Bajo el hielo (62 page)

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Authors: Bernard Minier

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: Bajo el hielo
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—¿Ella nunca estuvo en Los Rebecos?

—¡Una Lombard en Los Rebecos, estás de broma! Esa casa de colonias estaba reservada a los hijos de familias pobres que no tenían medios para pagarles unas vacaciones.

—Ya sé.

—En ese caso, ¿cómo puedes imaginar que una Lombard hubiera puesto los pies allí?

—Un suicidio más. ¿No tuviste la tentación de incluirlo en la lista?

—¿Cinco años después? La serie se había terminado hacía mucho, y Maud era una mujer, no una adolescente.

—Una pregunta más. ¿Cómo se suicidó?

Saint-Cyr hizo una pausa.

—Se cortó las venas.

Servaz quedó decepcionado: no se había ahorcado.

* * *

A las 12.30 Espérandieu recibió un mensaje en su walkie-talkie. «Comer…». Tras mirar a Chaperon tumbado en su cama, se encogió de hombros y salió. Los demás lo esperaban en la linde del bosque. Como «invitado» de la gendarmería, le dieron a elegir entre un bocadillo parisino compuesto de baguette con jamón y emmenthal, un
pan-bagnat
al estilo de Niza y un sándwich oriental con carne kebab, tomate, pimiento y lechuga.

Optó por el oriental.

* * *

Mientras subía al Cherokee, Servaz sintió que un pensamiento tomaba forma entre el magma de preguntas sin respuesta. Maud Lombard se había suicidado… El caballo de Lombard había sido el primero de la lista… ¿Y si la clave de la investigación se encontraba allí y no en la casa de colonias? El instinto le decía que aquello abría nuevas perspectivas. Había una puerta que aún no habían abierto y que llevaba escrito encima el apellido Lombard. ¿Qué había colocado a Éric Lombard entre los objetivos del justiciero? Comprendiendo que no había prestado suficiente atención a aquella cuestión, se acordó de la palidez de Vilmer cuando sugirió en su despacho la existencia de un vínculo entre los agresores sexuales y Lombard. En ese momento fue solo una ocurrencia destinada a desestabilizar al arrogante director de la policía judicial de Toulouse. Detrás de esta había, con todo, un verdadero interrogante. La presencia de Ziegler en la tumba de los Lombard lo convertía en un punto crucial: ¿cuál era la naturaleza exacta del vínculo que relacionaba a Lombard con las otras víctimas?

* * *

—Ya llega.

—Recibido.

Espérandieu se irguió de golpe. Tras soltar el botón del walkie-talkie, miró el reloj. Las 13.46. Después cogió el arma.

* * *

—Base 1 a autoridad, la tengo en la mira. Acaba de dejar la moto en la entrada del camino. Se dirige hacia ustedes. Corto.

—Aquí base 2. De acuerdo, acaba de pasar…

* * *

Un corto lapso de tiempo.

—Aquí base 3, no ha pasado delante de mí. Repito: el objetivo no ha pasado por aquí.

—Mierda, ¿dónde está? —chilló Espérandieu en el walkie-talkie—. ¿Alguno de vosotros la ve? ¡Contestad!

—Aquí base 3, no, no se la ve…

—Base 4, yo tampoco veo nada…

—Base 5, nadie a la vista…

—La hemos perdido, autoridad. Repito: ¡la hemos perdido!

* * *

¿Dónde estaba Martin, joder? Espérandieu todavía apretaba el botón del walkie-talkie cuando la puerta de la cabaña se abrió bruscamente y fue a rebotar contra la pared. Dio media vuelta, empuñando el arma… y se encontró de frente con el cañón de una pistola reglamentaria. Espérandieu tragó saliva, viendo el negro ojo que lo apuntaba.

—¿Qué hace aquí? —espetó Ziegler.

—Voy a detenerla —respondió con un tono que él mismo notó exento de convicción.

—¡Irène! ¡Baje el arma! —gritó Maillard desde fuera.

Siguió un terrible momento de incertidumbre. Después ella obedeció y depuso el arma.

—¿Ha sido esto idea de Martin?

Espérandieu percibió una profunda tristeza en sus ojos, embargado por un sentimiento de inmenso alivio.

* * *

A las 16.35, mientras un glacial crepúsculo se adueñaba de las montañas y se volvía a iniciar la danza de los copos blancos impulsados por el viento, Diane salió de su habitación para dirigirse al desierto pasillo del cuarto piso. No había el más mínimo ruido. A esa hora todo el personal se hallaba en las plantas inferiores. Ella misma debería haberse encontrado en compañía de uno de sus pacientes o en su despacho, pero había vuelto a subir discretamente hacía quince minutos. Después de haber dejado la puerta entreabierta, atenta al menor ruido, había llegado a la conclusión de que en el dormitorio no había nadie.

Lanzó una mirada a ambos lados y solo dudó una fracción de segundo antes de hacer girar la manecilla. Lisa Ferney no había cerrado con llave. Diane lo consideró un mal augurio, razonando que si esta hubiera tenido algo que ocultar habría echado la llave. La pequeña habitación, casi exacta a la suya, estaba sumida en la penumbra. Las montañas se oscurecían al otro lado de la ventana, con los flancos azotados por una nueva tempestad. Diane accionó el interruptor y una luz apagada inundó la estancia. Igual que un viejo detective avezado en el arte de la investigación, deslizó una mano bajo el colchón, abrió el armario, la mesita de noche, miró debajo de la cama, examinó el botiquín del cuarto de baño… Como no eran muchos los escondrijos posibles, no necesitó más de diez minutos para volver a salir con las manos vacías.

26

—No la puede interrogar —advirtió D'Humiéres.

—¿Por qué? —preguntó Servaz.

—Esperamos a dos oficiales de inspección de la gendarmería. No habrá interrogatorio mientras no estén aquí. Debemos evitar cualquier paso en falso. El interrogatorio de la capitana Ziegler tendrá lugar en presencia de su jerarquía.

—Si no quiero interrogarla. ¡Solo quiero hablar con ella!

—Vamos, Martin… La respuesta es no. Hay que esperar.

—¿Y cuánto van a tardar en llegar?

Cathy d'Humières consultó el reloj.

—Deberían estar aquí dentro de dos horas, más o menos.

—Parece que Lisa va a salir esta noche.

Diane volvió la cabeza hacia la puerta de la cafetería y vio a Lisa Ferney, que se dirigía a la barra para pedir un café. La psicóloga observó que la enfermera jefe no llevaba el uniforme de trabajo. Había sustituido la bata por un abrigo blanco de cuello de piel, un largo jersey de color rosa pálido, unos tejanos y unas botas altas. Llevaba el pelo desparramado sobre la sedosa piel del abrigo y no había escatimado sombra de ojos, rímel, colorete y carmín.

—¿Sabes adónde va? —preguntó.

Alex sacudió la cabeza con una sonrisa de complicidad. Sin dedicarles ni una mirada, la enfermera jefe apuró el café y se fue. Luego la oyeron alejarse a paso vivo por los pasillos.

—Va a verse con su «hombre misterioso». —dijo.

Diane lo observó. En ese momento, tenía el aspecto de un chico travieso que se dispusiera a revelar un gran secreto a su mejor amigo.

—¿Qué?

—Todo el mundo sabe que Lisa tiene un amante en Saint-Martin, pero nadie sabe quién es. Nadie lo ha visto nunca con ella. Cuando sale así, en general no vuelve hasta la mañana. Algunos han intentado pincharla con la cuestión y hacerla hablar, pero siempre los ha mandado a paseo. Lo más extraño es que nadie los ha visto nunca juntos, ni en Saint-Martin ni en ninguna parte.

—Debe de ser un hombre casado.

—En ese caso, la esposa debe de trabajar de noche.

—O tener un oficio que la obligue a desplazarse lejos de casa.

—A menos que se trate de algo más difícil de confesar aún —sugirió Alex, inclinándose sobre la mesa con aire demoníaco.

Aunque se esforzaba por adoptar una actitud de indiferencia, Diane no conseguía hacer abstracción de lo que sabía ni desprenderse de la tensión.

—¿Como qué, por ejemplo?

—Que participe en reuniones libertinas… O bien que ella sea el asesino que todo el mundo busca…

Una bola de frío se le instaló en el vientre. Cada vez le costaba más disimular la inquietud. Se le aceleró el ritmo cardiaco: Lisa Ferney estaría fuera toda la noche… Tenía que ser entonces o nunca…

—No es que sea muy práctico un abrigo blanco y un jersey rosa para ir a cargarse a la gente —trató de bromear—. Se ensuciaría demasiado, ¿no? Y además, maquillada de esa manera.

—Puede que los seduzca antes de liquidarlos. Ya sabes, como una mantis religiosa.

Parecía que Alex se divertía mucho. Diane habría preferido poner fin a aquella conversación. Tenía el estómago como un bloque de cemento.

—¿Y después cuelga a su víctima de un puente? Eso más que una mantis religiosa es Terminator.

—El problema con vosotros los suizos es vuestro sentido práctico —la provocó.

—Yo creía que te gustaba nuestro sentido del humor típicamente helvético…

Alex se echó a reír y Diane se levantó.

—Me tengo que ir —dijo.

Él inclinó la cabeza elevando la mirada hacia ella con una sonrisa un poco demasiado calurosa.

—De acuerdo. Yo también tengo trabajo. Hasta luego, espero.

* * *

A las 18.30 Servaz había bebido tanto café malo y fumado tanto que empezó a sentirse francamente mal. Se fue al baño a lavarse la cara con agua fría y estuvo a punto de vomitar en la taza del váter. Después las náuseas cedieron sin desaparecer del todo.

—Pero ¿qué coño están haciendo? —preguntó a su regreso a la pequeña sala de espera provista de asientos de plástico donde aguardaban los miembros de la brigada.

* * *

Diane cerró la puerta tras de sí y se apoyó en ella con el pulso acelerado.

La habitación estaba bañada con la misma claridad gris azulada que el despacho de Xavier la noche anterior.

Había un perfume mareante, que reconoció: Lolita Lempicka. En la lisa superficie del escritorio, un frasco captaba la pálida luz llegada de la ventana.

¿Por dónde empezar?

Había archivadores metálicos, como en la oficina de Xavier, pero el instinto le dictó que era mejor concentrarse en el escritorio.

Ningún cajón estaba cerrado con llave. Encendió la lámpara para examinar su contenido y descubrió un objeto muy curioso colocado encima de una carpeta: una salamandra de oro amarillo con rubíes, zafiros y esmeraldas incrustados. Viéndola puesta allí a la vista de todos para servir de pisapapeles y en vista de su tamaño, Diane dedujo que tenía que tratarse de piedras preciosas falsas y chapado. A continuación volcó su atención en los cajones. Abrió varias carpetas de distintos colores. Todos los papeles estaban relacionados con el trabajo de la enfermera jefe en el Instituto: notas, facturas, informes de entrevistas, relaciones de tratamientos… Nada desentonaba, al menos hasta que llegó al tercer cajón.

Allí había una carpeta de cartón, en el fondo…

Diane la sacó y la abrió. Había recortes de prensa, y todos hacían alusión a los asesinatos cometidos en el valle. Lisa Ferney había coleccionado cuidadosamente todas las informaciones relacionadas con estos.

¿Por simple curiosidad… o por algo más?

El viento mugió bajo la puerta y, durante un instante, Diane interrumpió sus pesquisas. Percatándose de la tempestad que arreciaba afuera, la recorrió un escalofrío. Luego reanudó su labor.

En los archivadores metálicos halló colgados los mismos historiales que en los de Xavier. Mientras los trasladaba hasta el cerco de la luz y los examinaba uno por uno, se dijo que perdía el tiempo, que no encontraría nada porque no había nada que encontrar. ¿Quién sería tan loco o tan idiota como para dejar en su escritorio vestigios de sus crímenes?

Mientras consultaba los papeles, su mirada se volvió a detener en la joya, la salamandra que centelleaba en la aureola de la lámpara… Aunque no era una especialista, consideró que era una imitación muy lograda.

Siguió observando el objeto. ¿Y si fuera auténtico?

Suponiendo que lo fuera, ¿qué podía inferir con respecto a la enfermera jefe? Por una parte, que su poder y su autoridad eran tales en aquel centro que sabía que nadie se atrevería a entrar en su despacho a espaldas suyas. Por otra, que su amante era un hombre rico, porque si aquella joya era auténtica, valía una pequeña fortuna.

Meditando sobre ambos aspectos, Diane intuyó que eran relevantes.

* * *

Los dos representantes de la inspección de la gendarmería iban vestidos de civil y con sus caras inexpresivas parecían casi muñecos de cera. Después de saludar a Cathy d'Humières y a Confiant con un breve y formal apretón de manos, pidieron interrogar a la capitana Ziegler con prioridad y a solas. Servaz iba a protestar, pero la fiscal se le adelantó accediendo de inmediato a su petición. Transcurrió media hora antes de que la puerta de la habitación donde estaba encerrada Ziegler se volviera a abrir.

—Ahora me toca a mí interrogar a la capitana Ziegler a solas —intervino Servaz en cuanto salieron—. No voy a tardar mucho. Después cotejaremos nuestros puntos de vista.

Cathy d'Humières se volvió hacia él y se disponía a decir algo cuando se cruzaron sus miradas. Ella se calló, pero una de las dos estatuas de cera cobró vida.

—Un representante de la gendarmería no tiene por qué ser interrogado por un…

La fiscal levantó la mano para interrumpirlo.

—Ustedes ya han dispuesto de su turno, ¿no? Tiene diez minutos, Martin, ni uno más. Después, el interrogatorio proseguirá en presencia de todos.

Empujó la puerta. La gendarme estaba sola en un pequeño despacho, con el perfil de la cara iluminado por una lámpara. Como la última vez en que ambos se habían encontrado en aquella habitación, los copos de nieve caían tras los estores de la ventana, bajo la luz de las farolas. Fuera era de noche. Se sentó y la miró. Con su pelo rubio, su traje de cuero oscuro lleno de cremalleras, de aros y protecciones que realzaban los hombros y las rodillas, parecía una heroína de ciencia-ficción.

—¿Estás bien?

Ella inclinó la cabeza, apretando los labios.

—Yo no creo que tú seas culpable —anunció Servaz de entrada, con convicción.

Ella lo miró con más intensidad, pero no dijo nada. Servaz aguardó unos segundos antes de continuar. No sabía por dónde empezar.

—No fuiste tú quien mató a Grimm y a Perrault. Sin embargo, todas las apariencias están en tu contra. ¿Eres consciente de ello?

Ziegler volvió a asentir con la cabeza.

Servaz pasó a enumerar los hechos: había mentido —u ocultado la verdad— en lo tocante a la casa de colonias y a los suicidios, había omitido decir que sabía donde se escondía Chaperon…

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