Bajo el hielo (35 page)

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Authors: Bernard Minier

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: Bajo el hielo
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—No fueron ellos.

—¿Cómo puede estar tan seguro?

«Porque yo paso el tiempo entre las víctimas y los asesinos mientras tú permaneces sentado en tu sillón», pensó.

—No tienen el perfil. Ahora bien, si quiere cerciorarse por sí mismo, lo invito a venir hasta aquí a sumarse a nosotros.

—Vamos, cálmese, comandante. Nadie pone en duda su competencia. Dirija la investigación según su conveniencia, pero no pierda de vista que queremos saber quién mató a ese caballo.

El mensaje era muy claro: se podía asesinar a un farmacéutico y colgarlo en pelotas de un puente, pero no se podía decapitar al caballo de uno de los hombres más poderosos de Francia.

—Muy bien —dijo Servaz.

—Hasta pronto, comandante —añadió el hombre antes de colgar.

Servaz lo imaginó detrás de su escritorio, felicitándose de su ascendente sobre los pequeños subalternos de provincias, con un elegante traje y una bonita corbata, una colonia cara, redactando alguna nota de poca importancia pero llena de palabras altisonantes para luego ir alegremente a aliviar la vejiga y admirarse en el espejo antes de bajar a rehacer el mundo en el comedor en compañía de otros como él.

—Una bonita ceremonia en un hermoso lugar —comentó alguien a su lado.

Volvió la cabeza. Gabriel de Saint-Cyr le sonreía. Servaz estrechó la mano que le tendía el ex magistrado. El contacto era franco, sin remilgos ni intento de intimidación, a la imagen del hombre.

—Precisamente me decía que era un hermoso lugar para pasar la eternidad —repuso Servaz, sonriendo.

El juez jubilado asintió con la cabeza.

—Eso mismo me propongo hacer. Es probable que yo me adelante, pero si le apetece, estoy seguro de que va a ser un muerto que preste agradable compañía. Mi sitio está allá.

Saint-Cyr señaló con el dedo un rincón del cementerio. Servaz soltó una carcajada y encendió un cigarrillo.

—¿Cómo lo sabe?

—¿El qué?

—Que será una agradable compañía de los muertos.

—A mi edad y con mi experiencia, uno se forma enseguida una idea de cómo es la gente.

—¿Y no se equivoca nunca?

—Raras veces. Además, confío en el juicio de Catherine.

—¿No le preguntó de qué signo era?

Entonces fue Saint-Cyr el que se echó a reír.

—¿Del zodiaco? ¡Fue lo primero que hizo cuando nos presentaron! Mi familia tiene un panteón aquí. Hace tres años compré una concesión en el otro extremo del cementerio, lo más lejos posible.

—¿Por qué?

—Me aterrorizaba tener que soportar ciertas vecindades durante toda la eternidad.

—¿Conocía usted a Grimm? —preguntó Servaz.

—¿Qué, ha decidido recurrir a mis servicios?

—Quizá.

—Un tipo muy reservado. Debería preguntar a Chaperon —le aconsejó Saint-Cyr, señalando al alcalde que se alejaba—. Se conocían bien.

Servaz recordó las palabras de Hirtmann.

—Eso me pareció —dijo—. Grimm, Chaperon y Perrault ¿no es eso? La partida de póker del sábado por la noche…

—Sí, y Mourrenx. El mismo cuarteto desde hace cuarenta años, inseparables desde el instituto…

Servaz pensó en la foto que llevaba en el bolsillo y se la enseñó al juez.

—¿Son ellos?

Gabriel Saint-Cyr sacó unas gafas y se las colocó antes de inclinarse sobre la foto. Servaz advirtió que tenía el índice deformado por la artrosis y que temblaba cuando apuntó a los cuatro hombres. Padecía parkinson.

—Sí. Ese es Grimm… Y ese, Chaperon… —El dedo se desplazó—. Este es Perrault. —Señaló al individuo alto y delgado de densa pelambrera y grandes gafas—. Tiene una tienda de material deportivo en Saint-Martin. También es guía de alta montaña. —El dedo se trasladó a continuación hacia el coloso barbudo que tendía riendo la cantimplora hacia el objetivo con la luz otoñal—. Gilbert Mourrenx. Trabajaba en la fábrica de celulosa de Saint-Gaudens. Murió de un cáncer de estómago hace dos años.

—¿Y dice que esos cuatro eran inseparables?

—En efecto —confirmó Saint-Cyr, guardando las gafas—. Inseparables, sí… se podría definir así.

Servaz observó al juez. Había algo en su voz… El viejo juez le sostenía la mirada. Como quien no quiere la cosa, estaba transmitiéndole un mensaje.

—¿Hubo… alguna historia rara relacionada con ellos?

La mirada del jubilado tenía la misma intensidad que la de Servaz. Este retuvo la respiración.

—Más bien rumores… Y una vez, hará unos treinta años, hubo una denuncia… La presentó una familia de Saint-Martin. Era una familia modesta. El padre era obrero en la central y la madre estaba en el paro.

«La central». Servaz tenía todos los sentidos en alerta.

—¿Una denuncia contra ellos?

—Sí, por chantaje o algo por el estilo… —El anciano frunció el entrecejo, tratando de evocar los recuerdos—. Si no me falla la memoria, habían tomado fotos con una Polaroid de la hija de esa pobre gente, una muchacha de diecisiete años. En las fotos aparecía desnuda y visiblemente borracha, y en una de ellas estaba… con varios hombres, creo. Por lo visto, esos jóvenes amenazaron con hacer circular las fotos si la chica no les hacía ciertas cosas… a ellos y a sus amigos. Al final no pudo soportarlo más y lo contó todo a sus padres.

—¿Y qué ocurrió después?

—Nada. Los padres retiraron la denuncia antes de que los gendarmes pudieran ni siquiera interrogar a los cuatro jóvenes. Seguro que llegaron a un acuerdo discreto, retirar la denuncia a cambio de que cesara el chantaje. Los padres no debían de tener muchas ganas de que circularan esas fotos…

—Qué extraño —comentó Servaz—. Maillard no me ha hablado de eso.

—Es probable que nunca hubiera oído hablar de esa historia. Aún no estaba ejerciendo.

—Pero usted sí.

—Sí.

—¿Y lo creyó?

Saint-Cyr compuso una expresión dubitativa.

—Usted, que es policía, sabe tan bien como yo que todo el mundo tiene secretos, y que por lo general son poco edificantes. ¿Por qué habría mentido aquella familia?

—Para sacarles dinero a las familias de los cuatro jóvenes.

—¿Para que la reputación de su hija quedara mancillada para siempre? No. Conocía al padre porque había hecho algunas obras en mi casa por la época en que estaba en el paro. Era una persona recta, de la vieja escuela. Yo diría que no era el estilo de esa casa.

Servaz se acordó de la cabaña y de lo que había descubierto en el interior.

—Usted mismo acaba de decirlo: todo el mundo tiene algún secreto.

—Sí. —Saint-Cyr lo miró con atención—. ¿Cuál es el suyo, comandante?

Servaz le presentó su sonrisa de conejo enigmático.

—Los suicidas —prosiguió—. ¿Le dice algo eso?

Esa vez advirtió una auténtica sorpresa en los ojos del juez.

—¿Quién le ha hablado de eso?

—No me creería si se lo dijera.

—Dígalo de todas formas.

—Julian Hirtmann.

Gabriel Saint-Cyr lo escrutó un buen momento con cara de perplejidad.

—¿Habla en serio?

—Totalmente.

El viejo juez permaneció mudo una fracción de segundo.

—¿Qué hace esta noche a eso de las ocho? —preguntó.

—No tengo nada previsto.

—En ese caso, venga a cenar. Según mis invitados, soy un excelente cocinero. Vivo en el número 8 del callejón del Torrente. No tiene pérdida: es un molino que hay al final de la calle, justo antes del bosque. Hasta esta noche.

* * *

—Espero que todo vaya bien —dijo Servaz.

Chaperon se volvió, algo azorado, cuando ya tenía la mano en la puerta de su coche. Parecía tenso y preocupado. Al ver a Servaz, se ruborizó.

—¿Por qué me pregunta eso?

—Ayer estuve tratando de contactar con usted todo el día —explicó Servaz con una afable sonrisa.

Durante un instante, en el rostro del alcalde de Saint-Martin se traslució la contrariedad. Aunque realizaba patentes esfuerzos por mantener la sangre fría, no lo lograba del todo.

—La muerte de Gilles me dejó muy afectado. Ese horrible asesinato… Ese ensañamiento… Es terrible. Necesitaba hacer una pausa, estar solo. Me fui a caminar por la montaña.

—¿Solo en la montaña? ¿Y no tenía miedo?

La pregunta hizo estremecerse al alcalde.

—¿Por qué iba a tener miedo?

Observando a aquel hombrecillo de piel curtida, Servaz tuvo la certeza de que no solo tenía miedo, sino de que estaba aterrorizado. Se planteó si debía hablarle de los suicidas en ese momento, pero decidió que era preferible no enseñar todas las cartas a la vez. Después de la cena en casa de Saint-Cyr sabría algo más. De todas formas, sacó la foto que llevaba en el bolsillo.

—¿Le dice algo esta foto?

—¿Dónde la ha encontrado?

—En casa de Grimm.

—Es una foto antigua —comentó Chaperon, rehuyéndole la mirada.

—Sí, de octubre de 1993 —precisó Servaz.

Chaperon efectuó un ademán con la mano derecha, como para dar a entender que aquellos tiempos quedaban muy lejanos. Durante un instante su mano morena, salpicada de pequeñas manchas pardas, flotó ante los ojos de Servaz. El policía quedó petrificado por la sorpresa. El alcalde ya no llevaba el sello, pero se lo había quitado hacía poco: una estrecha franja de piel más clara resaltaba en el anular.

En cuestión de un segundo, a Servaz lo asaltó un torrente de preguntas.

Habían cortado el dedo de Grimm y Chaperon se había quitado el sello, ese sello que llevaban los cuatro individuos de la foto. ¿Qué cabía deducir de aquello? Estaba claro que el asesino lo sabía. ¿Los otros dos hombres de la foto tenían también alguna relación con la muerte del farmacéutico? Y en caso afirmativo, ¿cómo se había enterado Hirtmann?

—¿Los conocía bien? —preguntó Servaz.

—Sí, bastante, aunque con Perrault nos veíamos más en esa época que hoy en día.

—También eran sus compañeros en las sesiones de póker.

—Sí, y en las excursiones, pero no veo qué…

—Gracias —lo atajó Servaz—. No tengo más preguntas por el momento.

* * *

—¿Quién es? —preguntó Ziegler en el coche, señalando al hombre que se encaminaba con paso cansino a un Peugeot 405 casi tan fatigado como él.

—Gabriel Saint-Cyr, juez de instrucción honorario jubilado. Lo conocí ayer en el juzgado.

—¿De qué han hablado?

—De Grimm, Chaperon, Perrault y un tal Mourrenx.

—Los tres jugadores de póker… Y Mourrenx ¿quién es?

—El cuarto miembro del grupo. Murió hace dos años, de cáncer. Según Saint-Cyr, hace treinta años les pusieron una denuncia por chantaje. Emborracharon a una chica y después la fotografiaron desnuda. Luego la amenazaron con hacer circular las fotos si…

—… si no hacía ciertas cosas…

—Exacto.

Servaz advirtió un fugaz brillo en los ojos de Ziegler.

—Eso podría ser una pista —apuntó.

—¿Qué relación tendría con el caballo de Lombard? ¿Y con Hirtmann?

—No lo sé.

—Eso fue hace mucho tiempo, treinta años. Cuatro jóvenes borrachos y una chica que también lo estaba. ¿Y después qué? Eran jóvenes y cometieron una tontería. ¿Adónde nos conduce el asunto?

—Puede que solo sea la parte visible del iceberg.

Servaz la miró.

—¿Cómo?

—Pues que quizás hubo otras «tonterías» del mismo estilo. Puede que no se limitaran a eso y que una de ellas acabara mal.

—Eso es mucho suponer —observó Servaz—. Hay otra cosa: Chaperon se ha quitado el anillo.

—¿Cómo?

Servaz le describió lo que acababa de ver. Ziegler frunció el entrecejo.

—¿Qué cree que significa?

—No tengo ni idea. Mientras tanto, hay algo que le quiero enseñar.

—¿La cabaña?

—Sí. ¿Vamos?

* * *

A las cinco, el despertador había sonado con estrépito en la mesita de noche de Diane, que se trasladó temblando hasta el cuarto de baño. Igual que las otras mañanas, la ducha comenzó con un chorro ardiente antes de acabar con un hilillo de agua fría. Diane se apresuró a secarse y a vestirse. Pasó la hora siguiente revisando sus notas y bajó a la cafetería de la planta baja.

La cafetería estaba desierta. No había ni siquiera un empleado. Como había localizado una máquina de café de cápsulas, se situó detrás de la barra para prepararse un
espresso
. Había reanudado la lectura de sus notas en el momento en que oyó pasos en el corredor. El doctor Xavier entró en la sala y tras dirigirle un breve saludo con la cabeza, se fue a preparar también un café detrás del mostrador. Después, con la taza en la mano, se encaminó hacia ella.

—Buenos días, Diane. Es madrugadora.

—Buenos días, señor Xavier. Es la costumbre…

Advirtió que parecía de buen humor. Hundió los labios en el café mirándola sin parar de sonreír.

—¿Está lista, Diane? Tengo una buena noticia. Esta mañana vamos a ir a visitar a los internos de la unidad A.

—Muy bien, señor —dijo, esforzándose por disimular la excitación y mantener un aire profesional.

—Llámeme Francis, por favor.

—Muy bien, Francis.

—Espero no haberla asustado demasiado la otra vez. Solo quería avisarla. Todo irá bien, ya verá.

—Me siento perfectamente preparada.

La mirada que le dedicó indicaba claramente que él lo dudaba mucho.

—¿A quién vamos a ver?

—A Julian Hirtmann…

* * *

Los White Stripes cantaban
Seven Nation Army
en sus cascos cuando se abrió la puerta de la oficina. Espérandieu despegó los ojos de la pantalla.

—Hola —dijo Samira—. ¿Qué tal esa autopsia?

—Puaf —exclamó Espérandieu quitándose los auriculares.

Samira rodeó el escritorio de Vincent para ir a instalarse en el suyo. Espérandieu respiró un fresco y agradable perfume con un trasfondo de gel de ducha. Desde sus primeros pasos en el servicio, había sentido una simpatía espontánea por Samira Cheung. Como él, era blanco de los sarcasmos y pullas apenas velados de ciertos miembros de la brigada. La chica dominaba, con todo, el arte de las réplicas. En más de una ocasión había dejado cortados a esos idiotas retrógrados, cosa que no hacía más que incrementar su hostilidad.

Samira Cheung cogió una botella de agua mineral y se puso a beber directamente de ella. Esa mañana llevaba una cazadora de cuero encima de una chaqueta de tela tejana y un suéter con capucha, un pantalón de arpillera, botas con tacones de ocho centímetros y un gorro con visera.

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