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Authors: Elspeth Cooper

Tags: #Ciencia ficción, fantástico

Bajo la hiedra (20 page)

BOOK: Bajo la hiedra
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En esa ocasión el fuego peleó para hacerse con las riendas. Se alzó más humo que calor; cayó sobre él, rascándole la garganta. Gair dejó que la música subiera de tono en su mente. Recorrió todos y cada uno de sus nervios, cantando, un delicioso calor que lo envolvió, pero las llamas no eran más fuertes que cerillas. Se abrió más, y más, ya no intentando concentrarse, sino tan sólo controlar, y el calor le resultó doloroso. Se hallaba bajo el sol del desierto que le abrasaba la piel. Unos instantes más y tendría que rendirse.

El troncó estalló con un ruido similar al de una botella descorchada. Los ardientes fragmentos saltaron despedidos por el patio, humeando. Alguien lanzó un juramento y la más morena de ambas mujeres soltó una risotada. Los demás observaron ceñudos los restos humeantes, antes de apagarlos uno tras otro.

—Nunca has sabido cuándo parar, Godril. —A pesar de la solidez guerrera de su aspecto, la voz de la mujer del desierto era ronca y sensual, especiada con un acento que Gair no supo ubicar. Poseía una nota ahumada que estorbó su concentración como una pelusa en la camisa.

—Basta, Aysha. No es momento —gruñó Godril, que se volvió hacia Gair—. Concluyo que puedes trabajar con fuego.

El siguiente en hablar fue uno de los hermanos. Ahora que Gair prestaba más atención, vio que tenía hebras grises en el cabello y la barba, y que la oscuridad de sus ojos contrastaba con su piel cetrina. Se llamaba Barin, y pidió a Gair que trabajase con el agua. El joven le dio varias formas, condensándola a partir del aire y extrayéndola del suelo. Gair tuvo que esforzarse y sudar para lograr los resultados que se le exigían, pero lo logró. Barin se mostró satisfecho.

—Concluyo que puedes trabajar con el agua.

Eavin, su hermano, tomó el relevo. Creó un torbellino, y Gair se vio obligado a dar forma a los vientos, apagar fuegos con ellos, amasar juntos aire y agua hasta dar pie a una tromba, respirar cuando los graduados se esforzaron por asfixiarlo, formar un escudo a su alrededor mientras le arrojaban toda clase de cosas, tanto sólidas como ilusorias. Tuvo motivos de sobra para agradecer las lecciones de Alderan a bordo de la Kittiwake.

Esther, la mujer mayor, trabajaba la tierra. Para tratarse de alguien con aspecto tan benigno, tenía la mirada astuta de un prestamista y había una nota implacable en su plácida fuerza. Con gran destreza, originó terremotos y temblores de tierra, quebró las rocas que tenía enfrente y las fundió con ayuda del fuego, mientras invitaba a Gair a imitar su ejemplo o bien a impedirle llevar a cabo aquellos actos.

Seguidamente los cuatro aportaron sus respectivos dones: el agua y el fuego, el aire y la tierra, en distintas combinaciones, hasta que la actividad fue frenética. Satisfacer sus demandas se volvía más y más difícil. Tras cada fracaso, tras el esfuerzo renovado, su espalda y pecho rompían a sudar. Le latían las sienes de forma incontrolada y únicamente su tozudez lo mantuvo en pie.

Al cabo, los cuatro graduados aflojaron la presión. Gair dejó de aferrar el canto y se inclinó, aspirando aire con fuerza para liberar la tensión que le atenazaba el pecho. Cuando pasó el mareo y su pulso adoptó un ritmo más lento, se irguió. Aunque el esfuerzo físico había sido mínimo, le dolían todas las articulaciones y tenía la espalda bañada en sudor. La túnica blanca estaba manchada de tierra, hollín e incluso sangre.

Los graduados aguardaban con rostro impasible. El sol caía en la espalda de Gair, y su sombra era tan corta que se arracimaba a sus pies. Debía de ser pasado mediodía; habían transcurrido cuatro horas, y aún quedaban dos graduados pendientes de ponerlo a prueba. Se limpió con la manga el sudor que le perlaba el rostro. En el extremo opuesto, el hombre de piel sonrosada sonrió con timidez, con los nudillos de una mano bajo la barbilla. Tenía un brillo de diversión en los ojos, y enarcó una ceja como si preguntara a Gair si tenía interés en formar parte del chiste.

Gair lo ignoró porque la mujer a quien Godril había llamado Aysha se había levantado. Su porte la hacía parecer más alta de lo que era, pero su cuerpo guardaba una proporción peculiar, era más largo de cintura para arriba que de cintura para abajo. Luego cayó en la cuenta de qué era lo que no encajaba. Iba apoyada en dos bastones, como si sus piernas fueran demasiado débiles para tenerla en pie. Lo vio mirándola y respondió a su mirada entornando los ojos, desafiándolo a compadecerla, rechazando su lástima. Sus preciosos ojos eran duros como zafiros. Extendió los brazos, soltó los bastones y volvió el rostro hacia el sol. Su silueta resplandeció, se encogió y, en su lugar, apareció un cernícalo subido al banco.

«¿Puedes hacer algo así, leahno?», lo desafió mentalmente su voz. El cernícalo alzó el vuelo con un chillido.

Gair no pudo responder. No sabía cómo proyectar hacia la mente de ella sus pensamientos. Pero eso no le impediría impresionarla. Recurrió a la inquieta música del canto en busca de un águila encarnada. En la celda de paredes de hierro había sido un halcón, cegado por una caperuza, retenido por trabas de cuero, pero soñando con el cielo. Ahora podía volar de nuevo, tal como recordaban sus alas.

Tras batir las alas cuatro o cinco veces se vio levantado del suelo, momento en que alzó el vuelo en círculos hasta donde el cernícalo permanecía flotando sobre el patio. El águila encarnada era un ave imponente que medía siete u ocho veces lo que un cernícalo, pero carecía de su capacidad para permanecer flotando en el aire, a pesar de lo cual reparó en la existencia de una corriente térmica que se alzaba desde el tejado de la casa capitular y que sus amplias alas podrían aprovechar para ganar sustentación.

Por los santos, menuda sensación la de extender de nuevo las alas. No alzaba el vuelo desde finales del pasado invierno, y no era consciente de cuánto lo echaba de menos hasta que sintió el viento levantarlo y dejó atrás el peso de la tierra, debajo de él. Era tan vigorizante como zambullirse en un lago de aguas frías en pleno verano. Fue como librarse por completo de la fatiga.

El cernícalo de Aysha voló a su alrededor, escrutándolo todo, desde la forma de sus garras hasta la tonalidad del plumaje.

«Es una buena forma. Veamos cómo te las apañas con ella.»

En un abrir y cerrar de ojos, la mujer se transformó en un águila hembra y descendió en picado hacia las colinas del interior. Gair miró a los boquiabiertos maestros que los miraban desde el patio, y seguidamente se arrojó en pos de ella.

Aysha hizo que la persiguiera sobre los viñedos de Penglas. Podía no moverse con agilidad en tierra, pero en el aire hacía gala de la gracia de una bailarina. Alabeó y rodeó las columnas de aire, lanzó un graznido agudo de pura alegría, y Gair la siguió, imitando uno tras otro sus movimientos. Tras diez años, aquella forma le sentaba como una segunda piel.

«Me gusta esa forma, leahno —aseguró Aysha—. Tal vez no sea tan grácil como un cernícalo, pero es ágil y fuerte. Podría sobrevolar el ancho mundo con esas alas. —Inclinó la cabeza—. Tienes que aprender a hablar así, para que podamos charlar cuando volemos juntos. En cuanto sepas cómo hacerlo, no lo olvidarás.»

Abajo, en la superficie, un granjero con sombrero de paja caminaba entre las vides. De vez en cuando se detenía a inspeccionar la fruta madura, o a recoger una hoja podrida. Aysha ganó altura sin dejar de mirar la suave pendiente. Gair se colocó por encima de ella. El aire cálido que ascendía de la ladera lo mantuvo en lo alto como si flotara en mitad de una bañera. Mantuvo la posición exigida sin que le temblaran apenas las alas. Menos esfuerzo que el empleado en alcanzar la pastilla de jabón.

De pronto Aysha dobló las alas. Su trayectoria trazó una curva como una flecha que llueve del cielo, derecha hacia el sombrero del agricultor. Gair cayó en picado tras ella. Descendía rápido, demasiado; supuso que iba a… Las alas de fuego dorado relampaguearon bajo el sol. Aysha remontó el vuelo con algo de color claro entre las garras. El granjero se llevó la mano a la cabeza calva, boquiabierto de asombro.

«¡Espantado como una moza asustadiza!» La risa de Aysha burbujeó en la mente de Gair. Ganó más altura, tanto que se situó sobre él, y más alto aún, y luego descendió y volvió a remontar. Abajo, en los viñedos, dejó caer el sombrero y rió de nuevo al ver al dueño correr tras él.

«¡Ah, ha sido muy divertido! Coran me acusa de pueril, pero no hemos hecho nada malo. El granjero recuperará el sombrero tarde o temprano.»

Alabeó para descender hacia los campos de la finca. El viento cayó hasta convertirse apenas en brisa. El calor que se alzaba desde la ladera arrastró hasta Gair aromas de lavanda y tomillo y tierra tostada por el verano. Zumbaban los insectos. Un perro ladró a la puerta de la granja, y Gair olió a leña ardiendo y la cena que preparaban en la cocina. En su hondonada, la casa capitular estaba bañada por la luz del atardecer, como un confite en miel.

Recordó la casa de Merion y las largas jornadas veraniegas. La maraña de campánulas de San Winifrae que crecía en torno a las ventanas de los dormitorios de las plantas superiores, cabeceando sus blancas flores en presencia de las abejas. Los parteluces emplomados que parpadeaban en las paredes de piedra arenisca. Compitiendo con los demás muchachos para ver quién llegaba más lejos delizándose por la galería recién encerada con los pies cubiertos tan sólo por calcetines.

La mayor parte de sus recuerdos de Leah pertenecían a ese lugar. Había aprendido a nadar y pescar en Blackcraig, y también a navegar en barca. Aprendió a olvidar lo distinto que era. Ya no podía regresar allí. El dolor dulzón de la nostalgia se manifestó en su interior, agudo como una astilla.

Los patios de prácticas surgieron bajo él, casi dos tercios cubiertos por las sombras, vueltos los rostros hacia la aproximación de las águilas.

«Tienes que volar de nuevo conmigo, leahno, y mostrarme qué otras formas conoces —dijo Aysha—. Yo te enseñaré a ser una marsopa, y nadaremos a los palacios sumergidos de Al-amar; a ser un lobo, ¡y cazaremos en las montañas a la luz de la luna!»

De pronto ella cayó en picado y trabó sus garras en las de él. Espantado, aleteó con fuerza para romper el contacto, pero la inercia de la caída de ella lo desequilibró hasta el punto que ambos acabaron cayendo en espiral sobre el patio. Entonces, con la misma agilidad que lo había trabado lo soltó. Se apartó sin dedicarle una mirada más hasta posarse en tierra, en el banco donde se había sentado, donde recuperó su verdadera forma. Gair tardó unos instantes en recuperarse y reducir la intensidad con que le latía el corazón, antes de sobrevolar en círculos a los maestros. Las sombras que lo envolvieron al descender lo impregnaron de frescor, pero cuando recuperó su altura normal le alcanzó en la cara el sol poniente y tuvo que hacerse visera con la mano para distinguir las seis caras de asombro que lo miraban pasmadas.

Todo empezó con la risa de Alderan. Poco a poco fue a mayores, subió y subió hasta hincharse y reventar en un imponente estruendo de diversión. El anciano le dio palmadas en el muslo y sacudió la cabeza, mientras una amplia sonrisa le partía la barba en dos.

«¡Excelente! —reverberó su voz en la cabeza de Gair—. ¡De veras te lo digo: excelente!»

Los insondables ojos de Aysha se clavaron en él, lo bastante azules para sumergirse en ellos. Seguidamente inclinó la cabeza.

—Soy Aysha —se presentó con aire formal—. Yo concluyo que puedes trabajar las formas.

Sin dejar de contener la alegría, Alderan puso la mano en el hombro de Gair.

—Entonces, ¿estamos todos de acuerdo? —preguntó.

Los graduados se miraron entre sí. En el interior del joven el canto se estremeció para darle a entender que se estaban consultando los unos a los otros.

—Lo estamos —dijeron al unísono.

Y también todos a una se levantaron para después inclinar la cabeza. La tensión latente lo envolvió en un abrazo tan intenso que el aire pareció solidificarse en derredor. En un rincón del pensamiento se abrió una puerta a un vasto espacio lleno de brillantes colores. En éste sintió presencias que aguardaban a que hiciera algo, pero no supo qué. Alderan le apretó el hombro, y como si ése fuese el pie que estaban esperando, siete voces se dirigieron a él mentalmente:

«Bienvenido, Gair, a la orden del Velo».

Uno a uno se presentaron ante él, para que pudiera reconocer los colores, las pautas, de sus mentes; después se retiraron. Aysha fue la que más tiempo se quedó: hielo blanco, cielo azul, ágata gris y el rojo espeso de la sangre que mana del corazón. Constituía un marcado contraste con Alderan. Los colores del anciano eran sorprendentemente suaves: ámbar y jaspe, brandy y vino dulce oscuro; carecía de las aguas de Aysha, a pesar de que una veta de plata y negro los surcara como una cicatriz.

Cuando Alderan interrumpió el vínculo, se cerró la ventana abierta al infinito y Gair se vio de nuevo mentalmente a solas. Lo único que fue capaz de sentir entonces fue una extraordinaria pesadez en las extremidades, acompañada por una fatiga absoluta.

—Pareces agotado —dijo Alderan.

Gair se limpió de nuevo el rostro con la manga. Necesitaba un baño, y con urgencia.

—Al menos esta vez no he vomitado.

—Eso es porque no te han presionado tanto.

—¡Pues no han sido precisamente blandos conmigo!

—No, pero podrían haberse mostrado mucho más duros. Por eso Coran estaba presente, para asegurarse de que no te exigieran más de lo que pudieras dar.

—¿Te refieres al pelirrojo del extremo, el que no abrió la boca?

Alderan cabeceó en sentido afirmativo.

—Se hallaba presente en calidad de árbitro. Sin duda tendrás ocasión de conocerlo más adelante. Está en la facultad.

—¿Qué enseña?

—Escudos y custodias. —Recorrieron el patio en dirección a la puerta del vestuario, donde Alderan detuvo el paso—. No me dijiste que supieras cambiar de forma.

—No me lo preguntaste.

—¡Ajá! —El anciano sacudió la cabeza, dolido—. Vaya, creo que me lo tengo bien merecido. Has logrado impresionarlos. Imagino que Aysha querrá ayudarte con lo del cambio de forma.

—Eso me ha dicho.

—Compartís un don muy raro. Ella es la única persona capaz de cambiar de forma que ha conocido nuestra orden. Hoy hemos sido bendecidos con la presencia de dos.

—Y ¿qué va a pasar a partir de ahora?

—Dijiste que querías aprender. Nosotros te enseñaremos todo lo que sabemos. Después dependerá de ti. —Alderan puso la mano en el hombro del joven—. Aquí eres bienvenido como uno más. Necesitamos tantos gaeden como podamos encontrar para conservar la integridad del Velo.

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