Bajo el hielo (60 page)

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Authors: Bernard Minier

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: Bajo el hielo
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Se acordó con un escalofrío de que ya había intentado matarlo, en la casa de las colonias, ese mismo día. Aquel pensamiento lo espabiló. «¡Escóndete!». Corrió hacia el dormitorio y se metió debajo de la cama justo en el momento en que introducían la llave en la cerradura.

Reptó bajo la cama, justo a tiempo para ver por la puerta un par de botas enmarcadas en el vestíbulo. Con la barbilla pegada al suelo y la cara empapada de sudor, de pronto tuvo la impresión de que aquello era una pesadilla. Era como si viviera algo que no era real del todo… algo que no podía estar sucediendo.

Ziegler depositó ruidosamente las llaves encima del mueble de la entrada. Él oyó el ruido del manojo, porque no la vio efectuar el gesto. Durante una terrorífica fracción de segundo, creyó que iba a entrar directamente a la habitación.

Luego vio desaparecer las botas en dirección a la sala de estar al tiempo que oía el crujido de su traje de cuero. Iba a secarse con la manga el sudor que le resbalaba por la cara cuando de repente se quedó petrificado: ¡el móvil! ¡Se había olvidado de apagarlo!

* * *

El perro gemía en el asiento de atrás, pero al menos no se movía. Espérandieu abordó la última curva como había tomado todas las demás: en el límite extremo de la pérdida de control. La parte posterior del coche pareció querer sustraerse a la trayectoria inicial, pero él desembragó, enderezó la dirección y después pisó el acelerador, logrando evitar el desastre.

El edificio de Ziegler.

Aparcando delante, cogió el arma y bajó de un salto. Vio que arriba había luz en la sala de estar. La moto de Ziegler estaba allí también. No había, en cambio, señales de Martin. Aguzó el oído, pero el único sonido que percibió fue el atiplado gemido del viento.

«¡Vamos, Martin, ponte donde te vea!».

Espérandieu observó con desesperación los alrededores del edificio cuando se le ocurrió una idea. Volvió al coche y arrancó. El perro protestó débilmente.

—Ya sé, pobrecillo. No te preocupes, que no te voy a dejar solo.

Subió la empinada cuesta de acceso al parking y con los prismáticos en la mano fue a colocarse en el hueco del seto. Lo hizo a tiempo para ver a Ziegler saliendo de la cocina, con una botella de leche en la mano. Había dejado la cazadora encima del sofá. Después de beber directamente de la botella, vio que se desabrochaba el cinturón del pantalón de cuero y se quitaba las botas. Luego salió del salón. Una luz se encendió detrás de una ventana más pequeña, a la izquierda, una ventana de vidrio esmerilado. El cuarto de baño… Se iba a duchar. ¿Dónde se había metido Martin? ¿Le habría dado tiempo a marcharse? Y si se había ido, ¿dónde estaba escondido, por Dios? Espérandieu tragó saliva. Entre el cuarto de baño y el ventanal del salón había otra ventana. Como la persiana no estaba bajada y la puerta de la habitación estaba abierta, atisbó, gracias a la luz procedente de la entrada, una cama de dormitorio. De repente, una figura surgió de debajo de la cama. La sombra se enderezó y, tras un instante de vacilación, salió del dormitorio y se dirigió con paso sigiloso a la entrada. «¡Martin!». A Espérandieu le dieron ganas de echarse a gritar de alegría, pero se limitó a mantener encarados los prismáticos hacia la entrada del edificio hasta el momento en que por fin apareció Servaz. Entonces se le iluminó la cara. Servaz miraba a derecha e izquierda, buscándolo, cuando Espérandieu se metió dos dedos en la boca y silbó.

Servaz levantó la cabeza y lo vio. Luego señaló con un dedo hacia arriba y Espérandieu comprendió. Recorrió las ventanas con los prismáticos; Irene Ziegler seguía en la ducha. Después le indicó con un ademán a Martin que se dirigiera a la esquina y volvió a subir al coche. Al cabo de un minuto, su jefe abría la puerta del asiento del pasajero.

—Mierda, ¿dónde te habías metido? —preguntó con una bocanada de vapor ante la cara—. ¿Por qué no has…? —Calló al ver el perro tendido en el asiento trasero—. ¿Qué es esto?

—Un perro.

—Ya veo. ¿Qué hace ahí?

Espérandieu le narró en pocas palabras el accidente mientras él se instalaba en el asiento y cerraba la puerta.

—¿Que me has dejado en la estacada por un… perro?

—Es mi lado Brigitte Bardot —explicó Espérandieu contrito—. Además, mi teléfono estaba roto, de todas maneras. ¡Me has hecho pasar un miedo! Esta vez sí que hemos estado a punto de cagarla.

Servaz sacudió la cabeza en la zona de sombra del habitáculo.

—Ha sido todo por culpa mía. Tenías razón. No era una buena idea.

Aquella era una de las virtudes que Espérandieu apreciaba en Martin. A diferencia de muchos jefes, él sabía reconocer sus errores.

—En cualquier caso, he encontrado algo —añadió.

Le habló del mapa y de la escritura. Sacó un pedazo de papel en el que había tenido tiempo de anotar la dirección. Después permanecieron callados un momento.

—Hay que llamar a Samira y a los otros. Necesitamos refuerzos.

—¿Estás seguro de que no has dejado rastro de tu presencia?

—No creo. Aparte de un litro de sudor debajo de la cama.

—Bueno, de acuerdo —convino Espérandieu—. Pero hay algo más urgente.

—¿Ah sí? ¿Qué?

—El perro. Hay que encontrar un veterinario enseguida.

Servaz miró a su ayudante sin saber si bromeaba. Tras comprobar que Vincent tenía una expresión muy seria, se volvió para mirar al animal. Lo vio mal, abatido. El perro levantó con esfuerzo el hocico y los observó con sus ojos tristes, resignados y tiernos.

—Ziegler se está duchando —dijo su ayudante—. No va a volver a salir esta noche. Sabe que tiene todo el día de mañana para acorralar a Chaperon puesto que se supone que tú te vas a quedar descansando. Lo hará en pleno día.

—De acuerdo —aceptó Servaz—. Llamo a la gendarmería para saber dónde hay un veterinario. Mientras tanto, saca a Samira de la cama y dile que se presente aquí con dos personas más.

Espérandieu miró el reloj —las 2.45— y descolgó el teléfono del coche. Estuvo hablando con Samira más de diez minutos. Después colgó y se volvió hacia su jefe. Con la cabeza apoyada en el montante de la puerta, Servaz dormía.

25

La cama crujió cuando se incorporó y sacó las piernas de debajo de las mantas para apoyar los pies en el frío mosaico. Era una habitación pequeña, sin mobiliario. Mientras encendía, bostezando, la lámpara colocada directamente en el suelo, Servaz se acordó de que había soñado con Charlène Espérandieu. Estaban desnudos, tendidos en el suelo de un pasillo de hospital y… ¡hacían el amor mientras los médicos y enfermeras pasaban a su alrededor sin verlos! «¿En el suelo de un hospital?». Bajó la vista, constatando su erección matinal. Estallando en risas a causa de lo incongruente de la situación, cogió el reloj que había dejado bajo la cama de tijera. Eran las seis de la mañana. Se levantó, se estiró y cogió la ropa limpia que le habían dejado en una silla. La camisa era demasiado grande, pero el pantalón era de su talla. También habían puesto a su disposición ropa interior, una toalla y gel de ducha. Aunque había pocas posibilidades de que se cruzara con alguien a esa hora, Servaz aguardó a haber recuperado toda la compostura para salir y dirigirse a las duchas del fondo del pasillo. Habían puesto a Ziegler bajo vigilancia constante y prefería dormir en la gendarmería para supervisar las operaciones en tiempo real en lugar de hacerlo desde el hotel.

Las duchas estaban desiertas. La pugnaz corriente de aire que las atravesaba arruinaba los esfuerzos de un medroso radiador. Servaz sabía que los gendarmes dormían en la otra ala, donde disponían de alojamiento individual, y que esas instalaciones no se utilizaban apenas. No obstante, lanzó una maldición cuando después de hacer girar el grifo de agua caliente, en el cráneo le cayó un agua que a duras penas se podía calificar de tibia.

Cada movimiento que efectuó para enjabonarse le provocó una mueca de dolor. Se puso a pensar. Ya no abrigaba dudas sobre la culpabilidad de Irène Ziegler, pero quedaban algunas zonas de sombra, algunas puertas por abrir en el largo pasillo que conducía a la verdad. Como otras mujeres de la región, Ziegler había sido violada por aquellos cuatro hombres. Los libros que había visto en su apartamento demostraban que el trauma no había sanado. A Grimm y Perrault los habían matado por las violaciones que habían cometido. Pero ¿por qué los había ahorcado? ¿A causa de los suicidios? ¿O había algo más? Un detalle lo obsesionaba: Chaperon había huido y abandonado su casa como si lo persiguiera el mismo diablo. ¿Acaso sabía quién era el asesino?

Intentó tranquilizarse: tenían a Ziegler vigilada y sabían dónde se escondía Chaperon. Tenían todas las cartas en la mano.

No obstante, tal vez se debiera a la glacial corriente de aire, o a aquella agua cada vez más fría, o bien al recuerdo de tener la cabeza presa en una bolsa de plástico… Lo cierto era que esa mañana no paraba de temblar y que el sentimiento que experimentaba en aquellas duchas desiertas era, ni más ni menos, que de miedo.

* * *

Se encontraba ya sentado frente a un café, en la sala de reuniones vacía, cuando fueron llegando los otros: Maillard, Confiant, Cathy d'Humières, Espérandieu y dos miembros más de la brigada, Pujol y Simeoni, los dos horteras que la tenían tomada con Vincent. Cada cual se sentó y consultó sus notas antes de empezar, de modo que el ruido de los papeles invadió la sala. Servaz observó sus caras pálidas, que evidenciaban cansancio y nerviosismo. La tensión era palpable. Mientras tanto, escribió algo en el cuaderno y, cuando todos estuvieron listos, levantó la cabeza y tomó la palabra.

Trazó la relación de los hechos. Cuando refirió lo que le había ocurrido en la casa de colonias, se instaló un silencio sepulcral. Pujol y Simeoni lo miraron de hito en hito. Parecía como si ambos pensaran que algo así no habría podido ocurrirles nunca a ellos. Tal vez estaban en lo cierto. Pese a que representaban lo peor de la profesión, eran policías experimentados, con los que se podía contar en los momentos difíciles.

Después evocó la culpabilidad de Ziegler y entonces fue Maillard el que palideció y apretó la mandíbula. El ambiente se enrareció. Una gendarme sobre la que los policías centraban sus sospechas de asesinato era garantía de toda clase de fricciones.

—Qué asunto más horrible —comentó concisamente D'Humières.

Raras veces había visto tan pálida a la fiscal. La fatiga confería un aspecto enfermizo a su cara. Lanzó un vistazo al reloj: las ocho. Ziegler no tardaría en despertarse. Como para confirmar sus sospechas, en ese momento sonó su móvil.

—¡Ya se levanta! —anunció Samira Cheung por el auricular.

—Pujol, ve a reunirte con Samira —indicó de inmediato—. Ziegler se acaba de despertar. Y quiero un tercer coche de apoyo. Ella es de la profesión y no conviene que os descubra. Simeoni, cógelo tú. No os peguéis demasiado a ella. De todas maneras, sabemos adónde va. Es preferible que la perdáis a que se entere de que la seguís.

Pujol y Simeoni salieron sin decir ni una palabra. Servaz se levantó y fue hasta la pared, donde había un gran mapa de los alrededores. Después de posar alternativamente la mirada en su cuaderno de notas y en el mapa, apoyó el índice en un punto. Sin retirar el dedo, se volvió y paseó la vista por los asistentes.

—Aquí.

* * *

Una espiral de humo se elevaba por encima de la cabaña, proveniente del tubo de estufa que salía del techo recubierto de musgo. Servaz miró en torno a sí. Las nubes entrelazaban las grises volutas de sus jirones sobre las boscosas laderas. El aire olía a humedad, a niebla, a moho y a humo. A sus pies, la cabaña se erguía en la hondonada de un pequeño valle lleno de nieve, en el centro de un claro rodeado de árboles. Un solo sendero conducía hasta allí, y tres gendarmes y un guarda de caza controlaban su acceso, escondidos. Servaz se volvió hacia Espérandieu y Maillard, que respondieron con un gesto afirmativo y, acompañados de una decena de hombres, comenzaron a bajar despacio hacia el valle.

Se detuvieron en seco. Un hombre acababa de salir de la cabaña. Se estiró saludando el flamante día, aspiró el aire, escupió en el suelo y, desde el lugar donde se encontraban, lo oyeron expulsar un pedo tan sonoro como un cuerno de pastor. Curiosamente, un pájaro cuyo canto semejaba una burlona risa le respondió en el bosque. El hombre lanzó una última ojeada en derredor antes de desaparecer dentro.

Servaz lo había reconocido de inmediato, pese a su incipiente barba.

Era Chaperon.

Llegaron al claro por la parte posterior de la cabaña. Allí, la humedad evocaba un baño turco, aunque con mucho menos calor. Servaz miró a los demás. Después de intercambiar unas mudas señales, se dividieron en dos grupos. Avanzaron despacio, con la nieve hasta las rodillas. Después se encorvaron para pasar bajo las ventanas y acercarse a la puerta. Servaz iba en cabeza del primer grupo. En el momento en que doblaba la esquina de la fachada de delante de la cabaña, la puerta se abrió bruscamente. Servaz retrocedió, con el arma en la mano. Vio que Chaperon daba tres pasos y tras desabrocharse la bragueta, orinaba voluptuosamente encima de la nieve tarareando una canción.

—Acaba de mear y pon las manos en alto, Pavarotti —le dijo Servaz a su espalda.

El alcalde emitió un juramento: se acababa de salpicar los zapatos.

* * *

Diane había pasado una noche horrenda. Se había despertado cuatro veces bañada en sudor con una sensación de opresión tan fuerte que era como si un corsé le apretara el pecho. Advirtiendo que las sábanas también estaban empapadas de sudor, se preguntó si no habría contraído algo.

Recordaba asimismo que había sufrido una pesadilla en la que estaba inmovilizada con una camisa de fuerza y atada a una cama en una de las celdas del Instituto, rodeada de una multitud de pacientes que la miraban y le tocaban la cara con sus manos humedecidas a causa de las drogas. Ella sacudía la cabeza y gritaba hasta el momento en que se abría la puerta de su celda y entraba Julian Hirtmann con una malévola sonrisa en los labios. Un segundo después ya no se encontraba en su celda, sino en un espacio más vasto, un espacio exterior. Era de noche, había un lago e incendios, y millones de grandes insectos con cabeza de pájaro que reptaban por el negro suelo y centenares de cuerpos desnudos de hombres y de mujeres que copulaban entre sí bajo la rojiza luz de las llamas. Hirtmann era uno de ellos y Diane comprendió que había sido él quien había organizado aquella gigantesca orgía. La invadió el pánico cuando se dio cuenta de que también ella estaba desnuda, en su cama, atada todavía pero sin camisa de fuerza… y se debatió hasta el momento en que se despertó.

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