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Authors: Bernard Minier

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

Bajo el hielo (57 page)

BOOK: Bajo el hielo
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—Tu intuición era acertada, a fin de cuentas —resaltó Servaz—. Aparentemente, los miembros del cuarteto nunca se quitaban la capa cuando realizaban sus fechorías y nunca mostraban la cara a sus víctimas.

—¡Aun así, parece mentira que ninguna de las víctimas presentara ninguna queja!

—Es lo que suele ocurrir en este tipo de casos, lo sabes tan bien como yo. La verdad se descubre muchos años después, cuando las víctimas han crecido, han adquirido aplomo y ya no tienen tanto miedo de sus verdugos.

—Supongo que habrás examinado ya la lista de los niños que pasaron por la casa de colonias —dijo Saint-Cyr.

—¿Qué lista?

El juez lo miró con extrañeza.

—La que yo hice de todos los niños que estuvieron en la casa de colonias, la que está en la caja que te di.

—No había ninguna lista en la caja —respondió Servaz.

—¡Por supuesto que sí! —afirmó Saint-Cyr algo ofendido—. ¿Crees que pierdo la chaveta? Todos los documentos están allí, estoy seguro, incluida la lista. Por entonces, traté de encontrar una relación entre los suicidas y los niños que habían asistido a las colonias, tal como te comenté. Pensé que tal vez había habido otros suicidios antes, inadvertidos por ser aislados, de otros niños de las colonias. Aquello habría confirmado mi intuición de que esos suicidios estaban vinculados con Los Rebecos. Por eso fui a pedir al ayuntamiento la lista de todos los niños que habían pasado unas vacaciones allí desde su inauguración. Esa lista está en la caja.

A Saint-Cyr no le gustaba que se pusiera en entredicho su palabra, ni tampoco sus facultades mentales, según observó Servaz. Además, parecía muy seguro de lo que decía.

—Lo siento, pero en la caja no encontramos nada de ese estilo.

El juez lo miró un instante y luego sacudió la cabeza.

—Lo que tienes son fotocopias. En aquella época yo era muy meticuloso. Más que ahora. Hacía fotocopias de todos los documentos del expediente. Estoy convencido de que la lista estaba allí. Acompáñame —indicó, levantándose.

Recorrieron un pasillo con un bonito enlosado de piedra gris de aspecto antiguo. El juez empujó una puerta baja y accionó un interruptor. Entonces Servaz descubrió un auténtico caos, un pequeño despacho polvoriento en el que reinaba un indescriptible desorden. Las estanterías, sillas y mesitas estaban recubiertos de libros de derecho colocados sin orden ni concierto, de pilas de expedientes y de carpetas rebosantes de hojas que a duras penas se mantenían juntas. Las había incluso en el suelo y en los rincones. Saint-Cyr revisó mascullando una pila de treinta centímetros de altura depositada encima de una silla. Como no obtuvo resultado, pasó a otra. Al final, al cabo de cinco minutos, se enderezó con un fajo de hojas grapadas que ofreció con aire triunfal a Servaz.

—Aquí está.

Servaz consultó la lista. Los nombres ocupaban tres páginas, distribuidos en dos columnas. Al principio paseó la mirada por ellas sin que le llamara la atención ningún nombre. Después destacó uno conocido: Alice Ferrand. Siguió leyendo: Ludovic Asselin; otro suicida. Un poco más allá, localizó el tercero: Florian Vanloot. Buscaba los nombres de los otros dos adolescentes que habían estado en las colonias antes de suicidarse darse cuando sus ojos toparon con uno… uno que no se esperaba ni remotamente encontrar allí…

Un nombre que no debería estar allí.

Un nombre que le produjo vértigo. Servaz se estremeció como si acabara de recibir una descarga eléctrica. En el primer momento, creyó que padecía una alucinación. Cerró los ojos y los volvió a abrir, pero el nombre seguía allí, entre los de los otros niños: Irène Ziegler.

«¡Mierda, no es posible!».

24

Permaneció un rato sentado frente al volante del Cherokee, con la mirada perdida. No veía los copos que descendían cada vez en mayor número ni la capa de nieve que iba cobrando grosor en la carretera. Un círculo de luz se desparramaba sobre la nieve, debajo de una farola; las luces del molino se apagaron una tras otra… salvo una. Sin duda era la del dormitorio, dedujo Servaz, pensando que el juez debía de leer en la cama. No cerraba los postigos. De todas maneras, no era necesario. Los atracadores habrían tenido que atravesar a nado el río y después escalar la pared para llegar a las ventanas. Aquel sistema era como mínimo tan eficaz como un perro o una alarma.

Irène Ziegler. Su nombre en la lista. ¿Qué podía significar aquello? Rememoró el momento en que de regreso de casa de Saint-Cyr llegó a la gendarmería con la caja bajo el brazo. Recordó que se había apoderado con autoridad de ella y se había puesto a sacar uno por uno los documentos de la investigación sobre los suicidas. Saint-Cyr era categórico: la lista de los niños que habían estado en las colonias se encontraba dentro entonces. ¿Y si el viejo chocheaba? Tal vez perdía la memoria y no lo quería reconocer. Cabía la posibilidad de que hubiera guardado la lista en otro sitio. Existía, no obstante, otra hipótesis, mucho más perturbadora, según la cual él no había visto la lista porque Irène Ziegler la había sustraído. Se acordó de la poca diligencia que había demostrado para rememorar los suicidios cuando él los había sacado a colación la primera vez, aquella noche, en la gendarmería. De repente evocó otra imagen: él prisionero del teleférico y ella tratando de llegar hasta allí. Habría debido llegar mucho antes que él, ya que estaba más cerca, pero no se encontraba allí cuando él subió a la cabina. Por teléfono le explicó que había tenido un accidente con la moto y que estaba en camino. Él solo la vio después, cuando Perrault ya estaba muerto.

Se dio cuenta de que tenía los nudillos blancos de tanto apretar el volante. Se frotó los párpados. Estaba agotado, con los nervios alterados, su cuerpo se reducía a un nudo de dolor y ahora la duda se propagaba por su espíritu como un veneno mortal. Otros recuerdos afluyeron: ella entendía de caballos, conducía el coche y el helicóptero como un hombre, conocía la región como la palma de su mano. Se acordó de la manera en que, esa misma mañana, había elevado la voz ofreciéndose voluntaria para ir al ayuntamiento. Sabía muy bien lo que iba a encontrar allí. Aquella era la única pista que podía conducir hasta ella. ¿Habría fisgado también en los papeles de Chaperon con la esperanza de poder localizarlo? ¿Era ella la que había intentado matarlo en la casa de colonias? ¿La que sostenía la cuerda y la bolsa? No se lo podía creer.

El cansancio le entorpecía el pensamiento, impidiéndole un raciocinio correcto. ¿Qué debía hacer? No tenía ninguna prueba de la culpabilidad de la gendarme.

Tras consultar el reloj del coche, llamó a Espérandieu.

—¿Martin? ¿Qué ocurre?

Servaz le habló del juez jubilado y de los expedientes y después le explicó lo que acababa de descubrir. Su ayudante guardó silencio un momento.

—¿Crees que es ella? —preguntó por fin con escepticismo.

—No estaba conmigo cuando vi a Perrault en la cabina con el asesino, el que llevaba el pasamontañas, el que se escondió detrás de Perrault cuando nos cruzamos para que no le viera los ojos. Ella debía haber llegado primero… pero no estaba allí. No llegó hasta mucho después. —De pronto se le ocurrió otra cosa—. Había estado en las colonias y no dijo nada. Entiende de caballos, conoce estas montañas, es deportista y sabe sin duda cómo utilizar una cuerda de alpinismo…

—¡Jesús! —exclamó Espérandieu, conmocionado ya.

Hablaba en voz baja, por lo que Servaz dedujo que debía de estar en la cama con Charlène y que esta debía de dormir.

—¿Qué hacemos? —preguntó.

Siguió un silencio a través del cual adivinó el estupor de Espérandieu, pese a la distancia. Este no estaba acostumbrado a que su jefe le cediera las riendas.

—Tienes una voz rara.

—Estoy agotado. Me parece que tengo fiebre también.

No aludió a la agresión de la casa de colonias, porque no le apetecía hablar de aquello entonces.

—¿Dónde estás?

Servaz volvió a mirar la calle desierta.

—Delante de la casa de Saint-Cyr.

Lanzó un vistazo maquinal por el retrovisor. Por ese lado, la calle estaba también desierta, sin vida. Los postigos de las últimas casas, situadas a un centenar de metros, estaban cerrados. Solo la nieve caía en silencio, tupida.

—Vuelve al hotel —indicó Espérandieu—. No hagas nada por ahora. No tardo en llegar.

—¿Cuándo? ¿Esta noche?

—Sí, me visto y voy. Y Ziegler, ¿sabes dónde está?

—En su casa, supongo.

—O buscando a Chaperon. Quizá podrías llamarla, para comprobarlo.

—¿Y qué le digo?

—No sé. Que no te encuentras bien, que estás enfermo. Tú mismo has dicho que estás agotado. Se te nota hasta en la voz. Dile que mañana te quedarás en cama, que no puedes más. Veamos cómo reacciona.

Servaz sonrió. Después de lo que había sucedido, no le costaría creérselo.

* * *

—¿Martin? ¿Qué ocurre?

Aguzó el oído. Captó un ruido de televisor de fondo. Ziegler estaba en su casa, o en casa de otra persona. ¿En un piso o en una casa? No conseguía formarse una idea del sitio donde vivía. En cualquier caso no estaba fuera, rondando como un lobo hambriento tras las huellas del alcalde. O tras sus propias huellas… La volvió a ver con su traje de cuero, sus botas altas, su potente moto, y también pilotando el helicóptero. De repente tuvo la certeza de que era ella.

—Nada —repuso—. Te llamo para decirte que me tomo una pausa. Tengo que dormir.

—¿No estás mejor?

—No sé. No consigo poner en claro las ideas. No consigo pensar. Estoy agotado y me duele mucho el cuello. —Ninguna mentira era mejor que la que contenía una parte de verdad—. ¿Crees que podrás seguir sola mañana? Hay que encontrar como sea a Chaperon.

—De acuerdo —dijo tras una breve vacilación—. De todas maneras no estás en condiciones de seguir. Descansa. Te llamaré en cuanto sepa algo más. Mientras tanto, me voy a ir a acostar también. Tal como dices, hay que mantener las ideas claras.

—Buenas noches, Irène.

Cortó la comunicación y marcó el número de su ayudante.

—Espérandieu —contestó el ayudante.

—Está en su casa. En cualquier caso, había una tele encendida.

—Pero no dormía.

—Como tanta otra gente que se acuesta tarde. Y tú, ¿dónde estás?

—En la autopista. Me paro para poner gasolina y llego en poco tiempo. Nunca había visto un campo tan negro. Tardaré unos cincuenta minutos. ¿Qué te parece si vas a vigilar delante de su casa?

Titubeó, dudando si tendría fuerzas.

—Ni siquiera sé dónde vive.

—¿Estás de broma?

—No.

—¿Entonces qué hacemos?

—Llamo a D'Humières —decidió Servaz.

—¿A esta hora?

Servaz dejó el móvil encima de la cama y fue al cuarto de baño, a lavarse la cara con agua fría. De buena gana habría tomado un café, pero era imposible. Después regresó a la habitación y llamó a Cathy d'Humières.

—¿Martin? ¡Dios santo! ¿Sabe qué hora es? ¡Debería dormir en las condiciones en que está!

—Lo siento —dijo—, pero es una urgencia.

Adivinó que la fiscal se erguía en la cama.

—¿Otra víctima?

—No, pero ha surgido algo muy fastidioso. Tenemos un nuevo sospechoso, pero no puedo hablar de eso con nadie por ahora, excepto con usted.

—¿Quién? —inquirió D'Humières, completamente despierta de repente.

—La capitana Ziegler.

Se produjo un prolongado silencio.

—Cuéntemelo todo.

Así lo hizo. Le habló de la lista de Saint-Cyr, de la ausencia de Irène en el momento de la muerte de Perrault, de su reticencia a evocar su infancia y de su estancia en la casa de colonias, de sus mentiras y omisiones al hablar de su vida personal.

—Eso no demuestra que sea culpable —señaló D'Humières.

«Un punto de vista de jurista», pensó Servaz. Desde su punto de vista, en cambio, Irène Ziegler había pasado a ser la sospechosa número uno. Ni siquiera hizo alusión a su instinto de policía.

—Pero tiene razón, es inquietante. Ese asunto de la lista no me gusta nada. ¿Qué espera que haga yo? Supongo que no me llama a esta hora para decirme algo que podía esperar a mañana.

—Necesitamos su dirección. Yo no la tengo.

—¿Necesitamos? ¿Quiénes?

—He pedido a Espérandieu que viniera.

—¿Tiene intención de vigilarla? ¿Esta noche?

—Es posible.

—¡Por Dios, Martin! ¡Tendría que dormir! ¿Se ha mirado al espejo?

—Prefiero no hacerlo.

—No me gusta mucho esto. Sea prudente. Si es ella, puede volverse peligrosa. Ya ha matado a dos hombres y seguro que maneja las armas por lo menos tan bien como ustedes.

«Una manera amable de expresarlo», se dijo. Él era negado en tiro. En cuanto a su adjunto, no lo veía para nada en el papel de Harry el Sucio.

—Vuelva a llamarme dentro de cinco minutos —le indicó—. Haré un par de llamadas. Hasta luego.

Espérandieu llamó a la puerta cuarenta minutos después. Servaz fue a abrir. Su ayudante tenía nieve en el anorak y en el pelo.

—¿Tienes un vaso de agua y un café? —preguntó con un tubo de aspirinas en la mano. Después levantó la vista hacia su jefe—. ¡Hostias!

* * *

A la misma hora más o menos en que Servaz salía de casa de Saint-Cyr, Diane seguía en su despacho.

Se planteaba qué iba a hacer entonces. Se disponía a pasar a la acción. No obstante, tenía sus dudas. Todavía estaba tentada de hacer como si nada hubiera pasado y olvidar lo que había descubierto. ¿Y si hablaba de ello con Spitzner? Al principio le había parecido que era lo más adecuado pero, después de rumiar sobre el asunto, ya no estaba tan segura. En realidad, no veía a quién podía recurrir.

Estaba sola. Miró la hora en la esquina de la pantalla. Las 23.15.

El Instituto estaba totalmente en silencio, con excepción del racheado embate del viento contra la ventana. Había acabado de introducir en las tablas de Excel todos los datos reunidos en el curso de las entrevistas del día. Xavier se había ido hacía rato de su oficina. Tenía que ser entonces o nunca… Sentía un nudo en el estómago. ¿Qué ocurriría si alguien la sorprendía? Más valía no pensarlo.

* * *

—Ya la veo.

Espérandieu le pasó los prismáticos. Servaz los encaró hacia el pequeño edificio de tres plantas situado en la parte baja de la cuesta. Irène Ziegler se encontraba en medio de la sala de estar, con un móvil pegado a la oreja, hablando con locuacidad. Estaba vestida como para salir… no como quien pasa la velada delante del televisor antes de irse a acostar.

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