Bajo el hielo (56 page)

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Authors: Bernard Minier

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: Bajo el hielo
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—Interesante.

—Aparte, Lisa Ferney es también asidua de un club de musculación de Saint-Lary, a veinte kilómetros de aquí. Y está inscrita en un club de tiro.

La atención de Servaz y de D'Humières se intensificó súbitamente. Servaz se acordó de algo: la primera intuición que había tenido en el Instituto era tal vez la correcta: Lisa Ferney tenía el perfil… Los que habían colgado el caballo allá arriba eran muy forzudos, y la enfermera jefe lo era más que muchos hombres.

—Sigue indagando —indicó—. Es posible que encuentres algo.

—Ah sí, me olvidaba. Las cintas…

—¿Sí?

—Eran solo cantos de pájaros.

—Ah.

—Bueno, me voy al ayuntamiento a ver si existe una lista de los niños que pasaron por las colonias —concluyó Ziegler.

—Señores y señoras, me gustaría que dejaran descansar al comandante Servaz —reclamó alguien con voz potente desde la puerta.

Acababa de entrar un médico con bata blanca de unos treinta y pico años, de piel morena y tupidas cejas negras que se juntaban casi en el entrecejo. «Dr. Saadeh», ponía en el bolsillo. Se acercó a ellos sonriendo, pero tenía la mirada seria y una expresión voluntariamente intransigente con la que quería transmitir que en aquel lugar los jueces y gendarmes debían acatar una autoridad superior: la del cuerpo médico. Servaz, por su parte, ya había comenzado a destaparse.

—De ninguna manera me voy a quedar aquí —declaró.

—Pues yo de ninguna manera pienso dejar que se vaya así —replicó el doctor Saadeh, posando una mano amistosa pero firme en su hombro—. No hemos acabado de examinarlo.

—Entonces dense prisa —reclamó Servaz con resignación, volviendo a reclinarse en las almohadas.

No obstante, en cuanto se hubieron ido todos, cerró los ojos y se durmió.

* * *

En ese mismo momento, un oficial de policía descolgaba el teléfono en el edificio fortaleza de la secretaría general de la Interpol, en el número 200 del
quai
Charles de Gaulle, en Lyon. El hombre se encontraba en el centro de un vasto
open space
lleno de ordenadores, teléfonos, impresoras y máquinas de café, con vistas panorámicas sobre el Ródano. Había también un gran abeto decorado cuya cima coronada de una estrella sobresalía en medio de los tabiques.

Al reconocer la voz de su interlocutor, frunció el entrecejo.

—¿Vincent? ¿Eres tú? ¡Uy, cuánto tiempo hacía que no te oía! ¿Qué es de tu vida?

Segunda organización de rango internacional por el número de sus miembros después de la ONU, en la Interpol colaboran 187 países. Más que un organismo policial propiamente dicho, sus servicios centrales constituyen un servicio de información consultado por los policías de los países miembros por sus informes y bases de datos, entre las que se cuenta un archivo con 178.000 delincuentes y 4.500 fugitivos. Ese servicio emite cada año varios miles de órdenes de captura internacionales, a través de las famosas «difusiones rojas». El hombre que acababa de coger el teléfono se llamaba Luc Damblin. Al igual que en el caso de Marissa, Espérandieu había conocido a Damblin en la escuela de policía. Después de intercambiar unas cuantas frases de cortesía, Espérandieu fue al grano.

—Necesito un favor.

Damblin posó maquinalmente la vista en los retratos que tenía colgados delante de sí en el tabique, encima de la fotocopiadora: mafiosos rusos, proxenetas albaneses, capos de la droga mexicanos y colombianos, atracadores de joyerías serbios y croatas o pedófilos internacionales que actuaban en los países pobres. Alguien les había añadido gorros rojos y barbas blancas de Papá Noel que tampoco les conferían una apariencia simpática. Mientras tanto, escuchó pacientemente las explicaciones de su colega.

—Parece que tienes suerte —respondió—. Hay un tipo del FBI en Washington que me debe un servicio, gracias a una inestimable ayuda que le presté en una de sus investigaciones. Voy a llamarlo para ver qué se puede hacer. Pero ¿por qué necesitas esa información?

—Para una investigación que tenemos entre manos.

—¿Tiene que ver con Estados Unidos?

—Ya te lo explicaré. Te envío la foto —dijo Espérandieu.

—Puede que tarde un poco —advirtió el empleado de la Interpol consultando el reloj—. Mi contacto está bastante ocupado. ¿Para cuándo necesitas la información?

—Es bastante urgente, lo siento.

—Todo es urgente siempre —contestó Damblin—. No te preocupes. Voy a colocar tu demanda en lo alto de la pila, en recuerdo del pasado. Además, como pronto es Navidad, este será mi regalo.

* * *

Servaz se despertó al cabo de dos horas. Tardó un segundo en reconocer la cama del hospital, la habitación blanca, la gran ventana con estores azules. Una vez que hubo comprendido dónde se encontraba, buscó con la mirada sus cosas y las descubrió metidas en una bolsa de plástico transparente depositada en una silla. Luego saltó de la cama y se vistió lo más rápido posible. Tres minutos después salía al aire libre y marcaba un número de teléfono.

—¿Diga?

—Soy Martin. ¿Está abierto el hostal esta noche?

El anciano se echó a reír.

—Has hecho bien en llamar. Justo ahora iba a prepararme la cena.

—También querría hacerte algunas preguntas.

—Y yo que creía que me llamabas solo por mi cocina… ¡Qué decepción! ¿Has encontrado algo?

—Ya te contaré.

—Perfecto, hasta luego.

* * *

Aunque había anochecido, delante del instituto la calle estaba bien iluminada. Sentado en el coche camuflado aparcado a diez metros de distancia, Espérandieu vio salir del centro a Margot Servaz. Le costó reconocerla: el pelo negro había dado paso a un rubio escandinavo, que llevaba sujeto con una cola a cada lado, complementado con un curioso gorro encima.

Cuando se volvió advirtió también, pese a la distancia, que llevaba un nuevo tatuaje en la nuca, entre las coletas; un enorme tatuaje polícromo. Vincent pensó en su hija. ¿Cómo reaccionaría él si a Mégan le daba por realizar más adelante ese tipo de modificaciones corporales? Tras cerciorarse de que la cámara de fotos estaba bien colocada en el asiento de al lado, puso en marcha el motor. Al igual que el día anterior, Margot estuvo charlando un momento en la acera con sus compañeras y lio un cigarrillo. Después volvió a aparecer el chico de la moto.

Espérandieu exhaló un suspiro. Esa vez al menos, si los perdía de vista, sabría dónde encontrarlos; no tendría que efectuar las arriesgadas maniobras de la tarde anterior. Puso en marcha el coche para seguirlos. El conductor de la mobylette practicaba sus habituales acrobacias. En su iPhone, los Gutter Twins cantaban: «Ay padre, no puedo creer que te vayas». En el semáforo siguiente, Espérandieu redujo velocidad y se detuvo. El coche de delante estaba parado y la moto se encontraba cuatro coches más allá. Como sabía que iban a seguir recto hasta el cruce, Espérandieu se relajó.

En los cascos, la voz ronca declaraba «
My mother, she don't know me / And my father, he can't own me
» cuando el semáforo se puso en verde y la moto giró bruscamente a la derecha. Espérandieu se alteró. «Pero ¿qué coño hace?». Aquel no era el camino de la casa. Delante de él, el atasco ocasionado por el semáforo se deshacía con exasperante lentitud. Espérandieu se puso nervioso. El semáforo viró a naranja y luego a rojo. Al final se lo saltó, justo a tiempo para percibir la mobylette que se desviaba a la izquierda en el siguiente semáforo, doscientos metros más adelante. «¡Joder!». ¿Adónde iban de esa manera? El cruce siguiente lo pasó en naranja, decidido a reducir de forma considerable la distancia.

«Se dirigen al centro».

Para entonces se hallaba prácticamente instalado detrás de ellos. La circulación se había vuelto más densa, llovía y de las ruedas de los coches brotaban salpicaduras. En aquellas condiciones resultaba mucho más difícil seguir la sinuosa trayectoria. Cogió a toda prisa el iPhone y conectó la aplicación «información tráfico» para después analizar con el zoom el próximo atasco. Al cabo de dieciséis minutos, la moto depositaba a su pasajera en la calle de Alsace-Lorraine y volvía a arrancar sin dilación. Después de aparcar en una zona prohibida, Espérandieu colocó el indicativo POLICÍA y bajó. El instinto le decía que esa vez sí ocurría algo. Acordándose de que había dejado la cámara en el coche, lanzó una maldición, volvió a buscarla y regresó corriendo.

No panic
: Margot Servaz caminaba tranquilamente delante de él entre el gentío. Sin aminorar la marcha, encendió la cámara y comprobó que funcionaba.

La muchacha torció hacia la plaza Esquirol. Los escaparates iluminados y las guirnaldas conferían vida a los árboles y las viejas fachadas.

Faltaban pocos días para Navidad y la zona estaba muy frecuentada. Espérandieu se felicitó por ello, porque así podía pasar inadvertido. De pronto, vio que se paraba en seco y miraba en derredor antes de dar media vuelta para entrar en el café restaurante Père Léon. Espérandieu sintió que se activaban todas las señales de alarma en su interior: aquel no era un comportamiento propio de quien no tiene nada que ocultar. Apretando el paso, anduvo hasta la altura del bar en cuyo interior había desaparecido. Se le planteaba un dilema: había visto a Margot unas seis veces. ¿Cómo reaccionaría si lo veía entrar justo detrás de ella?

Miró por la ventana en el preciso momento en que ella se sentaba en una silla después de haber dado un beso en los labios al individuo que tenía enfrente, al otro lado de la mesa. Parecía radiante. Espérandieu vio cómo reía alegremente escuchando lo que este decía.

Después desplazó la mirada hacia él. «¡Ah, mierda!».

* * *

Aquella fría noche de diciembre contempló las estrellas diseminadas por encima de las montañas y las luces del molino reflejadas en el agua, como un anuncio del agradable calor que reinaba dentro. Un viento cortante le azotaba las mejillas y la lluvia volvía a ceder paso a la nieve. Cuando la puerta del molino se abrió, Servaz vio la expresión de alarma de su propietario.

—¡Dios santo! ¿Qué te ha pasado?

Puesto que se había mirado en un espejo del hospital, Servaz sabía que tenía un aspecto terrorífico, con las pupilas negras dilatadas y los ojos inyectados en sangre, dignos de Christopher Lee en
Drácula
, el cuello morado hasta las orejas, el contorno de los labios y la nariz irritados a causa del roce de la bolsa de plástico y una horrible cicatriz violácea dejada por la presión de la cuerda en la garganta. Los ojos le lagrimeaban a causa del frío o tal vez de la tensión nerviosa.

—Llego tarde —dijo con voz cascada—. Si me permites, primero voy a entrar. Hace frío esta noche.

Todavía le temblaban todas las extremidades. En el interior, Saint-Cyr lo escrutó con inquietud.

—¡Ay, señor! Ven a calentarte aquí —lo invitó el viejo juez, bajando los escalones que conducían al salón.

Al igual que la vez anterior, la mesa estaba puesta ya. En la chimenea chisporroteaba un animado fuego. Saint-Cyr corrió una silla para que se sentara Servaz y después cogió una botella y le sirvió una copa.

—Bebe. Tómate el tiempo que necesites. ¿Seguro que estás bien?

Servaz confirmó con un ademán antes de tomar un sorbo. El vino tenía una tonalidad oscura, casi negra. Era fuerte pero excelente, cuando menos para Servaz que no era un gran experto.

—Somontano —precisó Saint-Cyr—. Lo voy a buscar al otro lado de los Pirineos, en el Alto Aragón. Bueno, ¿qué ha pasado?

Servaz se lo explicó. Su pensamiento regresaba sin cesar al incidente de la casa de colonias y, en cada ocasión, una larga descarga de adrenalina lo traspasaba como una espina de pescado que se hundiera en el cuello de un gato. ¿Quién había intentado estrangularlo?, se preguntaba repasando los acontecimientos del día. ¿Gaspard Ferrand? ¿Élisabeth Ferney? ¿Xavier? Este, no obstante, había acudido a socorrerlo. ¿Podía ser que el psiquiatra se hubiera echado atrás en el último momento para no asesinar a un policía? De un instante a otro, todo había cambiado. Primero sufría el violento arrastre y de repente, Xavier aparecía a su lado. ¿Y si se trataba de la misma persona? No podía ser, puesto que habían oído cómo arrancaba el Volvo. A continuación Servaz trazó un resumen de los acontecimientos de ese día y del anterior, de la huida precipitada de Chaperon, el registro de la casa vacía, el descubrimiento de la capa y el anillo, la caja de balas en el escritorio…

—Te acercas a la verdad —concluyó Saint-Cyr con aire preocupado—. Estás muy cerca. Pero esto —añadió mirando el cuello de Servaz—, lo que te ha hecho es… es de una violencia inaudita. Ahora ya no se arredra ante nada. Está dispuesto a matar policías si es preciso.

—Él o ellos —puntualizó Servaz.

Saint-Cyr le dirigió una penetrante mirada.

—Es inquietante lo de Chaperon.

—¿No tienes una idea del sitio donde pueda esconderse?

—No —respondió el magistrado tras un momento de reflexión—. De todas formas, Chaperon es un fanático de la montaña y del alpinismo. Conoce todos los senderos y todos los refugios, tanto del lado francés como del español. Deberías consultar con la gendarmería de montaña.

Claro. ¿Cómo no se le había ocurrido antes?

—He preparado algo ligero —dijo Saint-Cyr—, como tú querías. Una trucha con salsa de almendras. Es una receta española. Ya me dirás qué tal.

Se fue a la cocina y regresó con dos humeantes platos. Servaz tomó otro trago de vino antes de concentrarse en la trucha. De su plato subía un delicioso aroma. La salsa era ligera pero suculenta, con un sabor a almendra, ajo, limón y perejil.

—¿Crees entonces que alguien se está vengando de aquellos adolescentes?

Servaz asintió con una mueca. Le dolía la garganta con cada bocado que engullía. Al cabo de poco se le fue el hambre y dejó el plato a un lado.

—Perdona, no puedo más —se disculpó.

—No te preocupes. Te prepararé un café.

De repente, Servaz se acordó del corazón grabado en la corteza y de los cinco nombres que había adentro, cinco de los siete suicidas.

—Así pues, los rumores eran fundados —comentó Saint-Cyr mientras volvía con una taza—. Es increíble que no hubiéramos descubierto ese diario, y también que no consiguiéramos encontrar el menor indicio que confirmara esa hipótesis.

Servaz comprendió. Por un lado, el juez estaba aliviado de que la verdad saliera por fin a la luz; por el otro, sentía lo que siente toda persona que persigue un objetivo durante años y que, cuando por fin se ha resignado a no alcanzarlo nunca, de improviso ve que otro lo alcanza en su lugar. Se queda con la sensación de haber omitido lo esencial, de haber desperdiciado por completo el tiempo.

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