Bajo el hielo (59 page)

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Authors: Bernard Minier

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: Bajo el hielo
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De repente se inmovilizó, con la mano posada todavía en la llave del cajón. Había oído un ruido de pasos en el pasillo… Se hundió de manera inconsciente en el sillón y deslizó despacio la mano para apagar la lámpara. Volvió a encontrarse rodeada de la penumbra gris azulada dispensada por la luna, con el corazón desbocado. Los pasos se habían detenido delante de la puerta… ¿Sería uno de los guardianes que hacía la ronda? ¿Habría advertido la luz por debajo de la puerta? Los segundos transcurrieron con interminable lentitud. Después el vigilante reanudó la ronda y los pasos se alejaron.

Con el golpeteo del flujo de la sangre en los oídos fue recuperando la respiración normal. Lo único que ansiaba era subir a su habitación y meterse entre las sábanas. También ardía en deseos de interrogar a Xavier a propósito de sus pesquisas, pero sabía que en cuanto le confesara que había registrado su escritorio perdería el empleo y toda expectativa de ascenso profesional. Debía encontrar otra manera de conseguir que se confiara a ella…

* * *

—Su moto está aquí. Sigue dentro.

Servaz cortó la conexión del móvil y encendió la luz del rellano. Su reloj marcaba la 1.27. Miró la puerta del segundo apartamento. No se oía ningún ruido. Todo el mundo dormía. Después de limpiarse con cuidado los pies en el felpudo, sacó las llaves maestras y comenzó a introducirlas en la cerradura. Al cabo de treinta segundos se hallaba en el interior. Ziegler no había añadido ni cerrojo suplementario ni cerradura de tres puntos.

Tenía un pasillo delante, con dos puertas a la derecha. La primera daba a otro pasillo y la segunda a una sala de estar. La luz proveniente de las farolas de la calle iluminaba la habitación. Detrás de las ventanas nevaba cada vez con más brío. Servaz se adentró en el oscuro y silencioso salón y buscó un interruptor. La luz brotó, revelando un interior espartano. Se quedó quieto, con el pulso acelerado.

«Busque el blanco», le había dicho Propp.

Recorrió la pieza con la mirada. Las paredes eran blancas y el mobiliario, frío y descarnado; moderno. Trató de hacerse una idea de la persona que vivía allí, al margen de la que ya conocía. No se le ocurrió nada. Tenía la impresión de contemplar el apartamento de un fantasma. Se acercó a la decena de libros colocados en las estanterías entre las copas deportivas y sufrió un terrible sobresalto. Todos tenían una temática similar: los crímenes sexuales, la violencia contra las mujeres, la opresión de las mujeres, la pornografía y la violación. Era vertiginoso. Se acercaba a la verdad… Se trasladó a la cocina. De repente, algo se movió a la derecha. Antes de que pudiera reaccionar, notó que algo le tocaba la pierna. Dio un salto atrás, presa de pánico, con el corazón desbocado. Emitiendo un prolongado maullido, el gato fue a refugiarse a otro rincón del piso. «¡Joder! ¡Menudo susto me has dado!». Servaz aguardó a que se le apaciguara el pulso y después fue abriendo los armarios. No había nada de particular. Solamente advirtió que, a diferencia de él, Irène Ziegler mantenía una estricta dieta alimentaria. Atravesó el salón para dirigirse a las habitaciones. Una de ellas, cuya puerta estaba abierta, contenía un escritorio, una cama y un archivador metálico. Abrió los cajones uno por uno. Había documentos diversos, declaraciones de renta, facturas de electricidad, de cursos de la escuela de gendarmería, de alquiler, cuotas de servicios sanitarios, abonos… En la mesita de noche reposaban unos libros en inglés:
The Woman-Identified Woman (La mujer identificada con la mujer
) y
Radical Feminism: A Documentary History (Feminismo radical: una historia documental
). Dio un brinco cuando el teléfono vibró en su bolsillo.

—¿Qué tal? —preguntó Espérandieu.

—Nada por ahora. ¿Hay movimiento?

—No, sigue dentro. ¿No has pensado que igual no vive sola? ¡No sabemos nada de ella, por Dios!

A Servaz se le heló la sangre. Espérandieu tenía razón. ¡Ni siquiera se lo había planteado! Había tres puertas cerradas en el apartamento. ¿Qué habría detrás? Una de ellas al menos debía de ser un dormitorio. El cuarto donde estaba no parecía ocupado. No había hecho ruido al entrar y eran casi las dos de la madrugada, una hora en la que la gente duerme profundamente en general. Con un retortijón de estómago, salió de la habitación y se quedó quieto delante de la puerta de al lado, aguzando el oído. No se oía nada. Pegó la oreja al batiente; lo único que turbaba el silencio era el zumbido de su propia sangre. Al final apoyó la mano en la manecilla y la hizo girar muy despacio.

Un dormitorio… Una cama deshecha…

Estaba vacía. El corazón le había vuelto a dar un vuelco. Se dijo que quizá se debía a su penosa forma física. Debía plantearse seriamente hacer un poco de deporte si no quería morir un día de un ataque cardiaco.

Las dos últimas puertas daban a un cuarto de baño y a un excusado. Lo confirmó abriéndolas. Luego volvió a la habitación donde se encontraba el escritorio y abrió los cajones. No había nada aparte de bolígrafos y extractos de tarjeta bancaria. Después le llamó la atención una mancha de color debajo del escritorio. Era un mapa de carreteras, que debía de haber caído al suelo. El móvil volvió a zumbar en su bolsillo.

—¡Ha salido!

—De acuerdo. Síguela y llámame cuando estéis a un kilómetro.

—Pero ¿qué dices? —protestó Espérandieu—. ¡Lárgate de ahí, por el amor de Dios!

—Es posible que haya encontrado algo.

—¡Ya ha arrancado! ¡Se va!

—No dejes que se aleje. ¡Date prisa! Necesito cinco minutos.

Colgó.

Luego encendió la lámpara del escritorio y se inclinó para coger el mapa.

* * *

Eran las 2.02 cuando Espérandieu vio salir a Irène Ziegler del Pink Banana en compañía de otra mujer. Con su traje de motorista y sus botas de cuero negro, Ziegler tenía el aspecto de una fascinante amazona. Su compañera, por otra parte, con su cazadora blanca satinada con cuello de piel, su ajustado vaquero y sus botas blancas con tacón y cordones de arriba abajo, parecía salida de una revista. Ziegler era rubia, y la otra lucía una larga cabellera morena, desparramada sobre la piel del cuello. Las dos jóvenes se acercaron a la moto de Ziegler, sobre la cual se montó la gendarme. Después de charlar un momento, la morena se inclinó hacia la rubia. Espérandieu tragó saliva viendo cómo se besaban en la boca.

«Por dios», se dijo con la boca seca.

A continuación Ziegler hizo rugir el motor de la moto, como una amazona de cuero soldada al acero de su máquina. «Esta mujer es tal vez una homicida», pensó para apaciguar su incipiente ardor.

De improviso se le ocurrió algo. Los que habían matado el caballo de Éric Lombard eran dos. Disparó a la morena con su pequeña cámara digital justo antes de que desapareciera en el interior de la discoteca. ¿Quién sería? ¿Era posible que los asesinos fueran dos mujeres? Sacó el móvil y llamó a Servaz.

«¡Mierda!», juró para sí después de colgar. ¡Martin le había pedido cinco minutos! ¡Aquello era una locura!

¡Tendría que haberse ido sin esperar más! Espérandieu arrancó y pasó como una tromba delante del portero. Cogió la curva de la salida del parking un poco bruscamente y volvió a derrapar en la nieve antes de acelerar cuando se encontró en la amplia línea recta. No levantó el pie hasta que divisó la luz de atrás de la moto y miró, maquinalmente, el reloj del coche: las 2.07.

«¡Martin, por el amor de Dios, lárgate ya!».

* * *

Servaz inspeccionaba el mapa en todos los sentidos.

Era un mapa detallado del Alto Comminges, a una escala de 1/50000. Por más que lo escrutaba, lo desplegaba y lo acercaba a la lámpara, no veía nada. No obstante, Ziegler había consultado ese mapa hacía poco, antes de salir sin duda. «Está ahí, en algún sitio, pero no lo ves», pensó. Pero ¿qué? ¿Qué había que buscar? De repente sintió un fogonazo: ¡el escondite de Chaperon!

Estaba allí, seguro. En algún lugar de ese mapa.

* * *

Había un lugar donde la carretera trazaba varias curvas. Como llegaban después de una larga línea recta, había que reducir bastante la velocidad. La ruta serpenteaba entre un paisaje de abetos y abedules cargados de nieve y de blancos cerros en medio de los cuales discurría un riachuelo. Ese paisaje de tarjeta postal de día se tornaba casi fantástico de noche, con la luz de los faros.

Espérandieu vio que Ziegler aflojaba y frenaba para después inclinar con gran prudencia su potente máquina en la entrada de la primera curva, antes de desaparecer detrás de los altos abetos. Levantó el pie del acelerador. Abordó la curva con la misma cautela y rodeó la primera colina a una velocidad moderada. Casi llegó al ralentí al lugar por donde fluía el arroyo, pero aquello no fue suficiente…

En ese momento habría sido incapaz de decir qué era. Una sombra negra…

Surgió del otro lado de la carretera y brincó ante la luz de los faros. Instintivamente, Espérandieu apretó el pedal del freno. Fue un mal reflejo. El coche se colocó de través, precipitándose hacia el animal. El choque fue violento. Aferrado al volante, logró controlar la dirección pero ya era demasiado tarde. Paró el coche, puso las luces de emergencia, se quitó el cinturón y tras coger la linterna de la guantera se precipitó fuera. ¡Un perro! ¡Había chocado contra un perro! El animal yacía en medio de la calzada, sobre la nieve. A través del haz de la linterna dirigía a Espérandieu una mirada implorante. Una respiración afanosa le levantaba el costado y envolvía su hocico de blanco vapor; una de las patas tenía un convulsivo temblor.

«¡No te muevas de aquí, perrito! ¡Ahora vuelvo!», pensó Espérandieu casi en voz alta.

Hundió la mano en el anorak. «¡El móvil! ¡No estaba allí!». Miró con desespero hacia a la carretera. La moto había desaparecido hacía mucho. «¡Mierda, mierda, mierda!». Se precipitó hacia el coche y encendió la luz cenital. Pasó la mano debajo de los asientos. ¡Nada! ¡Ni rastro del maldito teléfono! Ni encima de los asientos, ni en el suelo. ¡¿Dónde estaba el teléfono, joder?!

* * *

Por más que examinó cada detalle del mapa, Servaz no localizó ningún signo, ningún símbolo que le diera pie a pensar que Ziegler había marcado la situación del lugar donde se escondía Chaperon. Aunque quizá no había tenido necesidad de hacerlo. Tal vez se había limitado a echarle una ojeada para comprobar algo que ya sabía. Servaz tenía ante sí Saint- Martin, su estación de esquí, los valles y los picos de los alrededores, la carretera por la que había llegado y la que conducía a la central, la casa de colonias y el Instituto, y todos los pueblos de los contornos…

Al mirar en derredor, le llamó la atención una hoja que había encima del escritorio, un papel más entre otros.

Lo cogió y se inclinó. Era un título de propiedad… Se le aceleró el pulso. Una escritura a nombre de Roland Chaperon, domiciliada en Saint-Martin-de-Comminges. Había una dirección: camino 12, sector 4, valle de Aure, municipio de Hourcade… Servaz exhaló una maldición. No tenía tiempo de ir a consultar el catastro ni el registro de hipotecas. Después se dio cuenta de que Ziegler había anotado una letra y un número con rotulador rojo debajo de la hoja. D4. Enseguida comprendió. Con las manos humedecidas, consultó el mapa, deslizando febrilmente el índice por el papel…

* * *

Espérandieu dio media vuelta y descubrió el teléfono móvil encima de la carretera. Se abalanzó sobre él. El aparato estaba partido en dos. ¡Mierda! Trató de todas formas de establecer comunicación con Servaz. Fue inútil. El miedo se apoderó al instante de él. «¡Martin!». El perro emitió un desgarrador gemido. Espérandieu lo miró. «¡No es posible! ¡Qué coño es esta pesadilla!».

Abrió precipitadamente la puerta de atrás y fue a coger el animal. Pesaba bastante. El perro lanzó un amenazador gruñido, pero no opuso resistencia. Espérandieu lo dejó encima del asiento de atrás y luego se situó frente al volante. Echó un vistazo al reloj. ¡Las 2.20! ¡Ziegler no tardaría en llegar a su casa! «¡Martin, vete! ¡Vete! ¡Vete! ¡Por el amor de Dios!». Arrancó a toda velocidad, perdió el control y después de recobrarlo
in extremis
se alejó como un bólido por la blanca carretera. Aunque derrapó varias veces en las curvas, siguió así, con las manos crispadas en el volante, como un piloto de rally. El corazón le latía a ciento sesenta pulsaciones por minuto.

* * *

Una cruz… Una minúscula cruz trazada con tinta roja que primero había pasado inadvertida a su escrutinio, en pleno centro del recuadro D4. Servaz advirtió, exultante, que en aquel lugar había en el mapa un diminuto cuadrado negro en medio de una zona de bosques y montañas. ¿Sería un chalet o una cabaña? Daba igual. Servaz sabía ya adónde iba a dirigirse Ziegler al salir de la discoteca.

De pronto, consultó el reloj. Las 2.20… Estaba pasando algo raro… Espérandieu debía haber llamado hacía rato. ¡Hacía dieciséis minutos que Ziegler había salido de la discoteca! No se necesitaba tanto tiempo para… Un sudor frío le recorrió la espalda. ¡Tenía que irse inmediatamente! Después de lanzar una atemorizada mirada en dirección a la puerta, volvió a dejar el mapa donde lo había encontrado, apagó la lámpara del escritorio y el interruptor de la habitación. Cuando entró en el salón, oyó un rugido fuera… Se precipitó hacia la ventana, justo a tiempo para ver aparecer la moto de Ziegler en la esquina el edificio. Se quedó helado. «¡Ya está aquí!».

Se abalanzó para apagar la luz de la sala de estar.

Después se dirigió a toda prisa hacia la puerta, salió del apartamento y cerró con suavidad tras de sí. Le temblaba tanto la mano que estuvo a punto de caérsele la llave maestra. Una vez hubo cerrado con llave, se abalanzó hacia las escaleras pero se paró en seco a los pocos peldaños. ¿Adónde iba? No podía tomar aquella salida. Si bajaba por allí, se toparía de frente con ella. Oyó, sobrecogido, el chirrido de la puerta principal, situado dos pisos más abajo. ¡Estaba atrapado! Volvió a subir los escalones de dos en dos, tratando de no hacer ruido. Se volvía a encontrar en el punto de partida: el rellano del segundo. Miró en torno a sí. No había salida ni escondite posible… Ziegler vivía en el último piso.

El corazón le brincaba en el pecho como si quisiera excavar un túnel. Intentó reflexionar. Ella iba a aparecer de un momento a otro y lo encontraría allí. ¿Cómo iba a reaccionar? Se suponía que él estaba enfermo en cama y eran casi las dos y media de la mañana. «¡Piensa!». No podía. No le quedaba otra opción. Volvió a sacar la llave maestra, abrió la puerta y la cerró. «¡Dale la vuelta a la llave!». Después se precipitó hacia el salón. Aquel maldito apartamento estaba demasiado despejado, era demasiado espartano. ¡No había ningún sitio donde esconderse! Por un instante se planteó la posibilidad de encender la luz, sentarse en el sofá y recibirla así, como si nada. Le diría que había entrado con su llave maestra, que tenía algo importante que decirle. ¡No! ¡Era una estupidez! Estaba sudoroso, jadeante, y ella percibiría enseguida el miedo en su mirada. Debería haberla esperado en el rellano. ¡Qué imbécil! ¡Ahora era demasiado tarde! ¿Sería capaz de matarlo?

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