Bajo el hielo (70 page)

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Authors: Bernard Minier

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: Bajo el hielo
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—Que os den por saco a todos —dijo tan solo.

* * *

El calor del fuego les quemaba la cara. Las llamas que ocupaban el centro de la habitación habían ennegrecido ya el elevado techo. El ambiente se estaba volviendo irrespirable.

—¡Pujol y Simeoni, llevadlo al furgón! —indicó Ziegler, señalando la escalera.

Luego se volvió hacia Servaz, que contemplaba el estrado en llamas. Aunque el fuego devoraba ya el cuerpo que yacía en el ataúd, alcanzaron a entrever el juvenil rostro enmarcado por una larga cabellera rubia.

—¡Virgen santa! —musitó Ziegler.

—Yo vi su tumba en el cementerio —señaló Servaz.

—Pues debe de estar vacía. ¿Cómo han conseguido conservarla durante tanto tiempo? ¿Embalsamándola?

—No, eso no habría bastado. Lombard tiene dinero y existen otras técnicas más perfeccionadas.

Servaz observaba el joven y angelical semblante transformado en un amasijo de carne quemada, de huesos y de silicona fundida. La impresión era la de algo absolutamente irreal.

—¿Dónde está Lombard? —preguntó Ziegler.

Sustrayéndose al aturdimiento provocado por el espectáculo de las llamas que devoraban el ataúd, Servaz señaló con la barbilla la puertecilla que había abierta en el otro extremo de la sala. Después de rodear la estancia pegados a la pared circular para huir del calor, salieron por ella.

Daba a otra escalera que subía a la superficie, más estrecha y menos lujosa que la anterior, de piedra gris, plagada de negras manchas de humedad.

Fueron a parar a la parte posterior de la mansión. A la nocturna tempestad de viento y nieve.

Ziegler se detuvo y aguzó el oído. Solo se oía el sonido del viento. La luna llena asomaba y desaparecía alternativamente detrás de las nubes. Servaz escrutó las cambiantes sombras del bosque.

—Allí —dijo Ziegler.

El triple surco de una motonieve en el claro de luna seguía un sendero que abría una brecha entre los árboles. El techo de nubes se cerró y los surcos se volvieron invisibles.

—Demasiado tarde. Ha huido —constató Servaz.

—Yo sé adónde conduce esta pista. Hay un circo glaciar a dos kilómetros de aquí. La pista va hasta allí y después sube por la montaña, pasa por un collado y baja a otro valle. Allí hay una carretera que comunica con España.

—Pujol y Simeoni pueden dirigirse allí.

—¡Tendrán que dar un rodeo de cincuenta kilómetros y Lombard llegará antes que ellos! ¡Seguramente tiene un coche esperándolo al otro lado!

Se encaminó a una caseta adosada al bosque, de donde partían las huellas de la motonieve. Abrió la puerta y encendió el interruptor. Dentro había dos motonieves más, un tablero de llaves, esquís, botas, cascos y unos monos de anorak colgados de la pared cuyas bandas reflectantes amarillas brillaban con la luz.

—¡Jesús! —exclamó Ziegler—. ¡Tengo curiosidad por saber de qué clase de licencia dispone!

—¿Cómo?

—El uso de estos artefactos está sometido a una estricta reglamentación —explicó al tiempo que descolgaba uno de los monos.

Servaz tragó saliva viendo cómo se lo enfundaba.

—¿Qué haces?

—¡Ponte esto!

Le señalaba otro traje para el frío y un par de botas. Servaz titubeó. Debía de haber otra manera… Montar controles de carretera, por ejemplo. Pero todas las fuerzas del orden estaban movilizadas en el Instituto. Una vez del otro lado de la frontera, Lombard tendría sin duda previsto un plan. Después de rebuscar en el tablero de llaves, Irene puso en marcha uno de los alargados vehículos y lo condujo al exterior. Encendió los faros y luego volvió adentro para coger dos cascos y dos pares de guantes. Servaz se debatía con aquel mono demasiado grande que, sumado al chaleco antibalas, acababa de entorpecerle los movimientos.

—Ponte esto y sube —le indicó ella por encima del ruido del motor de cuatro tiempos.

No bien se hubo colocado aquel casco rojo y blanco, experimentó una sensación de ahogo. Se subió la capucha del anorak encima y salió. Las botas le conferían un andar de astronauta… o de pingüino.

Fuera, la tormenta había amainado un poco. El viento se había calmado y los copos de nieve eran menos abundantes en el túnel de luz que practicaba el faro de la motonieve. Servaz apretó el botón del walkie-talkie.

—¿Vincent? ¿Cómo está Samira?

—Bien, pero el otro tipo está mal. Las ambulancias llegarán dentro de cinco minutos. ¿Y vosotros?

—¡No tengo tiempo de explicártelo! Quédate con ella.

Cortó la comunicación, se bajó la visera del casco y se montó sin gracia en el asiento de detrás de Ziegler. Luego apoyó los riñones en el respaldo. Ella arrancó de inmediato. En el haz de luz, los copos se precipitaron hacia ellos cual estrellas fugaces. Los troncos, revestidos de blanco de un solo lado, comenzaron a desfilar a gran velocidad. La máquina se deslizaba con facilidad sobre el camino de tierra apisonada, produciendo con el contacto de la nieve un silbido que se combinaba con el potente rugido del motor. Las nubes se abrieron una vez más y entonces con el claro de luna vio, a través del casco, las montañas cercanas recortadas por encima de los árboles.

* * *

—Ya sé qué está pensando, Diane.

La voz ronca y profunda la sacó bruscamente de su ensimismamiento.

—Se pregunta de qué manera la voy a matar y busca desesperadamente una salida. Acecha el momento en que cometa un error. Lamento decirle que no voy a cometer ninguno y que, por consiguiente, va a morir, en efecto, esta noche.

Oyéndolo, sintió que un inmenso frío se abatía sobre ella, extendiéndose de la cabeza al estómago y después a las piernas. Por un instante creyó que se iba a desmayar. Quiso tragar saliva, pero una dolorosa bola le obstruía la garganta.

—O puede que no… Puede que le perdone la vida, después de todo. No me gusta que me manipulen. Élisabeth Ferney podría arrepentirse de haberme utilizado. Ella, que siempre quiere tener la última palabra, se podría llevar una cruel decepción esta vez. Matándola me privaría de esta pequeña victoria. Quizás en eso resida una posibilidad para usted, Diane. En realidad, aún no he tomado una decisión.

Mentía… Ya lo había decidido. Toda su experiencia de psicóloga se lo gritaba a voces. Se trataba tan solo de juegos macabros, de un ardid: conceder un ápice de esperanza a la víctima para luego retirársela, para dejarla devastada. Sí, eso era, otro placer perverso más. El terror, la esperanza insensata… y después, en el último momento, la decepción y la desesperación absoluta.

Hirtmann calló de repente para prestar oído a los mensajes que brotaban de la radio. Diane trató de escuchar también, pero con su caótico estado de ánimo fue incapaz de concentrarse en las llamadas.

—Parece que nuestros amigos gendarmes tienen mucho que hacer allá arriba —comentó—. Están un poco desbordados.

Diane observó el paisaje que se sucedía del otro lado de la ventanilla. Pese a que la carretera estaba blanca, circulaban a bastante velocidad; el vehículo debía de estar equipado con neumáticos para nieve. Nada quebraba la inmaculada blancura con excepción de los oscuros troncos de los árboles y alguna roca gris que afloraba aquí y allá. Al fondo, entre las altas montañas que se erguían en el cielo nocturno, Diane percibió una brecha justo al frente. Tal vez sería por allí por donde pasaba la carretera.

Lo miró una vez más. Observó al hombre que la iba a matar. En su cabeza tomó cuerpo un pensamiento, nítido como una estalactita de hielo bajo la luz de la luna. Había mentido al decir que no cometería ningún error. Lo que quería era convencerla de ello, para que no se hiciera ilusiones y se pusiera en sus manos, con la esperanza de que le perdonara la vida.

Se equivocaba. No era eso lo que ella pensaba hacer…

* * *

Salieron del bosque, flanqueados por dos ventisqueros helados. Divisando la entrada del circo, una garganta de ciclópeas dimensiones, volvió a pensar en aquella arquitectura de gigantes que había descubierto a su llegada. Allí todo era desmesurado: los paisajes, las pasiones, los crímenes… De repente, la tormenta recobró vigor. Se encontraron rodeados de copos de nieve. Ziegler se aferraba al manillar, encorvada frente al viento detrás de la irrisoria pantalla de plexiglás. Servaz se encogía para aprovechar la escasa protección que le ofrecía su compañera. El gélido viento atravesaba la ropa; solo el chaleco antibalas contenía un poco el frío. Por momentos, el vehículo rebotaba a derecha e izquierda contra los ventisqueros a la manera de un trineo articulado y en más de una ocasión pensó que iban a volcar.

Pronto, a pesar de las ráfagas de viento, vio que se aproximaban al inmenso anfiteatro escalonado, lleno de estrías provocadas por los desprendimientos y de ríos de hielo. Las cascadas de agua, congeladas, se habían transformado en altos cirios blancos pegados a la pared, que a aquella distancia semejaban los regueros de cera prendidos a una vela. Cuando la luna llena asomó entre las nubes, iluminó un paraje de sobrecogedora belleza en el que reinaba un compás de espera, una sensación de tiempo suspendido.

—¡Ya lo veo! —gritó.

La alargada forma de la motonieve ascendía por el otro lado del circo. Servaz creyó distinguir el vago trazado de un sendero que se dirigía a una gran falla abierta entre las paredes rocosas. La moto se encontraba ya en mitad de la pendiente. De improviso, las nubes dejaron una gran brecha en el cielo y la luna volvió a salir, como si flotara en medio de un negro estanque invertido. Su lechosa claridad nocturna inundó el circo, perfilando cada detalle de la roca y del hielo. Servaz levantó la vista. La silueta acababa de desaparecer en la sombra del farallón; volvió a surgir del otro lado, al claro de luna. La silueta se inclinó hacia delante y se aferró a la potente máquina que mordía sin dificultades la cuesta.

Una vez franqueada la falla, volvieron a hallarse en medio de abetos. Lombard había desaparecido. La pista seguía subiendo en zigzag por el bosque y el viento se animaba con repentinas rachas, levantando una cegadora cortina gris y blanca que no alcanzaba a penetrar el haz de luz del faro. Servaz tenía la impresión de que un dios furibundo les escupía su gélido aliento en la cara. Aunque temblaba bajo el anorak, también notaba que le corría un hilillo de sudor entre los omóplatos.

—¿Dónde está? —gritó Ziegler delante de él—. ¡Mierda! ¿Dónde se ha metido?

Adivinó el nerviosismo que la poseía, con todos los músculos tensos para controlar el vehículo, y también la rabia. Lombard había estado a punto de mandarla a la cárcel en su lugar; se había aprovechado de ellos. Durante un fugitivo instante, Servaz se preguntó si Irène conservaba intacta la lucidez, si no iba a precipitarse junto con él en una trampa mortal.

Después el bosque se aclaró. Franquearon un collado e iniciaron el descenso por la otra vertiente. La tormenta se calmó de repente y las montañas aparecieron a su alrededor, como un ejército de gigantes que acudieran a presenciar un duelo nocturno. Y de pronto, lo vieron. Un centenar de metros más abajo. Había abandonado la pista y dejado la motonieve. Plegado en dos, tendía las manos hacia el suelo.

—¡Tiene una plancha de
snowboard
! —vociferó Ziegler—. ¡El muy cabrón se nos va a escapar de las manos!

Servaz vio que Lombard se encontraba en lo alto de una pendiente muy abrupta sembrada de grandes rocas y se acordó de todos los artículos que elogiaban sus hazañas deportivas. Se preguntó si la motonieve sería capaz de seguir por allí y enseguida se dijo que, de ser así, Lombard no habría prescindido de la suya. Para entonces Ziegler bajaba por el camino no a toda pastilla. Cuando dio un giro siguiendo el rastro dejado por el artefacto de Lombard, Servaz pensó por un instante que iban a saltar por los aires. Vio que el empresario giraba rápidamente la cabeza y levantaba un brazo hacia ellos.

—¡Cuidado! ¡Tiene un arma!

No habría sabido decir exactamente qué maniobra había efectuado Ziegler, pero el caso fue que su moto quedó bruscamente de través y él cayó de bruces sobre la nieve. Delante de ellos brotó un fogonazo, seguido del estruendo de un disparo. El ruido rebotó contra la montaña, amplificado por el eco. Luego hubo otra detonación y otra más… Los disparos y el eco producían un ensordecedor retumbo. Luego los tiros cesaron. Servaz aguardó, con el pulso alterado, recubierto de nieve. Ziegler estaba acostada a su lado. Había sacado el arma, pero por una misteriosa razón había decidido no utilizarla. El eco aún no se había apagado del todo cuando otra clase de ruido pareció solaparse a él, una especie de enorme crujido…

Era un ruido desconocido que Servaz no alcanzaba a identificar…

Todavía tumbado en la nieve, sintió que el suelo vibraba bajo su vientre. Por un momento, pensó que se estaba mareando. Nunca había oído ni sentido nada parecido a aquello.

Al crujido le sucedió un ruido más ronco, más profundo, más amplio y más sordo, de misteriosa naturaleza también.

El grave gruñido se amplificó… como si él se hallara acostado encima de unos raíles y se acercara un tren; no, un tren no, varios a la vez.

Cuando se incorporó, vio que Lombard elevaba la vista hacia la montaña, inmóvil, como paralizado.

De repente comprendió.

Siguió el curso de la aterrorizada mirada que Ziegler tendió hacia lo alto de la pendiente, por la derecha. Entonces ella lo agarró del brazo para levantarlo.

—¡Rápido! ¡Hay que correr! ¡¡¡Rápido!!!

Lo arrastró hacia el sendero, hundiéndose en la nieve hasta las rodillas. Él la siguió, lastrado por el mono y las botas. Se detuvo un instante para mirar a Lombard a través de la visera del casco. Este había parado de tirar y forcejeaba con las fijaciones de la plancha de
snowboard
. Servaz lo vio lanzar una inquieta ojeada hacia la cuesta. Cuando él mismo dirigió la mirada hacia allí, sintió como si un puño le retorciera las entrañas. Allá arriba, en el claro de luna, una placa entera del glaciar se movía como un gigante dormido que despierta. Presa de un miedo cerval, Servaz se apuró y fue dando saltos mientras agitaba los brazos para ir más deprisa, sin perder de vista el glaciar.

Una gigantesca nube se elevó y comenzó a bajar la montaña entre los pinos. «No hay nada que hacer —pensó—. ¡Se acabó!». Trató de acelerar, dejando ya de mirar lo que ocurría más arriba. La enorme ola se abalanzó sobre ellos unos segundos después. Se vio levantado del suelo, proyectado y revolcado como una brizna de paja. Emitió un débil grito, que enseguida sofocó la nieve. Luego fue como si rodara en el tambor de una lavadora. Abrió la boca, tosió a causa de la nieve, hipó, agitó los brazos y las piernas. Se asfixiaba. Se ahogaba. Cruzó la mirada de Irène que, un poco más allá, boca abajo, lo observaba con una expresión de puro horror en la cara. Después desapareció de su campo de visión, mientras él seguía dando tumbos.

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