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Authors: Bernard Minier

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

Bajo el hielo (54 page)

BOOK: Bajo el hielo
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El silencio del psiquiatra fue más prolongado de lo previsto. Durante todo ese tiempo, detrás de sus gafas rojas, mantuvo la mirada fija en Servaz, como si quisiera adivinar adonde quería ir a parar.

—En mi condición de psiquiatra —contestó por fin—, le responderé que esta cuestión no entra dentro del ámbito de la psiquiatría, sino de la filosofía, y más concretamente de la moral. Desde ese punto de vista, vemos que el mal no se puede concebir sin el bien, que uno va de la mano del otro. ¿Ha oído hablar de la escala del desarrollo moral de Kohlberg? —preguntó el psiquiatra.

Servaz negó con la cabeza.

—Laurent Kohlberg es un psicólogo americano. Se inspiró en la teoría de los estadios de adquisición de Piaget para postular la existencia de seis fases de desarrollo moral en el hombre. —Xavier hizo una pausa durante la cual se arrellanó en el sillón y cruzó las manos sobre el vientre, organizando las ideas—. Según él, el sentido moral de un individuo se adquiere por estadios sucesivos en el transcurso del desarrollo de su personalidad. No puede saltarse ninguna de esas etapas. Una vez que ha alcanzado un estadio moral, el individuo no puede volver atrás: ha adquirido ese nivel para toda la vida. No obstante, no todos los individuos alcanzan el último nivel, ni mucho menos. Muchos se quedan en un estadio moral inferior. Por otra parte, esas etapas son comunes al conjunto de la humanidad, son las mismas en cualquier cultura. Son transculturales, pues.

Servaz se dio cuenta de que había despertado el interés del psiquiatra.

—En el nivel 1 —reanudó Xavier la exposición con entusiasmo—, el bien es lo que suscita una recompensa y el mal lo que suscita un castigo. Como cuando se golpean los dedos de un niño con una regla para hacerle comprender que lo que hace está mal. La obediencia se percibe como un valor en sí mismo, el niño obedece porque el adulto tiene el poder para castigarlo. En el nivel 2, el niño ya no obedece solo para obedecer a una autoridad sino para obtener gratificaciones. Así comienza a haber un intercambio… —Esbozó una sonrisa—. En el nivel 3, el individuo llega al primer estadio de la moral convencional, pretende satisfacer las expectativas de los otros, de su medio. Lo importante es el juicio de la familia, del grupo. El niño aprende el respeto, la lealtad, la confianza, la gratitud. En el nivel 4, la noción de grupo se amplía al conjunto de la sociedad. Aquí entra el respeto a la ley y el orden. Seguimos en el ámbito de la moral convencional, en el estadio del conformismo: el bien consiste en cumplir el deber y el mal es lo que la sociedad reprueba. —Xavier adelantó el torso—. A partir del nivel 5, el individuo se desprende de esa moral convencional y la supera. Entra en la moral posconvencional. De egoísta pasa a altruista. Sabe asimismo que todo valor es relativo, que aunque deben ser respetadas, las leyes no son siempre buenas; piensa sobre todo en el interés colectivo. Finalmente, en el nivel 6, el individuo adopta unos principios éticos libremente elegidos que pueden entrar en contradicción con las leyes de su país si las considera inmorales; lo que prevalece es su conciencia y su racionalidad. El individuo moral del nivel 6 tiene una visión clara, coherente e integrada de su propio sistema de valores. Es un actor comprometido en la vida asociativa, en las acciones caritativas, un enemigo declarado del mercantilismo, del egoísmo y la codicia.

—Es muy interesante —alabó Servaz.

—¿Verdad? Huelga decir que un gran número de individuos permanecen bloqueados en los estadios 3 y 4. Para Kohlberg existe también un nivel 7, al que acceden muy pocos. El individuo del nivel 7 está impregnado del amor universal, la compasión y lo sagrado, muy por encima del común de los mortales. Kohlberg cita solo algunos ejemplos, como Jesús, Buda, Gandhi… En cierta manera, se podría decir que los psicópatas permanecen atascados en el nivel 0, aunque no sea una noción muy académica para un psiquiatra.

—¿Y cree usted que se podría establecer, de la misma manera, una escala del mal?

Al oír aquella pregunta, al psiquiatra se le iluminaron los ojos detrás de las gafas rojas mientras se relamía con avidez.

—Es una cuestión muy interesante —dijo—. Confieso que yo mismo me la he planteado. En esa clase de escala, una persona como Hirtmann se situaría en el otro extremo del espectro, como una especie de espejo invertido de los individuos del nivel 7, por así decirlo…

El psiquiatra lo miraba directamente a los ojos, a través del vidrio de las gafas, como si se preguntara en qué nivel se había detenido Servaz. Este sintió que volvía a sudar, que volvía a acelerársele el pulso. En su pecho estaba estallando algo: un miedo cerval… Volvió a ver los faros en su retrovisor, a Perrault gritando en la cabina, el cadáver desnudo de Grimm colgado del puente, el caballo decapitado, la mirada del gigante suizo posada en él, la de Lisa Ferney en los pasillos del Instituto… El miedo se hallaba allí desde el principio, dentro de él, como una semilla que solo esperaba para germinar y prosperar… Le dieron ganas de echar a correr como un poseso, de huir de ese lugar, de ese valle, de esas montañas.

—Gracias, doctor —dijo, levantándose con precipitación.

Xavier se puso en pie sonriendo y le tendió la mano por encima del escritorio.

—De nada. —Retuvo un instante la mano de Servaz—. Parece muy cansado. Tiene muy mala cara, comandante. Debería descansar.

—Es la segunda vez que me lo dicen hoy —repuso Servaz sonriendo.

Las piernas le temblaban sin embargo cuando se encaminó hacia la puerta.

* * *

Eran las 15.30. La tarde de invierno tocaba a su fin. Los negros abetos se perfilaban sobre la nieve del suelo, la sombra se intensificaba bajo los árboles y la silueta de la montaña se recortaba en el cielo gris y amenazador que parecía encerrar aquel valle como una tapadera. Se sentó en el Jeep y miró la lista. Once nombres. Conocía un par de ellos por lo menos: Lisa Ferney y el propio doctor Xavier… Después arrancó y efectuó la maniobra para salir. En la carretera la nieve se había fundido casi por completo, dejando una película negra, blanda y brillante. No se cruzó con nadie en aquella ruta secundaria envuelta en sombras pero, unos kilómetros más allá, al llegar a la altura de la casa de colonias, descubrió un coche aparcado en la entrada del camino. Era un viejo Volvo 940 rojo. Servaz disminuyó la velocidad, tratando de leer la matrícula con la luz de sus faros. El coche estaba tan sucio que la mitad de los números desaparecían bajo el barro y las hojas pegadas a la matrícula. ¿Era una casualidad o un camuflaje?, se preguntó, notando cómo el nerviosismo comenzaba a adueñarse de él.

Al pasar lanzó un vistazo al interior. Nadie. Servaz aparcó a cinco metros de distancia y se bajó. No se veía a nadie en los alrededores tampoco. El viento arrancaba un sonido lúgubre de las ramas, como el de un crujido de papeles viejos acumulados en el fondo de un callejón sin salida, y a él se sumaba la salmodia del torrente. La luz declinaba cada vez más. Tras coger una linterna en la guantera, se dirigió al Volvo pisando la nieve sucia del borde de la carretera. El interior no le reveló nada de particular, exceptuando el mismo grado de suciedad que el exterior. Trató de abrir la puerta, pero estaba cerrada con llave.

Servaz, que no había olvidado el episodio del teleférico, retrocedió esa vez a buscar su arma. Cuando franqueó el puentecillo oxidado, el frescor del torrente lo envolvió. En cuanto comenzó a chapotear en el barro se acordó de los comentarios que efectuaba al respecto Alice en su diario y lamentó no haberse puesto unas botas. En cuestión de pocos pasos sus zapatos de calle quedaron en un estado igual de lamentable que el Volvo. La lluvia volvía a recubrir el bosque. Al principio anduvo al amparo de los árboles, pero en cuanto el camino se aventuró por el claro poblado de altas hierbas y ortigas que sobresalían entre la nieve, la lluvia comenzó a golpetearle en el cráneo con endiablado ritmo, como si fuera un tambor. Se subió el cuello de la chaqueta sobre la chorreante nuca. Bajo el chaparrón, la casa de colonias parecía totalmente desierta.

Al acercarse a los edificios, en el punto donde el sendero adoptaba una ligera pendiente, resbaló en el fango y estuvo a punto de caer de bruces. Soltó el arma, que fue a parar a un charco. Emitió un juramento y mientras la recogía pensó que de haber alguien escondido observándolo, se estaría divirtiendo mucho con su torpeza.

Daba la impresión de que los edificios lo esperasen. Tenía el pantalón y las manos rebozados de barro y el resto de la ropa empapados de agua.

Servaz gritó, pero no respondió nadie. Tenía el pulso desbocado. Todas las señales de alarma se habían accionado en su interior. ¿Quién podía pasearse por esa casa de colonias desierta y con qué motivo? Y sobre todo, ¿por qué no le respondía? Aquella persona tenía que haber oído su llamada, multiplicada por el eco.

Los tres edificios eran de estilo chalet, aunque construidos en cemento con escasos ornamentos de madera, tejados de pizarra, ventanas dispuestas en fila en los pisos de arriba y grandes ventanales en la planta baja. Estaban comunicados entre sí por medio de galerías protegidas solo por un techo. No se veía luz en las ventanas; la mitad de los vidrios estaban rotos, y algunos habían sido sustituidos por planchas de aglomerado; las goteras vomitaban cataratas que salpicaban en el suelo. Servaz paseó el haz de la linterna por la fachada del edificio central y descubrió un lema pintado encima de la entrada con letras descoloridas: «La escuela de la vida no tiene vacaciones nunca». «Ni la del crimen tampoco», añadió para sí.

De improviso, atisbó un movimiento en el límite de su campo de visión, a la izquierda. Dio media vuelta. Al instante siguiente ya no estaba tan seguro de lo que había visto; tal vez unas ramas agitadas por el viento. No obstante, tenía casi la certeza de haber percibido una sombra por ese lado, una sombra entre las sombras…

Aquella vez se cercioró de que el seguro estuviera desactivado y hubiera una bala lista en el cañón. Después prosiguió, en alerta. Tras doblar la esquina del chalet de la izquierda, tuvo que tener cuidado de dónde ponía los pies, porque el suelo se inclinaba bruscamente y se volvía inestable y resbaladizo a causa del viscoso lodo. A ambos lados, los altos troncos de varias hayas se elevaban hasta extender, allá en lo alto, su negro ramaje, entre el cual distinguió, levantando la cabeza, retazos de cielo gris y la lluvia que le caía encima. La fangosa pendiente se prolongaba entre los árboles hasta un riachuelo que discurría unos metros más abajo.

De repente, advirtió algo. Una luz… Tan pequeña y vacilante como un fuego fatuo. Pestañeó para sacudir la lluvia de los párpados: la luz seguía allí.

«Mierda. ¿Qué es esto?».

Una llama… Danzaba, frágil y minúscula, a un metro del suelo, contra uno de los troncos verticales.

Su alarma interior resonaba con estruendo. Aquella llama la había encendido alguien… alguien que no podía andar muy lejos. Miró en torno a sí. Después bajó la pendiente hasta el árbol y poco le faltó para resbalar otra vez en el barro. Era una vela de las que se usan como calientaplatos o para caldear el ambiente de una habitación. Descansaba encima de una pequeña bandeja de madera sujeta al tronco. El haz de su linterna recorrió la rugosa corteza y, de repente, descubrió algo que lo dejó paralizado varios centímetros por encima de la llama. Era un gran corazón labrado con la punta de un cuchillo en la corteza. En el interior había cinco nombres:

Ludo + Marion + Florian + Alice + Michaël…

«Los suicidas…». Servaz miró el corazón sobrecogido, petrificado.

La lluvia apagó la llama.

Entonces se produjo el ataque. Feroz. Brutal. Terrorífico. De improviso, notó que no estaba solo. Una fracción de segundo después, algo flexible y frío se abatió sobre su cabeza. Presa de pánico, coceó y se debatió con furia pero su agresor no cejó. Sintió que aquella cosa fría se le pegaba a la nariz y a la boca. «¡Una bolsa de plástico!», gritó empavorecido su cerebro. El individuo le asestó a continuación un terrible golpe detrás de las rodillas, obligándolo a doblar las piernas a causa del dolor. Servaz se encontró en el suelo, con la cara pegada al fango, con todo el peso del hombre encima. La bolsa lo asfixiaba. Su agresor le apretaba la cabeza contra el suelo mientras estrechaba la bolsa en torno al cuello y le inmovilizaba los brazos con las rodillas. Casi sin aire, Martin se acordó del barro que tenía Grimm en el pelo y se apoderó de él un miedo helado, incontrolable. Agitó frenéticamente las piernas y el torso para tratar de desequilibrar al individuo que tenía encima de la espalda. Fue inútil. Este resistió. Con un horrendo ruido, una especie de crujido intermitente, el plástico de la bolsa se despegaba de su cara a cada espiración para de nuevo adherirse a su nariz, a su boca y a sus dientes no bien volvía a inspirar, dejándolo casi sin resuello. Poseído por una sensación de ahogo y de pánico, con la cabeza encerrada en aquella prisión de plástico, tenía la impresión de que el corazón se le iba a parar de un momento a otro. Después, de golpe, el hombre lo tiró con violencia hacia atrás y tensó una cuerda en torno a su cuello, por encima de la bolsa de plástico. Un terrible dolor le laceró el cuello mientras lo arrastraba por el suelo.

Agitaba los pies en todas direcciones y hacía derrapar las suelas de los zapatos en el fango, intentando reducir la horrible presión en el cuello. Sus nalgas se elevaban y luego volvían a caer y se deslizaban encima del esponjoso suelo mientras las manos trataban en vano de agarrar la cuerda y neutralizar su mortal opresión. De este modo se vio arrastrado varios metros, dislocado, jadeante, asfixiado, como un animal de camino del matadero.

En cuestión de dos minutos estaría muerto.

Se estaba quedando ya sin aire.

Abría convulsivamente la boca, pero el plástico le obstaculizaba cada inhalación.

En el interior de la bolsa el oxígeno se enrarecía, sustituido por el gas carbónico que espiraba.

¡Iba a correr la misma suerte que Grimm! ¡La misma que Perrault! ¡La de Alice!

¡Iba a acabar ahorcado!

Estaba a punto de perder el conocimiento cuando, de pronto, el aire volvió a entrar en sus pulmones como si hubieran abierto una compuerta. Un aire puro, no viciado. Sintió, asimismo, la lluvia que le resbalaba por la cara. Aspiró el aire y la lluvia a grandes sorbos roncos y salvadores que produjeron un ruido de silbido en los pulmones.

BOOK: Bajo el hielo
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