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Authors: Elspeth Cooper

Tags: #Ciencia ficción, fantástico

Bajo la hiedra (58 page)

BOOK: Bajo la hiedra
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—¿Gair? —El belisthano tenía los ojos extraviados en las oscuras cuencas.

—¿Tú no tendrías que estar en el patio con los demás?

—Antes debo hacer algo.

Darin se llevó la mano izquierda a la pechera de la camisa, mientras crispaba la derecha en un puño. Miró por el pasillo, a un lado y otro, y volvió a hacerlo pero fue incapaz de recalar un instante en nada. Gair lo miró con atención.

—¿Te encuentras bien? —preguntó—. Estás muy pálido.

—Estoy asustado. —Esbozó una sonrisa enfermiza—. Los oigo gritar. Todos están gritando.

—Aquí no hay nadie más —dijo Gair, arrugando el entrecejo—. ¿Quién grita, Darin?

Como si no tuviera fuerzas suficientes para responder con propiedad, Darin se encogió de hombros.

—Todo el mundo —dijo finalmente, para después darse la vuelta y echar a andar.

—¡Espera, Darin! —exclamó Gair—. ¡Darin!

El belisthano se dirigió al extremo opuesto del pasillo, lejos de la escalera. Lo perdió de vista al doblar la esquina. Gair pensó en echar a correr tras él, incluso llegó a cubrir unos pasos, pero cuando se asomó al balcón no vio a nadie. Darin debía de haberse metido en otro cuarto. Gair lo llamó una, dos veces más, pero por respuesta no obtuvo más que el eco de su propia voz.

Habían sustituido a uno o dos maestros en el baluarte. Tanith permanecía arrodillada sobre una figura vestida con túnica que estaba al abrigo de la parte de la muralla situada junto a la cocina, pero se encontraba demasiado lejos para ver de quién se trataba. Sobre la puerta, Alderan observaba el escudo con atención. Gair subió la escalera para llegar a su lado. Apenas unos pasos los separaban de una maraña de afilados colmillos y ojos negros que miraban la nada.

—Son incansables, ¿no te parece? —preguntó Alderan, que reparó entonces en la espada—. Ruego a la diosa que la cosa no se tuerza hasta el punto de que debamos reñir cuerpo a cuerpo con ellos.

—El escudo de Tanith me mantiene aislado del canto. Al menos esta espada hace que no me sienta tan inútil.

El anciano le puso la mano en el hombro.

—Si no fuera por ti jamás hubiéramos sabido de su presencia, de modo que estás lejos de ser un inútil. Has pagado un precio muy alto para darnos unos días de ventaja, lo cual te agradezco.

En lo alto resplandeció el escudo, y los demonios que chillaban cayeron fulminados. A través de la bruma azulada, Gair distinguió los barcos de casco alargado que cerraban sobre Pencruik. Las flechas de fuego cayeron sobre las barcas fondeadas y las embarcaciones pesqueras, incendios que se sumaron al que flotaba sobre el fondeadero de Pensaeca. Se adelantaba el anochecer, a medida que las nubes cargadas de tormenta asfixiaban el sol. Entonces, los diablillos de Savin volvieron a rascar la superficie del escudo y le bloquearon la visión.

—Exactamente, ¿qué es ese talismán que cree que tenemos, Alderan? Nunca llegaste a contármelo.

—Los nimrothianos lo llaman semilla estelar. Las piedras son tasadas por los portavoces del clan, porque les permiten profundizar más en el canto de lo que podrían sin ayuda. Así es como rasgaron el Velo en primer lugar, y cómo Corliann se las ingenió para cerrarlo de nuevo más adelante.

—¿Te refieres a Corlainn
el Hereje
? —preguntó, ceñudo, Gair.

—Corlainn
Azote de los Caídos
tendría que haber sido elevado a la santidad, en lugar de arder en la hoguera.

—Se condenó a sí mismo, Alderan, al reconocer que recurrió a las artes oscuras para invocar a los demonios. Aguarda… —Gair se corrigió cuando su cerebro fue capaz de relacionar entre sí ciertos elementos—. Así fue como defendieron el Desfiladero de Riannen cuando Gwlach empeñó sus reservas, ¿me equivoco? Así fue como lograron darle la vuelta a la suerte de la batalla: Corlainn empleó la semilla estelar.

Alderan inclinó la cabeza a modo de saludo.

—Y Corlainn pagó con su vida proteger la reputación de la orden. Fue un héroe, Gair, la clase de personas de las que hablan las leyendas. Un soldado de buen corazón, parco en palabras, que no temía bregar hombro con hombro junto a sus hombres y derramar su sangre para defenderlos. Jamás debieron pedirle tal sacrificio, pero lo hizo porque creía en la existencia de algo que era más trascendente que él mismo.

—Y la Iglesia lo recompensó asegurándose de que en los anales de la historia fuera recordado como un traidor y un apóstata. —El escudo desprendió un chisporroteo acompañado de un intenso tufo—. Otro pecado por el que tendrían que pagar. ¿Qué me dices de la semilla estelar?

—Tras arrebatársela al portavoz del clan de Gwlach, la empleó para coser la grieta que ella había abierto en el Velo, devolviendo a la Hueste Feérica de vuelta a su mundo. Después de que lo arrestaran, la rindió a los suvaeanos. La historia no menciona dónde fue depositada.

—¿Está aquí? —preguntó Gair. Alderan hizo un gesto de negación con la cabeza—. Pero Savin cree que sí. ¿Por eso nos ataca?

—Por eso, y también porque hay mucho más conocimiento aquí: libros, gente… Mientras busca esa semilla estelar podría hacer uso de todas estas cosas. No podemos permitir que acceda de nuevo a la casa capitular.

—¿Qué haría con ella si la encontrase? ¿Fracturar el Velo?

—Bueno, eso ya puede hacerlo. —El anciano señaló con la mano la grieta del cielo a través de la cual se filtraban los diablillos; formaban una nube densa, como moscardones en torno a un pedazo de carne podrida—. Masen dice que el Velo pierde fuerza. Con la semilla estelar, Savin podría destruirlo por completo. Si eso sucediera, no habría vuelta atrás.

Otro destello en lo alto. Gair experimentó una sensación de horror que fue en aumento, a medida que comprendía cómo terminaría la historia de Alderan.

—¡Madre santa, te refieres a los Últimos Días!

—«Y Eador arrojó al ángel al Abismo, donde habría de permanecer por toda la eternidad. Ella ordenó que el nombre del ángel no fuera pronunciado de nuevo, que morase en una oscuridad innombrable, siempre en oposición de su voluntad. Si el ángel llegara a escapar del Abismo habría mucho dolor, porque una oscuridad se extendería sobre la tierra y eso señalaría el fin de todas las cosas.»

Gair fue incapaz siquiera de lanzar un juramento. El fin de todas las cosas. El
Libro de los últimos días
era el último libro de los evangelios, las visiones apocalípticas de san Ioan de una batalla entre el cielo y el infierno. Lo habían educado en el temor de cosas así, pero Alderan le había revelado que podía vivir para presenciar esa serie de sucesos terribles. La cabeza le daba vueltas.

—No puedo creerlo, ¿por qué iba a querer destruir el Velo? ¿Qué podría empujarlo a hacerlo?

El anciano esbozó una sonrisa teñida de tristeza.

—Tendrás que preguntárselo tú mismo porque yo sencillamente no sé qué decirte. Buena parte del
Libro de Eador
se inspira en leyendas, fragmentos de relatos, que se remontan a un tiempo mucho más pretérito de lo que incluso los portavoces de clan son capaces de recordar, pero existe cierta verdad en lo que se narra. El infierno del libro es un aspecto del Reino Oculto, uno de los diversos mundos que existen al otro lado del Velo. Si el Velo desapareciese, nada impediría que estos mundos coincidieran con el nuestro, y las criaturas que los habitan no sienten ningún cariño por el ser humano. Menos aún aquellas criaturas a las que el hombre desterró allí.

—¿Acaso Savin no está al corriente de esto? —quiso saber Gair—. ¿No comprende lo que podría suceder?

—Estoy seguro de que sí lo sabe. También estoy convencido de que no le importa en absoluto. Savin desharía el mundo piedra a piedra hasta encontrar lo que busca, y luego no se molestaría lo más mínimo en devolverlo todo a su lugar cuando su curiosidad se viese saciada. Tal vez crea que el Innombrable sentirá tal agradecimiento tras verse libre que lo recompensará de algún modo. No lo sé. Lo único que quiero hacer es detenerlo.

Por un instante, Gair intuyó qué sentía Alderan por Savin. Repugnancia. Temor. Una pesadumbre honda, muy honda. Sobre todo un mar de aflicción. Entonces la expresión del anciano se volvió de nuevo opaca y se guardó todo el dolor en su interior, ocultándolo.

—Permíteme ayudarte —dijo—. Por favor, Alderan. Podrías utilizarme.

—No puedo, muchacho. Si Tanith te retira ese escudo antes de que te hayas curado, es casi seguro que te perderemos. No correré ese riesgo. Pienso que aún tienes una labor que desempeñar, pero no aquí. No en este momento.

—¿A qué te refieres? ¡No lo entiendo!

El escudo que formaba una bóveda sobre ellos lanzó un nuevo destello prolongado, pero la luz se les antojó más débil, entretejida con azul y púrpura. El canto que llevaba Gair en su interior resonó en respuesta de algo, pero no supo qué.

—Alderan, ¿qué acaba de suceder?

El anciano no respondió. Sus ojos buscaron el tejido del escudo cuando recurrió al canto. El peso sobre Gair se volvió opresivo. Los nervios le cosquilleaban como si tuviera hormigas rojas en la piel.

—Algo va mal —susurró, esforzándose por sentir qué podría ser.

Ansiaba tocar el canto, pero estaba cerrado tras la pared de seda, dura como el acero, del escudo de Tanith. Notó en la espalda el tacto de la mano de Alderan.

—Ve abajo al baluarte, Gair. Tengo la sensación de que podríamos necesitar tu espada.

En el interior de la casa capitular alguien profirió un grito.

35

FLECHAS EN EL AIRE

T
añó la campana del rede, y su sonido argénteo, metálico, llevó a las palomas a alzar el vuelo sobre las agujas de la sacristía. Ansel se detuvo en mitad del dictado y miró de reojo a su secretario por encima del fajo de notas que llevaba en la mano.

—Pensé que seguíamos en receso —dijo al tiempo que una paloma extraviada cruzaba a toda prisa frente a la ventana.

—El rede no volverá a reunirse hasta pasado San Saren. —El joven escribiente miró ceñudo por encima del libro de contabilidad, cuyas páginas pasaba con sus dedos largos—. No figura nada en mi libro, mi señor. Alguien debe de haber convocado una sesión extraordinaria.

Cualquier Anciano podía hacerlo, con la ayuda de un par que lo secundaran, si era capaz de convencer al escribiente real de que tenía un motivo de peso. De hecho el propio Ansel lo había hecho años atrás, cuando la curia se planteó la posibilidad de enviar las legiones a Gimrael. Arrojó las notas a la superficie del escritorio.

—Ve al vestíbulo, ¿quieres?, y mira a ver quién ha dado las campanadas. Esa correspondencia puede esperar.

—De acuerdo, mi señor.

Cuando el escribiente hubo recogido el escritorio portátil y cerrado la puerta al salir, Ansel clavó la mirada perdida en el papeleo administrativo que atestaba su mesa. De modo que habían lanzado las primeras flechas. El momento era perfecto. Prácticamente terminado el receso primaveral, muchos de los ancianos se hallaban aún en sus respectivas parroquias. Era muchísimo más fácil encontrar quórum entonces, cuando tantos miembros de la curia se hallaban ausentes y no les era posible ponerse en contacto con ellos.

Rugió movido por la ira y barrió el escritorio con el brazo. Las plumas y la correspondencia cayeron dispersas en la gastada alfombra. Malditos fueran. ¡Condenados por siempre a la oscuridad del Innombrable!

Se abrió la puerta, y entró en la estancia un joven fornido de pelo rubio que vestía túnica de novicio. Miró con ojos azules los papeles desperdigados, antes de que sus manos dieran forma a las palabras.

«Doy por sentado que has oído la campana.»

—La he oído —gruñó Ansel, que se levantó de la silla con el gesto torcido. Buscó apoyo en el escritorio y cargó el peso en las rodillas doloridas.

«¿Goran?»

—Sí, o él o su titiritero. Goran es tan astuto como el perro de un trapero, pero me apuesto los huevos a que no es él quien está orquestándolo todo. —Ansel dio un paso inseguro hacia la puerta que daba a su dormitorio, aguijoneadas las articulaciones por un sinfín de alfileres.

«Entonces, ¿quién ha dado las campanadas?»

—He enviado a mi secretario para que lo averigüe. —Dio otro paso y sintió más dolor. Soltó el borde del escritorio, pero tuvo que volver a confiar parte de su peso en él cuando las rodillas amenazaron con traicionarlo—. Me lo veía venir, Selsen. Los he visto conspirar a mis espaldas. Son como chacales. Esperan a que su presa esté debilitada y entonces la atacan todos a la vez para derribarla.

«Y después la devoran.»

—¡Ya! ¡Que lo intenten!

Lo que el joven dijo en lenguaje de signos a continuación dibujó una tensa sonrisa en el rostro de Ansel, a pesar del dolor que sentía.

—Nos encontramos en la casa de Eador, como bien sabes. Sólo a mí se me permite jurar con impunidad.

«Antes de acostarme rezaré cinco aves y un señor nuestro.»

—¿Los veintiocho versos?

«Por supuesto. —Selsen se cogió las manos bajo las mangas y compuso ante su preceptor una expresión de honesta devoción—. Y en greco, como muestra de respeto.»

El joven tardaría hora y media en recitar un señor nuestro entero, pronunciado en la formal y elegante lengua greca que tan sólo los estudiosos eran capaces de leer con cierta fluidez.

—Serás engreído. Tráeme la ropa del armario, ¿quieres? Bajaré al vestíbulo.

«¿Estás seguro? Te llevarán por caminos difíciles.»

—Al menos no podrán ignorarme.

Selsen inclinó la rubia cabeza para disimular una sonrisa mientras se dirigía al armario.

«Mi madre siempre dijo que tenías un peculiar sentido del humor.»

—Y por lo que veo tú tienes una lengua muy afilada. Ten cuidado de no cortarte con ella. ¿Queda algo de jarabe en el botellín de la mesilla de noche?

Las puertas se abrieron y cerraron; siguió el frufrú del tejido. El novicio salió del dormitorio con los brazos llenos de sedas de color perla y fajas de terciopelo con las que envolvió el respaldo de la silla de Ansel.

«Apenas quedan unas gotas. Por suerte he descubierto dónde tiene Hengfors las llaves del dispensario.»

Selsen sacó un botellín de un bolsillo oculto de la túnica, y se lo tendió. Ansel la descorchó con el pulgar.

—Hijo mío, eres un gran consuelo en esta hora de necesidad —dijo. Inclinó la cabeza para tomar un trago generoso del jarabe dulzón.

«Ten cuidado con eso, si tomas demasiado te quedarás dormido en pleno rede.»

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