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Authors: Elspeth Cooper

Tags: #Ciencia ficción, fantástico

Bajo la hiedra (23 page)

BOOK: Bajo la hiedra
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—¿Ésa es la mejor descripción que puedes ofrecerme? ¡Podría decirse lo mismo de la mitad de la curia!

—La verdad es que no le presté mucha atención. No me pagaste para seguirlo. —Pieter se acarició el rostro con ademán cansino—. ¿Por qué quieres darle caza con tanto ahínco? Va río abajo. Con suerte acabará degollado en Puertos Blancos y ni siquiera tendrás que molestarte.

—No te pago para que hagas preguntas, sino para que cumplas con el encargo, y de momento en eso has fracasado. No creo que deba darte explicaciones.

—Pues mira a ver si crees que puedes pagarme otros diez marcos por un caballo nuevo.

—¿Qué le ha ocurrido al tuyo?

—Murió. Lo conducía entre unos árboles cuando tu chico disparó una flecha sobre mí con un arco corto. Faltó poco para que me alcanzara, pero mató a mi caballo, por no mencionar a dos de los muchachos a quienes contraté. Resumiendo: me aseguraste que sería como salir a cazar patos, y no fue así.

Goran podría haber prescindido perfectamente de tales acontecimientos. Miró ceñudo la copa, mientras las posibles consecuencias le cruzaban por la mente.

—¿Crees que podrías recuperar su rastro?

—Se enfrió hace tiempo. Podría averiguar dónde desembarcó el transporte de grano. Puertos Blancos es el mejor punto de partida, pero el patrón del quechemarín donde viajaba tiene problemas con la bebida. Creo que no sería capaz de recordar lo que ha desayunado por la mañana si se lo pregunto por la noche, imagina si lo hago tres meses después.

—Pero puedes intentarlo.

—Sí, puedo intentarlo. Pero eso tiene un precio.

—Contigo todo tiene un precio —gruñó Goran antes de que el cazabrujos volviera a encogerse de hombros.

—Tengo que pagar los impuestos, anciano. Si pides caridad, tendrás que acudir a las hermanitas de Santa Margret.

Maldito fuera. Maldito él y todos los que eran como él. Pero por mucho que Goran quisiera que las cosas fuesen distintas, el hecho era que tenía que delegar, por lo que no le quedaba más remedio que contratar a quienes pudieran hacer el trabajo a cambio de dinero. Era inevitable. Pero sí podía desear que el aborrecible Pieter no pidiese tanto.

Goran se inclinó junto al hogar y, asegurándose de darle la espalda al cazabrujos para que no viera adónde se dirigía su mano, tocó un saliente insignificante del artesonado. El lateral de la chimenea se abrió en torno a una bisagra oculta que dejó al descubierto tres cajas fuertes que descansaban en estantes construidos en la propia estructura. Retiró con ambas manos la inferior, que abrió en el escritorio, después de apartar con cuidado el ejemplar de
El jardín de Kendor
. En el interior de la caja fuerte había hileras de bolsitas de cuero que llevaban atadas al cuello etiquetas de papel. Goran abrió varias y tomó un puñado de monedas de cada una: marcos de roble, coronas imperiales, zaal de Sardauk, talentos gimraelianos. Puso las monedas en otra bolsita, calculando mentalmente el valor. La otra vez había pagado marcos de roble porque no esperaba que la partida de caza llegase a cruzar la frontera, por lo que en esta ocasión tendría que estar mejor preparado. Doscientos imperiales, más o menos. Eso debería bastar, a pesar del largo viaje que afrontaba Pieter. No podía permitirse correr riesgos, no cuando el asiento de preceptor podía depender del resultado.

—Esto tendría que cubrir cualquier imprevisto.

Le arrojó la bolsa, que el cazabrujos atrapó al vuelo con una mano. Cuando la sopesó, entornó los ojos.

—Quiero asegurarme de que nos entendemos, Anciano —dijo—. ¿Quieres que cubra de nuevo ochocientas millas hasta donde reina el crudo invierno en busca de un solo brujo? Podría localizarte cinco por la vigésima parte de esto, sin poner el pie fuera de Dremenir. ¿Necesitas a éste en particular?

—Así es.

—¿Lo quieres vivo o muerto?

—No importa. Tú localízalo, maldición, ¡o te pondré a ti en manos de los interrogadores en vez de a él!

Pieter se puso en pie.

—Tendrás noticias mías cuando esté cerca. —Dejó la copa de brandy y se anudó la capa al cuello—. Es un placer poder ayudarte, Anciano, como siempre. No hace falta que me acompañes a la salida.

Después de inclinarse burlón ante él, abandonó la estancia y cerró la puerta al salir. Instantes después, Goran también oyó cerrarse la puerta de entrada y el ruido de pasos en el camino de grava que llevaba a la casa. Se estremeció. Por la diosa, por mucho que lo necesitara, qué repulsivo era ese cazabrujos. Cerró la caja fuerte, la devolvió al escondite y cerró el panel con un chasquido metálico. Se sirvió otro brandy. Fueron necesarios varios sorbos para disipar los escalofríos. Necesitaba una distracción. Algo que le hiciera olvidar los sinsabores de la pasada hora y permitiera a su subconsciente servirse de aquella nueva información y descubrir qué partido extraer de ella. Se volvió hacia el reloj que descansaba en la repisa y se acarició el vientre. No era demasiado tarde. Antes de retirarse podía disfrutar de un paseo por el
Jardín
. Se acomodó en la silla, pero las noticias de Pieter le habían agriado tanto el humor que ni siquiera las exquisitas agonías del jardín de la tortura de Kendor bastaron para estimularlo de nuevo.

Flexionó la pierna para abandonar el húmedo tacto de las sábanas. Tenía la garganta seca de tanto gritar y el corazón le golpeaba el esternón. Por mucho que jadeara, no podía respirar. El ambiente estaba cargado, húmedo, bochornoso. Cuando descolgó las piernas por un lateral y se incorporó en el borde de la cama, incluso el suelo se le pegó a la planta de los pies.

Otra pesadilla con los interrogadores. Gair se estremeció. ¿Qué los habría devuelto de entre las sombras? Se peinó con las manos el cabello empapado en sudor. ¿Por qué no podía dejarlos atrás?

«¿Quién es tu demonio? ¿Qué es tu demonio familiar? ¡Habla, muchacho, y salva tu alma!»

Por lo santos, menudo calor hacía en su dormitorio. No corría una gota de aire. Se puso en pie y se dirigió a la ventana para abrirla de par en par. El fresco aire nocturno se introdujo en la estancia, arrastrando el olor del mar. Mejor. Gair se apoyó en el alféizar y respiró hondo. Mucho mejor.

Encontró tibia el agua de la jarra que llenaba el aguamanil, pero era preferible a nada. Se vertió un poco en la palma de la mano con intención de aliviar la sequedad que tenía en la boca, y después se refrescó el rostro y el cuello. El agua le corrió por el cuerpo, fría al contraste con su propia temperatura.

No fue más que un sueño, pero el dolor le había parecido muy real. Se tocó el estómago, donde tuvo las cicatrices. Hacía tiempo que habían desaparecido; desde la clavícula hasta la entrepierna tenía la piel inmaculada, únicamente los músculos alteraban la armonía. No había costras, ni restos de sangre seca, ni verdugones. La piel recordaba el tacto del látigo, pero en la superficie no había nada que lo demostrara. Estaba a salvo.

Desde el asalto al
Rose
no había vuelto a sentir la cercanía del cazabrujos. Quizá el cazador les había perdido el rastro allí en el río, o había abandonado sin más. Tal vez tuvo mayor suerte con el arco de la que había creído. Fuera lo que fuese, tenía que creer que en las islas estaba más seguro, o jamás se libraría de los interrogadores.

Un ave negra canturreaba afuera. Zumbido de alas; una sombra sobrevoló los campos bañados por una luz plateada y desapareció en un seto. El alba apenas emborronaba el horizonte a oriente. Tendría que intentar conciliar de nuevo el sueño, si podía lograrlo entre las sábanas revueltas. Volvió la vista hacia ellas. No. Bastaba con pensar en cubrirse de nuevo con la manta empapada para que lo sacudiera un temblor.

En su armario había varias piezas de ropa blanca. Sacó un par de holgados pantalones de loneta; el adepto que estuvo con él en la prueba a la que lo sometieron tenía razón: con el uso se habían dado de sí. Durante las últimas dos semanas los había llevado puestos casi todo el tiempo. Salió al corredor, con el cinto de la espada al hombro.

El resto de la casa capitular dormía, incluso los cocineros estaban acostados. No tardarían en encender los fuegos de la cocina y poner el pan a hornear, pero por el momento Gair era amo y señor del lugar. Anduvo por los frescos corredores de piedra, giró a la izquierda, pasando de largo los vestuarios, y se dirigió al más pequeño de los patios de prácticas. Simiel estaba casi llena y bañaba el patio con una clara luz amarillenta que las paredes blancas reflejaban hasta inundarlo todo de una luz casi tan intensa como la del pleno día. En los aleros del edificio, otro pájaro negro batió sus alas al verse incomodado, y tras una breve protesta se alejó.

Gair había comprobado aquella rutina al poco de llegar a las islas. El silencio reinaba en los patios hasta después del desayuno, de modo que disponía de un par de horas para quitarse de la cabeza el recuerdo de la pesadilla y aclararse las ideas. Lo tranquilizaba llevar a cabo los movimientos de espada una y otra vez; lo ayudaba a mantener la concentración, a contemplar sus preocupaciones desde una perspectiva desapasionada, como un paisaje a vista de pájaro. Era el único modo de evitar obsesionarse con las pesadillas cuando se producían.

Desnudó la espada y apoyó la vaina en el pasamano. El terreno estaba cubierto por una capa de rocío que sentía bajo la planta de los pies, sin llegar a estar resbaladizo. Una brisa le puso la piel de gallina. No importaba, una vez empezase no tardaría en entrar en calor. Para cuando terminara, habría dejado atrás cualquier rastro de aquella pesadilla, sirviéndose del sudor limpio, honesto. Asentó bien los pies, se secó la frente con la manga de la ropa blanca e inicio sus ejercicios.

Tardó un rato en coger el ritmo. Tenía la musculatura rígida. Resolvió las cinco o seis rutinas con torpeza y el juego de pies no le convenció. Gair sacudió la cabeza, como regañándose. Ya tendría que saberlo. «Primero la suavidad —le había enseñado Selenas—. Si primero alcanzas la suavidad, la velocidad llegará por sí sola.»

Empezó de nuevo a ejercitarse con mayor lentitud, concentrado en cada paso, en cada aliento. Apenas reparó en el momento en que los pájaros empezaron a parlotear y luego a canturrear. Cuando el sol asomó sobre el muro oriental del patio y proyectó su sombra a su lado, ni siquiera sintió la caricia. Sólo era consciente del movimiento de sus músculos mientras hacía volar la espada. Al rato, si bien los interrogadores no desaparecieron por completo de su mente, al menos ocuparon de nuevo el lugar que les correspondía en el pasado.

Gair dedicó un último saludo a los vacíos caminos que bordeaban el patio, tras el cual levantó la espada. El sudor le cubría el pecho y la espalda, y los pantalones de loneta se le pegaban a la piel. El sol estaba casi una mano por encima de la parte alta del muro oriental, y lo miraba como un demonio de un solo ojo. Por los santos, qué calor hacía aún. Debería haberser llevado una jarra de agua. De acuerdo con el calendario, Atardecer y el fin de año quedaban aún a dos meses vista. Si estuviera en Leah, la nieve le llegaría a la altura de las rodillas y seguiría cayendo a diario. Las noches debían de ser capaces de helar la sangre en las venas, no tan húmedas y sofocantes que incluso el tacto de una sábana fuera insoportable. Habían pasado dos semanas y seguía sin acostumbrarse.

Para su sorpresa, añoraba Leah. Allí habría sido un día estupendo para cabalgar hasta el promontorio de Caterway, donde el camino caía a hombros de valle Grande y era posible ver hasta la mitad de la distancia que lo separaba de Leahaven, siempre y cuando el cielo estuviese despejado. A una o dos millas al sur se extendía el trecho de roca calcárea de la Mesa del Gigante, adonde solía subirse para contemplar el valle cubierto de bruma y sentirse como si hubiera escalado al techo del mundo. Había un millar de cosas que añoraba, desde la dulce miel de brezo hasta la jadeante quietud de la mañana tras las primeras nieves. Cosas que lo llamaban. Por mucho que había intentado ahogar sus sentimientos desde que se había marchado, Leah le había atado un cordel al corazón que nunca podría deshacer.

Moviendo los hombros para aliviar el dolor del duro ejercicio, Gair caminó de vuelta a donde había dejado la vaina. La habían movido; la encontró junto a una caja de trapos encerados. Una toalla limpia colgaba de la baranda. Alguien había ido al patio, y él estaba tan absorto en los ejercicios que ni siquiera había reparado en su presencia. Flexionó los dedos de la mano que empuñaba la espada larga y miró en derredor. Los senderos estaban vacíos, pero la puerta del armero se hallaba abierta y un tipo ancho de hombros estaba sentado en un taburete a un palmo de la luz del sol naciente. Cubría con destreza la empuñadura de una espada de madera con tiras de cuero. Había otros dos palos, recién reparados, apoyados en la pared del armero; otros tres descansaban en el suelo, entre tiras de cuero, aguardando a que les llegase el turno.

—Gracias por la toalla —dijo Gair.

—Me pareció que podrías necesitarla. No olvides traerte una la próxima vez. —Dio una última vuelta, apretó con el pulgar el extremo del cuero, mientras con la otra mano sacaba un cuchillo del bolsillo—. Tienes buen equilibrio, pero ¿no te aburre practicar las rutinas de espada?

—A veces. —Gair alcanzó la toalla y se secó el rostro.

El tipo del taburete cambió el cuchillo por un punzón del cinto para introducir el extremo bajo las últimas vueltas de cuero y asegurarlo. Luego se levantó, llevándose ambas manos a la espalda.

—Por la diosa, muchacho, no envejezcas nunca. La práctica con la espalda es lo primero en que se pierde destreza —protestó al tiempo que asomaba a la luz. Tenía el pelo cortado al cepillo, de un color y una textura parecidos a la limadura de hierro, y cara de luchador. Los ojos castaño oscuro, casi negros, flanqueaban una nariz rota, y tenía el pómulo izquierdo como arrugado por la presencia de una antigua cicatriz. Cuando sonrió, la cicatriz levantó el labio superior para dar forma a una mueca burlona.

—Soy Haral. Maestro de armas —se presentó—. ¿Quién te enseñó a tirar de espada?

—Selenas de Dun Ygorn.

—De la casa materna, ¿verdad? Comprendo.

Haral asintió una vez, la espada de madera se volvió un borrón en su mano y se lanzó a fondo hacia las costillas de Gair, que levantó la espada instintivamente para bloquear la trayectoria del palo, pero el recio syfriano ya había contenido el golpe y el acero apenas arrancó una astilla de la madera.

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