Bajo el hielo (31 page)

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Authors: Bernard Minier

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: Bajo el hielo
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—¿Sí?

—¿Recibe muchas visitas?

El suizo sonrió.

—Usted, doctor, la señorita Ferney, el señor Mundo, el peluquero, el capellán, el equipo terapéutico, el doctor Lepage…

—Es nuestro médico jefe —precisó Xavier.

—¿Sale alguna vez de aquí?

—Ha salido de esta habitación una vez en dieciséis meses, para tratar una caries. Recurrimos a un dentista de Saint-Martin, pero disponemos de todo el material necesario aquí mismo.

—¿Y esas dos puertas? —inquirió Ziegler.

Xavier las abrió: un armario con unas cuantas pilas de ropa interior, monos blancos de recambio colgados y un pequeño cuarto de baño sin ventana.

Servaz observaba de reojo a Hirtmann. Aparte del indiscutible carisma que irradiaba, él jamás había visto a alguien que se pareciera tan poco a un asesino en serie. Hirtmann tenía la apariencia de lo que había sido en la época en que era libre: un fiscal inflexible, un hombre educado y también un vividor, tal como atestiguaban su boca y su barbilla. Lo único que no encajaba era la mirada, negra, fija; las pupilas que relucían con un brillo astuto; los párpados plegados, que no pestañeaban. Era una mirada igual de eléctrica que un táser. Había conocido a otros criminales con esa mirada, pero nunca se había sentido en presencia de una personalidad tan poderosa y ambigua. En otros tiempos, pensó, a un hombre como aquel lo habrían quemado por brujo. En la actualidad lo estudiaban, trataban de comprenderlo. Servaz poseía, no obstante, una dosis suficiente de experiencia para saber que el mal no era cuantificable ni podía reducirse a un principio científico, ni a consideraciones biológicas, ni a una teoría psicológica. Las personas supuestamente fuertes afirmaban que no existía, aduciendo que era una especie de superstición, una creencia irracional de los seres débiles, pero eso era porque a ellos jamás los habían torturado hasta la muerte en el fondo de un sótano, porque nunca habían visto vídeos de niños violados en Internet, nunca se habían visto separados por la fuerza de su familia, adiestrados, drogados y violados por decenas de hombres durante semanas antes de ser puestos en las aceras de una gran ciudad europea, ni tampoco los habían condicionado mentalmente para hacer de bombas humanas en medio de una multitud. Y porque nunca habían oído los alaridos de una madre detrás de una puerta a los diez años…

Servaz salió de su abstracción y sintió que se le erizaba la nuca al advertir que Hirtmann lo observaba.

—¿Se encuentra a gusto aquí? —preguntó Propp.

—Creo que sí. Me tratan bien.

—Pero preferiría estar fuera, claro.

La sonrisa del suizo se volvió sardónica.

—Es una pregunta bastante curiosa —contestó.

—Sí, en efecto —convino Propp, mirándolo con fijeza—. ¿Le importa que hablemos un poco?

—No me opongo —respondió mansamente el suizo, mirando por la ventana.

—¿Qué hace en su día a día?

—¿Y usted? —respondió Hirtmann con un guiño mientras daba la vuelta.

—No ha respondido a mi pregunta.

—Leo el periódico, escucho música, charlo con el personal, contemplo el paisaje, duermo, sueño…

—¿En qué sueña?

—¿En qué soñamos? —replicó como un eco el suizo, como si se tratara de una cuestión filosófica.

Durante más de un cuarto de hora, Servaz escuchó cómo Propp bombardeaba con preguntas a Hirtmann. Este respondía de manera espontánea, flemático y sonriente. Al final Propp le dio las gracias y Hirtmann inclinó la cabeza, como si dijera: «No hay de qué». Luego le tocó el turno a Confiant, que demostró haber preparado con antelación las preguntas. «El joven juez ha hecho los deberes», se dijo Servaz, que prefería métodos más espontáneos. Por eso, apenas prestó atención al siguiente diálogo.

—¿Ha oído hablar de lo que ocurrió fuera?

—Leo los periódicos.

—¿Y qué piensa de ello?

—¿Cómo «qué pienso»?

—¿Tiene una idea del tipo de persona que pudo hacer eso?

—Quiere decir que… ¿podría haber sido alguien como yo?

—¿Es eso lo que cree?

—No, es lo que cree usted.

—Y usted, ¿qué cree?

—No sé. Yo no creo nada. Puede que sea alguien de aquí…

—¿Por qué dice eso?

—Aquí hay muchas personas capaces de eso, ¿no?

—¿Personas como usted?

—Personas como yo.

—¿Y cree que alguien podría haber salido de aquí para cometer ese asesinato?

—No sé. ¿Usted qué cree?

—¿Conoce a Éric Lombard?

—Es el propietario del caballo que mataron.

—¿Y a Grimm, el farmacéutico?

—Ya entiendo.

—¿Qué entiende?

—Han encontrado algo allí que guarda una relación conmigo.

—¿Por qué dice eso?

—¿De qué se trata? ¿De un mensaje del tipo «Soy yo quien lo ha matado», firmado Julian Alois Hirtmann?

—¿Por qué querría alguien hacerle cargar con el muerto, en su opinión?

—Es evidente, ¿no?

—Explíquese, por favor.

—Cualquier interno de este establecimiento es el culpable ideal.

—¿Eso cree?

—¿Por qué no pronuncia la palabra?

—¿Qué palabra?

—La que tiene en la cabeza.

—¿Qué palabra?

—Loco.

Silencio de Confiant.

—Chiflado.

Silencio de Confiant.

—Demente, orate, majareta, chalado, perturbado…

—Bueno, me parece que es suficiente —intervino el doctor Xavier—. Si no tienen más preguntas, querría que dejaran tranquilo a mi paciente.

—Un minuto, si me permiten.

Se volvieron. Hirtmann no había elevado la voz, pero su tono había cambiado.

—Yo también quiero decirles algo.

Después de intercambiar una mirada, todos lo observaron con expectación. Ya no sonreía. Tenía una expresión severa.

—Me están examinando desde todos los ángulos, preguntándose si he hecho algo que tenga que ver con lo que ocurre fuera; cosa que, evidentemente, es absurda. Ustedes se sienten puros, honrados, lavados de todos sus pecados porque se encuentran delante de un monstruo. También eso es absurdo.

Servaz vio que Ziegler estaba tan sorprendida como él. También reparó en la perplejidad de Xavier. Confiant y Propp aguardaban la continuación sin pestañear.

—¿Creen que mis crímenes hacen menos condenables sus malos actos? ¿Que vuelven menos odiosos sus mezquindades y sus vicios? ¿Creen que de un lado están los asesinos, los violadores, los criminales, y del otro ustedes? Aún deben comprender algo: que no hay una membrana estanca que impida la circulación del mal. No existen dos clases de humanidad. Cuando ustedes mienten a su mujer y a sus hijos, cuando abandonan a su anciana madre en un asilo para poder tener más libertad de movimientos, cuando se enriquecen a costa de otros, cuando se resisten a ceder una parte de sueldo a quienes no tienen nada, cuando hacen sufrir a los otros por egoísmo o por indiferencia, se aproximan a lo que yo soy. En el fondo, se parecen más a mí y a otros internos de lo que creen. Es una cuestión de grado, no de naturaleza. Nuestra naturaleza es común: es la de la humanidad entera. —Se inclinó para retirar un grueso libro de debajo de la almohada. Era una Biblia—. El capellán me dio esto. Se imagina que con él me voy a poder salvar. —Soltó una breve y agria carcajada—. ¡Absurdo! Porque mi mal no es individual. Lo único que podría salvarnos sería un holocausto nuclear…

Escuchando su voz fuerte y persuasiva, Servaz se imaginó el efecto que debía de producir ante los tribunales. Su rostro severo animaba a la contrición y a la sumisión. ¡De improviso ellos eran los pecadores y él el apóstol! Estaban completamente desorientados. Hasta Xavier parecía sorprendido.

—Querría conversar en privado con el comandante —anunció sin preámbulos Hirtmann, con un tono más moderado.

Xavier se volvió hacia Servaz, que se encogió de hombros. El psiquiatra frunció el entrecejo, incómodo.

—¿Comandante? —consultó.

Servaz asintió con la cabeza.

—De acuerdo —dijo Xavier, dirigiéndose a la puerta.

Propp se encogió de hombros a su vez, sin duda contrariado de que Hirtmann no lo hubiera elegido para conversar con él. La mirada de Confiant expresaba una clara desaprobación. Ziegler fue la última en salir, dirigiendo una glacial mirada al suizo.

—Una chica muy guapa —comentó este una vez que hubo cerrado la puerta.

Servaz guardó silencio, mirando con nerviosismo en torno a sí.

—No puedo ofrecerle ni bebida, ni té, ni café. No tengo nada de eso aquí, pero la intención es lo que cuenta.

Servaz reprimió las ganas de decirle que dejara de hacer teatro para ceñirse a los hechos.

—¿Cuál es su sinfonía preferida?

—No tengo ninguna preferencia —respondió secamente Servaz.

—Todos tenemos alguna.

—Digamos que la
Quinta
, la
Cuarta
y la
Sexta
.

—¿Qué versiones?

—Bernstein, por supuesto. Después, Inbal está muy bien. Y Haitink para la
Cuarta
, Wien para la
Sexta
… Oiga…

—Mmm… Buenas elecciones… Aunque aquí esto no tiene mucha importancia —añadió Hirtmann, señalando su aparato de baja calidad.

Servaz no podía negar la mediocridad del sonido que reproducía el aparato. Se le ocurrió que, desde el principio, había sido Hirtmann el que había controlado la conversación… incluso cuando los otros lo acribillaban a preguntas.

—Siento tener que decírselo —atacó—, pero su discurso moralista de antes no me ha convencido, Hirtmann. Yo no tengo nada en común con usted, que quede claro.

—Puede pensar lo que quiera. Pero lo que acaba de decir es falso: tenemos en común al menos a Mahler.

—¿De qué me quería hablar?

—¿Ha hablado con Chaperon? —preguntó Hirtmann, cambiando de nuevo de tono y mirando fijamente a Servaz, atento a la menor reacción de su parte.

El policía experimentó un estremecimiento, un cosquilleo a lo largo de la columna vertebral. «Conoce el nombre del alcalde de Saint-Martin…».

—Sí —admitió con prudencia.

—Chaperon era un amigo de ese… Grimm. ¿Lo sabía?

Servaz lo miró, atónito. ¿Cómo lo sabía? ¿De dónde había sacado aquella información?

—Sí —respondió—. Sí, él me lo dijo. ¿Y usted, cómo…?

—Pídale entonces al señor alcalde que le hable de los suicidas.

—¿De qué?

—De los suicidas, comandante. ¡Pregúntele por los suicidas!

16

—¿Los suicidas? ¿Qué es eso?

—No tengo la menor idea, pero parece que Chaperon sí que lo sabe.

—¿Hirtmann se lo ha dicho? —preguntó Ziegler.

—Sí.

—¿Y lo cree?

—Habrá que ver.

—Ese tipo está chalado.

—Es posible.

—¿Y no le ha dicho nada más?

—No.

—¿Por qué a usted?

Servaz sonrió.

—A causa de Mahler, supongo.

—¿Cómo?

—De la música… Gustav Mahler. Tenemos eso en común.

Ziegler despegó un instante la vista de la carretera para lanzarle una mirada con la que parecía dar a entender que quizá no todos los locos estaban encerrados en el Instituto. Servaz ya se hallaba en otra parte, sin embargo. La impresión de hacer frente a algo inédito y terrorífico era más intensa que nunca.

* * *

—Es muy hábil lo que intenta hacer —declaró un poco más lejos Propp, en la bajada hacia Saint-Martin.

Los abetos desfilaban a su alrededor. Servaz miraba por la ventanilla, absorto en sus pensamientos.

—No sé cómo lo ha conseguido, pero enseguida ha notado que había una línea de demarcación en el grupo e intenta dividirnos atrayéndose la simpatía de uno de sus elementos.

Servaz se volvió bruscamente hacia atrás y clavó una dura mirada en el psicólogo.

—«La simpatía de uno de sus elementos» —repitió—. Bonita fórmula… ¿Adónde quiere ir a parar, Propp? ¿Cree que me olvido de lo que es?

—No es eso lo que he querido decir, comandante —corrigió, molesto.

—Tiene razón, doctor —apoyó Confiant—. Debemos mantenernos unidos y elaborar una estrategia coherente y creíble.

Las palabras fustigaron a Ziegler y a Servaz como el restallido de un látigo. El policía sintió que lo invadía de nuevo la ira.

—¿«Unidos», dice? ¡Usted ha denigrado nuestro trabajo dos veces delante de una tercera persona! ¿A eso llama estar unidos? ¡Creía que tenía la costumbre de dejar hacer su trabajo a la policía!

Confiant sostuvo sin pestañear la mirada del policía.

—No cuando veo que los investigadores van tan mal encaminados —replicó con tono severo.

—En ese caso hable con Cathy d'Humières. «Una estrategia coherente y creíble». ¿Y cuál sería esa estrategia, según usted, señor juez?

—En cualquier caso no la que conduce al Instituto.

—No podíamos estar seguros de ello antes de ir —objetó Irène Ziegler con una calma que asombró a Servaz.

—De una manera u otra —insistió este—, el ADN de Hirtmann salió de este lugar y fue a parar allá arriba. Y eso no es una hipótesis, es un hecho. Cuando sepamos cómo se produjo eso, estaremos a dos pasos de identificar al culpable.

—Convengo en que alguien de ese establecimiento está implicado en la muerte de ese caballo —concedió Confiant—, pero usted mismo lo ha dicho: es imposible que sea Hirtmann. Por otra parte, habríamos podido actuar con más discreción. Si se llega a saber todo esto, existe el peligro de que se ponga en entredicho la propia existencia del Instituto.

—Es posible —replicó fríamente Servaz—, pero ese no es mi problema. Y mientras no hayamos examinado los planos de conjunto del sistema, no vamos a descartar ninguna hipótesis. Pregúntele a un director de cárcel y sabrá que no existe ningún sistema infalible. Ciertos individuos son muy hábiles para encontrar los puntos débiles. Además está la hipótesis de una complicidad en el seno del personal.

—Así pues, ¿insiste en creer que Hirtmann salió de allí? —preguntó Confiant atónito.

—No —reconoció de mala gana Servaz—, eso me parece cada vez más improbable. De todas formas, todavía es pronto para descartarlo definitivamente. Debemos responder a otra pregunta no menos esencial: ¿quién pudo procurarse la saliva de Hirtmann y depositarla en el teleférico? Y sobre todo: ¿con qué objetivo? Porque no cabe ninguna duda de que los dos crímenes están relacionados.

—Las probabilidades de que los vigilantes sean los asesinos del farmacéutico son muy pocas —declaró Espérandieu en la sala de reuniones con el ordenador portátil abierto ante sí—. Según Delmas, la persona que hizo eso es inteligente, retorcida, sádica y tiene ciertos conocimientos de anatomía.

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