El director se tomó unos segundos para reflexionar.
—¿Y qué relación tiene eso con el caballo de Lombard?
—Bueno —respondió Servaz tras una leve vacilación—, si partimos de la hipótesis de una venganza, hay que suponer que esas personas, las víctimas, hicieron algo muy feo —apuntó, utilizando las mismas palabras de Alexandra—, y sobre todo que lo hicieron juntos. En el caso de Lombard, al no poder atentar directamente contra él, el o los asesinos se ensañaron con su caballo.
Vilmer había palidecido de repente.
—No me diga… No me diga… que sospecha que Éric Lombard también estuvo implicado en… en una cuestión de…
—De abusos sexuales —lo ayudó Servaz, consciente de que estaba llevando un poco demasiado lejos las suposiciones. No obstante, el miedo que percibió en los ojos de su jefe le produjo el mismo efecto que un afrodisiaco—. No, por ahora no hay nada concreto, pero tiene que existir por fuerza algún vínculo entre él y los demás, un vínculo que lo ha situado entre las víctimas.
Al menos había conseguido algo: hacerle cerrar el pico a Vilmer.
* * *
Tras salir de la sede regional de la policía judicial, Servaz se dirigió al casco antiguo. No tenía ganas de ir a casa todavía; necesitaba desfogar la rabia y la tensión que le generaban los tipos como Vilmer. Caía una lluvia fina y no llevaba paraguas, pero acogía esa lluvia como una bendición. Le daba la impresión de que lo lavaba de la inmundicia en la que llevaba inmerso desde hacía varios días.
Sus pasos lo llevaron de forma maquinal a la calle del Taur y, sin darse cuenta, se encontró delante de la rutilante puerta-vidriera de Charlène's, la galería de arte que dirigía la esposa de su ayudante. La galería, estrecha y alargada, se desplegaba en dos niveles, cuyos modernos y blancos interiores resultaban visibles a través de los ventanales, ofreciendo un marcado contraste con las antiguas fachadas de ladrillo rosa de al lado. Había mucha gente dentro. Era una inauguración. Se disponía a marcharse cuando al levantar la cabeza vio a Charlène Espérandieu, que le dirigía un gesto desde el primer piso. Entró a desgana en la larga sala… con la ropa y el pelo chorreando y los zapatos empapados dejando un húmedo reguero en el suelo de madera clara, aunque sin atraer tanto las miradas como había previsto. Todas aquellas personas cultivaban la excentricidad, la modernidad y la abertura de espíritu, o al menos eso creían. En apariencia eran abiertos y modernos, pero ¿eran así en el fondo? Un conformismo se instala en el lugar de otro, concluyó. Se dirigió a la escalera de acero, deslumbrado por la intensa luz de los focos y la blancura de las paredes. Iba a poner el pie en el primer escalón cuando quedó impresionado por un inmenso cuadro expuesto en el muro del fondo.
En realidad, no se trataba de un cuadro sino de una fotografía de cuatro metros de alto.
Era una inmensa escena de crucifixión realizada con enfermizos tonos azules. Detrás de la cruz, se atisbaba un cielo de tormenta en el que bullían unos nubarrones hendidos por pálidos relámpagos. En la cruz, una mujer embarazada había sustituido al Cristo. Con la cabeza inclinada a un lado, lloraba lágrimas de sangre. De la corona de espinas también manaban gotas de una sangre rojísima que iban a parar a la azulada frente. Aparte de estar crucificada, le habían arrancado los pechos, en cuyo lugar había dos sanguinolentas heridas del mismo rojo intenso, y sus iris eran de un color blanco traslúcido y lechoso, como si los recubriera un velo de cataratas.
Servaz experimentó un instintivo rechazo. Aquella imagen era de un realismo y una violencia insoportables. ¿Qué chalado había tenido la idea de realizar aquella representación?
¿De dónde provenía aquella fascinación por la violencia?, se preguntó. Aquella avalancha de imágenes chocantes en la tele, en el cine, en los libros, ¿era una manera de conjurar el miedo? Por lo general, todos aquellos artistas solo conocían la violencia de forma indirecta y abstracta, o lo que es lo mismo, no la conocían. Si los policías confrontados a insufribles escenas de crimen, los bomberos que socorrían cada semana a las víctimas de accidentes de carretera, los magistrados que día tras día tenían conocimiento de sucesos atroces se hubieran puesto a pintar, a esculpir o a escribir, ¿quién sabe qué habrían representado, qué habrían producido? ¿Lo mismo o algo radicalmente distinto?
Los escalones de acero vibraron bajo sus pasos cuando subió al otro piso. Charlène charlaba con un hombre elegante, vestido con un traje muy caro, de pelo blanco y sedoso. Interrumpió la conversación para animarlo a acercarse con un gesto y después los presentó. Servaz creyó comprender que el hombre, un banquero, era uno de los mejores clientes de la galería.
—Bueno, voy a bajar a admirar esta bonita exposición —dijo—. Una vez más, la felicito por su gusto tan certero, querida. No sé cómo hace para descubrir cada vez artistas de tanto talento.
El hombre se alejó y Servaz se preguntó si se había fijado un instante en él. En todo caso, no dio señales de haberse percatado de su presencia. Para esa clase de hombres, él no existía. Charlène le dio un beso en la mejilla y Servaz percibió el perfume de frambuesa y de vodka en su aliento. Estaba espléndida con su vestido de embarazo rojo y una chaqueta corta de vinilo blanco; sus ojos, al igual que su collar, despedían un brillo algo excesivo.
—Por lo que se ve, está lloviendo —comentó, mirándolo con una tierna sonrisa. Abarcó la galería con un gesto—. Es raro que hayas venido. Me alegro de tenerte aquí, Martin. ¿Te gusta?
—Es un poco… perturbador —repuso.
Charlène se echó a reír.
—El artista ha adoptado el nombre de Mentopagus. El nombre de la exposición es
Crueldad
.
—En ese caso, está muy acertado —bromeó.
—Tienes muy mal aspecto, Martin.
—Perdona, no debería haber entrado así.
Ella desechó sus excusas con un ademán.
—La mejor manera de pasar inadvertido aquí es teniendo un tercer ojo en medio de la frente. Todas estas personas creen estar en la primera fila de la vanguardia, de la modernidad, del anticonformismo… Piensan que son hermosas interiormente y que son mejores que los demás.
Sorprendido por la amargura que despuntaba en su voz, miró su copa llena de cubitos. Quizá se debía al alcohol.
—El tópico del artista egocéntrico —dijo.
—Los tópicos existen precisamente porque contienen algo de verdad —contestó ella—. En realidad, creo que solo conozco a dos personas que posean una verdadera belleza interior —prosiguió como si hablara consigo misma—: Vincent y tú. Dos policías… Sin embargo, en tu caso, la llevas bien escondida…
Se quedó sorprendido por aquella confesión. No la esperaba en absoluto.
—Odio a los artistas —declaró de improviso ella con un temblor en la voz.
El gesto siguiente le causó mayor sorpresa aún. Charlène se inclinó y le dio un beso en la mejilla, pero en la comisura de la boca, esa vez. Luego rozó furtivamente los labios de Servaz con la punta de los dedos. Después de dedicarle aquel doble gesto de asombrosa contención y pasmosa intimidad, se alejó. Él oyó el repique de sus tacones en las escaleras de metal mientras bajaba.
El corazón de Servaz latía al mismo ritmo. Le daba vueltas la cabeza. Una parte del suelo estaba recubierta de un montón de grava, yeso y adoquines… y se planteó si sería una obra de arte o el material de una obra a medio acabar. Delante de él, en la pared blanca, un cuadro cuadrado presentaba el hormigueo de una multitud de pequeños personajes que componían una masa compacta y abigarrada. Eran centenares… millares tal vez. Por lo visto, la exposición
Crueldad
no había afectado al piso de arriba.
—Magistral, ¿verdad? —comentó a su lado una mujer—. Ese lado de arte pop, de cómic. ¡Como si fuera un Lichtenstein en miniatura!
Estuvo a punto de dar un brinco. Absorto en sus pensamientos, no la había visto acercarse. Hablaba como si hiciera vocalizaciones, con inflexiones de tono.
—
Quos vult perdere Jupiter prius dementat
—dijo.
La mujer lo miró sin comprender.
—Es latín: «Júpiter enloquece primero a aquellos que desea perder».
Se marchó en dirección a la escalera.
* * *
Una vez en su casa, Servaz puso en el equipo de música
La canción de la tierra
en la moderna versión de Eiji Oué con Michelle de Young y Jon Villars y pasó directamente a la conmovedora
Adiós
. Como no tenía sueño, eligió un libro en la biblioteca:
Las etiópicas de Heliodoro
.
Está aquí conmigo. Es mi hija; lleva mi nombre; toda mi vida reposa en ella. Perfecta en todos los sentidos, me procura más satisfacción de la que podía desear. ¡Qué deprisa ha alcanzado el pleno esplendor, cual vigoroso retoño de una hermosa planta! Supera en belleza a todas las demás, hasta el punto de que nadie, ni griego ni extranjero, puede dejar de mirarla.
Sentado en el sillón de la biblioteca, paró de leer y se acordó de Gaspard Ferrand, apenado padre. Sus pensamientos volvieron a girar en torno a los suicidas y a Alice como un vuelo de cuervos alrededor de un campo. Al igual que la joven Cariclea de Heliodoro, Alice concentraba todas las miradas. Había leído los testimonios de los vecinos: Alice Ferrand era una hija ideal, bella, precoz, con excelentes resultados escolares, incluido el deporte, y siempre dispuesta a hacer favores. Pero según su padre, había cambiado en los últimos tiempos. ¿Qué le había ocurrido? Luego pensó en el cuarteto Grimm-Perrault-Chaperon-Mourrenx. ¿Se habrían cruzado Alice y los otros suicidas en el camino de esos cuatro personajes? ¿En qué ocasión? ¿En las colonias? Sin embargo, dos de los siete suicidas no habían estado nunca en la casa de colonias.
De nuevo le dieron escalofríos. Tuvo la impresión de que la temperatura del piso había bajado de repente varios grados. Quiso ir a la cocina para coger una botella de agua mineral pero, de pronto, la habitación se puso a dar vueltas. Vio ondular las estanterías de libros y la luz de la lámpara le resultó destellante y venenosa.
Se dejó caer en el sillón y cerró los ojos. Cuando los volvió a abrir, el vértigo había cesado. ¿Qué tenía, por Dios?
Se levantó y se fue al cuarto de baño. Sacó las pastillas de Xavier. Le ardía la garganta. El agua fresca le sentó bien pero al cabo de medio segundo le volvió el ardor. Después de darse un masaje en los ojos, volvió al salón y salió al balcón a respirar un poco. Echando un vistazo a las luces de la ciudad, pensó que con su iluminación irreal y su ruido permanente, las ciudades modernas transforman a sus habitantes en seres insomnes por la noche y en soñolientos fantasmas cuando se hace de día.
Luego volvió a centrar el pensamiento en Alice. Repasó la habitación del piso de arriba, el mobiliario naranja y amarillo, las paredes violeta y la moqueta blanca. Las fotos y las postales, los CD y el material escolar, la ropa y los libros. «Un diario… faltaba un diario…». Servaz estaba cada vez más convencido de que era imposible que una adolescente como Alice no hubiera tenido uno.
«Tiene que haber un diario en alguna parte…».
Volvió a pensar en Gaspard Ferrand, profesor de letras, trotamundos, yogui… Lo comparó instintivamente con su padre. Profesor de letras también, de latín y de griego, un hombre brillante, reservado, excéntrico… colérico a veces.
Genus irritabile vatum
: «La raza irritable de los poetas».
Servaz sabía perfectamente que un pensamiento de esa clase iba a traer otro consigo, pero era ya demasiado tarde para contener la marea y dejó que el recuerdo lo invadiera, se apoderara de él con una precisión de pesadilla.
Los hechos. Los hechos y nada más.
Los hechos eran los siguientes: una tibia noche de julio, el pequeño Martin Servaz, de diez años, jugaba en el patio de la casa familiar cuando los faros de un coche se acercaron por la larga carretera de la derecha. La casa de los Servaz era una antigua granja aislada, situada a tres kilómetros del pueblo más cercano. Eran las diez de la noche. En medio de la placentera semioscuridad, al chirrido de los grillos del campo vecino iba a suceder bien pronto el croar de las ranas. Un sordo ruido de tormenta retumbaba en el horizonte de las montañas y en el cielo todavía pálido iban apareciendo, cada vez más nítidas, las estrellas. Después, en el silencio se oyó el imperceptible silbido de aquel coche que se acercaba por la carretera. El silbido se convirtió en ruido de motor mientras se reducía la velocidad del coche. Con los faros encarados a la casa, subió despacio la pista, sacudido por los baches. Las ruedas crujieron encima de la grava cuando franqueó la verja para frenar en el patio. Una ráfaga de viento hizo susurrar los álamos en el momento en que los dos hombres se bajaron de él. Aunque distinguió mal sus caras a causa de la oscuridad que comenzaba a abatirse sobre los árboles, oyó perfectamente la voz de uno de ellos, que le habló.
—Hola, niño. ¿Están tus padres?
En ese mismo momento se abrió la puerta de la casa y la silueta de su madre quedó enmarcada en el umbral. El hombre que había hablado se acercó entonces a su madre pidiendo disculpas por la molestia, expresándose con rapidez, mientras el segundo le posaba con gesto amistoso una mano en el hombro. Aquella mano tenía algo que disgustó de inmediato al pequeño Servaz. Era como una ínfima perturbación de la paz de aquella velada, como una sorda amenaza que solo el niño percibía, por más que el otro hombre hablara con amabilidad y viera sonreír a su madre. Al levantar la cabeza vio a su padre, con el entrecejo fruncido, en la ventana de su despacho, en el piso de arriba, allí donde corregía los exámenes de sus alumnos. Le dieron ganas de gritar a su madre que tuviera cuidado, que no los dejara entrar en la casa… pero le habían enseñado a ser educado y también a callar cuando los mayores hablaban.
—Pasen —oyó decir a su madre.
Después el hombre que tenía detrás lo había empujado con suavidad hacia delante, con unos gruesos dedos que le quemaban el hombro a través de la fina tela de la camisa, con un gesto que había encontrado más autoritario que amistoso. Todavía entonces se acordaba de que cada uno de los pasos que dieron encima de la grava resonó en su cabeza como una advertencia. Se acordaba del fuerte olor a colonia y a sudor que desprendía el hombre tras él. Se acordaba de que le había parecido que el chirrido de los grillos cobraba intensidad y sonaba también como una alarma; incluso su corazón latía como un maléfico tam-tam. En el momento en que llegaban al umbral, el hombre le puso algo encima de la boca y la nariz, un trozo de tela húmedo. En un instante un disparo de fuego le quemó la garganta y los pulmones y vio unos puntos blancos antes de precipitarse en un agujero negro.