Bajo el hielo (34 page)

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Authors: Bernard Minier

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: Bajo el hielo
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Vincent había mandado el siguiente mensaje:

De [email protected] para [email protected],

16.33:54 :

[¿Sabes algo de Éric Lombard?]

De [email protected] para [email protected]

17.12:44

[¿Qué quieres saber?]

Sonriendo, Espérandieu tecleó el siguiente mensaje:

[Si hay trapos sucios, escándalos que han sido ocultados, procesos judiciales en Francia o en el extranjero contra el grupo Lombard. Si han corrido rumores sobre él, cualquier clase de rumor malintencionado.]

De [email protected] para [email protected],

17:25:06 :

[¿Solo eso? ¿Puedes conectarte por msn?]

La sombra de la montaña había engullido el valle y Servaz había encendido los faros. La carretera estaba desierta. Nadie se paseaba por aquel valle sin salida en aquella época del año. La veintena de chalets y de casas construidos a lo largo de los dos kilómetros de río eran segundas residencias cuyos postigos se abrían de mayo a septiembre y, en raras ocasiones, por Navidad. A esa hora, no eran más que sombras achaparradas replegadas sobre sí mismas en el borde de la carretera, confundidas casi con la inmensa masa negra de la montaña.

De improviso, después de una amplia curva, Servaz vio el desvío de la pista que le había indicado la viuda. Reduciendo, se adentró con el Jeep por el camino forestal. Sacudido por los baches, se aferró al volante circulando a quince kilómetros por hora. Había anochecido y los negros árboles se perfilaban sobre un cielo apenas más claro. Recorrió así unos centenares de metros, hasta que apareció el chalet o la cabaña.

Servaz apagó el motor y bajó, dejando los faros encendidos. El ruido del río llenó de inmediato la oscuridad. Miró en torno a sí, pero no divisó ni la menor luz a kilómetros a la redonda.

Caminó hasta la cabaña con el incendio de sus faros, que abrasaban los árboles y proyectaban su sombra delante de él, como si lo precediera un tenebroso gigante. Después subió los escalones del porche y sacó el manojo de llaves. Había tres cerraduras; la central correspondía a la mayor de las llaves y luego estaban las dos más pequeñas, arriba y abajo. Tardó un momento en dilucidar cuál iba en cada lugar, sobre todo porque las dos pequeñas tenían el mismo tamaño y porque el cerrojo de arriba estaba sujeto al revés. Después empujó la puerta, que resistió antes de ceder con un chirrido. Buscó a tientas el interruptor cerca del marco. Lo encontró a la izquierda. Al accionarlo, la luz brotó del plafón.

Permaneció inmóvil unos segundos en el umbral, paralizado por lo que veía.

El interior de la cabaña se reducía a una barra a la derecha, posiblemente con una cocinilla detrás, un sofá cama en el fondo, una mesa de madera y dos sillas situadas justo delante de él. En la pared de la izquierda, sin embargo, había colgada una capellina confeccionada con un tejido impermeable negro. Se había acercado al meollo…

* * *

Espérandieu abrió su mensajería instantánea. Aguardó tres minutos antes de que surgiera en la esquina inferior derecha de la pantalla un mensaje acompañado de un icono que representaba un perro de dibujo animado husmeando un rastro:

Kleim162 se acaba de conectar

Al cabo de tres segundos se abrió una ventana de diálogo acompañada del mismo icono.

Kleim162 dice:

¿Por qué te interesa Éric Lombard
?

Vince.esp dice:

Lo siento. No puedo hablar de eso por ahora
.

Kleim162 dice:

Acabo de escudriñar un poco antes de conectarme. Mataron a su caballo. Varios periódicos hablan del asunto. ¿Tiene alguna relación
?

Vince.esp dice:

Sin comentarios

Kleim162 dice:

Vince, tú estás en la brigada criminal. ¡No me digas que os han encargado investigar la muerte de un caballo
!

Vince.esp dice:

¿¿¿me puedes ayudar, sí o no?
??

Kleim162 dice:

¿qué gano yo con eso
?

Vince.esp dice:

El afecto de un amigo

Kleim162 dice:

Lo de los abrazos ya veremos otra vez ¿y aparte de eso
?

Vince.esp dice:

Serás el primero en enterarte de los resultados de la investigación

Kleim162 dice:

O sea que hay investigación. ¿Nada más
?

Vince.esp dice:

El primero que se enterará si debajo de este asunto hay algo más importante

Kleim162 dice:

Vale, lo busco

Espérandieu cerró sonriendo el servicio de mensajería.

Kleim162 era el seudónimo cibernético de un periodista de investigación que trabajaba como
freelance
para varias grandes revistas.

Era un auténtico sabueso al que le encantaba fisgar donde no le mandaban. Espérandieu lo había conocido en circunstancias un tanto especiales y nunca había hablado a nadie de ese «contacto», ni siquiera a Martin. Oficialmente, era como los otros miembros de la brigada: desconfiaba de la prensa. Para sus adentros, consideraba que, al igual que los políticos, los policías salen ganando si cuentan con uno o varios periodistas en su baraja.

* * *

Sentado al volante del Jeep, Servaz marcó el número del móvil de Ziegler. Le salió el contestador. Entonces marcó el de Espérandieu.

—He encontrado una foto en casa de Grimm —anunció—. Quiero que la trates.

La brigada disponía de un programa de tratamiento de imágenes que solo sabían utilizar Espérandieu y Samira.

—¿Qué clase de foto? ¿Digital o argéntica?

—En papel. Una foto antigua. Hay un grupo de hombres. Uno de ellos es Grimm y otro es Chaperon, el alcalde de Saint-Martin. Parece que todos esos hombres llevan el mismo sello. Está un poco borroso, pero tiene algo grabado. Querría que trates de ver qué es.

—¿Crees que se trata de una especie de club, como el Rotario o los francmasones?

—No sé, pero…

—¡El anular rebanado! —recordó de pronto su ayudante.

—Exacto.

—De acuerdo. ¿Puedes escanearla y mandármela desde la gendarmería? Intentaré lo que me pides, aunque el programa está pensado sobre todo para tratar las fotos digitales. Es menos eficaz con las fotos antiguas escaneadas.

Servaz le dio las gracias. Iba a arrancar el coche cuando sonó el teléfono. Era Ziegler.

—¿Me ha llamado?

—He encontrado algo en una cabaña que era de Grimm.

—¿Una cabaña?

—Ha sido la viuda la que me ha hablado de ella. He encontrado las llaves en el escritorio de Grimm. Está claro que ella nunca pone los pies aquí. Tiene que ver esto…

—¿A qué se refiere?

—A una pequeña capa parecida a la que llevaba el cadáver de Grimm. Y unas botas. Es tarde, voy a cerrar la puerta y entregar las llaves a Maillard. Quiero que un equipo de identificación judicial revise a fondo este lugar mañana a primera hora.

Siguió un momento de silencio en el auricular. El viento gimió en el exterior del Cherokee.

—¿Y usted, tiene novedades? —preguntó Servaz.

—Las correas son de un modelo corriente —respondió la joven—, fabricadas en serie y comercializadas en todo el oeste y sur de Francia. Hay un número de serie en cada correa. Van a intentar remontar hasta la fábrica y localizar la tienda donde las vendieron.

Servaz se tomó un instante para pensar. Más allá del haz de los faros, un búho se posó en una rama y se puso a observarlo. A Servaz le recordó la mirada de Hirtmann.

—Si supiéramos la tienda, quizá podríamos rescatar alguna cinta de videovigilancia —señaló.

Cuando respondió Ziegler captó el escepticismo de su voz.

—Suponiendo que las conserven, la ley les obliga a destruirlas en un plazo de un mes. Para eso tendrían que haber comprado muy recientemente las correas.

Servaz estaba casi seguro de que quien había matado a Grimm había preparado el crimen durante meses. ¿Habría comprado las correas en el último momento? ¿O las poseía ya?

—Muy bien —dijo—. Hasta mañana.

* * *

Siguió por la pista forestal hasta la carretera. Unos sombríos nubarrones se deslizaron hasta tapar la luna. El valle quedó convertido en un lago de tinieblas y el propio cielo se confundió con las negras montañas. Servaz se detuvo y tras lanzar una mirada a derecha e izquierda, salió a la carretera.

Echó un vistazo maquinal por el retrovisor.

Durante una fracción de segundo su corazón dejó de latir. Detrás de él acababan de encenderse un par de faros. Había un coche aparcado en el arcén, en medio de la oscuridad, un poco más lejos del lugar donde había abandonado la pista. Por el retrovisor vio que los faros se separaban lentamente del ancho arcén y partían por donde había pasado él. A juzgar por su tamaño y su altura, se trataba de un 4x4. Servaz sintió que se le erizaba el vello de la nuca: era evidente que ese 4x4 estaba allí por él. ¿Qué otro motivo justificaba que se encontrara en aquel lugar, en el fondo de ese valle desierto? Se preguntó quién lo conduciría. ¿Los hombres de Lombard? Pero ¿por qué, si lo vigilaban, se habrían manifestado así los hombres de Lombard?

Sintió que crecía su nerviosismo.

Al darse cuenta de que apretaba con demasiada fuerza el volante, respiró hondo. «Calma, no te dejes llevar por el pánico. Te está siguiendo un coche ¿y qué?». Un sentimiento cercano al miedo lo invadió, no obstante, cuando pensó que tal vez era el asesino. Al abrir la puerta de ese chalet se había aproximado demasiado a la verdad… Alguien había decidido que molestaba. Volvió a mirar por el retrovisor. Acababa de doblar una gran curva; los faros de su perseguidor habían desaparecido detrás de los grandes árboles que la bordeaban.

Después surgieron de nuevo… y a Servaz le dio un vuelco el corazón al tiempo que una claridad cegadora inundaba el habitáculo del Jeep. ¡Las luces largas! Servaz se dio cuenta de que estaba cubierto de sudor. Pestañeó, deslumbrado como el animal que sorprende un coche en plena noche, como el búho de antes. El corazón le latía desbocado.

El 4x4 se había acercado. Se encontraba muy cerca, casi pegado a él. Los potentes faros incendiaban el interior del Jeep, resaltando cada detalle del salpicadero con un centelleo de luz blanca.

Servaz apretó el acelerador, superando el miedo a la velocidad con el temor de lo que tenía detrás, y su perseguidor lo dejó tomar distancia. Se esforzó por respirar hondo, pero el corazón le daba brincos en el pecho y el sudor le resbalaba por la cara. Cada vez que miraba por el retrovisor interior, le estallaba en plena cara la luz blanca y unos puntos negros se ponían a bailar ante sus ojos.

De improviso, el 4x4 aceleró. «¡Mierda, está loco! ¡Me va a atropellar!».

Antes incluso de que hubiera podido tratar de reaccionar, el vehículo negro lo había adelantado. Durante un instante de puro pánico, Servaz creyó que iba a hacerlo salir de la carretera, pero el todoterreno siguió acelerando en la recta y se alejó. Las luces de atrás se fundieron rápidamente en la noche. Servaz vio cómo se encendían las luces de freno antes de la siguiente curva y después el vehículo desapareció. Se detuvo renqueando en el arcén y se inclinó para coger su arma de la guantera antes de bajar, con una marcada flojera en las piernas. El frío aire de la noche le sentó bien. Cuando quiso comprobar el cargador del arma, la mano le temblaba tanto que tardó varios segundos en conseguirlo.

La advertencia era inconfundible: alguien de aquel valle no quería que indagara más allá. Alguien no quería que descubriera la verdad.

Pero ¿de qué verdad se trataba?

17

Ziegler y Servaz asistieron al entierro de Grimm en el pequeño cementerio de lo alto de la colina, entre los abetos y las tumbas, al día siguiente.

Detrás de los asistentes congregados en torno a la fosa parecía que también los negros abetos estaban de duelo. El viento arrancaba de sus ramas un susurro semejante a una oración. Las coronas y la fosa destacaban sobre la nieve. La ciudad se extendía abajo, en el valle. Servaz se dijo que, efectivamente, allí se hallaban más cerca del cielo.

Había dormido mal. Se había despertado varias veces sobresaltado, con la frente empapada en sudor. No podía evitar rememorar lo que había ocurrido esa noche. Todavía no había hablado de ello con Irène. Abrigaba el curioso temor de que si hablaba, lo pondrían al margen y encargarían a otro la investigación. ¿Corrían peligro allí? En cualquier caso, en aquel valle no les gustaban los forasteros que venían a hurgar.

Se puso a observar la colina para serenarse. Debía de ser agradable estar allí en verano, en lo alto de aquella verde colina que se elevaba como la proa de un barco o como un dirigible, por encima del valle. Aquella colina redondeada y suave como el cuerpo de una mujer. Hasta las montañas habían perdido su aspecto amenazador, vistas desde allí; el propio tiempo se había suspendido, adoptando una cara amable. Mientras se encaminaban a la salida del cementerio, Ziegler le dio un codazo, y miró en la dirección que ella le señalaba: Chaperon había vuelto a aparecer. Hablaba con Cathy d'Humières y con otros notables. De repente, el teléfono se puso a vibrar en su bolsillo. Servaz respondió. Era un individuo de la dirección general. Reconoció enseguida el acento de patricio y el tono cortés, como si el hombre hiciera todos los días gárgaras con melaza.

—¿Cómo sigue el asunto del caballo?

—¿Quién lo quiere saber?

—La oficina del director general sigue de cerca este caso, comandante.

—¿Saben que han asesinado a un hombre?

—Sí, el farmacéutico Grimm, estamos al corriente —respondió el burócrata como si conociera al dedillo el expediente, aunque probablemente no era así.

—Entonces comprenderá que el caballo del señor Lombard no es mi prioridad.

—Comandante, Catherine d'Humières me aseguró que usted era un buen elemento.

Servaz sintió un acceso de ira. «Sin duda alguna, un elemento mejor que tú —se dijo—, que no pasa el tiempo estrechando manos por los pasillos, despellejando a sus compañeros y fingiendo que está al corriente de los expedientes en las reuniones».

—¿Tiene alguna pista?

—Ninguna.

—¿Y los dos vigilantes?

Vaya, se había tomado la molestia de leer los informes. Seguro que por encima, justo antes de llamar, como el estudiante que hace a toda prisa los deberes poco antes de entrar en clase.

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