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Authors: Bernard Minier

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

Bajo el hielo (72 page)

BOOK: Bajo el hielo
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Lo había expresado correctamente, con un tono irónico que demostraba confianza en sí mismo. No era una persona fácil de desestabilizar.

—Es una menor, ¿no? —comentó Servaz.

Aquella vez su vecino dejó de sonreír y se le endureció el semblante.

—¿Y eso qué le importa a usted?

—No ha respondido a mi pregunta.

—¡No sé quién es usted, pero se va a largar ahora mismo de aquí!

—Yo soy el padre.

—¿Cómo?

—Soy el padre de Margot.

—¿Es el poli? —preguntó, incrédulo, el amante de su hija.

A Servaz la pregunta le sentó como una patada.

—¿Así es como me llama?

—No, así es como lo llamo yo —respondió el hombre—. Margot dice «papá». Lo quiere mucho.

—¿Y su mujer, qué piensa? —atacó Servaz sin dejarse ablandar.

El hombre recuperó al instante la frialdad.

—No es asunto suyo —replicó.

—¿Ha hablado de ello con Margot?

Advirtió con satisfacción que había conseguido irritarlo.

—Oiga, por más padre que sea, esto no es de su incumbencia. Evidentemente que se lo he explicado todo a Margot. A ella le da igual. Ahora le pido que se vaya.

—Y si no tengo ganas, ¿qué va a hacer? ¿Llamar a la policía?

—No debería tomarse esas libertades conmigo —apuntó el hombre en voz baja y tono amenazador.

—¿Ah, no? ¿Y si fuera a ver a su mujer para hablarle de este tema?

—¿Por qué hace esto? —preguntó el amante de su hija.

Servaz observó, con asombro, que más que asustado parecía perplejo. Dudó un momento antes de responder.

—No me gusta la idea de que mi hija de diecisiete años sirva de juguete para adultos, con un tipo de su edad que nada tiene que hacer con ella.

—¿Y usted qué sabe?

—¿Se divorciaría por una chica de diecisiete años?

—No sea ridículo.

—¿Ridículo? ¿Usted no encuentra ridículo a un individuo de su edad que se folla a una niña? ¿Acaso no hay en eso algo profundamente patético?

—Ya me he cansado de este interrogatorio —contestó el hombre—. Ya basta. Pare con sus procedimientos de poli.

—¿Qué acaba de decir? —Lo que ha oído.

—Es una menor, puedo trincarlo.

—¡Bobadas! La mayoría sexual está fijada en quince años en este país. Y es usted el que podría tener graves problemas si sigue por este camino.

—¿Ah, sí? —replicó Servaz con sarcasmo.

—Soy abogado —anunció el hombre.

«Mierda» pensó Servaz. Solo faltaba eso.

—Sí —confirmó el amante de su hija—, inscrito en el colegio de abogados de Toulouse. Margot temía que usted descubriera nuestra… relación. Ella siente mucho aprecio por usted, claro está, pero en ciertos aspectos lo encuentra un poco… anticuado…

Servaz guardó silencio, tendiendo la vista al frente.

—Bajo su apariencia de rebeldía, Margot es una chica formidable, inteligente e independiente, y mucho más madura de lo que usted parece pensar. Ahora bien, usted tiene razón: no tengo intención de abandonar mi familia por ella. Margot lo sabe perfectamente. Por otra parte, por su lado, ella a veces sale también con jóvenes de su edad.

A Servaz le dieron ganas de ordenarle que se callara.

—¿Hace mucho que dura esto? —preguntó con una voz que él mismo encontró extraña.

—Diez meses. Nos conocimos en una cola de cine, y fue ella la que dio primer paso, por si lo quiere saber.

«Entonces tenía dieciséis años cuando empezó…». La sangre le zumbaba en los oídos, creándole la impresión de que la voz del hombre quedaba ahogada por el tumulto de un millar de abejas.

—Comprendo su inquietud —dijo el abogado—, pero es infundada. Margot es un chica sana, equilibrada, satisfecha… y capaz de tomar decisiones por sí misma.

—¿Satisfecha? —alcanzó a reaccionar—. ¿No la ha visto estos últimos tiempos, con esa… tristeza? ¿Es por usted?

El hombre le sostuvo la mirada, incómodo.

—No —repuso—, es por usted. Lo siente perdido, desamparado, solitario. Percibe que la soledad lo está minando, que querría que ella pasara más tiempo con usted, que su trabajo lo consume, que echa de menos a su madre, y eso le parte el corazón. Se lo repito: Margot lo quiere muchísimo.

Se produjo una pausa de silencio y cuando Servaz tomó la palabra, lo hizo con gran frialdad.

—Un bonito alegato —dijo—, pero deberías guardarte esos camelos para los juzgados. Conmigo pierdes el tiempo. —De reojo, advirtió con satisfacción que al hombre le había irritado el tuteo—. Ahora escúchame bien. Tú eres abogado, tienes una reputación y sin ella eres hombre muerto. El hecho de que mi hija sea sexualmente mayor desde el punto de vista legal no cambia absolutamente nada. Si mañana empieza a correr el rumor de que follas con muchachitas, se habrá acabado tu carrera. Perderás los clientes, uno detrás de otro. Y puede que tu mujer cierre los ojos ante tus aventuras, pero seguro que estará menos dispuesta a hacerlo cuando el dinero deje de entrar en la cuenta, créeme. O sea que le vas a decir a Margot que lo vuestro ha terminado, de una manera correcta. Le contarás lo que te parezca, que para eso tienes mucha labia, pero no quiero volver a oír hablar de ti. De hecho, he grabado esta conversación, con excepción del final, por si acaso. Que pases un buen día.

Se levantó y se alejó sonriendo, sin siquiera cerciorarse del efecto de sus palabras. Sabía ya cuál era. Después pensó en el dolor que sentiría Margot y experimentó un breve acceso de remordimientos.

* * *

El día de Navidad, Servaz se levantó temprano. Bajó sin hacer ruido a la planta baja. Se sentía pletórico de energía. No obstante, se había quedado hasta la madrugada charlando con Margot, después de que se hubieran ido a acostar todos: el padre y la hija en aquel salón que no era el suyo, sentados en la punta del sofá, cerca del árbol de Navidad.

Al llegar al final de la escalera, dirigió la mirada al termómetro que registraba la temperatura interior y exterior. Hacía un grado bajo cero fuera y quince dentro. Sus anfitriones habían bajado la calefacción durante la noche y hasta se notaba el frío en la casa.

Servaz se quedó quieto unos segundos escuchando el silencio de la casa. Los imaginó bajo las mantas: Vincent y Charlène, Mégan, Margot… Aquella era la primera vez desde hacía mucho que se despertaba en una casa ajena una mañana de Navidad. La persistente sensación de extrañeza que aquello le producía no era desagradable, sin embargo, sino más bien al contrario. Bajo un mismo techo dormían su ayudante y mejor amigo, una mujer que le inspiraba un violento deseo y su propia hija. Lo más raro era que aceptaba la situación tal como se presentaba. Cuando había dicho a Espérandieu que iba a pasar la noche de Navidad con su hija, este se había apresurado a invitarlos. Servaz se dispuso a rehusar, pero él mismo se llevó una sorpresa aceptando.

—¡Si ni siquiera los conozco! —había protestado Margot en el coche—. ¡Me habías dicho que íbamos a estar los dos solos, no que íbamos a pasar una velada entre policías!

Margot, no obstante, se había llevado muy bien con Charlène, Mégan y sobre todo con Vincent. En un momento dado, bastante achispada ya, había incluso levantado una botella de champán exclamando: «¡Nunca habría pensado que un madero pudiera ser tan simpático!». Aquella era la primera vez que Servaz veía borracha a su hija. A Vincent, casi tan ebrio como ella, le había dado un ataque de risa, tendido en la alfombra al lado del sofá. Servaz, por su parte, se había sentido incómodo al principio por la presencia de Charlène, sin poder dejar de evocar el gesto que había tenido en la galería. Gracias al alcohol y al ambiente reinante, al final había acabado por relajarse.

Se dirigía descalzo a la cocina cuando topó con un objeto que comenzó a emitir intermitentes luces y estridentes sonidos. Era un robot japonés, o chino. Se preguntó si en aquel momento no habría más productos chinos que franceses en circulación en ese país. Luego, una forma negra surgió del salón y se precipitó hacia él. Servaz se inclinó para acariciar vigorosamente el lomo del perro que Espérandieu había atropellado en la carretera de la discoteca, salvado
in extremis
por un veterinario al que había sacado de la cama a las tres de la mañana. Como el animal resultó ser muy dulce y afectuoso, Espérandieu había decidido quedárselo. En recuerdo de aquella glacial noche de angustia, le había puesto el nombre de
Sombra
.

—Hola, amigo —lo saludó—, y feliz Navidad. Quién sabe dónde estarías en este momento si no hubieras tenido la buena idea de cruzar esa carretera, ¿eh?

Sombra
le respondió con unos cuantos ladridos aprobadores, golpeándole las piernas con la negra cola, mientras se quedaba quieto en la entrada de la cocina. Al contrario de lo que había creído, no era el primero en haberse levantado: Charlène Espérandieu estaba ya de pie. Había puesto en marcha el hervidor de agua y la cafetera y, de espaldas a él, introducía rebanadas de pan en la tostadora. La contempló un instante, con la larga melena pelirroja desparramada sobre el batín. Se disponía a dar media vuelta, con un nudo en la garganta, cuando ella se volvió hacia él, con una mano posada en su prominente vientre.

—Buenos días, Martin.

Un coche pasó muy despacio por la calle, al otro lado de la ventana. En el borde del techo, una guirnalda parpadeaba tal como debía haberlo estado haciendo durante toda la noche. «Una auténtica noche de Navidad», se dijo. Dio un paso hacia delante y pisó un peluche, que lanzó un chillido bajo su pie. Riendo, Charlène se encorvó para recogerlo. Después se irguió, lo atrajo hacia sí con una mano apoyada en su nuca y lo besó en la boca. Servaz notó que se le subían los colores. ¿Qué ocurriría si llegaba alguien? Al mismo tiempo, sintió el deseo que se despertaba de manera instantánea, a pesar del redondo vientre que los separaba. No era la primera vez que besaba a una mujer embarazada, pero sí la primera que lo hacía con una mujer embarazada de otro.

—Charlène, yo…

—Shh… No digas nada. ¿Has dormido bien?

—Muy bien. Eh… ¿puedo tomar un café?

Después de acariciarle afectuosamente la mejilla, se dirigió a la máquina.

—Charlène…

—No digas nada, Martin. Ya hablaremos en otro momento. Ahora es Navidad.

Cogió la taza de café y lo engulló sin darse cuenta siquiera, con el pensamiento en otra parte. Tenía la boca pastosa. De lamentó no haberse lavado los dientes antes de bajar. Cuando se volvió, ella había desaparecido. Servaz se apoyó contra la encimera con la impresión de tener unas termitas que le roían el estómago. También sentía en los huesos y en los músculos las consecuencias de su expedición en la montaña. Aquella era la Navidad más extraña que había vivido nunca, y también la más terrorífica. No se le había olvidado que Hirtmann estaba libre en algún lugar. ¿Habría abandonado la región? ¿Se encontraba a miles de kilómetros o bien merodeaba por la zona? Servaz no paraba de pensar en él, y también en Lombard. Al final habían encontrado su cadáver, congelado. Le daban escalofríos cada vez que lo pensaba. Debía de haber sido una agonía horrible… que por muy poco no sufrió también él.

A menudo se acordaba de aquel helado y sangriento paréntesis que había representado la investigación. Era algo tan irreal, que quedaba ya tan lejos… Servaz pensó que en aquella historia había detalles para los que probablemente no hallarían nunca explicación, como esas iniciales «C-G» de los anillos. ¿A qué debían de corresponder? ¿Cuándo debía de haberse iniciado la nutrida serie de delitos del cuarteto? ¿Cuál de ellos habría sido el instigador de los otros, el cabecilla? Aquellas preguntas iban a quedar para siempre sin respuesta. Chaperon se había atrincherado en su mutismo. Encarcelado a la espera de ser juzgado, no había confesado nada. Después, Servaz pensó otra cosa: dentro de unos días cumpliría cuarenta años. Había nacido un 31 de diciembre, a las doce en punto, según aseguraba su madre, que explicaba que había oído descorchar las botellas de champán en la habitación de al lado en el momento en que él daba su primer grito.

La idea le produjo el efecto de una bofetada. Iba a cumplir cuarenta años… ¿Qué iba a hacer con su vida?

* * *

—En el fondo, fuiste tú el que realizó el descubrimiento más importante de esta investigación —afirmó, perentorio, Kleim162, el día de San Esteban—. No fue tu comandante, ¿cómo se llama?

Kleim162 había ido a pasar las fiestas de fin de año en la zona del Suroeste y había llegado a Toulouse el día anterior con el tren de alta velocidad proveniente de París.

—Servaz.

—Bueno, puede que ese señor que cita proverbios latinos para hacerse el interesante sea el rey de los investigadores, pero eso no quita que tú le ganaste la mano.

—Tampoco hay que exagerar. Tuve suerte, y Martin hizo un trabajo extraordinario.

—¿Y qué tendencias sexuales tiene ese Dios encarnado?

—Heterosexual al ciento cincuenta por ciento.

—Lástima.

Kleim162 sacó las piernas de debajo de las sábanas y se sentó al borde de la cama. Estaba desnudo. Vincent Espérandieu aprovechó para admirar su espalda ancha y musculosa mientras fumaba un cigarrillo, con un brazo detrás de la nuca, recostado contra las almohadas. Una tenue película de sudor brillaba en su pecho. Cuando Kleim162 se levantó para encaminarse al cuarto de baño, el policía deslizó la mirada hacia las nalgas del periodista. Detrás de los estores, nevaba, por fin, ese 26 de diciembre.

—¿No estarás un poco enamorado de él? —planteó Kleim162 por la puerta abierta del cuarto de baño.

—La que lo está es mi mujer.

—¿Cómo? ¿Se acuestan juntos? —inquirió el periodista, asomando la cabeza.

—Todavía no —respondió Vincent, exhalando el humo en dirección al techo.

—Pero yo creía que estaba embarazada. Y que él iba a ser el futuro padrino.

—Exacto.

Kleim162 lo observó con estupefacción.

—¿Y no estás celoso?

Espérandieu esbozó una gran sonrisa, elevando la vista hacia el techo. El joven periodista sacudió la cabeza, escandalizado, antes de volver a desaparecer en el cuarto de baño. Espérandieu se colocó los cascos y la maravillosa voz ronca de Mark Lanegan respondió a los diáfanos murmullos de Isobel Campbell, cantando
The False Husband
.

* * *

Una hermosa mañana de abril, Servaz pasó a buscar a su hija a la casa de su exmujer. Al verla salir con su mochila y sus gafas de sol, sonrió.

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