerdas de que me dijiste que todo lo que ocurría en este valle estaba arraigado en el pasado? —dijo el policía.

El juez asintió en silencio.

—Tú mismo me contaste que la hermana de Éric Lombard, Maud, se suicidó a los veintiún años.

—Así es —corroboró Saint-Cyr, abandonando su mutismo—. ¿Crees que ese suicidio guarda relación con los suicidas de las colonias? Ella nunca estuvo allí.

—Al igual que dos de los suicidas —señaló Servaz—. ¿Cómo encontraron a Grimm y a Perrault? —preguntó, mientras su corazón se ponía a palpitar sin motivo.

—Ahorcados.

—Exacto. Cuando te pregunté cómo se había suicidado la hermana de Éric Lombard, me respondiste que se había cortado las venas. Esa es la versión oficial. Resulta que yo he descubierto esta noche que en realidad también se ahorcó. ¿Por qué mintió Lombard al respecto, si no fue para evitar que se estableciera una conexión directa entre el suicidio de Maud y los asesinatos?

—Esa psicóloga, ¿ha hablado con alguien más?

—No, no creo. Le he aconsejado que fuera a Saint-Martin, a hablar con Cathy d'Humières.

—¿Entonces crees que…?

—Creo que Éric Lombard es el autor de los asesinatos de Grimm y de Perrault —verbalizó Servaz, con la impresión de que la lengua se le pegaba al paladar y que se le agarrotaban los músculos de las mandíbulas—. Creo que se venga de lo que le hicieron a su hermana, una hermana a la que adoraba, y que les imputa, no sin razón, el suicidio de esta y de los otros siete jóvenes que fueron víctimas del cuarteto Grimm-Perrault-Chaperon-Mourrenx. Creo que elaboró un plan maquiavélico para tomarse la justicia por su mano al tiempo que alejaba las sospechas de su persona, con ayuda de una cómplice del Instituto Wargnier, y quizá de alguien más en el centro ecuestre.

Se miró la mano izquierda, que se balanceaba encima del reposabrazos y trató de inmovilizarla en vano. Al levantar la cabeza, se percató de que Saint-Cyr lo observaba.

—Lombard es un hombre muy inteligente. Comprendió que, tarde o temprano, quien investigara los asesinatos acabaría estableciendo un vínculo con la oleada de suicidios de adolescentes que se produjeron quince años atrás, incluido el de su hermana. Debió de pensar que la mejor manera de alejar las sospechas de él era incluyéndose a sí mismo en la categoría de víctima. Por eso era preciso que fuera él el objetivo del primer crimen. De todas maneras, no quería matar a una persona inocente. En un momento dado, debió de tener una iluminación: mataría a un ser muy apreciado por él; así nadie podría sospechar que hubiera cometido ese crimen. Es probable que la decisión de dar muerte a su caballo favorito fuera muy dolorosa para él, pero ¿qué mejor coartada podía tener que ese crimen ocurrido cuando se suponía que estaba en Estados Unidos? Por eso no ladraron los perros del centro ecuestre ni relinchó el caballo. Es posible incluso que tenga otro cómplice en el centro, además de la enfermera jefe en el Instituto, porque se necesitaron al menos dos personas para transportar el caballo hasta allá arriba. Y la alarma del centro no funcionó. Sin embargo, al igual que en el caso de Grimm y de Perrault, y también para asegurarse de que
Freedom
no sufría, no habría permitido que otra persona se encargara de matar al animal. No es esa su forma de actuar. Lombard es un atleta, un aventurero, un guerrero, acostumbrado a los retos más extremos y a asumir sus responsabilidades. Además, no tiene miedo a mancharse las manos.

¿Sería el agotamiento? ¿La falta de sueño? Le pareció que comenzaba a enturbiársele la vista, como si de repente se hubiera puesto unas gafas de corrección inadaptada.

—También creo que Lombard o uno de sus hombres chantajearon a los dos vigilantes de la central, amenazándolos con mandarlos otra vez a la cárcel o comprando su silencio. Por otra parte, Lombard debió de comprender pronto que la hipótesis de Hirtmann no se iba a sostener mucho tiempo, pero no debía de importarle mucho, puesto que solo se trataba de la primera cortina de humo. El hecho de que nos remontásemos a la oleada de suicidios ocurridos quince años atrás tampoco debía de inquietarlo mucho, sino más bien al contrario porque así se multiplicaban las pistas. El culpable podía ser cualquiera de los padres o incluso uno de los adolescentes a los que habían violado los miembros del cuarteto llegado a la edad adulta. No sé si debía de saber que Ziegler había estado también en las colonias y que podía constituir una sospechosa ideal, o si se trata de una pura coincidencia.

Saint-Cyr callaba, taciturno y pensativo. Servaz se secó con la manga el sudor que le resbalaba hasta los ojos.

—En definitiva, Lombard debió de calcular que incluso si todo lo que había imaginado no funcionaba exactamente como había previsto, había emborronado tanto las pistas que sería casi imposible desentrañar la verdad y llegar, por lo tanto, hasta él.

—Casi —apuntó Saint-Cyr con una triste sonrisa—, pero eso era porque no contaba con alguien como tú, claro.

Servaz advirtió que el tono del juez había cambiado. También se fijó en que el anciano le sonreía de una manera admirativa pero ambigua a la vez. Trató de mover la mano, que ya no temblaba, pero notó el brazo pesado como el plomo.

—Eres un investigador extraordinario —alabó Saint-Cyr con voz glacial—. Si hubiera tenido a alguien como tú a mis órdenes, ¿quién sabe cuántos casos archivados por falta de pruebas hubiera podido resolver?

En el bolsillo de Servaz comenzó a sonar el móvil. Quiso cogerlo, pero parecía que su brazo estuviera preso en una masa de cemento de secado rápido. ¡Tardó un tiempo infinito en desplazar apenas unos centímetros la mano! El móvil sonó y sonó, desgarrando el silencio que se había instalado entre los dos hombres. Después, cuando salió el contestador, paró. El juez tenía la mirada fija en él.

—Me, me… siento… raro… —farfulló Servaz, dejando caer el brazo.

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