Bajo la hiedra (56 page)

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Authors: Elspeth Cooper

Tags: #Ciencia ficción, fantástico

BOOK: Bajo la hiedra
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«Esto es el centro. —El ángel señaló el tronco negro y resquebrajado—. Tienes que golpear ahí.»

A su alrededor tembló la hiedra. Los brotes avanzaron sobre su posición, pero mantuvieron las distancias.

—¿Golpearlo con qué?

«Con tu espada. Yo te protegeré la retaguardia, pero tienes que ser rápido y firme. Golpea el corazón, el centro de la madera, y asegúrate de que cada golpe cuente.»

—No tengo espada.

«Sí la tienes. Búscala donde siempre ha estado.

Se llevó la mano por encima del hombro. Cerró los dedos en torno de la gastada empuñadura que parecía encajarle perfectamente. Tiró de la espada, cuya hoja se deslizó de la vaina sin esfuerzo alguno, reluciendo fugaz a la tenue luz.

Hubo algo que rebulló en lo más hondo de sí mismo. Un estremecimiento, un picor que le recorrió los nervios, luego los músculos del brazo y la mano, hasta llegarle a la espada. Allí por donde pasaba desaparecía parte del cansancio. Fortalecido, levantó la hoja antigua, que despidió una llama blanca.

Los tallos de hiedra se lanzaron hacia él. La hoja del ángel atacó a diestro y siniestro. Aun rota, la trepadora arremetía con fuerza.

«¡Y ahora golpea!»

Gair echó la espada hacia atrás. Estaría bien saber dónde se encontraba. Trazó un arco de arriba abajo y cortó la hiedra combada que formaba el tejado. Los chillidos le perforaron el oído y la savia hedionda le llovió sobre el hombro y el brazo, pero hizo un agujero lo bastante amplio para que pasase una bala de paja por él. La luz del día inundó el lugar.

Mejor así. Dio un paso, blandió la hoja llameante sobre el grueso tronco que tenía delante. El grito adoptó un insoportable tono agudo. Los tallos se le enredaron, pero el ángel estaba cerca para cortárselos. Asió la espada a dos manos, como un leñador el hacha, y descargó un nuevo golpe.

El vapor que despedía la savia dificultaba la respiración. No tardó en jadear, pero lo único que consiguió fue llenarse los pulmones de más aire enrarecido, hasta que acabó tosiendo. Las virutas de madera oscura saltaban volando a su alrededor.

En lo alto, la hiedra se movía de un lado a otro, buscando un punto débil. La savia negra discurría densa como aceite, convertida en polvo al contacto de la hoja llameante.

«¡Otra vez! —exclamó el ángel—. ¡Tienes que alcanzar el corazón de la madera!»

Alzó de nuevo la espada.

—Madre, llena eres de gracia…

Más virutas de madera. El hedor iba en aumento.

—Vida y luz de todo el mundo…

La espada quemó las hojas a su alrededor.

—Benditos son los mansos que hallarán la fuerza en ti.

Y el chillido se volvió aún más agudo. El corte que Gair había practicado en el tronco se hizo más profundo y adquirió el aspecto de una boca obscena cuando la copa del árbol de la hiedra tembló. Gair apretó con fuerza los dientes y se echó hacia atrás para descargar un nuevo golpe.

¡Tonk!

—Benditos los misericordiosos, que en ti hallarán la justicia…

¡Tonk!
Más virutas. Densos goterones de savia le salpicaron las botas.

¡Tonk!

—Benditos los perdidos, que en ti encontrarán la salvación.

¡Tonk!
La hendidura del tronco se abrió más y más a medida que el peso de las ramas la forzaban. Con un estruendo de astillas, la copa del árbol golpeó el terreno, dejando un tocón que lloraba savia. Gair descargó un golpe de revés, directo al corazón de la madera expuesta.

—Que así sea.

Un lamento le llenó la mente. Inclinó todo su peso en el puño de la espada cuando el acero se deslizó en la madera. A su alrededor las ramas sufrieron fuertes sacudidas. Las hojas maltrechas y la savia maloliente lo llenaron todo. Los lamentos se convirtieron en sollozos y fueron bajando de tono hasta que más que oírse se podían sentir. Al cabo no hubo más que silencio.

33

EL GUARDIÁN DEL VELO

L
a noticia corrió por la casa capitular como cuando un incendio devora los helechos secos. El apremio grave que transmitía la alarma resonó partiendo del campanario y avivó la llama. Las aulas quedaron vacías, los aprendices y adeptos más fuertes se reunieron en el patio. Los estudiantes no tan capacitados, así como los más jóvenes que no eran gaeden, fueron puestos a salvo entre las recias paredes de piedra de la capilla. Todos los demás fueron enviados al refectorio.

Alderan miró desde el baluarte que daba al patio delantero. No vio ni rastro del pánico y la confusión que los había estorbado la última vez que la casa capitular sufrió asedio. Todos conocían su papel y lo llevaron a cabo con presteza, aunque se percibía una inquietud palpable entre la comunidad. Podía olerla en el ambiente, el regusto metálico de una tormenta de verano a punto de estallar.

Los defensores se habían posicionado antes de extinguirse el último eco de las campanadas que llamaban a las armas. Los maestros con sus capas azules se hallaban situados en las murallas, a quince pasos de distancia unos de otros. Todos ellos alcanzaron el canto. Incluso aquellos que eran demasiado jóvenes para haber tomado parte en la defensa de la casa capitular la última vez que hubo que defenderla, conocían cuál era su papel en el plan, y estaban preparados. Cuando los defensores mezclaran la urdimbre para dar forma a un escudo, sería la obra de poder más compleja que Alderan había visto en veinte años. No llegaría tan lejos como la que había tejido con la ayuda de Gair cuando lo sucedido con la tormenta, pero bastaría para cerrar totalmente la casa capitular en una burbuja compacta capaz de rechazar el asalto de máquinas de asedio.

«Espero que sea suficiente. Es todo lo que podemos hacer.»

—Creo que tenías razón respecto a esa tormenta —dijo Masen, señalando con un gesto el cielo rojizo.

Alderan levantó la vista. Las nubes se amontonaban en Pensaeca como crema grumosa. La luz había adquirido una tonalidad amarillenta que afeaba los colores y resaltaba el blanco.

—Está empezando —anunció.

Deslizó la mirada a lo largo del baluarte hasta donde se encontraba Tanith. Gair les había proporcionado un poco de tiempo para prepararse, pero ¿a qué precio? Hizo un esfuerzo por apartar la vista. En ese momento no estaba en sus manos ayudarlos.

No había nada más que hacer excepto esperar. Alderan recorrió la muralla, seguido por un silencioso Masen. Veinte años atrás ambos habían luchado espalda con espalda en aquella muralla contra los poderes del Oculto. Era tranquilizador ver a un viejo amigo de nuevo en pie a su lado. Era lo correcto. Encajaba.

—Hemos presenciado muchas batallas —dijo Masen como si leyera los pensamientos de Alderan.

Éste gruñó, apoyándose en la muralla sobre la puerta principal, vuelto hacia el mar.

—Y veremos otra antes de que estemos acabados.

—Espero que sea la última. Nos hacemos viejos para tanto trote —dijo Masen, dejando los dientes al descubierto en una sonrisa que carecía de humor.

—Ajá, en efecto. —Alderan suspiró y dejó caer la cabeza hacia adelante para aflojar la tensión del cuello—. De acuerdo, Masen. Que se preparen.

Masen se puso en contacto con los demás maestros. Al cabo, una telaraña de poder resplandeció situada sobre la casa capitular. La magnitud del tejido erizó el vello de los brazos de Alderan, bastó para que sintiera que su cuero cabelludo era demasiado pequeño para contener el cráneo. Incluso sin el canto, el escudo era visible como una iridiscencia recortada contra el cielo. Cuando abrazó su poder, la urdimbre quebró la luz solar en lentejuelas como cristales engarzados en un tejido cuya cualidad compacta resultaba de la fusión de todas aquellas mentes. Tenía que bastar.

Alderan levantó el brazo derecho. Barin, desde lo alto del campanario, levantó a su vez la mano a modo de respuesta, y entonces los demás maestros respondieron también, uno tras otro. Contó todas las figuras recortadas contra la piedra, así como las pinceladas de color de aquellos que no podía ver. Deslizó su conciencia junto a los hilos del tejido, comprobando cada anclaje, a pesar de estar convencido de su firmeza.

—Te preocupas mucho por todos nosotros, Alderan.

La voz de Donata devolvió su atención al presente. Estaba sentada en un taburete en el rincón donde se encontraban las partes norte y oeste de la muralla, con el cuaderno de dibujo abierto sobre el regazo y la taza de agua en precario equilibrio a su lado en la aspillera. Con diestras pinceladas dibujaba tropeles de nubes sobre una isla verde, y frente a ella, en la costa, un barco de suaves líneas apoyaba el hombro en el oleaje.

—¿Asoma?

Donata sonrió al tiempo que tomaba un pellizco de ocre de la paleta.

—Un poco.

Alderan miró por encima de la muralla. El
Estrella matutina
se perfilaba perfectamente en el canal.

—Me pregunto cómo eres capaz de tener la calma de ponerte a pintar en un momento así.

—¿Cómo iba a estar en calma si no es pintando? —Mostró la mano con que sostenía el pincel—. Pintar es lo único que impide que me tiemble la mano.

—Supongo que tendría que haberlo sospechado, después de todos estos años. El caso es que nunca se me ocurrió preguntarte. —Alderan rió entre dientes—. ¿Qué harás cuando no haya luz?

Ella lo miró con ojos de lince.

—Pues pintar en la oscuridad, por supuesto.

Alderan le dio una palmada en el hombro y siguió adelante. A lo largo de la muralla aguardaban los maestros. Coran, que había hecho eso en una ocasión anterior y no lo había olvidado. Brendan, que no lo había hecho y parecía nervioso. Hombres y mujeres a quienes Alderan conocía desde hacía más años de los que quería contar, dispuestos todos ellos a luchar.

Abajo, en el patio, otros se encargaban de cuidar de los grupos de adeptos, mientras se escoltaba al interior a los más pequeños. Incluso ellos percibían la tensión. Apenas tenían edad para hablar, pero miraban a su alrededor con ojos agrandados por el asombro desde los brazos de sus madres, con esa mirada sabia que a veces tienen los niños cuando parecen mayores de lo que son.

A medida que fueron pasando los minutos, el viento roló al norte, extrañamente cálido para una fecha tan temprana del año. Al cabo cayó, hasta que se impuso una calma total. El mar adquirió la textura del acero. En lo alto se amontonaron las nubes, surcadas por relámpagos.

—Allá vamos —murmuró Alderan.

A su lado, Masen no dijo palabra, pero recorrió con la vista el patio hasta el extremo donde el verde de los sanadores salpicaba la pétrea muralla cubierta de nieve.

—Que la diosa se apiade de nosotros.

Fue un alivio que cesaran las campanadas que dieron la alarma. Cada apremiante triquitraque había atravesado la cabeza magullada de Darin como la punta de una lanza. Nunca había sufrido un dolor igual, y no quería volver a padecerlo.

Se incorporó, apartando la cabeza de la almohada con gran cuidado. Era como la peor resaca del mundo, excepto que no había estado bebiendo. Se había retirado temprano a la cama porque estaba exhausto, incapaz aún de dormir dos o tres horas por noche sin interrupción, y despertó antes de la prima queriendo morir. Desde entonces había estado tumbado en la cama con las cortinas corridas.

Algo se le cayó del pecho al moverse. Lo recogió de la manta sin prestar atención y lo cogió con fuerza para mantenerlo a salvo. Por la diosa, vaya dolor. Era como si le hubiesen introducido una aguja al rojo vivo por el cuero cabelludo. Tenía la piel de la cara dolorida, era como si ni siquiera pudiera tocarla para frotarse las legañas. Tal vez tendría que acercarse a la enfermería. Saaron tendría alguna cosa para ayudarlo con el dolor. Descolgó los pies por el lateral de la cama. Tenía las botas cubiertas de barro y el dobladillo del pantalón manchado. Tendría que ponerlos a lavar.

Una oleada de vértigo lo envolvió. Sintió el sudor en la espalda. Que Eador se apiadar de él, iba a perderse el desayuno. Sintió arcadas, pero no vomitó. Tragó saliva pero no pudo librarse del picor de garganta. Sí, antes que nada tendría que acercarse a la enfermería. No podía pensar con ese dolor de cabeza, y necesitaba concentrarse en lo que tenía que hacer.

Darin se puso en pie y se dirigió a la puerta. La dejó abierta tras de sí, antes de recorrer el descansillo. Primero tomar algo para el dolor, después seguir adelante con lo suyo: tenía que asegurarse de hacerlo bien.

Los barcos de la gente del Norte cerraron sobre las islas exteriores, hinchadas las velas cuadras al viento que no alcanzaba las murallas de la casa capitular. Alderan arrugó el entrecejo. De nuevo el canto del tiempo atmosférico. En fin, eso despejaba cualquier duda acerca de quién les había enviado la tormenta que estuvo a punto de terminar con la
Kittiwake
. Apretó los dientes con fuerza, pero en seguida hizo un esfuerzo para relajarse. No podía permitirse el lujo de que los errores pasados lo distrajeran, ni los pensamientos de una futura venganza. La seguridad de la casa capitular exigía de toda su concentración.

Proyectó más allá su conciencia, hasta Pensaeca. Los barcos pintados de negro habían fondeado en puerto y la población estaba envuelta en llamas. Los cascos adornados con cuernos recorrían las calles como hormigas, y los hombres del Norte, barbudos, con trenzas en el pelo, saqueaban por doquier. Sólo lo que podían llevarse, objetos pequeños, valiosos. Abandonaban el resto en las zanjas, cuando no lo rompían todo hasta hacerlo añicos. Las tabernas de la plaza del mercado se habían llevado la peor parte, a juzgar por la puerta destrozada y todo el cristal roto. El vino tinto corría como la sangre entre las tejas escarchadas.

Los primeros incursores que abandonaron la población por el camino sudeste se enfrentaron a una lluvia de flechas. Allí la línea de árboles estaba cerca, y los angostos senderos forestales del interior eran un laberinto para quien no estuviera familiarizado con la zona. Norteño tras norteño cayeron aferrados al asta emplumada clavada en la espalda o las extremidades. Una sonrisa desabrida se dibujó en los labios de Alderan. Tal vez los isleños fuesen pescadores y granjeros, pero sabían cómo tirar con arco. Incluso los hijos de los pastores manejaban la honda, dejando tuerto al enemigo o fracturándole el cráneo. No entregarían Pensaeca sin más.

—¿Alcanzas a verlos? —preguntó Masen con la vista clavada en los barcos de casco alargado que salpicaban el fondeadero de Pencruik.

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